Los sueños llegaron rápidamente esa noche. Se despertó varias veces y dio vueltas y más vueltas entre las mantas tratando de separar la realidad de las manifestaciones de terror y descubrir las respuestas a las preguntas que había planteado Biroc respecto de los antecedentes de Ben Burdett. Estaba convencido de que la trayectoria de Burdett descubierta por Biroc era correcta y demostraba el sorprendente fracaso de la investigación llevada a cabo por Franchino. ¿Pero cómo era posible? Franchino no era hombre de equivocarse. ¿Cómo pudo haber acumulado semejante cantidad de datos erróneos? ¿Y dónde estaba la pieza faltante, el intento de suicidio, la clave que debía existir en la vida anterior de Ben Burdett para justificar su elección como próximo Centinela? Preguntas difíciles, sobre todo en lo profundo de la noche, enfrentado al espectro de la inminente confrontación y al recuerdo vivido de la escena en el departamento de Burdett, la increíble transformación de Faye y el horror de encararse con la imagen y la esencia del mismísimo Satanás.
El despertador sonó a las diez.
El Padre McGuire saltó de la cama, se dio una ducha rápida, se vistió, salió del dormitorio, cruzó la calle hasta su oficina, abrió la puerta y se detuvo abruptamente al ver a los tres hombres que lo aguardaban.
—Buenos días, Padre —saludó el detective Wausau.
—Sí…, buenos días —contestó McGuire desconcertado—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Y qué están haciendo en mi oficina?
Wausau, sentado delante del escritorio del sacerdote, se puso de pie, le mostró su placa de identificación y presentó a los dos detectives que lo acompañaban: Jacobelli y Dellamare. Luego volvió a sentarse y señalando una silla invitó al sacerdote a responder algunas preguntas.
Indignado, McGuire se dejó caer en un sillón.
—¿De qué se trata?
Wausau se metió una barra de chicle en la boca.
—Asesinato.
—¿Asesinato?
—No será la primera vez que oye esa palabra, ¿verdad, Padre?
McGuire echó una ojeada a los otros dos hombres y parpadeó molesto por la luz de la lámpara de escritorio que Wausau había enfocado hacia él.
—¿Pero por qué quieren hablar conmigo?
Wausau sacó una fotografía del bolsillo de su chaqueta y la arrojó sobre el escritorio.
—El hombre muerto que aparece en esta foto es Guglielmo Franchino. Monseñor Franchino. Varias noches atrás cayó por una ventana del piso veinte de la calle Ochenta y Nueve Oeste 68. Al parecer se trataba de un suicidio, aunque usted y yo sabemos que es muy improbable que un sacerdote se quite la vida. Y según lo informado por la Archidiócesis de Nueva York, no cabe duda de que Monseñor Franchino era un sacerdote. ¿Usted lo conocía?
McGuire examinó la foto. ¿Habría dicho algo Ben Burdett? Imposible.
—No. Lo siento.
—Entiendo —dijo Wausau con un gesto afectadamente formal—. ¿Conoce a un hombre llamado Ben Burdett?
McGuire trató de guardar compostura; movió la cabeza.
—¿Ya Faye Burdett?
—No.
—¿Tampoco conoce a ninguna otra persona del edificio de la calle Ochenta y Nueve Oeste 68?
McGuire volvió a mover la cabeza.
Wausau fabricó una sonrisa que se quedó en mueca y se frotó las manos nerviosamente.
—¿Alguna vez estuvo en ese edificio?
—No. Por lo que le he dicho hasta ahora, es obvio que no.
—¿Obvio, Padre? —Wausau se puso de pie, dio la vuelta alrededor del escritorio y se sentó en el borde—. ¿Conoció a un hombre llamado Tom Gatz?
—No.
—¿Y al inspector Burstein?
McGuire negó con la cabeza.
Wausau lanzó una risita.
—¿Alguna vez lo acusaron de mentir, Padre?
McGuire volvió a negar.
