11

Philip le había tendido la mano a Guy en el hospital, pensó Ivy mientras volvía a la cabaña, igual que ella. Su instinto estaba en lo cierto; los dos, Philip y ella, estaban destinados a encontrar y ayudar a Guy. Ivy sonrió; tal vez ellos fueran los «ángeles» de Guy.

—Necesito ropa —le gritó Guy a Ivy desde el segundo piso de la cabaña.

Ivy fue a la cocina.

—Tarda más en lavarse que tú —le gritó desde el pie de la escalera—. Para eso está la toalla de playa. Cuando bajes, sírvete tú mismo lo que quieras para comer.

Ivy regresó al salón, escogió uno de los muchos puzles que la tía Cindy tenía para los días de lluvia y se puso a hacerlo. Una vez que la mesa de café estuvo despejada, se sentó en el sofá y observó con atención la tapa de la caja, que mostraba una pintura de una ciudad y un puente idílicos de Nueva Inglaterra. Revolviendo en la caja del rompecabezas, procedió a separar las piezas que fueran verdes y tuvieran los bordes rectos.

Guy entró en la sala unos minutos después, mordiendo una manzana. Tenía el cabello aún mojado, más oscuro que de costumbre. Llevaba la toalla de playa de Ivy ceñida como una falda de cintura baja, dejando a la vista el poderío de la parte superior de su cuerpo y sus heridas. Ivy tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no quedarse mirándolo.

—¿Dónde me siento? —inquirió él.

—Donde quieras.

Guy miró la caja del puzle y, acto seguido, se acomodó en un sillón situado frente a la mesa de café que formaba una L con el sofá. Ivy, que ya había apartado un montoncito de piezas verdes, le tendió la caja, esperando que el puzle lo distrajera de sus problemas. Mientras buscaba entre el contenido de la caja, sacando piezas en las que se viera el cielo azul y que tuvieran los bordes rectos, Guy se puso a canturrear desafinando mucho, cosa que hizo sonreír a Ivy.

—¿Te estás riendo de mí? —le preguntó él.

Ella se quedó mirando aquellos ojos centelleantes.

—No me atrevería… ¿Qué canción es?

—¿No la reconoces? —Le dirigió una sonrisa—. Yo tampoco.

Ivy intentó tararear lo que acababa de oír, ajustando las notas desafinadas, y, de pronto, dijo:

If I Loved You.

Guy levantó la vista para mirarla, sobresaltado.

—Es el título de la canción —le explicó ella, y le cantó las tres primeras frases.

Él soltó una risa.

—Ah, sí, ahora la reconozco.

—Es de… —Ivy se llevó la mano a la boca mientras trataba de recordar.

—¿Lo sabes?

—De Carousel —contestó en voz baja. El año anterior, cuando Tristan intentaba comunicarse con ella como ángel, había tocado en su piano las primeras notas de una canción de Carousel—. ¿Te gustan los musicales? —le preguntó a Guy, forzándose a volver al presente.

—Supongo que sí.

Siguieron trabajando en el puzle, mientras Ivy reflexionaba sobre la extraña conexión entre ambos hechos.

—Aquí hay una de las tuyas —señaló Guy, aproximándose de improviso a ella, y dejó la pieza verde que había encontrado junto a las que Ivy había reunido ya.

La sensación que la invadió en aquel instante la pilló desprevenida. No podía explicárselo. De pronto, percibió su presencia con tremenda intensidad, sintió su cercanía como una especie de calor interior. Atónita, apoyó de inmediato la espalda en el sofá. Pensó en levantarse, en poner distancia entre ambos. Pero la confusión y el orgullo la mantuvieron firme en su sitio. Se tocó las mejillas, temiendo que hubieran cobrado un agudo color rosa.

—He encontrado otra. —Guy se inclinó hacia ella.

La conciencia abrumadora de su proximidad la recorrió como una ola y la hizo sentirse mareada. ¡Qué locura! Ivy juntó bruscamente dos piezas y añadió una tercera.

—Creo que esta última la has forzado —observó él.

Ivy retiró la sinuosa pieza.

—¡Ya lo sé!

Tal vez fuera la sequedad de su respuesta lo que hizo que él levantara la vista y la mirara con atención. Siete centímetros separaban los rostros de ambos. Ella intentó mirar hacia otro lado, pero no pudo. Guy bajó los ojos. Ivy se dio cuenta de que él le miraba la boca con insistencia. Si una mirada pudiera ser un beso…

—¡Hola, he vuelto!

Ivy volcó la caja con las piezas del puzle. Unas mil cuatrocientas piececitas se desparramaron por el suelo.

—¡Ah! Hola, Will —dijo, recogiendo las piezas con ambas manos mientras él entraba por la puerta mosquitera.

Guy se agachó a coger la caja, que había caído entre Ivy y él. Will se detuvo en seco. Al mirar hacia abajo, Ivy se dio cuenta de lo que Will veía desde su perspectiva: una espalda desnuda y unos hombros anchos y musculosos.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Will.

Guy se incorporó, se puso en pie y se subió precipitadamente la toalla. Will siguió mirándolo fijamente; sus ojos se percataron de sus heridas. Guy le devolvió la mirada.

—He dicho que quién eres.

—Me llaman Guy.

