—¿Quién es usted? —inquirió el Padre McGuire.
—Soy su amigo —repuso Jenkins.
El Padre Tepper estaba sentado en el asiento delantero, pendiente del tortuoso trayecto que recorría el automóvil. Miró su reloj y anunció:
—Las once y veintiuno.
—Lo dejaremos en la calle Noventa y Cinco y la Avenida Amsterdam —dijo Jenkins clavando la mirada en los ojos desesperados de McGuire.
Momentos más tarde el auto salió del parque en la calle Setenta y Dos y Central Park Oeste y lentamente enfiló hacia el centro.
—¿No piensa responder a mi pregunta? —insistió McGuire.
—No hay necesidad de preguntas ni de respuestas —replicó Jenkins—. Usted asumió un compromiso y conoce sus obligaciones. Cuando la Hermana Thérèse vaya al encuentro de su Dios, el Padre Bellofontaine debe ocupar su puesto de vigía. Esa responsabilidad le cabe a usted, y nada cambiará por lo que yo pueda revelarle.
Con un gesto de asentimiento, McGuire concentró su atención en las hipnóticas vibraciones del automóvil. En realidad era así. Poco importaba la verdadera identidad de Jenkins. Sólo un hecho tenía un peso decisivo en su vida: la Hermana Thérèse… el Padre Bellofontaine… Charles Chazen… Ben Burdett… la transición. Respiró hondo, tratando de darse ánimos. Pasó revista mentalmente a las instrucciones del Padre Tepper, las indicaciones de los textos, las sensaciones subliminales experimentadas durante el ritual fúnebre. Y comprendió que el Padre Bellofontaine no era el único peón en manos de Dios. También lo era él; se había transformado en un instrumento del Todopoderoso.
—Aquí está bien —dijo de pronto Jenkins, e inclinándose hacia adelante palmeó el hombro del chofer.
El chofer apretó los frenos y detuvo el auto junto a una boca de incendios.
Jenkins abrió la puerta de su lado y se apeó seguido por McGuire.
—Quede usted con Dios —le dijo Jenkins abrazándolo.
—Ojalá sea digno de Su amor —repuso McGuire.
Jenkins volvió a subir al auto, que giró en redondo y se perdió en la distancia.
McGuire caminó hacia la esquina de la Avenida Amsterdam, al sur de la Universidad de Columbia, dejando atrás una hilera de viejas casas de departamentos con fachada de piedra. Hacia el este se extendían en dirección a Central Park varios bloques de departamentos baratos, que se elevaban hacia lo alto descollando sobre los edificios más antiguos. Las calles estaban sucias, cubiertas de papeles. Había una serie de bares irlandeses iluminados, aunque ya casi todos los negocios estaban cerrados y con las luces apagadas. Unas pocas personas caminaban por las calles y sólo se veía uno que otro auto.
Se abotonó la chaqueta; (había refrescado), y siguió avanzando mientras trataba de alejar las visiones de Chazen y de sobreponerse a las heladas garras del miedo que lo arañaban por dentro. El sudor le cubrió la frente y sus pies comenzaron a arrastrarse a medida que las cuadras se desvanecían tras de él. Caminaba como enajenado, sin sensación de tiempo o espacio. En cada esquina miraba la placa indicadora que iba marcando su avance hacia la meta. Y entonces, como si nunca se hubiese movido de allí, se encontró frente a la excavación de la nueva iglesia; alzó la mirada y vio la figura de la Hermana Thérèse en su ventana del piso veinte, el contorno de la cabeza subrayado por la luz de la luna.
Cruzó la calle, se internó en el pasaje y subió la rampa hasta la puerta de acceso al subsuelo, que desde la muerte de Monseñor Franchino permanecía cerrada por orden de los dueños del edificio, la Archidiócesis de Nueva York. Abrió la puerta con una llave y desapareció en el oscuro corredor.
Subió solo en el ascensor hasta el piso veinte dominado por una creciente sensación de claustrofobia hasta que, después de minutos que le parecieron muy largos, la puerta se abrió misericordiosamente dejándolo en el pasillo.