—Pues es una lástima. Porque entonces seré yo el primero que lo haga. Tenemos razones para suponer que usted conoce a todas las personas a las que acabo de nombrarle. Y que no sólo las conoce sino que le ha cabido un papel muy activo en la vida de esa gente, y posiblemente en la muerte de algunos de ellos: Gatz, Burstein y Franchino. ¿Qué me dice, Padre? ¿No se encontraba usted con Monseñor Franchino la noche en que murió?
Bruscamente McGuire se puso de pie.
—Ya le he dicho que no conocí a ese hombre ni oí hablar jamás de él.
—Sí, le entendí. —Wausau hizo una pausa; su mirada vagó sin rumbo por un momento—. ¿No mantuvieron una discusión usted y Franchino en el pasillo del piso veinte la noche del asesinato? ¿No lo amenazó la víctima con revelar a la jerarquía alguna de las actividades muy poco católicas a las que usted se dedica? ¿No le pegó usted con una cachiporra que ocultaba entre sus ropas? Y ya inconsciente Franchino, ¿no lo arrastró usted hasta la ventana del pasillo y lo arrojó al vacío, matándolo?
Sin poder dominar su cólera, McGuire volvió a negar que tuviera algo que ver con la vida o la muerte de ninguna de las personas mencionadas por el detective.
Wausau lo escuchó, luego sacó del bolsillo un par de esposas y se las tiró a Jacobelli.
—Léale sus derechos.
—¡Tiene que haber algún error! —gritó McGuire.
—Lo lamento, Padre —dijo Wausau—, pero queda arrestado.
—¿De qué se me acusa?
—Del asesinato de Monseñor Franchino.
—¿Pero cómo? ¿Por qué? Yo nunca…
—Reserve sus argumentos para el jurado —lo interrumpió Wausau—. Necesitará mucha ayuda. Hubo un testigo, Padre, un testigo que acaba de presentarse. Lamentablemente no lo hizo antes por temor a complicarse la vida o sufrir represalias. Pero lo vio. Lo vio en el pasillo cuando golpeó a Franchino y luego lo arrojó por la ventana. El testigo también tomó una foto. —Nuevamente metió la mano en el bolsillo y sacó una foto que dejó caer sobre el escritorio. Atónito, McGuire la recogió. Mostraba a Franchino tendido en el piso del pasillo, sangrando, y a McGuire inclinado sobre él esgrimiendo una cachiporra.
Con un ademán furioso McGuire arrojó la foto sobre el secante del escritorio.
—¡Esto es una impostura! ¡Una falsificación!
Los detectives rieron sacudiendo la cabeza. Jacobelli sacó una tarjeta, dio lectura a los derechos que asistían al detenido y colocó las esposas en las muñecas de McGuire.
—¿Quién fue el testigo? —quiso saber el sacerdote.
Wausau se dirigió a la puerta de la oficina y la abrió.
—Una mujer llamada Faye Burdett —repuso.
El martilleo en la base del cráneo casi había acabado por embotar sus sentidos. Iniciado poco después de su arresto, siguió agravándose en la estrechez del diminuto calabozo ubicado en el segundo piso de una comisaría, al final de un corredor desnudo.
Lo único que podía hacer era esperar. Antes que se lo llevaran había logrado comunicarse con la archidiócesis y hablar con el Padre Tepper. Este le aconsejó que mantuviese la calma y le aseguró que se ocuparían de la fianza. Pero hasta ese momento —y eran casi las siete— nadie se había presentado. Era imprescindible actuar. La transición tendría lugar a medianoche.
Sentía ganas de gritar. ¿Pero quién lo oiría? ¿El viejo tendido en el otro catre? ¿Los demás prisioneros del pabellón? No, sus frustraciones sólo tenía sentido para él. Sólo él podía medir la monstruosa farsa montada por Chazen al reaparecer bajo la figura de Faye Burdett y fabricar una foto falsa, colocándolo en una situación imposible.
