Prólogo

Noviembre de 1963

El doctor Martín Abrams cargó con todo cuidado su pipa tallada a mano, la encendió y echó un vistazo a la carpeta que tenía a su derecha, sobre el escritorio.

—¿Cómo se siente? —preguntó, enarcando las tupidas cejas castañas.

—Cómo me siento… —repitió con voz inexpresiva el paciente, sumido en un profundo trance.

Abrams percibió el malestar del paciente.

—Se siente relajado, ¿verdad?

—Sí —repuso inseguro el paciente—. Muy relajado.

—Así me gusta.

Silencio. Luego:

—Quiero que hablemos de su madre —dijo Abrams.

El paciente dio muestras de gran agitación.

—No recuerdo a mi madre.

—Sí que la recuerda. Lo recuerda todo. Hábleme de ella.

Con tono vacilante, el paciente describió a la mujer y habló de su relación con ella.

Abrams lo aprobó con un gesto.

—Muy bien. —Hizo un par de anotaciones— Ahora cuénteme cómo murió.

—¡No! —explotó el paciente—. No recuerdo.

—Sí que lo recuerda. ¡Hábleme de eso!

—Mi madre murió. Hace mucho tiempo.

—¿Cómo murió?

—Cáncer.

—Eso no es cierto. ¡Cuénteme cómo murió!

—Cáncer. Melanoma. Fui a verla al hospital. Sufría terribles dolores.

—¿Eso es todo?

El paciente respondió con un murmullo elusivo. De pronto se detuvo. Sudaba copiosamente.

Abrams volvió a encender su pipa y le hincó los dientes con fuerza.

—¿Cómo murió? —volvió a preguntar. El paciente echó a su alrededor una mirada de fiera enjaulada—. ¿Cómo?

—Del hospital la mandaron de vuelta a casa. Una mañana, la enfermera que la atendía se sintió mal y no pudo venir. Mamá sufría dolores más atroces que nunca. Me dijo que si la amaba, debía ayudarla a morir. Lloré. Luego desconecté los aparatos que la mantenían con vida y me fui a la escuela. Cuando volví, estaba muerta.

—¿Cómo se sintió?

—Culpable.

—¿Y qué lo llevó a hacer su culpa?

—No lo recuerdo.

—¡Lo recuerda perfectamente! ¡Dígamelo!

Zozobra. Confusión. Luego:

—No podía vivir con esa carga.

—Y entonces…

—Traté de matarme.

Satisfecho, Abrams siguió buceando más hondo, y rápidamente llenó una docena de páginas con sus impresiones. Enseguida, dando por concluida la sesión, rompió el trance. A los pocos segundos el paciente se hallaba lúcido.

Abrams le sirvió un café.

—Quisiera hacerle algunas preguntas —dijo.

El paciente asintió.

—¿Cómo murió su madre?

—Cáncer.

—¿No fue un asesinato?

—¿Asesinato? ¿Está loco?

—¿Yo? No. Y usted tampoco.

El paciente rió. El psiquiatra sacudió la cabeza.

—Hay algo más que quiero preguntarle.

—Cómo no.

—¿Alguna vez trató de suicidarse?

—No. Jamás.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Perfecto. Eso está muy bien.

El paciente sonrió y lanzó un suspiro de alivio.

Abrams se repantigó en la silla y arrojó al cesto de los papeles el tabaco quemado de su pipa. Cerró la libreta, hizo un gesto de asentimiento, y se dijo lleno de asombro que estaba frente al caso de represión más extraordinario que había conocido en su vida.

Diciembre de 1966

Arthur Seligson salió de la estación, en la esquina de Bleecker y Lafayette, convencido de que había hecho bien en abandonar el departamento. Por la mañana, Sue habría olvidado la pelea y él podría volver a su casa después de una noche de diversión. De todos modos, hacía rato que la relación se arrastraba penosamente. Arthur estaba harto de mandoneo, y si Sue era incapaz de aceptar que él fuera bisexual y bastante liberado como para permitirse de tanto en tanto una ocasional compañía masculina, allá ella. Bien podía hacer sus maletas y largarse.

Dobló por Houston, se encaminó al sector este del Village y entró en un club nocturno llamado Soirée. Aunque nunca había estado allí, en el ambiente homosexual todo el mundo conocía el lugar, aun cuando sólo fuera por su reputación. El local no era muy grande. A decir verdad, resultaba demasiado pequeño para albergar a la nutrida concurrencia que ya se encontraba en el interior. Había un bar cerca de la puerta, una pista de baile un poco más atrás, y en el fondo un escenario elevado ocupado por cuatro músicos negros y dos bailarines travestís. El decorado era mediocre, pero pocas de las personas que allí se encontraban habían acudido por razones estéticas, y aun en ese caso las luces eran tan tenues y tan denso el humo de los cigarrillos, que era muy poco lo que se podía ver.

Arthur dejó su abrigo en el guardarropa, se acercó al bar y pidió un whisky con hielo. Cuando el barman le trajo su bebida, ocupó el último asiento libre y miró a su alrededor, estudiando las caras. Era un lugar distinto, especial. Y también la gente era distinta. Un modo de vida más libre, más abierto. Se sintió estimulado.

Se quitó el suéter de lana mohair y lo dejó sobre el respaldo de la silla. La camisa de algodón que llevaba debajo ya estaba empapada de transpiración. Pidió un vaso de agua, rebajó su whisky, y tendió la mano hacia un plato de bizcochos salados para servirse algunos. El hombre sentado junto a él le sonrió; Arthur le retribuyó la sonrisa.

El hombre era rubio, atractivo, muy delgado, y debía tener poco más o menos la misma edad de Arthur. Estaba elegantemente vestido, con un suéter italiano negro sobre camisa blanca y un blue jean estrechísimo, con el bolsillo bordado.

—¿Qué tal? —preguntó el hombre.

—Muy bien —repuso Arthur.

—Me llamo Jack, Jack Cooper.

—Arthur Seligson.

Jack le brindó otra sonrisa de dientes relumbrantes, y bebió un sorbo de su vaso de Bourbon.

—No te había visto antes por aquí.

A Arthur le agradó el timbre de la voz de Jack: suave, clara, diáfana, femenina.

—Claro, es la primera vez que vengo.

La orquesta de jazz terminó su número y abandonó el escenario. Celebrando el silencio, Arthur apuró su bebida hasta el fondo y protestó cuando Jack pidió otra vuelta.

—¿Neoyorquino? —preguntó Jack al tiempo que acercaba su silla a la de Arthur.

—No. Soy de Yonkers. Allí me crié. Estudié en Buffalo, y vine aquí para seguir cursos de posgrado en Columbia. Voy a clase de vez en cuando y trabajo un par de horas en Bloomingdale’s.

—¿Vives solo?