Miró a su alrededor percibiendo la presencia de Chazen, penetrado por una amenazante sensación de muerte. Pronto, sin embargo, todo habría concluido.
Abrió el departamento de Burdett con la llave maestra de Biroc y encendió las luces.
—Ben —llamó enjugándose las palmas sudorosas.
La única respuesta fue el tic tac de un reloj.
Volvió a llamar, y al no recibir respuesta revisó el departamento.
¡Ben no estaba allí!
Pero eso era imposible. ¡Tenía que estar! Si no acudía por su propia voluntad, debía hacerlo movido por el poder de Dios Todopoderoso.
El Padre McGuire miró su reloj: las once y cuarenta y dos.
¡Algo andaba terriblemente mal!
El barman vaciló antes de llenar el vaso.
—Creo que ya ha bebido bastante —dijo enarcando las cejas debajo de sus bifocales con armazón de carey.
Ben movió la cabeza y trató de alzar los párpados.
—Estoy bien —le aseguró, y lanzó un eructo de borracho a su imagen reflejada en el espejo del bar.
—¿No me diga? Oiga, a mí no me molesta que se divierta, pero no me gustaría verlo tirado en el piso de mi bar.
Ben se rio, alzó el vaso y bebió un sorbo haciendo ruido al aspirar.
—Ni siquiera estoy mareado —dijo sonriendo, y casi en el mismo instante su expresión se tornó confusa. Veía al barman borrosamente y el local le pareció un cuadro surrealista de Chagal, en el que se amontonaban sillas, mesas y parroquianos—. ¿Se acuerda de mí? —preguntó alzando la cabeza.
El barman desvió su atención hacia otro cliente que lo reclamaba; luego negó con la cabeza.
—Pero tiene que acordarse —rogó Ben.
El barman le sirvió una cerveza al otro cliente —sólo había seis personas en el lugar— y volvió junto a Ben.
—Lo siento, pero no lo recuerdo.
—Vine hace un par de semanas, por la tarde. Con un detective llamado Gatz.
—Yo sólo hago el turno de la noche.
—Pero me resulta conocido. Estoy seguro de que era usted.
El barman se encogió de hombros y alzó la mirada al televisor, colocado en un lugar alto e inclinado, de modo que todos los clientes pudieran verlo. Luego empezó a despejar el mostrador.
Ben se puso un cigarro en la boca.
—Al tipo que vino conmigo lo mataron.
—Qué me cuenta.
—Sí… lo asesinaron. Y también a muchos otros.
—Oiga, ¿no sería mejor que se fuese a su casa a dormir?
—Por favor, escúcheme. Han destruido mi vida. Todo.
Ben se puso a llorar y el barman se inclinó hacia él.
—Muy bien, muy bien. ¿Quiere hablar? De acuerdo. Lo escucharé. Oigamos.
Ben se enjugó los ojos.
—No solamente mataron a Gatz, sino a un sacerdote llamado Franchino. Y a un policía, un tal Burstein. Y a mi mujer.
El barman hizo una mueca, se acomodó los anteojos y se sirvió un vaso de cerveza.
—¿Es verdad lo que me cuenta?
Ben asintió y pasó las manos por el portafolio marrón que había dejado sobre el mostrador y del que sobresalía el crucifijo. Jenkins le había dicho que lo llevara consigo, fuese a donde fuere.
—¿Y la policía está enterada?
Ben se rio; su rostro era una mezcla de humor e indignación.
—Saben de algunos crímenes; todos, en realidad, salvo el de mi mujer. Pero no tienen la menor idea de quién los cometió.
El barman parpadeó rápidamente; Ben había despertado su curiosidad. Claro que oía una historia distinta todas las noches. Pero de repente aparecía una especialmente interesante. Y la de esa noche lo era.
—¿Y usted sí? —preguntó.
Ben asintió.
—Pero no puedo decirlo. —Eructó; la cabeza le daba vueltas.
—¿Por qué no puede?
—Me hicieron jurar que no hablaría. —Se puso el índice sobre los labios.
—¿Quién?
—Ralph Jenkins.
El barman exploró sus coronas de oro con un escarbadientes.
