Capítulo 26

—Padre McGuire —llamó Ben desde el hall.

Nadie le respondió.

Entró en el living, dio una vuelta alrededor de la silla de la Hermana Thérèse y le tocó la cara, acariciando la piel corroída.

—Padre McGuire —volvió a llamar, con la mano sobre el hombro fracturado.

Una gota de sangre cayó sobre el hábito de la hermana; Ben se tocó la cabeza, que seguía sangrando, y volvió al hall de entrada.

¿Estaría McGuire en el departamento de al lado?

Oyó un ruido.

—¿Quién está ahí? —gritó mirando al pasillo que conducía al dormitorio.

El ruido se repitió: un ligero golpeteo.

Aterrado, se sumergió en la oscuridad y avanzó pegado a la pared.

—¿Es usted, Padre McGuire?

Nadie contestó.

—¿Señor Jenkins?

Ruido de pasos.

Al llegar a la puerta tendió la mano hacia el picaporte pero de pronto retrocedió.

Alguien lo hacía girar desde el otro lado.

El Padre McGuire salió de la habitación.

—¿Dónde se había metido? —preguntó.

El Cardenal Reggiani volvió a llamar el ascensor sin ningún resultado.

—Chazen —dijo el Padre Tepper.

Reggiani asintió.

—Usted debe quedarse aquí, Hermana Florence.

La hermana se apartó de los dos hombres y se retiró hacia la entrada del subsuelo.

Reggiani y Tepper se dirigieron a la escalera e inspeccionaron sus cinturones para asegurarse de que los crucifijos estaban bien asegurados. Reggiani abrió la puerta que daba a la escalera y pasó al otro lado seguido por Tepper.

—El alma de Franchino camina junto a nosotros —dijo Tepper cuando empezaban a subir.

—Quiera Dios concedernos un destino mejor —repuso Reggiani en un susurro.

Subieron lentamente, uno junto al otro, transpirando, la respiración entrecortada. Al llegar al piso veinte Reggiani intentó abrir la puerta; estaba cerrada.

—Chazen nos espera —dijo Tepper.

—Sí —repuso Reggiani tomándose de la baranda—. Tenemos que bajar. ¡Rápido!

Descendieron jadeantes, salpicando el piso con gotas de transpiración. Al llegar al rellano del tercer piso las luces se apagaron.

Estaban atrapados en medio de un embudo, sumergidos en la oscuridad.

Se oyó una carcajada siniestra acompañada por una bocanada de aire caliente. De las tinieblas surgió una voz llamando a Regginai.

—Chazen está abajo —gritó Tepper.

—Volvamos a subir —urgió Reggiani.

Dieron media vuelta y frenéticamente se lanzaron escaleras arriba.

Oyeron un crujir de cañerías.

—Tenemos que escapar —gritó Reggiani; ante sus ojos asomó la visión de la muerte de Franchino.

En el piso diecinueve se detuvieron y lanzándose contra la puerta trataron de hacerla saltar de sus goznes a puntapiés.

De repente, Tepper se detuvo.

—Algo se acerca —musitó con voz quebrada—. Siento los fuegos del infierno.

En medio de la oscuridad, Reggiani tendió una mano hacia su acompañante.

—¡Padre! —llamó.

Nadie le respondió.

Sobre su cabeza las cañerías seguían crujiendo. Sintió una gota de agua en la frente. Oyó un grito, luego el ruido de un cuerpo al desplomarse.

—¡Padre Tepper!

—Estoy bien —lo tranquilizó Tepper desde el rellano de abajo—. Perdí pie.

Una vez más el agua salpicó a Reggiani. Las cañerías volvieron a crujir. Se pegó a la pared. Oyó el ruido del agua filtrándose por las fisuras. Luego, un reventón sordo. Y el agua irrumpiendo con violencia en medio de un ruido amenazante. Tenía los pies mojados; ya un torrente se precipitaba por las escaleras. Se dirigió hacia el borde del rellano.

—¡Chazen quiere ahogarnos! ¡Tenemos que escapar!

—No puedo moverme —le llegó la voz de Tepper—, creo que me he roto una pierna.

Reggiani se afirmó en la baranda.

—¡Ya voy! —gritó.