—No.

—¿Compartes el departamento?

—No. Tengo… una amiga.

—¡Ah!… De modo que esta noche la engañas en forma.

—No… no hay secretos. Soy lo que soy y ella lo sabe.

—Pero no es fácil.

—Nada fácil.

Sonriente, Jack se dirigió al barman y señaló los vasos vacíos.

—¿Y qué me cuentas de ti? —preguntó Arthur, mientras observaba cómo el barman le llenaba el vaso por tercera vez.

—Estudio literatura en la New School y trabajo aquí por la noche.

—¿Haciendo qué?

—Por lo general atiendo el bar. Hace unos cuatro años que vivo en el Village, y trabajé en casi todos los bares del barrio. Vine de Cincinnati. Quería ser actor, pero no me fue bien. Hice un corto publicitario para una gaseosa de la que nunca había oído hablar, un par de doblajes que al fin no se usaron y seis semanas en el papel del Muro, con una compañía en gira. Divertido, ¿no? Seis semanas en el escenario sin decir una sola palabra. Bueno, así es el teatro. Pero qué diablos. Yo no era gran cosa como actor, aunque en aquel tiempo era incapaz de reconocerlo.

Arthur asintió, comprensivo.

Jack sacó un cigarrillo y lo encendió.

—¿Qué piensas hacer cuando salgas de la universidad?

Arthur movió la cabeza.

—No lo sé. Creo que me he convertido en estudiante crónico. Los diplomas y las medallas son muy buenos para adornar paredes, pero no enseñan a ganarse la vida. Así que… seguiré yendo a clase hasta que me echen, o hasta que me case con la hija de algún ricachón.

—¿O con el hijo?

—O con el hijo —sonrió Arthur.

Riendo, Jack echó un brazo sobre los hombros de Arthur.— Tienes una buena cabeza. Y una hermosa sonrisa. Me gustas.

Arthur bebió un sorbo de scotch.— Y tú a mí.

Jack le tendió un paquete de cigarrillos.— ¿Fumas?

Arthur negó con la cabeza.

—No —replicó reprimiendo el hipo—, nunca toco un cigarrillo. (Por Dios, se le había ido la mano con la bebida).

Jack guardó el paquete.— Pues…, sí, te lo preguntaré.

—¿Qué?

—¿Cuándo debutaste?

—En la facultad —repuso sin vacilar Arthur—. En unas vacaciones. Fui a esquiar a Vermont y conocí a un tipo de la universidad de New Hampshire. Era un buen esquiador y yo un novato total. De modo que empezó a enseñarme y nos pasamos la semana persiguiendo damiselas sin mucho éxito. Las últimas dos noches nos quedamos en el cuarto del hotel de mi amigo y nos emborrachamos. Y la última noche ocurrió.

—¿Te sentiste culpable?

—Para nada. —Arthur hizo una pausa. Jack rió y siguió bebiendo.— ¿Y tú?

Jack enarcó las cejas.— Yo soy un veterano. Empecé con un infante de marina que prestaba servicios en una base de las afueras de Lexington, en Kentucky. ¡Y vaya si fue un asunto escandaloso! Mi madre nos pescó una noche en el heno. Casi me mata. Por suerte, mi viejo había muerto un año antes, porque si no me hubiera degollado. Te diré que poco faltó para que lo hiciera mamá. Era brava. Cien veces me preguntó por qué, y le dije que si ella hubiese sido un chico, con una vieja como ella rezongándolo todos los días, se habría agarrado del primer hombre que encontrara para no soltarlo más. Bueno…, mi razonamiento no la convenció demasiado, de manera que siguió torturándome todas las noches durante un mes hasta que no aguanté más, y me largué… Tomé el primer ómnibus que pude encontrar hacia el este… Filadelfia, para ser más preciso…, y luego me vine para acá. Desde entonces no la vi más. Alguien me dijo que el shock de tener un hijo maricón la liquidó, pero nunca me preocupé por confirmarlo, porque me importa un rábano.

Arthur dirigió la cronología.— ¿Y desde entonces nunca estuviste con una mujer?

Jack sacudió la cabeza.

Siguieron conversando y bebiendo durante toda otra sesión, hasta que Jack miró su reloj y tomó la mano de Arthur.

—¿Vuelves con tu dama esta noche? —preguntó.

—Preferiría no hacerlo.

—Vivo a unas pocas manzanas de aquí. ¿Qué te parece si te vienes conmigo y compramos una botella de vino? Es un lugar tranquilo. Podremos hablar. Encenderé la chimenea, pondré buena música. Lo pasaremos bien.

—Suena prometedor —dijo Arthur.

Ambos se pusieron de pie y se dirigieron hacia la salida. Mientras esperaban que les entregaran sus abrigos, un hombre rechoncho, vestido con una chilaba marroquí, se acercó a Jack y lo abrazó.

Jack hizo las presentaciones:

—Charlie Kellerman. Arthur Seligson.

Kellerman saludó a Arthur y luego preguntó, dirigiéndose a Jack:

—¿Te vas?

—Sí. Mañana vendré a las doce. Y por la noche trabajaré, pero no en el bar. —Echó una mirada a Arthur y aferró a Kellerman por la garganta.— No nos vendría mal ser socios del bar. Este marica se está haciendo rico.

Riendo, Kellerman rodeó con un brazo la cintura de Arthur.

—¿Piensas pasar la noche con este plomazo?

Arthur sonrió sin responder.

Kellerman aspiró una profunda bocanada de su cigarrillo.— Te lo recomiendo calurosamente. Pero ten cuidado. Podría ponerme celoso.

Los tres rieron. El encargado del guardarropas les entregó los abrigos. Kellerman abrazó una vez más a Jack, apretó con fuerza el brazo de Arthur, alzó la cabeza y con gesto amanerado arrojó un beso al aire.

—No hagas nada que no haría yo —dijo en tono admonitorio.

—Eres el tipo más cursi que he conocido en mi vida —repuso Jack riendo.

Kellerman insinuó una sonrisa, volvió a dar una pitada a su cigarrillo y se retiró hacia el interior del local.

Jack tomó a Arthur del brazo.

—¿Listo?

—Listo.

Se miraron sonrientes y salieron a la calle.

Noviembre de 1978

Cuando los neumáticos patinaron irremediablemente en el barro, Annie Thompson se encogió en su asiento y miró por la ventanilla esforzándose por distinguir el comienzo del asfalto. Pero fuera de su imagen, reflejada en el cristal, poco más alcanzó a ver. Y su imagen no contribuía a mejorar las cosas. ¡Por Dios, qué aspecto tan horrible tenía! Los ojos inyectados, la cara descolorida.

Aferrado al volante del sedán Volvo, Bobby Joe Masón apretó una vez más el acelerador a fondo, al tiempo que tomaba a Annie del brazo para impedir que se fuera hacia adelante.