—¿Quién es?
—Mi vecino.
—¿Y qué tiene que ver él con todo eso?
—No se lo puedo decir.
—Vea, amigo, si hubo un asesinato, varios asesinatos, y usted sabe quién es el asesino, tiene que decírselo a la policía.
—No serviría de nada —dijo Ben en medio de un acceso de hipo.
—¿Por qué no?
—Porque frente a esto son impotentes. Está metida la Iglesia. Y Dios, y Satanás.
—¿Dios y Satanás? —murmuró el barman sacudiendo la cabeza—. ¿Está loco?
—Puede apostar a que no.
El barman sonrió.
—Sólo apuesto a cosas seguras. Sabe, aquí vienen toda clase de chiflados con historias sobre el fin del mundo y la llegada del Mesías. Yo no estoy para tragarme todos esos embustes. No tengo tiempo. De manera que si no le molesta…
Ben asió al hombre por la muñeca.
—Créame, no son embustes. Todo lo que le dije ocurrió. Hay una conspiración.
El barman desprendió la mano.
—Si vuelve a hacer esto le rompo el brazo. ¿Entendido?
Ben se echó hacia atrás, se enjugó la saliva de los labios y miró su reloj. Las once y cuarenta y cinco. Tenía que irse. Jenkins le había dicho que esperara a McGuire a medianoche. Y la caminata hasta el departamento le llevaría cinco minutos.
—Será mejor que me vaya —dijo y bajó del banco alto que ocupaba junto al mostrador.
—Excelente idea, amigo. Váyase a su casa. Métase en la camita. Y por la mañana, cuando esté sobrio, todos los cadáveres habrán desaparecido y usted se sentirá como nuevo.
Bamboleándose sobre sus piernas vacilantes, Ben dejó caer el cigarro sobre el mostrador, se puso el portafolios bajo el brazo y se dirigió hacia la salida dejando un rastro en el aserrín. Ya en la calle, miró a su alrededor tratando de orientarse. Su casa quedaba a cuatro manzanas de distancia, dos hacia el este y dos hacia el norte. Caminó hasta la esquina y cruzó la calle. Salvo por el timbre de una alarma descompuesta que sonaba estridente en el aire apacible de la noche, el barrio estaba singularmente tranquilo. Se restregó la cara para disipar los efectos del alcohol y se dijo a sí mismo que no era un sueño, que estaba de veras despierto y en camino a una cita con el terror.
Caminó junto al borde de la acera; los faros de los autos lo encandilaban por momentos. Todos sus sentidos estaban exaltados. También su memoria. Veía a Faye frente a él, y luego su imagen se fundía con la de Jack Cooper. No había sido su intención enamorarse, y menos de un travesti. Pero ocurrió. Tantas cosas ocurrieron… ¡Y ahora esto! ¿Qué sería de Joey? ¿Qué le pasaría si esa resultara ser la última noche de Ben Burdett, si se unía en la muerte con Gatz, con Burstein, con Faye? Una posibilidad muy concreta pero que extrañamente no lo asustaba. No; morir era fácil. Lo difícil era seguir viviendo y enfrentándose con el horror.
¿Por qué se habían dado las cosas de ese modo?, se preguntó. Podría haber sido feliz hasta el fin. Faye era una mujer formidable. A lo largo de los años su personalidad femenina floreció en toda plenitud. En los comienzos de la relación Ben dudaba de que eso pudiera ocurrir. Y sin embargo así fue. Un cambio súbito y curiosamente satisfactorio. De repente, sus deseos homosexuales y heterosexuales se veían colmados por una sola persona.
