—¡Pero si en casa te gustaba hacer kayak por el río! —le dijo Ivy a Beth el domingo a mediodía. Como sólo unos cuantos clientes se habían quedado tras el fin de semana, ya habían terminado el trabajo y estaban regresando a la cabaña por el sendero de piedra que cruzaba el jardín.
—Billingsgate Island me parece muy misterioso, así, surgiendo del agua con la marea baja… ¡y con ese barco hundido! —siguió diciendo Ivy. Durante la última semana, Beth se había estado quejando de que sufría el bloqueo del escritor—. Te inspirará —añadió en tono alentador.
—Supongo —repuso Beth sin entusiasmo.
—Tal vez no sea el hecho de hacer kayak —sugirió Ivy, tras pensarlo un momento—, sino la persona con quien lo haces. ¿Ha sucedido alguna cosa desde la cita con Chase en la heladería? Entonces me pareció que de verdad te gustaba mucho.
Beth se encogió de hombros.
—Me manda muchos mensajes.
—Quiere ir en serio contigo —concluyó Ivy—. Y tú eres demasiado amable para decirle que lo deje ya.
Beth se volvió hacia Ivy.
—Sabes que tienes demasiado buen corazón —prosiguió Ivy, sonriéndole a su amiga—. Ni siquiera matas a las moscas.
—A ésta tal vez sí la mate —repuso Beth mientras entraba en la cabaña.
Ivy cogió un libro de misterio encuadernado en rústica, uno de los muchos que habían olvidado los visitantes del hotel, y se lo llevó al porche. Situado en la parte de la casa que daba al mar, éste se extendía a lo largo de todo el edificio, envolviendo una de sus esquinas, y tenía una luz especial. A primera hora de la mañana, era un espacio ventilado que flotaba a la deriva en el resplandor de color mermelada y amarillo del amanecer, pero, poco a poco, se iba volviendo tan sereno y azul como la distante faja del mar. Cuando no había huéspedes, a Ivy le gustaba sentarse allí. Recostada hacia atrás en una mecedora de madera, con los pies sobre la barandilla del porche, contemplaba, más allá del lindero verde del jardín de la tía Cindy, el océano y el cielo sin nubes, y dejaba que su mente vagara.
«Es una sensación extraordinaria, Ivy. ¿Sabes lo que es flotar en medio de un lago rodeado de árboles con el azul inmenso del cielo sobre ti? Estás tumbado en el agua, y el sol centellea en la punta de los dedos de tus manos y de tus pies».
Había imaginado tantas veces que flotaba con Tristan en mitad de un lago mientras la luz del sol los bañaba que el sueño se había vuelto tan tangible como los recuerdos reales que conservaba de él.
¿Por qué se le había ocurrido que escapar al cabo Cod pondría distancia entre ella y sus recuerdos? Había agua por todas partes y, allí donde había agua, ella pensaba en Tristan.
Ivy suspiró, abrió el libro y miró las palabras sin leerlas. Hacía una semana, se había despertado en el hospital con la certeza de que Tristan la había besado.
No había sido un sueño consolador, como decía Beth. ¡Le había provocado una nostalgia de Tristan aún mayor! Y dejaba dolorosamente clara la diferencia entre lo que había tenido con Tristan y lo que sentía por Will. Los visitantes de los fines de semana y el trabajo a tiempo completo habían contribuido a que los últimos días transcurrieran más de prisa para Will y para ella; pero, ahora que tenían tiempo para estar juntos, Ivy se había sentido aliviada al oírle decir que se iba a Chatham a buscar materiales para pintar.
—Eh, nena, mueve ese bonito culo y ven a correr conmigo —le gritó Kelsey a Ivy, arrancándola bruscamente de sus pensamientos.
Kelsey, que llevaba un rato trotando alrededor del hotelito, se puso ahora a correr sin moverse del sitio. Llevaba el pelo, de color caoba, recogido en lo alto de la cabeza con una saltarina cola de caballo.
Ivy sonrió ante la invitación, que sospechaba que no iba en serio, y sacudió la cabeza en gesto negativo.
—¿Cuánto vas a correr?
—Hoy voy a correr cinco millas por la playa, que es como diez por la carretera, luego veinte minutos intensos de natación y una hora de bicicleta. Estoy planteándome hacer triatlón en septiembre.
—Eres increíble —declaró Ivy.