—Con esta pendiente no lo mueve ni un tanque —se quejó. Miró hacia arriba, al camino que atravesaba la cima de las Adirondack, y repitió entre dientes:— ¡Ni un maldito tanque!

—Esto sí que se llama acertar con el tiempo, ¿no? —murmuró ella sacudiendo la cabeza mientras oía arreciar la lluvia sobre el techo.

—Maldito sea —refunfuñó él.

Las ruedas seguían patinando y arrojando barro a las mordientes ráfagas del vendaval que apenas una hora antes se había desatado desde el Canadá, tomándolos desprevenidos a treinta kilómetros de todo lugar poblado. Y pensar que el informe meteorológico anunciaba tiempo bueno y soleado para ese fin de semana…

Sobresaltada por el choque de una rama contra el parabrisas casi totalmente oscurecido, Annie dio un respingo y se golpeó la rodilla contra el tablero. Riendo, Bobby tendió el brazo hacia atrás para buscar su anorak.

—Ponte al volante. Voy a empujar. Cuando te grite «dale», aprietas el acelerador hasta el fondo y lo mantienes así.

—¿Crees que resultará?

—Más vale que resulte. De lo contrario, tendremos que desandar el camino y volver a la ruta.

—¡No por Dios! —se lamentó Annie con un gesto de desaliento.

Bobby saltó fuera, corrió hacia la parte de atrás del auto, juntó coraje y respirando hondo movió la cabeza con fuerza para sacudirse el agua que le corría por la cara. El cielo estaba negro. Al frente, el borde del camino se perdía en medio de la neblina, que trepaba por la cuesta enmarcada por una espesa mata de vegetación. Se secó las manos, ya lívidas, por el intenso frío.

—¡Dale ahora! —gritó.

Annie apretó el acelerador, y Bobby sintió el salpicón del barro en la cara. El auto se hamacó y las ruedas patinaron con furia tratando de morder el suelo.

—¡Sigue! —aulló Bobby y siguió empujando, hasta que por fin el auto dio un envión hacia adelante y subió al pavimento, con el motor rugiendo frenéticamente.

Bobby corrió hacia la puerta delantera y se metió en el auto.

—Salgamos de aquí —dijo jadeante.

Annie se inclinó hacia él y le limpió la cara sucia de barro.

—¡Triunfamos! —exclamó.

Sonriente, Bobby lanzó el vehículo camino arriba, cruzó la cima, hizo un rodeo por una densa extensión boscosa y por fin se detuvo delante de una cabaña de dos plantas, en un sector de estacionamiento que formaba un proscenio para un anfiteatro natural de árboles.

—Está igual —gritó Annie, feliz.

Bobby la besó suavemente en la mejilla.— ¿Acaso no te lo había dicho?

Ella le echó los brazos al cuello y hundió la cara en el abrigado suéter de Bobby.

—Vamos —urgió él, apartándola. Se frotó las manos para eliminar el barro seco y se abotonó el anorak—. Yo bajaré las maletas. Ocúpate de las provisiones.

—De acuerdo.

Cargaron las maletas y los bultos y cruzaron una breve senda de piedra que conducía hasta el porche; allí Bobby extrajo del bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta. Empujaron el equipaje hacia adentro, encendieron las luces, echaron llave a la puerta y arrojaron sus abrigos sobre un sofá muy mullido ubicado en el centro del cuarto, frente a una vieja chimenea de piedra.

El interior de la cabaña era tal como lo recordaban. Gruesas vigas en el techo. Muebles bien distribuidos. A la derecha, la cocina. A la izquierda, una escalera que llevaba a los dormitorios gemelos en el piso de arriba.

—Guardaré las provisiones —dijo Annie.

Con un gesto de asentimiento, Bobby se dirigió hacia la puerta de la leñera.

Annie entró en la cocina e inspeccionó los armarios y los artefactos. Salvo un frasco de pimentón, una lata de azúcar y varios potes con condimentos, los estantes estaban casi vacíos. La panzuda cocina de modelo anticuado parecía hallarse en buenas condiciones; la nevera, en cambio, olía a desuso. La dejó abierta mientras vaciaba las bolsas de provisiones.

—La leñera está vacía —anunció Bobby. El ruido del viento casi apagaba su voz.

Annie miró por sobre el hombro.— El empleado de la inmobiliaria dijo que la leña estaba en el arcón del sótano.

—Iré a ver.

Annie aguzó el oído. La puerta del sótano se abrió con un chirrido. Oyó pasos en la escalera de abajo, un ruido sofocado y otra vez pasos, esta vez hacia arriba. Luego, silencio.

—¡Hola!

Se volvió.

Bobby le sonrió. Tenía los brazos cargados de leños.

—Está lleno hasta el tope.

—Formidable. Date prisa a encender el fuego. Y quítate ese suéter si no quieres pescar una pulmonía.

Bobby salió de la cocina y Annie se masajeó los brazos para entrar en calor. Se sentía tiesa, dolorida, agobiada por un malestar nacido de la humedad, el frío y el viento penetrante. Y al mismo tiempo, increíblemente feliz. Bobby y ella de nuevo juntos, solos en la cabaña como un año antes, dos semanas después de haberse conocido en la universidad a comienzos del semestre de otoño. Entonces lo habían vivido como una audaz aventura, ya que hacía muy poco que ambos hacían vida independiente, lejos del hogar familiar. Ahora, en cambio, todo era… perfecto, sí, ésa era la palabra. La culminación de un año juntos, un año en que compartieron, lloraron, rieron y llegaron a conocerse como ninguno de los dos había conocido antes a nadie.

Annie se acercó a la puerta de la cocina y observó a Bobby que se afanaba delante del hogar con la leña y un trozo de diario. Acercándose en silencio se arrodilló detrás de él, y le echó los brazos al cuello.

—¿Cómo va eso? —preguntó en un susurro.

—Ya casi está. —Bobby colocó el último leño en la pila, prendió un fósforo y lo acercó al papel.

Annie tendió el brazo por sobre el hombro de él, tomó el fuelle y se lo alcanzó; luego, en un impulso, lo besó en la oreja.

Bobby le rozó la mano. —Te quiero— dijo en voz baja.

El papel se encendió. Bobby avivó las llamas con el fuelle hasta que los leños empezaron a arder.

Annie estrechó su abrazo apretándose contra el cuerpo de él.

—Hagamos el amor —pidió.

Bobby sonrió.— Hace un frío infernal.

—Pronto va a estar más tibio. Y lo haremos aquí, frente a la chimenea.

—¿Y si alguien mira por la ventana?

—¿Quién?

—Alguien.

—Si alguien está en la montaña con este tiempo, bien se merece un espectáculo entretenido.