Pasó otro coche, otra explosión de luz, el ruido trepidante del motor. El auto rebotó sobre el macadán roto y tras detenerse un instante, giró en una curva cerrada en dirección a Ben. El haz de los faros delanteros le castigó la cara. Trató de identificar al conductor. Pero detrás del volante sólo vio un agujero negro. ¿Era posible? Miró a su alrededor; atrás, la pared lisa de un edificio; la esquina a unos veinte metros. El auto seguía cegándolo con sus faros y de pronto cobró velocidad enfilando directamente hacia él. Se tapó la boca para no gritar y empezó a moverse pegado a la pared, en busca de la esquina. Cuando vio que el auto se le venía encima echó a correr. El auto viró en un ángulo agudo hacia la izquierda, subió a la acera y se fue contra la pared, errándole por poco. Ben volvió a mirar el interior. Había alguien en el asiento del conductor. Charles Chazen. Sonriente. El coche retrocedió, bajó de un salto al pavimento y lo atropello golpeándolo de costado en un hombro. Gritando, se cubrió la carne lacerada tratando de detener la sangre. Parte de la clavícula había quedado al descubierto y tenía el hombro dislocado. Al borde del desmayo, sintió girar todo a su alrededor.
El motor volvió a acelerar. Detrás del parabrisas Ben atisbo otra vez la cara enjuta y sardónica de Chazen. Saltó por detrás de un camión; el coche se estrelló contra el escaparate de un lavadero chino.
Con un tremendo esfuerzo cruzó la calle y se metió en una estación de subterráneo. A tropezones bajó por las escaleras aferrándose a la baranda con su mano libre. Localizó la ventanilla de cambio en el fondo, corrió hacia allí, compró un billete, lo introdujo en el torniquete, bajó la segunda escalera que conducía a los andenes y cayó de rodillas. Estaba empapado y le costaba mantener los ojos abiertos. El lugar se hallaba desierto. No se oía ningún ruido. Comenzó a arrastrarse hacia el final de la plataforma, donde podría ocultarse en la oscuridad. Avanzaba acuclillado como un mono, haciendo equilibrio con un brazo. Se detuvo al oír pasos que descendían hacia el andén; ruidos lentos y sordos, intermitentes, deliberados en su indecisión, expresamente calculados para él. Trató de moverse más rápido pero no lo consiguió. Miró hacia atrás sin ver a nadie. De pronto otros ruidos le llegaron desde adelante. Pasos… Y risas. Vio sombras moviéndose por las paredes. Sofocando un grito de dolor se encogió sobre sí mismo. Un ruido surgió del túnel como el tableteo de una ametralladora: ritmo de ruedas que aminoraban la velocidad. Al mirar en esa dirección vio la luz de un tren que doblaba una curva a escasa distancia.
El tren irrumpió en la estación, las ventanillas desfilaron como espejos volantes. Enseguida se detuvo y las puertas se abrieron. Ben se metió en el último coche. Las puertas se cerraron. El coche estaba vacío; sólo había un guarda que viajaba en la plataforma de enganche. Oyó el soplido de los frenos al soltarse y sintió el primer envión; el tren tomó velocidad y se hundió en la oscuridad del próximo tramo de túnel.
En el momento en que el tren abandonaba la estación, distinguió a Chazen en la plataforma, mirándolo. Se dejó caer en un asiento sin dejar de aferrar fuertemente el portafolios, con el crucifijo en su interior. Aturdido y jadeante, lívido de miedo, enterró la cabeza en las palmas de sus manos dejándose invadir por el rítmico traqueteo de las ruedas sobre los rieles. El tren se desplazaba muy rápido, demasiado rápido; el coche se bandeaba furiosamente a uno y otro lado. Buscó con la mirada al guarda, pero ya no estaba. Se acercó a la puerta y apretó la cara contra el vidrio. La estación siguiente pasó como una exhalación; el tren no se detuvo ni aminoró la marcha. Algo andaba mal. Fue hasta la puerta de comunicación y salió del coche para pasar al de adelante; conservó el equilibrio sujetándose a la cadena. Trató de abrir la puerta; estaba atrancada. Se volvió entonces hacia la puerta del coche que acababa de abandonar y asió el picaporte. También esa puerta estaba atrancada. La velocidad aumentó. Ben temía que el tren descarrilase en cualquier momento. Apartó la cara de las violentas ráfagas que barrían el túnel. Otra estación desapareció. Miró hacia el coche de adelante. El guarda había vuelto; estaba de pie, de espaldas a la ventana. Ben golpeó en el vidrio, gritando. El guarda permaneció inmóvil. De pronto, más velocidad. Tremendas vibraciones. Se agarró del pasamanos. El tren dio un salto hacia arriba arrojándolo al suelo; el portafolios cayó debajo de las ruedas, el crucifijo se hundió en el pedregullo impregnado de aceite. Miró hacia atrás, se incorporó y volvió a aporrear la puerta con todas sus fuerzas. El guarda abandonó su puesto llevándose una mano a la gorra; luego se volvió, sonriente.
