Capítulo 27

El detective Wausau arrimó el patrullero a la acera y saltó afuera protegiéndose los ojos de la cegadora luz. Su mirada exploró la calle tratando de localizar a alguna persona con autoridad, pero sólo encontró una gran confusión. Toda la calle estaba obstruida por las autobombas. Había policías apostados en los cruces de las dos avenidas para cerrar el paso a los peatones, y varios agentes patrullaban los pasajes de acceso.

El infierno desatado menos de una hora antes aún no había sido dominado y superaba en ferocidad a cualquier incendio que hubiese visto antes. Lo que alguna vez fuera el 68 Oeste de la calle Ochenta y Nueve estaba envuelto en llamas. El calor era tan intenso que Wausau tuvo que cubrirse la cara para impedir una quemadura.

Se abrió paso en medio del caos eludiendo la confusa red de mangueras tendidas entre las autobombas y el edificio, y anduvo entre los vehículos un poco perdido. Su mirada pasaba de las bruñidas carrocerías a la masa de madera y metal que ardía en la altura; sus pensamientos se agolpaban sin orden imaginario y descartando posibilidades. Sólo unas pocas horas antes una seccional de policía había volado quemándose hasta los cimientos, un edificio donde había estado alojado el Padre McGuire, detenido por el asesinato de otro sacerdote, Monseñor Franchino. Monseñor Franchino, muerto precisamente en la misma casa que se desintegraba rápidamente a escasos metros de distancia. Claro que ambos incendios podían deberse a causas naturales. Era ilógico vincularlos. Y sin embargo, era eso justamente lo que estaba haciendo, y en su razonamiento pesaba en buena medida la muerte prematura del inspector Burstein por obra de un incendiario. Al parecer el fuego era un elemento de erradicación, un medio para destruir a la gente que sabía y borrar hechos acusadores.

Localizó al jefe de los bomberos cerca de la autobomba más grande y se dio a conocer; los dos hombres subieron a un patrullero estacionado en las cercanías y cerraron las puertas.

—Nos ha desbordado por completo —dijo el jefe mirando el edificio a través de la ventanilla.

—¿Cuánto tiempo llevará extinguir el fuego?

—Varias horas por lo menos. —Su voz sonaba tensa—. Estamos tratando de dominarlo.

—¿Tienen alguna idea sobre el origen del incendio?

—No. Sólo suposiciones. Interrogamos a algunos de los ocupantes de la casa. Nada por ese lado. Por suerte la mayoría escapó.

—¿Dijo usted «la mayoría»?

—El personal del edificio nos ayudó a hacer el recuento. Hay quince personas cuyo destino se desconoce, incluidos todos los ocupantes del piso veinte.

Wausau abrió muy grandes los ojos.

—¿Está seguro de eso?

—Casi. —Señaló a un bombero apostado en el sector de comando de las operaciones—. Tendría que hablar con él. Pero no hay prisa. Nadie puede salir de allí con vida. Podemos hacer un recuento exacto más tarde.

Wausau hizo un gesto afirmativo y se metió en la boca una barra de goma de mascar.

—¿Dónde empezó el fuego?

El jefe se disponía a contestar, cuando lo detuvo una violenta explosión que estremeció la estructura.

—No estamos seguros —dijo al fin—, aunque es probable que haya sido en uno de los pisos altos. El portero recibió una llamada de un inquilino del dieciocho informándole que había humo en los pasillos y el cielo raso estaba recalentado. Enseguida hizo evacuar el edificio y llamó a los bomberos. Pero cuando llegamos ya el fuego resultaba indominable. —Hizo una pausa y se pasó la mano por el rastrojo de barba que le cubría la cara—. Hasta que extingamos el fuego y podamos investigar, no hay forma de determinar si fue premeditado.

—Entiendo —dijo Wausau, observando cómo cedía un trozo de pared.

Le dio las gracias al jefe de bomberos, bajó del coche y se acercó al hombre que aquel le había indicado. Volvió a identificarse y verificó la lista de sobrevivientes conocidos. En ella no aparecía ninguno de los ocupantes del piso veinte. Las posibilidades eran dos; o ninguno se encontraba en la casa al comenzar el incendio (cosa improbable), o todos habían huido de la casa y del barrio con la mayor rapidez posible (también improbable). Quedaba una tercera: que todos hubiesen muerto.

Wausau devolvió la lista y en ese momento se le ocurrió que acaso nunca se descubriría la verdad acerca del crimen de la máquina compactadora, y la identidad de la víctima. Mucho menos probable era que se llegara a aclarar la curiosa serie de hechos recientes y su posible vinculación, si alguna había, con la sucesión de muertes ocurridas en la vieja casona de piedra marrón, más de quince años atrás. Alzó la mirada hacia la casa en llamas y se dijo que su única esperanza era el Padre McGuire. Sólo él poseía la clave del misterio. Y el Padre McGuire aún no había aparecido.

Miró su reloj. Pronto amanecería. Quizás el policía que investigaba la explosión de la seccional hubiese encontrado al sacerdote. O por lo menos, algún dato sobre su paradero.