A las ocho obtuvo permiso para volver a comunicarse con la archidiócesis. Pidió hablar con Tepper y le dijeron que había salido. Trató de conectarse con alguna otra persona que pudiera ayudarlo, pero en ese momento no había en las oficinas ningún funcionario con la autoridad necesaria. Llamó a la residencia del Cardenal, donde le informaron que Su Eminencia se había ausentado de la ciudad y le sugirieron comunicarse con alguno de sus subordinados a la mañana siguiente. Disgustado volvió al calabozo y se tiró en su catre. Yació con los ojos abiertos, torturado por el dolor de cabeza, sintiendo crecer en su interior una ola de desesperación que minaba su autodominio. El viejo seguía durmiendo. Oyó voces en los calabozos contiguos. Un prisionero silbaba. A intervalos regulares un guardián obeso hacía su ronda de inspección. Cuando hubo pasado por décima vez, McGuire miró su reloj. Casi las nueve. El ventanuco ya estaba oscurecido. Y aún no se había presentado nadie de la archidiócesis. Ninguna noticia, ningún mensaje. Agotada su paciencia se puso de pie y empezó a medir la celda a pasos nerviosos; sudaba a mares y el corazón le latía aceleradamente. De pronto se abrió la puerta y entró el guardián obeso.
—Ha venido su abogado —le avisó.
—¿Mi abogado?
El guardián se retiró. McGuire se sentó en el catre, echó otra mirada al viejo, miró su reloj y se puso de pie al oír pasos que se aproximaban.
La puerta se abrió para dar paso a Ralph Jenkins, conducido por el guardián.
—Siéntese, por favor —dijo Jenkins quitándose el sombrero.
McGuire estaba estupefacto. ¿Qué hacía Ralph Jenkins allí?
—Me han pedido que lo ayude —le informó Jenkins—. Supongo que usted sabe quién soy.
—Ralph Jenkins.
El hombre asintió.
—Con Ralph Jenkis bastará por el momento. —Sonrió—. Lo sacaré de aquí antes de medianoche.
—¿Cómo?
Jenkins enarcó las cejas.
—La libertad bajo fianza fue denegada hasta la instrucción del juicio, que tendrá lugar mañana por la mañana.
—Pero será…
—¿Demasiado tarde? Sí.
—¿Y entonces?
—Se han tomado disposiciones.
—¿Qué clase de disposiciones?
Jenkins miró por encima de su hombro. El corredor estaba desierto. Miró al anciano prisionero. McGuire le aseguró que estaba dormido.
—Lo haremos escapar —susurró Jenkins.
—No puede hablar en serio.
—Manténgase calmo y tranquilo, Padre; y no haga preguntas.
McGuire trató de componer una expresión neutra. Jenkins volvió a recomendarle que conservara la calma; luego llamó al guardián para que le abriera.
—¿Ya terminaron? —susurró el hombre.
—Sí —respondió Jenkins. Se asomó al corredor y desde allí se volvió hacia McGuire—. Lo veré por la mañana, Padre.
El guardián corrió el cerrojo.
—Gracias, señor Jenkins —dijo McGuire uniéndose a la farsa.
Segundos más tarde oyó cerrarse la puerta principal. Se quitó el reloj y lo dejó sobre la almohada, donde podía consultarlo con facilidad. Luego se recostó contra la losa fría de la pared y cerró los ojos, dispuesto a esperar.
Arrojado al piso, se aferró a la pata del catre y la apretó con fuerza. Por un momento el estruendo lo ensordeció. Todo el edificio se sacudía. Se había producido una explosión abajo, en el primer piso, o acaso en el sótano. Había olor a humo. Los conductos de aire acondicionado escupían hollín en los dos extremos del corredor. El pabellón era un pandemónium, se oían gritos de socorro y el ruido de sillas y camas arrojadas contra las rejas. El viejo se había despertado y llamaba a gritos a los guardianes.
Desesperado arrancó la funda de la almohada, la dobló por la mitad y la apretó contra su boca para impedir que el humo le penetrara en los pulmones.
—Vamos a morirnos —lloriqueó el viejo; retrocedió hacia el interior del calabozo y se aferró al brazo de McGuire.
—Nadie morirá, hijo mío —lo tranquilizó McGuire.
Se oyó sonar la alarma.
McGuire obligó al viejo a tirarse al piso en el momento en que otra explosión estremecía el edificio.
—Quédese ahí —dijo—. Hay menos humo.
El viejo obedeció; en sus ojos se leía el terror.