¡Charles Chazen!
¿Cómo?
Ben se encogió; sintió en la boca el gusto a bilis que tan familiar le resultaba en las últimas semanas. La mano con que se aferraba del pasamanos aflojó su presión, mientras el tren pegaba enloquecidos cimbronazos. Alcanzaron ciento veinte, ciento cincuenta kilómetros, velocidad imposible para un subterráneo de Nueva York.
Hacia adelante divisó un centelleo de luces. Se agarró de una manija y estiró el cuerpo. Las luces se acercaron y el tren entró en una estación sin reducir la velocidad. Ben soltó la manija y se lanzó hacia afuera. Sintió un impacto al golpear contra la pared y un dolor agudo le traspasó las manos. Tenía dos dedos rotos. La sangre manaba de los profundos tajos que tenía en las piernas y en el cuero cabelludo. Oyó chirriar los frenos del tren y luchó para incorporarse. El tren se detuvo y enseguida volvió a arrancar, dando marcha atrás.
—Dios —musitó Ben al cobrar conciencia de que había perdido el crucifijo.
El tren se detuvo en la estación y allí permaneció silencioso, las puertas cerradas. Ben echó una ojeada a los coches buscando a Chazen.
Los frenos lanzaron una ruidosa nube de vapor. Luego, nuevamente, silencio.
Retrocedió en dirección al portón de la plataforma.
Las puertas del tren se abrieron. Aguardó.
Varios segundos se arrastraron penosamente.
Luego hubo un movimiento fugaz junto a una de las ventanillas.
Cautelosamente Ben siguió avanzando palmo a palmo y al llegar a la puerta tendió la mano hacia el picaporte.
—¡Ben Burdett! —gritó Chazen.
Ben volvió la mirada al tren. De pie en el último coche, Chazen lo miraba riéndose.
—¡Dios te maldiga! —gritó Ben; la cólera anulaba el terror.
Chazen hizo un amplio ademán con los brazos y la estación quedó a oscuras. Bajó y dio un paso en dirección a Ben, pero de pronto volvió a subir al coche y se perdió de vista tras las puertas cerradas.
Ben observó cómo el tren salía de la estación y desaparecía, sus luces rojas sangrando en la distancia.
¿Qué habría pasado?, se preguntó buscando apoyo en la puerta para no caerse. Miró a su alrededor; no había nadie a la vista. Lentamente, dolorosamente, penetró tambaleándose en un pasillo de tránsito que arrancaba de la plataforma.
A las doce de la noche, una descarga emocional que sacudió sus nervios le anunció al Padre McGuire la presencia de Charles Chazen. Su ausencia, notoria en los últimos veinte minutos, le había producido una sensación de vaga incomodidad. Pero ahora Chazen había vuelto, no había duda de ello. Había vuelto para impedir la transición entre la Hermana Thérèse y el Padre Bellofontaine.
McGuire salió del departamento y entró en el de la Hermana Thérèse.
Era la primera vez que entraba; nunca había visto de cerca a la monja. Aunque estaba prevenido acerca de lo que encontraría, la realidad le revolvió el estómago. El departamento estaba vacío y a oscuras. Sentada frente a la ventana abierta se hallaba la Hermana Thérèse inmóvil, el cuerpo rígido, la cara tan repulsiva como siempre. Una oleada de emoción lo invadió cuando la miró, tratando de comprender. Los años de devoción a su Dios la habían marcado. Tenía el cuerpo cubierto de telarañas y la piel ulcerada; los ratones se apiñaban a sus pies.
—¡Padre McGuire!
Dio media vuelta.