Subió a su automóvil, se metió otra barra de chicle en la boca, superó el cerco policial y se perdió en la noche.

Dos días más tarde el detective Jacobelli entró en la oficina de Wausau y se sentó frente a su escritorio; traía un manojo de papeles en la mano.

—¿Tiene el informe? —le preguntó Wausau, mientras seguía dando cuenta de una lata de cerveza.

—No le va a gustar —le advirtió Jacobelli.

—Ya lo sé.

Jacobelli consultó sus papeles.

—En el incendio de la comisaría se comprobó la existencia de una sola víctima fatal; un preso anciano al que encontraron en la escalera. Murió por inhalación de humo. De las personas que se hallaban en el edificio, la única cuyo destino se desconoce es la del Padre McGuire. No murió en el incendio y suponemos que escapó. ¿Cómo? Lo ignoramos.

—Bien —dijo Wausau asintiendo.

—Y ahora el informe sobre la calle Ochenta y Nueve. Sobrevivieron todos, salvo cuatro personas. Una de las víctimas fue la monja, la Hermana Thérèse. La encontramos en su departamento del piso veinte. Otra fue el Padre Tepper, al que hallaron en la escalera. Estamos en contacto con la archidiócesis, para que nos ayuden a conseguir más información a través de familiares del sacerdote. La tercera víctima, también del piso veinte, fue Benjamín Burdett.

Wausau movió la cabeza.

—¿Y la cuarta fue la mujer de Burdett?

—No. No hay rastros de ella. El cuarto cadáver es el de un hombre. Al parecer la señora Burdett no se hallaba en la casa cuando estalló el incendio. Tuvimos una llamada de la gente que tiene a su cuidado al niño; hasta ahora no han recibido noticias de ella.

—¡Quiero que la encuentren!

—Ya he impartido las órdenes necesarias.

Wausau hizo un gesto de aprobación.

—¿Quién era el hombre?

—No lo sabemos. Su cadáver apareció en el pozo del ascensor tan calcinado y descompuesto que resulta imposible identificarlo.

—¿Y el departamento forense no tiene elementos para orientarse?

—Lo dudan, pero siguen intentando.

Wausau se inclinó hacia Jacobelli y le sacó los papeles de la mano. Echó una ojeada al informe sin dejar de menear la cabeza; luego lo dejó sobre el escritorio, desenvolvió otra barra de chicle y se la puso en la boca.

El tubo de escape dejó oír su habitual acompañamiento de explosiones, cuando John Sorrenson apretó el acelerador de su DeSoto 1956 y entró por Central Park West hacia la calle Ochenta y Nueve. El día era caluroso y húmedo. El olor acre de la lluvia reciente aún se olía en el aire. La chaqueta de Sorrenson estaba en el asiento posterior junto a un violonchelo desenfundado y una maleta apresuradamente preparada, que perdía su contenido por todos lados. Su camisa blanca se veía manchada y húmeda de transpiración y necesitaba una afeitada urgente.

De pronto detuvo el auto a mitad de manzana y miró atónito el monumento de hierros retorcidos que ocupaba el lugar donde antes se alzaba el 68 Oeste.

—¡Dios mío! —exclamó restregándose la barbilla; el cuerpo le temblaba y la incredulidad y el horror se sumaban a su expresión.

Rápidamente estacionó el auto junto a la acera, bajó y se apoyó contra la valla destinada a contener los escombros. El aire todavía estaba impregnado de olor a humo, aunque sin duda habían pasado varios días desde el incendio. Leyó el cartel colocado por los bomberos y caminó por la acera contemplando los restos.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó a una negra de cierta edad que pasaba en ese momento.

—Un incendio —repuso ella balanceando una caja de sombreros en su regordeta mano derecha—. Y de los grandes, según me cuentan. También hubo muertos.

—¿Cuándo? ¿Cómo? —balbuceó aturdido Sorrenson.

La mujer se lo quedó mirando y enseguida prosiguió su camino en dirección a la esquina.

—¡Esta era mi casa! —gritó Sorrenson lanzándose tras ella. La mujer lo ignoró y con un gesto de desaliento el viejo volvió junto a su auto. Se apoyó contra el guardabarros, se masajeó la frente y parpadeó, cuando un rayo del último sol de la tarde le dio en los ojos. Luego cruzó la calle y miró por un agujero de la cerca que rodeaba el emplazamiento de la nueva iglesia. El lugar estaba desierto, la excavación llena de agua. Habían desaparecido todos los camiones y la maquinaria pesada; tampoco había obreros.

Aturdido, volvió a meterse en el auto y encendió el motor. Había una comisaría en la avenida Columbus, dos calles más arriba. Allí podrían informarle sobre lo ocurrido, quizás hasta podían sugerirle con quién ponerse en contacto para averiguar si algo se había rescatado. Soltó el freno de estacionamiento, apretó el acelerador y partió calle arriba.

El sol había descendido tras la línea de los edificios cuando Sorrenson regresó al lugar del desastre y estacionó el auto junto a los restos de la casa, que hasta ese momento había sido su hogar. Enjugándose las lágrimas colocó las manos en el regazo y contemplando las ruinas trató de endurecerse para afrontar la dura realidad.