—No deberías decirle eso —intervino Dhanya, tras salir al porche con un cuenco lleno de arándanos de aspecto escarchado que habían sobrado del desayuno del hotel—. Kelsey ya lo piensa demasiado a menudo.
—Ya lo sabe —la corrigió Kelsey, tras lo cual se ajustó el iPod y salió corriendo en dirección a la escalera para encaminarse a la playa.
Dhanya se sentó.
—¿Arándanos? —le ofreció a Ivy, tendiéndole el cuenco.
—Gracias.
Dhanya dejó el recipiente sobre una mesita que había entre las dos, se meció adelante y atrás por unos instantes, puso los pies en alto encima de la barandilla y se dedicó a mirárselos.
—El barniz color lavanda te sienta bien —la alabó Ivy.
Dhanya arrugó la nariz.
—Nunca tendré unos pies bonitos. Los bailarines los tenemos feos, nos machacamos los dedos.
—¿Haces ballet clásico?
—Y moderno, y jazz, incluso claqué. Solía aprender danzas indias, pero mi profesor era viejo y estricto, estaba obsesionado con la actitud. «Disciplina, Dhanya, disciplina» —dijo Dhanya fingiendo un marcado acento británico, e hizo una mueca—. ¿Te gustaría venir hoy a Chatham con Kelsey y conmigo? Max ha invitado a un grupo de amigos de la universidad.
—Gracias, pero esta tarde me voy a Provincetown con Beth y Will.
Dhanya suspiró.
—Tienes mucha suerte… Will es estupendo.
—Mmm —repuso Ivy, y cambió de tema—. Háblame de Max.
Dhanya hizo como que no escuchaba.
—Kelsey dijo que te gustaba —insistió Ivy.
—A Kelsey le gustaría que me gustara. Por algún motivo piensa que es perfecto para mí, lo cual me parece insultante. No hace más que decirme que soy una esnob. ¿Tú qué crees?
Aquella pregunta tan directa sorprendió a Ivy.
—Creo que la mayoría de nosotros lo somos de un modo u otro. Lo que pasa es que no nos damos cuenta de nuestros propios prejuicios.
—Sí, pero algunas personas te miran realmente por encima del hombro —afirmó Dhanya—. Es una cosa que odio. En especial cuando me lo hacen a mí.
—Bueno, ¿cómo es Max? —inquirió Ivy.
—Rico. —Dhanya estiró las puntas de los pies y después relajó los tobillos—. Tengo que dejar de enterrar los pies en la arena. Están más blancos que las piernas… Max es rico y hortera, muy interesado en cosas como las lanchas rápidas y los coches deportivos vistosos. Puede que tenga mucho dinero, pero se comporta de una manera muy… proletaria.
Ivy se mordió el labio para no echarse a reír. Antes de que su madre se casara con Andrew, su familia vivía en el proletario municipio de Norwalk.
—Su padre es propietario de una cadena de tiendas en las que venden ropa barata —añadió Dhanya.
Ivy ladeó la cabeza.
—¿Y?
—Max parece comprarle la ropa a su padre. Yo quiero a alguien que sea tan rico como Max y que tenga tanta clase como Will.
—Quizá ese alguien se presente en la fiesta que da Max en la playa —repuso Ivy, intentando ocultar su irritación. No necesitaba que nadie le recordase que Will era un chico estupendo—. ¿En el instituto saliste con alguien que realmente te gustara?
—No, pero tengo un novio en Facebook —respondió Dhanya—. Claro que es difícil llevar a un chico de Australia al baile de graduación.
Tras un largo silencio, Dhanya añadió:
—Gracias por no decir algo como: «Pon los pies en el suelo, Dhanya». Kelsey dice que vivo en las nubes. Dice que tengo miedo de los chicos de verdad.
Por unos instantes, Ivy tuvo lástima de Dhanya.
—Kelsey se mete demasiado en tus asuntos. Tal vez debería centrarse en sí misma y dejarte en paz una temporada.
Dhanya esbozó una leve sonrisa.
—Sí. Tal vez. ¿Más arándanos?
—No, gracias.
Dhanya cogió el último puñado, recogió el cuenco y regresó a la cabaña.
Ivy abrió su libro de misterio y leyó el primer capítulo. Tuvo que leerlo dos veces antes de entender lo suficiente como para poder proseguir; pero al final, el mar, el aire impregnado de sal y el soleado porche se desvanecieron, e Ivy se encontró arrastrándose con el protagonista por un oscuro callejón de Londres.