Charles Chazen estaba de pie junto a la puerta. Vestía un viejo traje gris deshilachado en los bordes; le faltaban los dos botones superiores de la chaqueta y también los de las mangas, aunque todavía se veían los hilos. Tenía una flor marchita en el ojal y un loro verde y amarillo posado sobre el hombro.
—Este es Mortimer —dijo señalando al pájaro—. Y esta, Jezebel. —Alzó a la gata adormilada que traía en los brazos—. Son amigos de la Hermana Thérèse, viejos amigos. Por eso se me ocurrió traerlos para que se despidieran de la buena Hermana. Entiendo que nos deja esta noche, ¿no es cierto, Padre?
McGuire se acorazó contra la visión.
—Vamos, Padre. No me diga que tiene miedo.
—¡Te desafío, Chazen! —gritó McGuire.
Chazen rio.
—¿De veras? ¿Y dónde está Ben Burdett, Padre?
McGuire se lo quedó mirando.
Chazen volvió a reír.
—No vendrá. No vendrá porque está muerto.
McGuire se estremeció.
—¡Te desafío a ti y a tus mentiras! No puedes destruir a un elegido.
—Pero él puede destruirse a sí mismo. Y lo ha hecho.
Chazen sonrió, disfrutando del extraño diálogo.
McGuire señaló a la Hermana Thérèse.
—Ella lo sabría.
La gata escupió a la santa Hermana. Los ojos de Chazen llamearon de odio.
—¿Entonces dónde está?
McGuire se hincó junto a la monja e invocó a Cristo. Al oír el nombre del Hijo, Chazen escupió como la gata, se acercó al sacerdote y alzó las manos. La habitación se sacudió. Detrás de ellos, cerca de la puerta del departamento, el aire empezó a rielar. McGuire alzó la mirada, espantado por la visión que surgía a través de las paredes. Ante él había una cama. En ella, una mujer de unos cuarenta años, las mejillas hundidas, la piel cenicienta, el cuerpo invadido de cables y tubos conectados con aparatos y frascos de suero. Respiraba pesadamente. Tenía los pies hinchados y las manos cubiertas de manchas parduscas.
En vano intentó McGuire mantener los ojos cerrados.
—Me presentaré ante el Padre Bellofontaine —amenazó Chazen.
Otra visión surgió entonces, un niño vestido con pantalón negro corto y camiseta blanca. Estaba junto a la cama, tenía a la enferma de la mano y le hablaba en voz baja. La mujer gritaba, desgarrada por el dolor. El chico se puso a llorar. «Déjame morir», repetía una y otra vez la enferma. Turbado y confuso, el chico le apretaba la mano con fuerza. «¿Me quieres?», preguntó la mujer. «Sí», respondió el niño. «Pues si me quieres, desconecta los aparatos y déjame morir». Sin dejar de sollozar, el niño obedeció. La mujer cerró los ojos y sonrió. El niño abandonó la habitación.
La visión de la mujer no se disipó.
—Me presentaré ante el Padre Bellofontaine —repitió Chazen— y revelaré su pecado. Verá lo que una vez fue. ¡Y entonces sabrá!
Un viento helado barrió la habitación. Brotaron sonidos de la nada. Temblando, agobiado de horror, McGuire unió las manos y empezó a gemir.
La visión de la mujer se esfumó y en su lugar apareció un garaje. Entró un niño, el mismo que había aparecido junto al lecho de la mujer muerta. Pero ahora tenía varios años más.
Ante los ojos de McGuire el chico cerró la puerta del garaje, subió a un viejo sedán, puso en marcha el motor y apretó el acelerador a fondo. A los pocos segundos comenzó a toser y enseguida cerró los ojos, mareado por las emanaciones.
La visión del chico no se esfumó.
—¡Mire! —gritó Chazen.
El Padre McGuire hizo un desesperado esfuerzo de voluntad; sudaba profusamente, el cuerpo le temblaba.
—El Padre Bellofontaine sabrá. Verá su pasado y conocerá su futuro.