Un frío desapacible había barrido la calidez de la tarde. Sintió un escalofrío; tomó la chaqueta del asiento posterior y se la echó sobre los hombros tratándola con mucho cuidado. Era lo único que le quedaba. Todas sus posesiones habían quedado en el piso veinte y según acababan de informarle en la policía, no habían conseguido salvar nada. Tenía poca fe en los bancos, de modo que también se habían esfumado sus ahorros, guardados en una caja debajo de la pileta de la cocina.

Para cuando Sorrenson logró arrancarse de su autocompasión, el sol se había puesto por completo. No tenía familia, pero confiaba en que alguno de sus compañeros de la orquesta lo alojaría por un tiempo, por lo menos hasta que arreglase sus asuntos y consiguiese un préstamo. Antes que nada iría a la sede de la Filarmónica.

En el momento en que ponía en marcha el coche un taxi se detuvo enfrente y de él se apearon Max y Grace Woodbridge.

—¡Max! —llamó Sorrenson.

Grace Woodbridge se lanzó a gritar, retenida por su marido que trataba de consolarla. Sorrenson bajó del auto y corrió al encuentro de la pareja. Presa de un ataque de histeria, Grace trataba de treparse a la valla protectora, se aferraba a su marido y lloraba golpeándose los puños contra el cuerpo.

—No podemos hacer nada —trató de aplacarla Max, mientras ella se enjugaba los ojos con un pañuelo.

—Nada en absoluto —convino Sorrenson, y su tono maltrecho dejó traslucir su propia frustración—. Las cosas ocurrieron y nada de lo que hagamos servirá para devolvernos el edificio ni las cosas que contenía.

Los dos hombres ayudaron a Grace a subir al auto de Sorrenson.

—¿Qué pasó, John? —preguntó Max apoyándose contra el guardabarros.

—Acabo de hablar con la policía. La casa ardió cuatro días atrás, en mitad de la noche. Creen que el fuego se inició en el piso veinte. Los bomberos no pudieron hacer nada.

—Dios, Dios mío —gimió Grace Woodbridge.

Max le tomó la mano.

—¿Hubo heridos?

—Sí —contestó con voz trémula Sorrenson—. La vieja monja murió. Y también… Ben Burdett.

—Oh, no —exclamó incrédulo Max.

—¿Y Faye? —preguntó Grace sollozando.

—La policía no pudo encontrarla. Afortunadamente el niño sobrevivió. Esa noche Ben había dejado al pequeño Joey en casa de unos amigos.

Max pasó un brazo por los hombros de Sorrenson.

—Es increíble, John. Sencillamente increíble. ¿Cómo vamos a salir a flote después de esto?

Sorrenson se encogió de hombros.

—Tendremos que hacerlo. No nos queda otro remedio.

—Fue una suerte que no estuviéramos aquí —observó Max tragando con fuerza.

—Sí —coincidió Grace—. Una gran suerte.

Sorrenson se quedó mirándolos.

—Sí… tuvieron mucha suerte. ¿Pero dónde estuvieron?

—¿Qué quiere decir, John? —Max estaba desconcertado.

—¿Dónde estuvieron? ¿Adónde fueron? ¿Por qué salieron de la ciudad?

Max miró a su mujer. Su inexpresividad era total. Se frotó el mentón, luego dejó correr sus dedos por la rala cabellera negra que empezaba a encanecer.

—No lo sé —contestó azorado—. ¿Y tú, querida?

Grace lo pensó un momento y enseguida negó con la cabeza.

—Tienen que haber ido a algún lado.

—Por supuesto, John —dijo de pronto Max sonriendo—. Fuimos a…

Volvió a interrumpirse y trató de recordarlo sin conseguirlo.

—Max… —Sorrenson lo tomó con fuerza del brazo—. Aquí pasa algo muy raro.

—¿Por qué no recordamos adonde fuimos?

—Sí. Y porque tampoco yo lo recuerdo.

—¿De veras?

—Así es. Tengo una laguna total acerca de lo que hice en los últimos cuatro días y no lo advertí hasta que la policía me hizo la misma pregunta que acabo de hacerles a ustedes.

Grace Woodbridge se limpió el rimel chorreante con una toallita de papel.

—No comprendo.

—Tampoco yo —dijo Sorrenson—. Ni Daniel Batille, ni las dos secretarías. —Carraspeó y se abotonó la chaqueta—. Todos ellos también regresaron tras cuatro días de ausencia. Ninguno sabe dónde estuvo ni qué hizo.

—¿Y Jenkins?

—Nadie sabe dónde está. La policía encontró el cadáver de un hombre en el pozo del ascensor. Podría ser él.

Max Woodbridge movió la cabeza.

—Cuatro días. Cuatro días borrados. ¡Es imposible!

Sorrenson miró hacia atrás, a los restos del edificio. Un perro hurgaba entre el montón de madera. Dos chicos jugaban con un marco de ventana que habían arrastrado por encima de la valla. Por lo demás, el terreno estaba desierto.

—¿Imposible? —preguntó sonriendo.