Rieron. Besándola suavemente, Bobby tendió a su compañera sobre la alfombra, pero una violenta ráfaga de viento le obligó a levantarse. Revisó todas las ventanas para cerciorarse de que no había nadie allí y enseguida volvió junto a Annie.

Lentamente ella le desabrochó la camisa, le acarició el pecho con la lengua, le quitó los pantalones, se puso de pie, y con la misma sugerente lentitud se desvistió frente a la danza de las llamas; luego volvió a tenderse y apretó sus senos pequeños y firmes contra el pecho de Bobby.

—Prométeme una cosa —rogó, envolviéndolo en la radiante mirada de sus grandes ojos verdes.

—¿Qué cosa?

—Que nunca me abandonarás. Ni me dejarás ir. Que me amarás siempre.

—Prometido —sonrió él.

Annie reclinó la cabeza en el hombro de Bobby. El golpeteo de la lluvia la relajaba, tanto como la cálida suavidad del cuerpo de Bobby. Si llovía toda la semana, acaso fuera una bendición. Podrían yacer así juntos, hora tras hora, aislados del mundo. En verdad hubiera deseado quedarse allí para siempre y que todo permaneciera como en ese momento. Sintió la mano de él entre las piernas, acariciándola suavemente. Lo deseaba. Lo deseaba muchísimo. Pero estaba cansada. Y el repiqueteo de la lluvia parecía apagarse, alejarse como el sordo redoble de un tambor.

Un momento más tarde se quedó dormida.

La última brasa del hogar moría deshaciéndose en cenizas cuando Annie abrió los ojos y bostezó. El cuarto estaba frío y reinaba una extraña quietud sólo quebrada por el asedio de la tormenta. Extendió un brazo buscando el cuerpo de Bobby, pero sólo sintió el roce áspero de la piel de animal que hacía de alfombra. Paseó una mirada por la habitación. Estaba sola; las luces apagadas. Temblando se puso los pantalones y la blusa y ya vestida removió el rescoldo con el atizador, pero sólo quedaban cenizas que apenas si irradiaban alguna tibieza. Sin duda, había dormido no menos de cinco horas, y como habían llegado alrededor de las diez, debían ser las tres de la mañana. Una ojeada a las ventanas y a la compacta oscuridad del exterior la confirmó en su cálculo.

Estaba enojada. El muy egoísta había subido a acostarse, dejándola helarse sola y desnuda en el piso del living.

Se puso de pie y trató de encender la lámpara de mesa; nada. Probó con las luces del techo; tampoco funcionaban. Seguramente habían saltado los fusibles.

Se terminó de vestir y caminó con precaución en la oscuridad dirigiéndose a la escalera y empezó a subir; la madera crujió ruidosamente bajo sus pies. Al llegar al rellano, donde había un interruptor, volvió a probar; nada otra vez. Se asomó al dormitorio principal; estaba vacío. También lo estaban el segundo dormitorio y los dos baños.

Algo andaba mal; lo percibía. Sintió contraérsele el estómago, y un sudor frío le humedeció la piel.

Bajó la escalera corriendo, rápidamente se acercó a la puerta y buscó el gancho donde Bobby había colgado las llaves de la casa y las del auto. No estaban.

—¡Bobby! —gritó, al borde de las lágrimas.

No hubo respuesta. Sólo el incesante embate de la tormenta y una sensación casi audible de terror al acecho.

Abrió la puerta de par en par. Una ráfaga de viento helado le azotó la cara. Salió y se asomó sobre la baranda del porche. La niebla se había extendido por todas partes y apenas si pudo distinguir el auto. Bajó al barro y avanzó con cuidado por la senda. Abrió la puerta del auto. La llave no estaba. Y ni rastros de Bobby. Sacó una linterna de la guantera, la encendió y al mirar el capot ahogó un grito; estaba abierto en parte y del interior salían trozos de alambre que pasando por sobre el guardabarros llegaban hasta el suelo.

Sin olvidar que no había teléfono ni forma alguna de bajar de la montaña en medio de la tormenta, corrió de vuelta a la cabaña, cerró de un golpe la puerta tras de sí y corrió el cerrojo. Paseó la luz de la linterna por todo el cuarto escudriñando los rincones en busca de algún signo de vida. Fuera de la sombra de su propio cuerpo, no había nada.

En el interior de la cabaña el frío era intolerable y ella estaba empapada. Tenía que volver a encender el fuego.

Corrió hacia la entrada del sótano, abrió la puerta y su mirada abarcó la desvencijada escalera; el haz de la linterna danzó de escalón en escalón. A gritos llamó a Bobby a medida que descendía; nadie le respondió.

El sótano se usaba como depósito. Al fondo, había unos cuantos sofás y sillones apilados. En los rincones, cajas de cartón llenas de utensilios y restos de muebles rotos. El arcón de la leña se hallaba debajo de la escalera, junto a uno de los cimientos laterales.

Dejó la linterna en el piso y trató de levantar la tapa del arcón; estaba atrancada. Forcejeó hasta que los goznes saltaron y pudo abrirlo. Tanteó en busca de los leños; el arcón parecía vacío. ¡Pero si Bobby le había dicho que estaba lleno!

Recogió la linterna y la enfocó hacia el interior; allí estaba Bobby, apretujado en un rincón, un ojo abierto y fijo, la garganta atravesada por una cuchillada, el cuerpo descuartizado.

Sus gritos desgarraron el aire húmedo y frío y luego todo fue un gran pozo negro. Llorando, cegada, subió la escalera aferrándose a las paredes y a la baranda; el haz de luz rebotó enloquecido por las paredes. En el último escalón tropezó, la linterna se le escapó de las manos, cayó de lado sobre el sofá y resbaló al suelo. Con gran esfuerzo logró ponerse en pie, corrió a la puerta y la abrió.

El terror la petrificó en su sitio, un terror tan hondo que el grito que subía a su garganta enmudeció.

Había un hombre de pie en el porche; tenía las mangas de la camisa bañadas en sangre. Era un viejo enjuto, de corta estatura, los ojos negros hundidos y fríos. El pelo sucio le caía desgreñado sobre los hombros y ocultaba en parte su cara maligna cubierta por una barba de varios días.

El hombre dio un paso hacia el interior de la cabaña lanzando una carcajada demencial.

Gritando, Annie retrocedió.

—¡Cierra el pico! —ordenó ásperamente el viejo.

Espantada Annie corrió hacia adentro, se lanzó escaleras arriba y cayó de bruces. Al alzar la mirada vio erguirse sobre ella las figuras amenazantes de dos adolescentes que esgrimían cuchillos y la miraban riéndose.

—Dios —imploró—, ayúdame.

Los muchachos empezaron a bajar. Annie rodó por la escalera y cayó sobre el piso del living en medio de un semi delirio.