La visión del chico desapareció. El viento arreció castigando al Padre McGuire y la frágil figura de la Hermana Thérèse. Nuevamente un tropel de ruidos pobló el aire y se oyó resonar la horrible carcajada de Chazen. La oscuridad y el frío se hicieron más intensos y de pronto, en medio de un estallido de luz, se perfiló la figura de un hombre sentado con un crucifijo en las manos: el Padre Bellofontaine, el próximo Centinela, arrugado y decrépito, la cara corroída hasta el hueso e infestada de gusanos.
El Padre McGuire gritó.
Ralph Jenkins bajó la ventanilla del coche y miró hacia afuera. Oía pasos.
—Ya viene —dijo el Padre Tepper.
Jenkins asintió, se reclinó en el asiento y aguardó.
El automóvil se hallaba estacionado en la parte trasera del pasaje, junto a la pared que cerraba el callejón. Tenía las luces apagadas y a su alrededor todo era oscuridad, apenas rota por el destello de un farol callejero, unos veinte metros más adelante.
—¿Ya es medianoche? —preguntó Jenkins.
—Sí —repuso Tepper—. Llegaremos tarde.
—Dios nos perdone.
Una figura apareció en la entrada del pasaje. Miró a su alrededor y enseguida se encaminó a paso lento hacia ellos. Sus pasos repicaron suavemente entre los edificios.
—Encienda las luces —ordenó Jenkins.
El conductor encendió los faros.
La figura, una monja, se detuvo delante del coche y parpadeó, encandilada. Una leve película de transpiración cubría sus rasgos. Era negra, de unos treinta años, bastante atractiva, y una cicatriz zigzagueante le cruzaba la cara desde el labio superior hasta la base del ojo. Ya no llevaba el maquillaje que le había visto el Padre McGuire.
Subió al automóvil.
—Hermana Florence —la saludó Jenkins tomándola de la mano.
La Hermana Florence besó el anillo de Jenkins.
—Cardenal Reggiani —respondió.
—¿Se siente bien, señor Burdett? —preguntó Vásquez, el encargado del edificio, acercando un vaso de agua a los labios de Ben.
Con un gesto afirmativo Ben bebió unos sorbos y se sentó, agarrándose la cabeza y tratando de recuperar el equilibrio. Vásquez y el portero se arrodillaron a su lado.
—Voy a llamar al médico —dijo Vásquez, mientras colocaba una gasa sobre las heridas que tenía Ben en la cabeza.
—¡No! —exclamó Ben apartando a Vásquez—. Nada de médicos. Estoy bien.
El encargado miró al portero y movió la cabeza.
—Tiene unos tajos muy feos, dos dedos rotos y un hombro destrozado.
Ben intentó incorporarse.
—Estoy bien. Déjenme solo.
—Pero, señor Burdett…
—¿Qué hora es? —lo interrumpió Ben.
El portero echó una ojeada a su reloj.
—Las doce y media.
—¡Maldición!
Vásquez tomó a Ben del brazo y le ayudó a llegar hasta el ascensor.
Se desmayó al entrar.
—Por favor, permítame llamar a un médico. Su esposa se alarmará mucho.
—¿Mi esposa? ¿Se alarmará? —Rio histéricamente.
Vásquez y el portero se miraron desconcertados.
Cuando llegó el ascensor Ben subió dejando un rastro de sangre. Desde adentro miró a los dos hombres y sonrió.
—Estoy bien —les dijo, y se retiró hacia el interior de la cabina. Apretó un botón y la puerta se cerró.
Con un suave traqueteo el ascensor empezó a subir. Ben se apoyó pesadamente contra la pared. Mareado, luchando para sobreponerse al dolor, trató de recordar todo lo que Jenkins le había dicho. Confiaba encontrarlo en el departamento según lo convenido.
Cuando se abrió la puerta del ascensor salió al pasillo. Todo era quietud. Jenkins le había asegurado que tomarían medidas para evacuar a los ocupantes del piso veinte y a juzgar por el silencio que reinaba, había cumplido.
Se acercó a la puerta de la Hermana Thérèse y aguzó el oído. Nada. Asió el picaporte y lo hizo girar. La puerta estaba abierta. Respiró hondo, cerró los ojos y entró.