Se estremeció al oír una explosión arriba. Trató de ver algo en la oscuridad, pero sólo sintió el embate del agua contra su cuerpo, cada vez más feroz. Era evidente que habían estallado las cañerías, acaso también el tanque de agua.

Una enorme ola lo golpeó alzándolo del piso. Se aferró con desesperación de la baranda y escupiendo agua se deslizó hacia abajo, tratando de respirar. Oía el jadeo de Tepper, su manoteo impotente.

El agua brotaba por todas partes en gigantescos remolinos, anegando los escalones de cemento y arrastrando todo a su paso a través de la oscuridad.

Luchó con frenesí contra la marejada que zarandeaba su cuerpo hundiéndolo, para enseguida lanzarlo al aire. La enorme presión lo obligó a soltar la baranda precipitándolo hacia abajo, de uno a otro rellano. Cegado buscó a Tepper, que ya no gritaba.

Por sobre el tremendo fragor del diluvio, oyó reír a Chazen, lo oyó gritar su desdén por Dios y por Cristo.

Cayó a otro rellano. Tenía la boca y los pulmones llenos de agua. El torrente lo cubría en su incontenible descenso. Trató de sacar la cabeza fuera del agua, rodó hasta el primer rellano y una enorme ola lo arrojó contra la puerta del subsuelo.

El Padre McGuire apuntó su dedo índice hacia Ben.

—Tú eres el próximo Centinela, Ben Burdett. —Ben lo miró, impasible—. Tú eres el sucesor del ángel Gabriel y de los sucesores de Gabriel. Eres aquel que debe velar para que el Mal no se acerque. —Posó las manos sobre los hombros de la Hermana Thérèse—. Chazen tratará de forzarte a destruirte. Chazen se ensañará con las debilidades de tu pasado, enterradas en tu subconsciente. Chazen lo hará, a menos que el crucifijo pase a manos del nuevo vigía. —Cayó de rodillas y comenzó a orar. Ben permaneció inmóvil ante la increíble visión. Luego McGuire le tendió la mano—. Tú eres el elegido —dijo.

El Cardenal Reggiani abrió los ojos; la escalera era una mancha borrosa. Se tomó la cabeza y parpadeó para ver mejor. Traspasado de frío, temblando, yacía de espaldas en un charco profundo. La caída de agua casi había cesado; sólo un sordo rumor quebraba el silencio.

Consiguió ponerse de rodillas deslizándose sobre el cemento resbaloso y se pasó la mano por el profundo tajo que le cruzaba el brazo. ¿Cuánto tiempo habría yacido inconsciente? ¿Y dónde estaba el Padre Tepper?

Con paso vacilante se dispuso a subir la escalera.

—¡Tepper! —llamó estirando el cuello para mirar hacia arriba. Sólo un eco sin vida le respondió. Apenas si le quedaban fuerzas para tomarse del pasamanos. Al llegar al descanso del segundo piso le llamó la atención una mancha roja y densa mezclada con el hilo de agua, que aún fluía por los escalones. Se arrodilló para examinarla y la sangre se le pegó en la palma. Algo le cayó sobre el hombro. Más sangre.

El cadáver del Padre Tepper se columpiaba un poco más arriba, la cabeza exánime encastrada entre dos barrotes; el cuerpo pendía como el de un ahogado.

—¡Dios tenga piedad! —exclamó Reggiani, el rostro endurecido por la ira.

Llevándose la mano derecha al pecho la Hermana Thérèse se alzó bruscamente de su silla. El Padre McGuire, que oraba arrodillado, se puso de pie y la sostuvo. Ben se mantuvo apartado.

La monja aferró el brazo de McGuire. Los vasos sanguíneos de su cara estallaron bajo la piel y los últimos restos de color la abandonaron rápidamente. Un hilo de saliva le asomó a los labios.

McGuire reprimió una arcada.

—¡Se está muriendo! —gritó.

Sin decir palabra, Ben se limitó a observar. De pronto una explosión luminosa atravesó la habitación cegándola. En medio de un estruendo creciente, se sintieron azotados por un viento furioso.

—¡Chazen está aquí! —prorrumpió McGuire.

Trozos de yeso cayeron del cielo raso y los vidrios de las ventanas retemblaron.

Las primeras llamas empezaron a trepar por las cortinas.

Vásquez salió corriendo de su departamento y se acercó al teléfono interno.

—¿Quién llamó? —le preguntó al portero.