El viejo la asió por el pelo y los muchachos le arrancaron la blusa y los pantalones. Trató de defenderse a puntapiés pero el viejo, estrujándole los pechos, presionó su cuchillo sobre la garganta de Annie y la abofeteó una y otra vez.

—¡Ruega por tu vida! —dijo.

—Por favor —gimió ella—, viólenme, hagan lo que quieran, pero no me maten.

Los tres rieron. Una risa insana, maníaca, penetrante.

Annie se aquietó; su mirada pasó rápidamente del uno al otro. Dio un empellón al viejo y se lanzó hacia la puerta. Estaba cerrada. Al volverse vio que los tres hombres avanzaban lentamente hacia ella en las sombras; entonces de un salto atravesó la ventana del frente y cayó de cara al suelo sintiendo los trozos de vidrio incrustados en el cuerpo. Consiguió ponerse en pie y cruzó corriendo la zona de estacionamiento en dirección al bosque. Siguió adelante en un frenesí de terror, oyendo a sus espaldas las amenazas de muerte que proferían sus perseguidores. Enfiló hacia el camino principal. Oía a los hombres cada vez más cerca, sentía manar la sangre de sus heridas, pero no podía ver casi nada. Nada…, salvo una tenue luz a la distancia, que apareció de pronto cuando después de trepar una pared baja de rocas se deslizó al otro lado.

La luz parecía hallarse cercana, detrás de un grupo de árboles, al otro lado del camino. Y sin embargo, por lo que Annie recordaba, no había nada en ese lugar.

El ruido de pies a la carrera la sacó de su estupor. Miró por encima del hombro. Los tres hombres estaban en lo alto de las rocas mirando hacia abajo, haciendo caso omiso de la lluvia que caía a cántaros. Empezó a correr nuevamente, más rápido esta vez, hacia la luz que parecía abrillantarse para enseguida desvanecerse. Acaso todo no fuera más que una ilusión, una mala pasada de su imaginación. Quizá no hubiese luz alguna, sólo un diabólico ardid de los elementos naturales, un espejismo nacido de su desesperación. Si todo no fuera más que un sueño, pensó mientras avanzaba a tropezones, una pesadilla que terminaría en cuanto abriera los ojos… Bobby estaría a su lado, durmiendo. El fuego encendido. El cuarto tibio y seguro. ¡Si sólo fuera un sueño! Lanzó un grito cuando el viejo la llamó por su nombre. ¿Cómo lo sabía?

Llegó a un pequeño barranco y entrecerró los ojos tratando de divisar la luz. Sí, allí estaba, a no más de cincuenta metros. Siguió corriendo, consciente de la presencia de los hombres que la seguían calmosamente, gozando con su martirio.

Apartó unas ramas y penetró en un claro. De pie frente a ella vio la figura de una monja, rodeada por un extraño halo luminoso. Sus ojos, hinchados y saltones, estaban velados por horribles cataratas blancas. Tenía la piel surcada de arrugas, agrietada como arcilla reseca; los labios, finos y lívidos. El pelo quebradizo y sin vida enmarcaba una cara del color de la cera. Respiraba pesadamente. Sus manos aferraban un crucifijo de oro.

Annie se arrojó a los pies de la monja. En ese momento los hombres llegaron al claro y se detuvieron. Al ver a la monja, los dos adolescentes retrocedieron y se perdieron en las sombras. Pero el viejo permaneció en su sitio.

—¡La cancerbera del Señor! —gritó.

Estremecida por esa voz, Annie se encogió. Su mirada fue del hombre a la monja.

Señalando a la monja, el viejo dijo:

—Estás condenada, Hermana Thérèse. La consumación se acerca. Pronto habrás cumplido tu penitencia. —Dio un paso hacia adelante.— Entonces los esbirros infernales traspasarán estos límites. ¡Yo, Charles Chazen, declaro que ese momento está próximo!

La tierra tembló; destellos de luz castigaron los sentidos de Annie. Escondió la cabeza entre los pliegues del hábito de la monja. Le dolía el cuerpo, le zumbaban los oídos, le latían las sienes. Todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Lloró. Gritó. Se clavó las uñas.

Y de pronto, todo fue silencio. Annie alzó los ojos. Leves gotas de lluvia cayeron sobre su cara. La monja había desaparecido; también el hombre que se llamaba a sí mismo Charles Chazen. A sus pies Annie vio el cuchillo.

Lo recogió, y arrastrándose hasta el borde del claro, miró hacia adelante sin ver. Una lágrima rodó por su mejilla.

Estaba petrificada, como una estatua en un parque.

Marzo de 1979

En la fachada del Banco di Roma las manecillas del reloj se acercaban a la medianoche, cuando un Mercedes negro desembocó desde una callejuela en la Via del Tritone, giró hacia el oeste y enfiló rumbo al Vaticano detrás de un camión de carabinieri.

Desde el asiento trasero del coche, Monseñor Guglielmo Franchino pasaba revista a las calles que desfilaban delante de la ventanilla. Aunque tenso, su rostro era expresivo; las manos, rematadas por penachos de vello blanco y rizado, descansaban en el regazo sosteniendo dos carpetas de gran tamaño. Era un hombre corpulento y rubicundo, con los rasgos angulosos característicos de las provincias del norte; su expresión, a la vez autoritaria e introvertida, reflejaba los años de horas solitarias dedicados a la historia eclesiástica con los auspicios del Cardenal Luigi Reggiani del Santo Oficio y el Sagrado Colegio.

El Mercedes pasó por debajo de Trinità dei Monti, atravesó serpenteando la Piazza dei Popolo, cruzó el Tíber en dirección a la Plaza de San Pedro y se detuvo frente a la residencia pontificia. A los pocos minutos, un segundo automóvil se detuvo detrás del primero. Sin volver la cabeza, Monseñor Franchino aguardó en silencio. La puerta del segundo coche se abrió, se oyeron pasos que se acercaban y apareció el Cardenal Reggiani sonriendo cordialmente. Franchino bajó entonces del auto y los dos hombres se abrazaron.

—Temí que no hubiera recibido mi citación —dijo Reggiani mientras ambos entraban en el edificio.

—Llegó cuando acababa de volver del Lago di Como —replicó sonriente Franchino.

Reggiani carraspeó y se llevó a la boca una pastilla medicinal.

—¿Tiene las carpetas?

—Sí. —Franchino se las mostró.

—¿Y la hermana Angelina?

—Mañana me pondré en contacto con ella.

Se detuvieron ante una puerta imponente, en el extremo de un largo corredor. Reggiani tocó el timbre. Segundos más tarde, la puerta se abrió y el secretario del Papa los invitó a pasar.