Al cabo de una hora, más o menos, sintió una mano que se posaba en su hombro.
—Eh, Will —dijo—. ¿Encontraste todo lo que querías?
—¿Quién es Will?
Al oír la voz de Guy, Ivy se volvió, sin saber si se alegraba o si se sentía molesta por que hubiera vuelto a aparecer.
—¿Cómo me has encontrado?
—Por tus papeles del hospital. ¿Cómo sabías que volvería al aparcamiento?
Llevaba puestos los pantalones y la sudadera que ella le había comprado. Y sus zapatos viejos; los nuevos estaban atados a la mochila.
—No lo sabía. Simplemente estaba demasiado furiosa para regresar a la tienda y devolver las cosas.
Guy esbozó una sonrisa. Dejó caer la mochila en el suelo del porche. Al ver un petate nuevo sujeto a ella, Ivy esperó que hubiera utilizado el dinero en lugar de robar nada.
—Siéntate —lo invitó.
Él meneó la cabeza y se apoyó contra la barandilla, mirándola.
—Estoy lleno de barro.
—¿Dónde has estado viviendo todo este tiempo?
Guy se encogió de hombros.
—Por ahí.
Ivy cerró el libro.
—¿Por aquí cerca?
—Aquí y allá —contestó él, esquivo.
—¿Has comido algo en los últimos cuatro días?
—Sí —respondió Guy—, pero no te gustaría saber qué.
—Claro que sí.
Él se echó a reír. ¿Eran las mejillas sin afeitar, el cabello revuelto o la malicia que había en sus ojos? ¿Qué era lo que hacía su risa tan sexy?
—Sobras —precisó—. Todo un surtido de sobras.
—¡Qué bueno! ¿Por qué no viniste aquí desde el principio?
—Porque ya habías hecho bastante.
—En tal caso, ¿por qué estás aquí ahora?
El rostro de Guy se puso serio. Había algo cautivador en sus ojos y en el modo en que parecían atisbar dentro del alma de Ivy. La muchacha no podía dejar de mirarlos.
—Porque estoy lo bastante hambriento. —Guy apartó los ojos de ella y se puso a contemplar el agua—. Bonita vista.
—Bueno, ¿y qué va a ser? —inquirió ella—. ¿Desayuno, comida o cena?
—Lo que tengas.
Ivy se levantó y le sostuvo la puerta para que entrara.
—Ven.
—Me quedaré fuera.
—No hay nadie —insistió ella—. Entra.
—¿Y si vuelve Will?
Ivy creyó percibir un destello en los ojos de Guy.
—Entonces, te lo presentaré —dijo.
—Me encuentro mejor aquí fuera.
Ivy meneó la cabeza.
—Está bien, cocino para ti y al volver descubro que te has ido, me pondré hecha una auténtica fiera.
—Casi vale la pena ocultarse entre los arbustos sólo para verte perder los nervios —repuso él, sonriendo. Sentado en el suelo del porche, apoyó la espalda contra el enrejado de madera.
Ivy se retiró a la cocina, y, tras reflexionar unos instantes, le hizo una tortilla de queso, suponiendo que tendría un montón de proteínas, y luego cortó una enorme rebanada del pan casero de la tía Cindy. Añadió a la bandeja fruta variada y una taza de té, y, al atravesar el salón cargada con la comida, se detuvo a mirar a Guy a través de la puerta mosquitera. Tenía los ojos cerrados y sus hombros se combaban contra los balaustres del porche. El corazón de Ivy voló hacia él. Estaba exhausto.
—Huelo a comida —manifestó, abriendo los ojos.
Ivy titubeó unos instantes sin saber dónde dejar la bandeja y acabó poniéndola en el suelo junto a él.
—Gracias —murmuró Guy, y se puso a comer.
Apartando su silla, Ivy se sentó en el porche a unos metros de distancia del chico y se dedicó a estudiarlo. Guy se había quitado los zapatos y se había enrollado una manga para comer. Ivy se fijó en que tenía los pies y los tobillos muy maltrechos, al igual que el antebrazo. La pelea en la que había estado envuelto debía de haber sido brutal.
—Bueno, ¿dónde has pasado estos días? —le preguntó.
—Ya hemos abordado ese tema —contestó él.
Ella asintió.
—Pensé que tal vez ahora ibas a responder.
