Epílogo

Faltaba poco para el mediodía. La temperatura era templada, el aire seco y vigorizante.

En la calle San Ignacio, del barrio Este de Los Ángeles, un taxi se detuvo junto a la acera y depositó a dos pasajeros frente a una casa de tres pisos estilo Tudor. Uno de los dos escalones de acceso estaba roto y en la planta baja había varias ventanas tapiadas. Aunque la casa parecía abandonada, una sombra detrás de la cortina beige corrida, en la ventana central del tercer piso, sugería la presencia de un ocupante.

El Cardenal Reggiani miró a la Hermana Florence y sonrió. Le agradaba la vecindad; había sido una sabia decisión alejar al Centinela de Nueva York, y sin duda ese era el lugar indicado.

Subieron hasta la entrada del frente y Reggiani abrió la puerta con una llave. Al pie de la escalera principal se detuvieron y examinaron el interior. Las paredes y los pisos estaban desnudos. No había muebles y el aire olía a moho.

La baranda se cimbreó cuando empezaron a subir y un escalofrío estremeció a la Hermana Florence, perturbada por el ambiente que la rodeaba, el Cardenal Reggiani la tranquilizó y la condujo hasta el tercer piso, tan poco acogedor como el resto de la casa. Enseguida, con la misma llave que había usado al llegar, abrió una puerta próxima.

Entraron.

Había alguien sentado en una silla de madera frente a la ventana del centro. Lentamente, Reggiani cruzó la habitación desnuda. La Hermana Florence lo siguió. Hacía mucho frío y un horrible hedor de carne en descomposición impregnaba la atmósfera.

Reggiani se aproximó a la silla.

—Padre Bellofontaine —musitó con voz quebrada por la emoción. Se volvió hacia la Hermana Florence y con un gesto le indicó que se acercara. Así lo hizo ella, y cuando estuvo junto a la silla se persignó.

—Quiera Dios tener piedad de su alma —rogó.

Reggiani contempló al que había sido el Padre James McGuire. El Padre Bellofontaine se parecía a sus predecesores. Como ellos permanecía inmóvil en su asiento sosteniendo el crucifijo de oro. Tenía la cara marchita y descolorida, la piel arrugada y cubierta de pústulas, las pupilas veladas por cataratas. El pelo se veía enmarañado y curiosamente húmedo. Uñas largas y curvadas como garras remataban los dedos, ahuesados y resecos. Ningún movimiento perceptible en el pecho, nada que indicara que estaba de veras vivo.

Lo estaba, sin embargo. Ocupando su puesto, el que le fuera destinado desde los comienzos. Poco faltó para que fracasaran, pero al fin se había logrado la salvación del Padre Bellofontaine.

Reggiani movió la cabeza. Los últimos meses, con sus logros y fracasos, casi habían llegado a amenazar su razón: las muertes de la Hermana Angelina y de Biroc, la intervención de Ben Burdett, la de Gatz y tantos otros, la forma en que habían manejado a Burdett cuando aquel se convenció de que la elegida era Faye, la farsa de la vigilia fúnebre perpetrada para que McGuire siguiera ignorando su destino, la horrible revelación de la identidad de Faye, la oposición de Ben Burdett transformada en obediencia, la milagrosa huida del edificio en llamas y por fin la muerte de Franchino, su sacrificio, el increíble coraje de un hombre que se había prestado a ser destruido por Satanás para que el Padre McGuire pudiese transitar hacia su salvación, ignorándolo.

Tantas cosas, tantos momentos.

—Y este es el fin —dijo en voz baja, aunque sabía que alguna vez todo iba a recomenzar, y acaso aún en vida de él.

En las dos semanas que llevaba en Los Ángeles, Reggiani había adoptado las disposiciones necesarias para proteger al Padre Bellofontaine. Fue imprescindible incluir al Cardenal Willings de la Archidiócesis de Los Ángeles, en el reducido núcleo de funcionarios eclesiásticos que estaban al tanto de los hechos. Se adquirieron los terrenos que rodeaban el santuario del Padre Bellofontaine, y ya estaban en marcha los planos para la construcción de una modesta iglesia, desde la cual se podría discretamente observar y proteger al Centinela. También se había designado al sucesor de Monseñor Franchino, un miembro de la Archidiócesis de Los Ángeles. Él se encargaría de vigilar la construcción, de garantizar la seguridad del Padre Bellofontaine y de preparar el camino para el día en que hubiese que elegir un nuevo Centinela.

—Debemos irnos —dijo Reggiani.

La Hermana Florence asintió, contenta de que Reggiani hubiese accedido a su deseo de ver al Padre Bellofontaine.

Ya en la calle, alzaron los ojos hacia la ventana donde se perfilaba la silueta del sacerdote. El sol del mediodía que daba de lleno en el vidrio los obligó a apartar la mirada. Trataron de grabar la imagen en su memoria, doblaron hacia la esquina y se alejaron.

Momentos más tarde el Padre Bellofontaine se inclinó hacia adelante y sus manos marchitas bajaron la cruz. Durante varios minutos no hizo nada; luego se echó hacia atrás, una sonrisa sardónica asomó a sus labios y se lanzó a reír. Su risa brotaba de profundidades malignas; gradualmente su cuerpo fue perdiendo sustancia hasta transformarse en el de Charles Chazen, los ojos llameantes de triunfo. La habitación entera se pobló de figuras informes que aguardaban una señal. Chazen sonrió y entre el clamor de metales entrechocados y gritos ominosos se dirigió a sus huestes:

Os convoco y proclamo nuestro retorno. En triunfo

os conduciré fuera de este abismo infernal.

Cuántas veces había repetido su llamada en vano. Pero ahora todo era distinto. Antes de la transición se había encarnizado con el Padre McGuire, cuando nadie estaba allí para protegerlo. Por primera vez desde el milenario Satanás lograba pervertir a un elegido, un sucesor del ángel Gabriel. El Padre McGuire se había suicidado, incorporándose así a las legiones de la noche. Y Chazen asumió la forma mortal de McGuire para engañar al Cardenal Reggiani y a Ben Burdett durante la transición. Tan consumados eran sus poderes, que hasta impidieron que Dios Todopoderoso descubriera la impostura. Y ahora sólo necesitaba tiempo, tiempo para reunir a los ejércitos malignos, las huestes infernales. Embravecido y desafiante volvió a gritar:

En triunfo os conduciré fuera de este abismo infernal,

Abominable, maldito, morada de miseria, mazmorra

de nuestro tirano.

Un gran estruendo sacudió la casa; el clamor creció. Chazen se mezcló con sus huestes y se detuvo ante las formas de Jack Gooper y Ben Burdett, almas sin sustancia como fuegos fatuos. Y entonces traspuso la puerta el alma del ungido, el Padre James McGuire, el elegido del Señor, el instrumento pervertido del Todopoderoso, que ahora era uno de ellos.

Poseed ahora, como dioses, un espacioso mundo

en poco inferior a nuestro Edén nativo, por mis

aventuras y con duros peligros conquistados.

En medio de un torbellino de vaharadas y luces cegadoras los ecos del infierno llenaron la habitación y un temblor de cataclismo estremeció los cimientos de la casa.

Chazen contempló a las inconmensurables hordas y supo que el próximo Mesías sería él.

Rodeado por el creciente fragor volvió a ocupar su silla y sostuvo en sus manos la cruz. La sostuvo para perpetuar el engaño hasta la hora señalada, para aguardar en esa casa, al parecer vacía, de un populoso barrio de Los Ángeles.