El Papa, un hombre menudo y apagado de rasgos marcadamente latinos, se hallaba sentado detrás de un escritorio napolitano del siglo XIV. Se puso de pie cuando el secretario cerró la puerta de la habitación. Después de saludarlo, Franchino y Reggiani permanecieron de pie, mientras él volvía a ocupar su silla.

—Rezaré por ti, hijo mío —dijo el Papa dirigiéndose a Franchino.

—Su Santidad —repuso Franchino con una breve inclinación de cabeza.

Siguió un silencio. Sumido en sus pensamientos, el Papa hizo un ademán señalando las carpetas.

Franchino le tendió la primera.

—Los antecedentes de la Hermana Thérèse-Allison Parker —informó en un susurro.

El Papa examinó el material y se la devolvió.

—La sucesión —dijo Franchino tendiéndole la segunda carpeta.

Esta vez el Papa leyó más detenidamente y expresó su satisfacción; luego dejó la carpeta sobre el escritorio y se echó hacia atrás en su silla, aguardando.

De una vitrina ubicada en un rincón el secretario retiró un volumen encuadernado en cuero y adornado con grabados florentinos. Lo abrió, y después de colocarlo junto a la carpeta abandonó la habitación cerrando la puerta al salir. El Papa se acomodó un par de quevedos sobre la nariz y comenzó a leer.

Franchino preparó su cuerpo para las largas horas de fatiga que tenía por delante. Conocía la liturgia, ya que a él mismo le había tocado en suerte la lectura del texto en el ritual fúnebre por su predecesor, Monseñor Wilkins. Sabía intuitivamente cuáles eran los pasajes importantes y cuáles aquellos que avivarían dolorosamente la pavorosa perspectiva del enfrentamiento con Charles Chazen. Inmóvil en su sitio, fue cayendo gradualmente en un letargo del que vino a sacarlo la voz del Papa recitando el mandato de Uriel al arcángel Gabriel.

Gabriel, a ti te ha encomendado la suerte la misión

de velar para que a este lugar feliz no se acerque

ni entre el mal.

En este día llegó a mi esfera un espíritu extraño al cielo.

Un esbirro de la legión maldita se aventuró a salir del

abismo. Tuyo es el cuidado de encontrarlo.

Observó la danza de imágenes que como cuadros prístinos surgían de su imaginación. Oía la voz de Gabriel convocando a los serafines a la morada del Edén, donde encontrarían a Satanás junto al oído de Eva. Y percibía la imagen de Satanás, arrojado del paraíso y volviendo como una maligna niebla nocturna para arrastrar al hombre a su caída.

El Papa relató la caída del hombre, describió cómo Dios envió a su Hijo para juzgarlo, y siguió leyendo con voz entrecortada, el rostro abrumado por una creciente fatiga. Por la pequeña ventana Franchino pudo distinguir los primeros albores del día, mientras el Papa narraba el retorno de Satanás al purgatorio y la orden de seguirlo al nuevo mundo que impartió a sus huestes.

Os convoco y proclamo nuestro retorno. Después de

un éxito que ha excedido a mis esperanzas, vuelvo

para sacaros en triunfo de este abismo infernal,

abominable, maldito, morada de desdicha y

mazmorra de nuestro tirano.

Franchino sintió un hormigueo de sudor en el cuerpo cuando como un relámpago cruzaron por su mente aquellos momentos quince años atrás, en que Satanás intentó emerger de las entrañas del infierno. Miró a Reggiani. El cardenal tenía los ojos cerrados, el rostro sereno. Las palabras del Papa parecían llegar como música a sus oídos. Claro que Reggiani nunca se había enfrentado con Charles Chazen, como Franchino.

Hacia el mediodía, el Papa casi había terminado la lectura del texto. Hacía doce horas que estaba de pie. Por fin, el Papa alzó el libro y recitó el mandato del Altísimo a sus criaturas. Puesto que el hombre había pecado corrompiendo el Edén, sobre él recaería la misión de vigilar para impedir el paso a Satanás, del mismo modo que había recaído sobre Gabriel el mandato de Uriel. Los centinelas, suicidas frustrados, serían elegidos por esa iniquidad y no sólo deberían guardar el Reino del Señor, sino cumplir penitencia por sus pecados, salvándose así de la condenación eterna.

Ya no ha de morar el hombre en el paraíso.

Expúlsalo, Hijo.

Sabe, pues, que Satanás juró retornar

y será tarea del hombre impedirlo.

Que su progenie, concebida en pecado,

por su pecado será elegida como Centinela

y velará para que el Mal no se acerque.

Ganará así mi eterno perdón,

purificando su alma

en la eterna penitencia.

El Papa dejó el libro sobre el escritorio y señaló la puerta. Franchino la abrió para dar paso al secretario.

Franchino y Reggiani besaron el anillo del Papa y sin una palabra abandonaron la habitación. El eco de sus pasos se perdió en el silencio.

El coche de Monseñor Franchino salió de la autopista y tomó un camino de doble vía que se internaba en las laderas boscosas de los Apeninos. Sentado detrás del conductor, los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, Franchino rezaba para sus adentros sin prestar atención a las chacras ni al ramillete de casas encaladas que de tanto en tanto salpicaban la ruta. Eran las once de la noche y había partido de Roma dos horas antes, cuando los últimos resplandores del día aún lucían sobre el horizonte, hacia el oeste de la ciudad.

—Signore… —dijo de pronto el chofer rompiendo el largo silencio. Aminoró la marcha del auto y señaló un cartel donde se leía PONTE NORTE.

Franchino echó una mirada al lugar donde el camino se bifurcaba y con un ademán le indicó que tomara el tramo que subía en pendiente hacia la derecha.

Con un gesto de asentimiento el chofer cumplió las instrucciones. Entretanto, Franchino sacó las carpetas de un compartimiento adosado a la parte posterior del asiento delantero y las hojeó rápidamente. De pronto, llevándose las manos al pecho, se lanzó hacia adelante. Un agudo dolor le traspasaba el costado, sentía la garganta apretada y respiraba con dificultad. Presa de pánico, volvió a hurgar en el compartimiento y extrajo un frasco lleno de tabletas azules de nitroglicerina. Se puso una bajo la lengua y la tragó. Al cabo de unos minutos el ataque empezó a ceder. Respiró hondo, guardó el frasco y registró mentalmente la hora en que se había iniciado el cuarto ataque de angina de esa semana.

La tensión lo estaba debilitando; rogó a Dios que lo ayudara a cumplir su misión.

Signore… —volvió a gritar el chofer señalando hacia adelante.

Franchino siguió un momento más con las manos sobre el pecho; luego se caló los anteojos para distinguir con más nitidez la abadía de Montressa, que aparecía ahora ante su vista erguida sobre una meseta, en lo alto de la cuesta.

—Siga hasta la entrada del este —ordenó.