—El señor Cupa, del dieciocho —contestó agitado el hombre.

Enseguida el encargado llamó al 18 «E» y Cupa le informó que había fuego en alguno de los pisos superiores. El olor del humo ya llegaba a su piso y el cielo raso se estaba recalentando.

—¡Salga inmediatamente de allí! —vociferó Vásquez—. Trate de avisar a la otra gente del piso. Y usen la escalera. Puede que haya fuego en el pozo del ascensor. —Colgó violentamente el receptor y tomó del brazo al portero—. ¡Haga evacuar el edificio!

—Ahora mismo. —El portero hizo sonar la alarma y empezó a llamar a los departamentos.

Vásquez dio la vuelta para dirigirse a la escalera y se detuvo asombrado. Los felpudos estaban empapados y un hilo de agua se escurría por debajo de la puerta.

Asió el picaporte; la puerta estaba atrancada.

El Cardenal Reggiani alzó la vista hacia el agujero del techo. Parte de la estructura del tanque se extendía hacia abajo y el agua todavía goteaba por los bordes. Pero quedaba espacio para trepar, y dado que era la única forma de salir de la escalera, no le quedaba alternativa.

Echó una rápida mirada hacia abajo —el fuego ya asomaba bajo la puerta que daba al pasillo del piso veinte— y trepó por la escala de mano. Al llegar al agujero se agarró del tanque metálico en busca de apoyo y desde allí consiguió incorporarse hasta el techo.

Caminó hasta el borde del edificio y examinó la hilera perpendicular de ventanas. Justo al lado vio una cañería de desagüe que bajaba hasta el callejón y por allí empezó a deslizarse. A duras penas consiguió mantenerse luchando contra el viento y el vértigo.

Al llegar a la altura del piso veinte lanzó un puntapié contra la ventana; el vidrio saltó en pedazos lastimándole el tobillo. Reprimiendo el dolor pasó la pierna por el agujero; los bordes cortantes se le clavaron en el muslo. Soltó la cañería, se aferró al marco de la ventana, tomó impulso lanzándose hacia adelante y aterrizó en el pasillo.

El Padre McGuire concluyó su oración fúnebre junto al cuerpo de la Hermana Thérèse y alzó la mirada para encontrar a Ben Burdett, que sostenía en sus manos el crucifijo. El poder del Señor no parecía haberlo alcanzado. Tampoco había envejecido.

—Padre Bellofontaine —lo llamó McGuire.

Ben se limitó a sonreír.

Las llamas surgían por las ventanas de los pisos superiores. Casi todos los ocupantes de la casa ya habían sido evacuados y los pisos inferiores aún permanecían indemnes, aunque el fuego avanzaba rápidamente por uno de los costados del edificio. Vásquez y el portero se afanaban con el teléfono interno. Una comisión policial ayudaba a los rezagados.

—¡Siga intentando! —ordenó Vásquez.

El portero apretó una vez más los botones del piso veinte; nadie respondió.

—Si alguien quedó allá arriba, está liquidado.

Al final del pasillo se oyó llegar el ascensor. Tres personas salieron corriendo, cargadas con las pertenencias que habían podido salvar. Vásquez se precipitó al ascensor, entró y apretó el botón. La puerta empezó a deslizarse, pero un cortocircuito la detuvo a medio cerrar. Salió entonces, y entre el ulular de las sirenas tomó un hacha del armario de herramientas, corrió hacia la puerta de la escalera y atacó la cerradura hasta hacerla saltar. Empujó la puerta, pero las llamas lo obligaron a retroceder. Era demasiado tarde. Salió corriendo a la calle, donde ya estaba el portero, en el momento en que las primeras autobombas doblaban por la esquina del Central Park Oeste, enfilando hacia la calle Ochenta y Nueve. Segundos más tarde, una violenta explosión hizo saltar la parte central del edificio.

Vásquez miró hacia arriba y sacudió la cabeza.

—Todo ha terminado.

Mientras las figuras de la madre agonizante y de su hijo volvían a surgir a través de las paredes acompañadas por la risa de Chazen, el Cardenal Reggiani, sangrando profusamente por sus heridas, señaló a McGuire, que se encontraba en el otro extremo de la habitación y a través del creciente muro de fuego ordenó:

—¡Tome el crucifijo, Padre Bellofontaine!