—Por ahí.
Ivy tamborileó los dedos contra el suelo del porche. Se preguntó adónde iría si quisiera dormir al aire libre sin levantar sospechas y, no obstante, quisiera estar cerca de un número suficiente de personas como para conseguir «sobras». Dado que no tenía coche, no podía haber ido muy lejos. «El parque estatal Nickerson», dijo en voz alta.
El rostro de él se mantuvo indescifrable. Tras dejar el tenedor, cogió el tazón de té, sosteniéndolo con ambas manos, como si se las estuviera calentando. No era calor lo que Guy necesitaba, pensó Ivy, sino consuelo, atenciones. No sabía cómo ayudarlo; la última vez, su consuelo y sus atenciones habían hecho que saliera corriendo.
—¿Has recordado algo sobre tu pasado?
Él tomó un sorbo de té.
—No.
—¿Sigue habiendo cosas que te parecen vagamente familiares?
Guy frunció el ceño y centró la vista en la taza de té. Ivy se preguntó si estaría eligiendo las palabras, decidiendo qué contarle y qué no revelar.
—Si acaso, estoy empeorando. Ahora, las cosas que me parecen familiares son demasiadas como para poder entenderlas. Además, a veces son contradictorias. Un día, un olor, el de una hoguera, por ejemplo, me causa una sensación agradable; y, al día siguiente, ese mismo olor me da ganas de salir huyendo.
—Cuando fuiste al parque, ¿viste una indicación y la seguiste o crees que tal vez supieras que estaba ahí?
Guy vaciló.
«Puedes confiar en mí», deseaba decirle Ivy. En ocasiones, lo más difícil era esperar hasta que otra persona decidiera confiar en uno.
—Lo vi en un mapa. Recuerdo cosas generales, como que los moteles tienen mapas gratis en el vestíbulo. Cuando vi el tamaño del parque en el mapa, supe que allí podría sobrevivir y esconderme si ellos venían a por mí.
Ivy se inclinó hacia adelante.
—¿Quiénes son ellos?
—No lo sé.
—Pero ¿es más de una persona?
—¡No lo sé! —Sus ojos adoptaron un color azul plomizo—. ¿Cómo voy a saberlo?
Ivy se mordió el labio al darse cuenta de que lo había presionado en exceso. Sus ojos, que ahora parecían más grises que azules, le decían que Guy se había agazapado tras sus propios miedos y pensamientos. El muchacho recorrió con el dedo el largo corte que tenía bajo la barbilla. Ivy sintió miedo por él, pero sabía que decírselo lo haría recelar aún más de ella.
—Aquí está lo que yo puedo ofrecerte —le dijo—. Una navaja de afeitar y una ducha.
—No necesito nada de todo eso —se apresuró a responder Guy.
—Probablemente te sentirás mejor. Si dejas que te lave y te seque la ropa, estarás bien unos cuantos días más.
—¿Intentas adecentarme?
—Sí, si es posible.
Guy arqueó una ceja y se echó a reír.
—Tienes mucho que investigar —terció ella—. Necesitas que la gente no desconfíe de tu aspecto.
—En eso tienes razón —replicó él, sonriendo—. Me daré prisa.
Unos minutos después, a través de la puerta del baño, Guy le dio a Ivy las prendas que llevaba puestas y la ropa sucia que tenía en la mochila; ella, a su vez, le pasó una toalla pequeña y otra de playa. Había pensado registrar la habitación de Will en busca de lo necesario para afeitarse y de un desodorante, pero algo la detuvo, así que le ofreció a Guy el suyo.
—¡Vaya, voy a oler bien! —comentó.
—La lavandería está en el hotel, junto a la cocina —le indicó Ivy, y se dirigió hacia allí con la ropa.
Mientras llenaba la lavadora, buscó en los bolsillos de Guy para asegurarse de que estaban vacíos. Encontró una de las hojas de su alta hospitalaria, en la que constaban la dirección del hotel y los datos de contacto de su familia; la hoja estaba tan doblada que había acabado convertida en un cuadrado diminuto. Anotó en ella su número de teléfono móvil, volvió a doblarla y la dejó en un cuenco encima de la secadora. También encontró unas monedas y, al llamarle la atención un destello dorado, se fijó en ellas. Se quedó sin aliento.
En su palma descansaba una moneda brillante con un ángel estampado, como una señal del cielo.