—Sí, signore.

Con un último impulso el chofer ascendió el tramo que faltaba y penetró en el camino de acceso de la abadía, donde se detuvo.

Franchino tomó las carpetas, abrió la puerta del automóvil y bajó. Al mirar hacia arriba, advirtió que todas las ventanas estaban oscuras, salvo una en el segundo piso.

—No tardaré mucho —dijo.

Traspuso el portal de la abadía, cruzó el patio y subió por la escalera principal hasta el primer descanso. Alguien lo aguardaba en la penumbra del corredor.

—Hermana Angelina —saludó, deteniéndose.

—Franchino —repuso Angelina.

Franchino sonrió. La voz firme y decidida de Angelina no había perdido nada de su autoridad en los últimos quince años… ¿Pero de veras había pasado tanto tiempo desde aquel encuentro en Nueva York?

Se adelantó para abrazarla y a la luz de la luna examinó los cansados ojos grises de Angelina. Se la veía envejecida, la cara arrugada, los labios agrietados. Unas hebras grises se insinuaban bajo el borde de la cofia. Las manos que se posaban sobre los brazos de Franchino estaban descoloridas y callosas. Pero había en ese rostro una solemnidad que envidió. El alma de Angelina había soportado bien las privaciones temporales.

—¿Oyó llegar el auto? —preguntó Franchino.

Ella asintió.— Vengo siguiendo su avance desde el Ponte Norte.

—Tan observadora como siempre, Hermana.

—Lo mismo que usted, Padre. De lo contrario, no estaría aquí.

Franchino enarcó las cejas sin responder.

—Pase —lo invitó ella tomándolo de la mano—. El té está listo, la chimenea encendida, y las paredes son muy discretas.

Angelina lo condujo hasta un cuarto espartano, sirvió té en dos tazas de cerámica y las colocó sobre una mesa desnuda que ocupaba el centro de la habitación. Comentando lo bien que se le veía, atizó el fuego en la chimenea y enseguida se sentó junto a él, que ya había abierto las carpetas.

—Cuánto tiempo ha pasado —dijo bebiendo un sorbo de té.

—Sí…, mucho. ¿Y cómo le ha ido en estos años? Bien, espero.

—Bastante bien. La gota me perturbó un poco. Y hubo algún pequeño malestar. Pero fui feliz. Y hallé la paz. Si algo más cabe desear, mis pobres sentidos no supieron encontrarlo.

—Me alegro por usted, Hermana.

—¿Y usted, Padre? ¿Por dónde anduvo? ¿Qué le han traído los años?

—Estuve casi todo este tiempo en Roma, en el Vaticano. —La expresión de Franchino se ahondó de pronto.— Y el resto en Nueva York.

—¿Cómo está la Hermana Thérèse?

Franchino echó una mirada a las carpetas.— Está bien.

—Quiera Dios tener piedad de ella.

—Y protegerla.

—Ha recorrido usted un largo camino para encontrarme —dijo Angelina mirándolo fijamente—. Y aunque el afecto nos une, su cara me dice que ésta no es una mera visita amistosa.

—El Cardenal Reggiani le envía su bendición —replicó Franchino, incómodo.

Angelina hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y qué quiere Reggiani de mí?

—Su devoción. Su amor. Su ayuda.

—¿Y usted?

—Lo mismo.

Angelina se puso de pie y se acercó a la ventana.

—Este es mi lugar. Aquí reina la paz.

—El Centinela ha cumplido su penitencia. La Hermana Thérèse ha sido tocada por la mano de Dios. Su vigilia ya casi ha concluido.

Volviéndose, Angelina lo miró de frente.

—Chazen no esperará. Chazen traerá la muerte.

—La muerte siempre está presente.

—Sí, lo sé…, pero vine aquí para poner distancia. Yo creía, y así lo convinimos, que mi único aporte había sido representar el papel de la agente inmobiliaria.

—Claro —asintió Franchino—. Y comprendo muy bien sus objeciones. Una confrontación es más de lo que puede pedírsele a cualquiera. Pero sin usted nuestra misión hubiese sido imposible. Allison Parker no se hubiera convertido en la Hermana Thérèse y habría perdido su alma. Acaso se habría roto la línea sucesoria… Ya una vez usted encontró en su alma la fuerza necesaria. Y pude volver a hacerlo.

Angelina se cubrió el rostro con las manos murmurando una plegaria y enseguida, recostándose contra la pared, dijo:

—Esta vez… no puedo.

Franchino se puso de pie, tomó las carpetas y se las arrojó.

—¡Tiene que poder!

Retrocedió un paso, interceptando la luz que irradiaba la lámpara de queroseno. Tras un momento de vacilación Angelina se puso a hojear lentamente las carpetas. Había terror e incertidumbre en sus ojos. Pero también un profundo interés. Y Franchino sabía que podía confiar en ella.

Angelina dejó las carpetas sobre la mesa y lo miró.

—¿Puedo negarme? —preguntó.

—Sí —replicó él apretando las manos y lanzando un suspiro.

—¿Y qué pensaría usted de mí?

—Pensaría que su devoción por Cristo se ha debilitado. Pero la comprendería y la perdonaría.

—¿Y si digo que sí?

—La consideraría una tonta. Pero la bendeciría.

Franchino bebió un sorbo de té y aguardó. Cinco minutos. Diez.

—Iré —dijo ella por fin.

Franchino la abrazó nuevamente.

—¿Qué debo hacer?

—Tendrá que ir a Nueva York e instalarse en la archidiócesis. Una vez allá, no hará nada hasta que llegue yo.

—Había olvidado lo persuasivo que puede ser usted, Monseñor Franchino —dijo Angelina con una sonrisa casi imperceptible.

—No soy yo quien la ha persuadido, sino usted misma. Nada puedo encontrar en su corazón que ya no esté allí. No soy más que un hombre, no un dios.

—Nada más que un hombre… ¡pero un hombre fuerte!

Franchino se acercó a Angelina, la tomó por el mentón y mirándola intensamente a los ojos, movió la cabeza en un gesto afirmativo, convencido de que habían hecho bien al acudir una vez más a los servicios de esa mujer.

—¿Iré a Roma con usted? —preguntó Angelina.

—No —respondió él con una sonrisa que trataba de infundirle confianza—. Vuelvo a Roma solo. El jueves mandaré un auto a buscarla.

Angelina estaba sentada en su catre. Mientras sus dedos alisaban las arrugas del cobertor, habló pensativa, como para sí misma:

—Hace quince años que no me muevo de este lugar. Aquí pensaba permanecer hasta mi muerte entregada al amor de Cristo, confiando en lograr el perdón de mis pecados. Pero sabía que algún día usted vendría a buscarme. Hasta en la más tranquila de las noches, cuando la brisa de la montaña soplaba apacible sobre la abadía fundiéndose en una canción de cuna con el crujir de los cimientos, sabía que no podía durar. Que tendría que abandonar este refugio de salvación, este lugar donde había hallado lo que anhelaba.