—Guy acaba de salir del hospital —le explicó Ivy—. Estaba en el mismo piso que yo.

—¿Ah, sí? —repuso Will, lacónico. Y, dirigiéndose a Guy, dijo—: Supongo que saldrías del hospital vestido con algo más que la toalla de Ivy.

Guy sonrió.

—Sí, salí con su camiseta.

A Will no pareció hacerle gracia.

—Es una larga historia —intervino Ivy.

—No tengo prisa.

—Ahora mismo, Guy no tiene dónde vivir —le explicó Ivy a Will—. Ha tenido muchos problemas. Le dije que podía ducharse aquí. Su ropa está en la lavadora. Es lo mínimo que podemos hacer por él.

—Sí, ya me doy cuenta de que ha tenido muchos problemas —observó Will con sarcasmo, y dejó en el suelo los paquetes que llevaba.

Ivy se sintió fatal, consciente de que Will, entusiasmado con lo que había comprado en la tienda de materiales artísticos, había ido directamente a la cabaña para enseñárselo.

—El problema es que no consigo recordar lo que me pasó —manifestó Guy.

El modo en que Will ladeó la cabeza dejó bien claro que no le creía.

—Will, no recuerda quién es ni dónde vive —añadió Ivy, rogándole comprensión.

—Eso resulta muy práctico —señaló Will.

—Cuando llueve no lo es —repuso Guy.

—He oído hablar de ti —dijo Will— a Kelsey y a Dhanya. Qué raro que Ivy no te mencionara para nada.

Guy trasladó los ojos de Will a Ivy, y viceversa.

—Y nadie parece estar echándote de menos —prosiguió Will—. Me pregunto por qué ni amigos ni familia han denunciado la desaparición de un chico tan majo como tú.

Guy asintió, tranquilo, con la cabeza.

—Eso parece sugerir que se alegran de deshacerse de mí.

—No ha pasado demasiado tiempo —se apresuró a añadir Ivy—. Sólo desde el domingo… Una semana. Tal vez tus amigos y tu familia piensen que estás de viaje, y no esperen verte ni saber de ti por ahora.

Will se volvió hacia Ivy con una mirada que decía: «Estás loca si te crees esta historia».

Guy le dirigió a Ivy una sonrisa burlona.

—¿Cómo llegaste al hospital? —le preguntó Will a Guy.

—Unas personas que estaban paseando a un perro me encontraron inconsciente y llamaron a una ambulancia.

—¿Y dónde te encontraron?

—En Lighthouse Beach —contestó Guy.

—¿En Chatham? ¿El domingo pasado, en Chatham?

—El lunes, en realidad —lo corrigió Guy—. Justo después de medianoche.

—¡Debió de ser una noche infernal para los servicios médicos de urgencias!

Guy frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Desde luego, espero que no tuvieras un encuentro con otro coche en Morris Island.

—¡Will! —exclamó Ivy, reconociendo la acusación que implicaban sus palabras—. ¡Eso es ridículo! No han encontrado el coche que se nos echó encima.

—Y no han averiguado quién es el tío este —replicó Will—, ni por qué no recuerda nada, ni por qué estaba inconsciente en el suelo a escasa distancia de donde tu coche quedó destrozado.

Will recorrió la habitación a grandes pasos, se detuvo y se volvió hacia Guy.

—Estoy seguro de que tienes una buena razón para haberte marchado del hospital vestido con la camiseta de Ivy. Me parece que debía de irte un poco pequeña.

—Así es —repuso Guy.

Ivy relató lo que había pasado en el hospital y, con cada detalle que añadía, Will se encolerizaba un poco más.

—Déjame que lo entienda —dijo Will, incrédulo—. Le ayudaste a escapar del hospital sin que su médico le diera el alta, cuando probablemente aún necesitaba atención médica y, por supuesto, antes de que pagara la factura.

—Sólo obedecí a mi instinto —contestó Ivy, poniéndose a la defensiva—. Le di a una persona el beneficio de la duda. ¡Tal vez tú deberías probar alguna vez!

Vio en su rostro que lo había ofendido.

Guy se inclinó ligeramente hacia adelante, atrayendo la atención de Ivy.

—¿Has dicho que la lavandería está al lado de la cocina?

—Sí.

Él asintió y salió por la puerta.

—Will… Will, lo siento —se disculpó Ivy—. Sé lo disgustado que estás. Yo sólo… me sentía fatal por él. —Will tragó saliva con fuerza mientras ella continuaba—: Tú te acuerdas de lo horrible que fue para mí el verano pasado, cuando había cosas que no podía recordar, cuando todos creían que había tratado de matarme, cuando no podía explicar cómo había llegado a la estación de tren. Tú fuiste buenísimo conmigo. Tú creíste en mí cuando nadie más lo hizo. Tú cuidaste de mí. Guy no le importa a nadie ni tiene a nadie que le crea.

—La diferencia —dijo Will en voz baja— es que yo ya te conocía. Sabía el tipo de persona que eras.

Ivy asintió.

—Sí, sí, tienes razón. Lo admito… Actué de manera irracional. —No mencionó que, si se le volviera a plantear una situación parecida, actuaría igual.

Will se acercó y se sentó en el sofá junto a Ivy. La rodeó con los brazos, atrayéndola hacia él.

—A veces, Ivy, me das pánico.