McGuire miró a Ben, semioculto por el humo, y enseguida a Reggiani.

—¡No entiendo! —gritó.

La Hermana Florence avanzó en la oscuridad. Su atención se hallaba concentrada en los últimos pisos del edificio. Desde el lugar donde se encontraba, junto a la alambrada de la nueva iglesia, alcanzaba a ver la fachada ardiente del 68 Oeste y el pasaje de acceso a la parte posterior del edificio. Reggiani y Tepper no habían salido.

—Os convoco y proclamo nuestro retorno —clamó la horrenda voz de Chazen, por sobre el rugido del vendaval que asolaba el departamento hendiendo la cortina de fuego como en las aguas del Mar Rojo. Las huestes de la noche llenaron la habitación, listas para el combate contra Dios Todopoderoso y sus elegidos.

Sofocado por el humo, Ben permanecía de pie en silencio junto al cuerpo sin vida de la Hermana Thérèse. Señalado por el dedo justiciero del Cardenal Reggiani, McGuire yacía encogido en el piso, vomitando. Enroscado sobre su propio pie que se ajaba por momentos, la voz de Chazen lo arrastraba a la pesadilla de su pasado, desnudando su subconsciente, desbaratando en un instante años de represión.

—¡Era yo el elegido! —gimió McGuire—. Lo fui siempre, desde el comienzo.

—Desde el comienzo —afirmó Reggiani—. Usted es el Padre Bellofontaine. Usted es el elegido.

Y la voz de Chazen repitió como un eco:

—Tú eres el elegido del Señor, del tirano, nuestro amigo. Tú eres aquel que deberá guardar y proteger la entrada a la Tierra. Tú eres aquel que deberá empuñar el cetro del Señor. Tú eres aquel a quien debemos destruir para triunfar. Esta es la hora decisiva de la acción. La tarea será cumplida. Te harás uno con nosotros, y entonces juntos descenderemos a la beatitud del Pecado y de la Muerte. Por tu propia mano te condenarás. ¡Tienes que hacerlo!

El inspector Wausau encendió la lámpara y encandilado por la luz volvió la cabeza sobre la almohada.

—¡Maldito teléfono!

Descolgó el receptor. El maldito reloj indicaba las tres y catorce. Plena madrugada. Y para colmo se había acostado muy tarde por la explosión en la seccional de policía. ¿Cuánto habría dormido? ¿Cuarenta minutos? ¡Maldición y remaldición!

—Sí, ¿quién habla?

El detective Jacobelli se identificó y lo puso al tanto del incendio en el 68 Oeste.

Wausau se incorporó de un salto y el pantalón del pijama se le fue al suelo.

—¿Cómo fue?

—No lo sé —repuso Jacobelli. La comunicación era mala y resultaba difícil entenderle—. Estoy en el Departamento. Nos pasaron el informe por teléfono.

—Quédese allí. Yo me ocupo.

Colgó, se vistió a toda prisa y bajó a la calle sin dejar de maldecir.

Una aurora de tórridas llamas azules bordeadas de blanco enmarcaba el pasillo del piso veinte. Escudando con su cuerpo al Padre Bellofontaine, que sostenía el crucifijo en las manos, Reggiani miró hacia la puerta del departamento de los Burdett. La transición ya se había cumplido.

De pie bajo la arcada, partícipe involuntario de una pesadilla, Ben se sentía muerto por dentro, desgarrado por su pérdida.

—Venga conmigo —lo urgió Reggiani retrocediendo para protegerse del fuego.

Ben miró al vacío. Las legiones nocturnas se habían batido en retirada junto con la esencia de Charles Chazen. Ben no dijo nada. Tampoco se movió.

—Dios lo perdonará, hijo mío.

Bajo una lluvia de madera y fuego, Reggiani condujo al Padre Bellofontaine hacia la escalera. Un ruido ensordecedor anunció el inminente derrumbe del techo. Reggiani se volvió a mirar a Ben. Vio correr las lágrimas por su rostro.

—¡Dios mío! —gritó Ben desde el fondo de su agonía.

Y entonces desapareció sepultado por los escombros, ávidamente devorado por el infierno.

El Cardenal Reggiani tomó el brazo al Padre Bellofontaine y juntos iniciaron el descenso hacia el pozo ardiente, envueltos por las danzantes serpentinas de fuego.