Franchino miró su reloj.— Debo irme. No es necesario que me acompañe.

—Lo haré, de todos modos.

Franchino la ayudó a incorporarse y salió tras de ella al corredor.

—¿Utiliza usted alguna de las otras habitaciones? —preguntó mientras se dirigían hacia la escalera.

—Sólo el cuarto contiguo al mío y la capilla. Hay muchas habitaciones en las que no he entrado jamás.

Cruzaron el patio, salieron al exterior y se aproximaron al auto. El chofer había bajado y apoyado en el portal fumaba un cigarrillo negro que despedía un olor desagradable. Al oír pasos se acercó, abrió la puerta trasera y se ubicó detrás del volante.

Franchino se detuvo; su mirada recorrió la fachada de la abadía y enseguida volvió a posarse sobre Angelina.

—Nos veremos en Roma.

—Si Dios lo quiere.

Franchino se deslizó en el asiento de atrás y cerró la puerta.

Andiamo —ordenó.

El auto inició la marcha y Franchino volvió la cabeza para observar la figura de la Hermana Angelina que se perdía en las sombras.

—Loado sea el Señor —pensó. Y cerró los ojos.

Angelina volvió a entrar en la abadía implorando a Cristo que la guiara y le diera fuerzas. Siempre había pensado que acabaría sus días en ese lugar. Que no tendría que volver al pasado. A Nueva York. ¡A Allison Parker! Recordaba su primer encuentro con la chica. El día en que Allison Parker entró en la agencia inmobiliaria y le mostró el anuncio. Había sido todo tan penoso… Le había costado tanto representar el papel de la señorita Logan… Y las largas horas de vigilancia para impedir que Allison Parker sucumbiera a la voluntad de Satanás… Charles Chazan. Ahora todo estaba por recomenzar. Y de nuevo allá tendría que representar un papel.

Su mirada ausente recorrió los muros sepulcrales abandonados durante casi un siglo. Subió la escalera hasta el descanso y en la primera arcada abierta se asomó sobre la balaustrada de piedra. Allá abajo se veían las luces del auto de Franchino. Estaba sola otra vez, protegida por las paredes familiares.

Entró en su cuarto y se sentó a meditar junto a la ventana.

Un chillido agudo hizo trizas el silencio.

Se volvió. Había algo en la habitación. Algo que se movía.

Petrificada, tomó la lámpara e iluminó los rincones oscuros. Entonces, lanzando un grito, saltó hacia atrás. Junto a la mesa estaba la rata más enorme que había visto en su vida, clavándole la mirada siniestra de sus ojos relucientes.

Tendió el brazo y logró alcanzar el cacharro de cobre que había sobre la chimenea; la rata entretanto se acercaba a la luz proyectada por la lámpara. La observó deslizarse hacia ella, detenerse en el centro de la habitación, aguardar.

Otro chillido. Y otro más. Había una rata en el antepecho de la ventana. Y otra aún más grande en el rincón, junto a la cama. Se acercaban moviéndose rápidamente.

Arrojó el cacharro a la rata más grande y erró por pocos centímetros. Aterrada, dejó caer la lámpara y corrió hacia la puerta. Una rata le mordió la pierna. Sintió la carne desgarrada y gritando abrió la puerta del cuarto. Allí se detuvo abruptamente.

Había tres ratas en lo alto de la escalera. Varias más en el descansillo. Y aun otras en los contrafuertes del cielo raso.

Miró hacia abajo alarmada por el ruido; una oleada de ratas se dirigía a la escalera desde los árboles de la cuesta. Se cubrió las orejas para no oír el horrible chillido.

—¡Dios mío! —gritó. Las venas se marcaban violentamente en la piel fláccida de su cara.

Más ratas bajaban por las paredes desde el techo.

Desesperada se lanzó por el corredor tomándose de la baranda. Al volverse, una rata le saltó a la cara clavándole las garras en las mejillas. Consiguió arrancársela tomándola por la garganta y llorando cayó al suelo. Otra rata le hincó los dientes en el muslo.

Había ratas por todas partes. Arriba. Abajo. Chillando. Mordiendo.

Con un esfuerzo se puso de rodillas y se arrastró hasta la capilla dejando tras de sí una huella sangrienta. Casi cegada como estaba, pudo distinguir sin embargo, a pocos metros, la puerta de la capilla guardada por centenares de ratas que la miraban con sus ojillos horripilantes.

Cuando alcanzó la puerta trató de incorporarse. La furia del ataque aumentó. Jadeando, maniobró con el cerrojo, que lentamente comenzó a deslizarse. Luego una sacudida. Y el peso de su cuerpo. El cerrojo cedió. La puerta se abrió crujiendo, y Angelina cayó sobre el piso de la capilla.

La luz de la luna iluminó el gran crucifijo.

Las ratas se agitaron convulsivamente.

En ese momento Monseñor Franchino entraba en la abadía. Miles de ratas pululaban junto al portal. Franchino se armó de un palo y empezó a repartir golpes. Las ratas se arremolinaban a sus pies, amenazantes. Golpeando y matando se abrió paso entre chillidos inhumanos. A gritos llamó a Angelina. Nadie le respondió. Luchando, llegó a lo alto de la escalera. El piso del corredor estaba sembrado de ratas muertas; algunas todavía se retorcían en la agonía.

Tambaleante, llegó a la entrada de la capilla.

La hermana Angelina yacía en el piso en medio de un charco de sangre, tatuada por la sombra de la cruz. Apenas le quedaba un hálito de vida. Gemía y movía la cabeza, y cuando intentó hablar sólo unas gotas de saliva afloraron a sus labios. Franchino se dejó caer a su lado, le alzó la cabeza y le dio la extrema unción.

—Lo siento —dijo—. Sabía que corría peligro; por eso volví. —Sintió el escalofrío de la muerte que descendía sobre la monja. Le bajó la cabeza y le entreabrió el hábito; su crucifijo había desaparecido.

Mirando las furias infernales que yacían muertas a sus pies, cargó el cuerpo de Angelina y lo depositó suavemente sobre el catre. No tenía tiempo para ocuparse del entierro. Regresaría a Roma y una vez allí tomaría las medidas necesarias. Le tocó la cara por última vez. Perdóneme, pensó.

Salió del cuarto, bajó por la escalera y en el patio aplastó con el zapato a una rata que trató de agredirlo. Era una de las pocas que quedaban con vida. Miró los ojos vítreos, y la expresión decidida de su rostro se afirmó aún más.

—Este es el comienzo —dijo, desafiante—. ¡Este es el comienzo!