McGuire aguardó. Los gritos continuaban, cada vez más frenéticos. ¿Sería esa la forma que habían encontrado para que él pudiera huir? Parecía imposible. ¿Arriesgar tantas vidas sólo para sacarlo de allí? Improbable. Claro que si él no recuperaba su libertad, todas esas vidas y muchas otras se verían amenazadas. Apretó con más fuerza la funda contra su cara y oró. Luego miró el reloj: las 10 y 43. Su impresión era que todos habían huido abandonando a los detenidos a su suerte, dejándolos morir entre las llamas.
De pronto oyó un ruido en el corredor. En medio de un acceso de tos se arrastró hasta la puerta y miró hacia afuera. Dos guardianes protegidos con máscaras antigás avanzaban rápidamente abriendo puertas y dejando en libertad a los detenidos, que corrían tratando de llegar a la escalera principal antes que el humo la envolviera.
El guardián obeso abrió el calabozo de McGuire.
—Vamos —gritó.
—Venga —dijo McGuire y ayudó a salir al viejo.
Tambaleándose, abandonaron el pabellón. En el corredor exterior el humo era menos denso, aunque no había muchos motivos para sentirse a salvo. El guardián les informó que había explotado la caldera del sótano y que parte del primer piso estaba ardiendo; a través de las cañerías el fuego también había invadido otras partes del edificio.
—¿A dónde vamos, entonces? —preguntó el viejo.
—¡Abajo, por la escalera! —gritó el guardián.
El viejo se asomó por encima de la baranda; la base de la escalera se hallaba envuelta en llamas.
—Es imposible.
El guardián empujó al hombre hacia la escalera.
—No tiene otra alternativa. ¡Vamos!
—¡Por favor!
—Y rece.
El viejo se agarró fuertemente a la pierna del guardián, pero este lo pateó en la cara y lo obligó a lanzarse escalera abajo. McGuire trató de seguirlo. El guardián se lo impidió acorralándolo contra la baranda.
—¡Ese hombre morirá! —gritó McGuire.
—Mala suerte. —El hombre desenfundó su revólver y lo apretó contra la sien del sacerdote—. Si baja un solo escalón le vuelo los sesos.
McGuire miró hacia el corredor. Las llamas trepaban por las paredes. El techo empezaba a combarse.
—¡Tenemos que salir! —gritó el guardián—. Pero por allí no.
—¿Por dónde, entonces? —exigió McGuire tomándolo por el brazo. Su mirada buscó al viejo, pero ya había desaparecido.
—¡Cállese la boca! —ordenó el guardián y asiéndolo por el cuello de la camisa arrastró a McGuire hacia el pabellón que acababan de abandonar.
—¿Está loco? —gritó McGuire.
—¡Cállese!
—¡Moriremos aquí adentro!
El guardián extrajo de un bolsillo una máscara con la que cubrió la cara del sacerdote. Luego siguió arrastrándolo hacia la salida trasera, la que siempre había permanecido cerrada, y abrió la puerta con una llave.
Detrás había una escalera de cemento libre de humo. Con un gesto el hombre le indicó que bajara. McGuire descendió varios escalones, luego se detuvo y miró hacia arriba. El guardián había desaparecido y la puerta se hallaba nuevamente cerrada, probablemente con cerrojo. Lo único que podía hacer era seguir bajando. Cuando llegó a la planta baja comprobó que también allí la puerta estaba cerrada. Forcejeó con el picaporte recalentado hasta que de golpe la puerta se abrió. Al salir se encontró con el pasaje que rodeaba la comisaría por la parte trasera. Arriba, el edificio ardía por todos lados despidiendo fragmentos ardientes de madera y cemento; el pasaje se hallaba sembrado de escombros. Abajo se veía un gran agujero en la pared; probablemente era ese el lugar donde había estallado la caldera.
Uno de los pasajes conducía a la calle sobre la que daba el frente del edificio; el otro se extendía en dirección contraria. Tomó por el segundo y avanzó, todavía sofocado por el humo. A sus espaldas oyó las sirenas de los bomberos. Hacia adelante, todo era oscuridad.
A medio andar una figura surgió de una puerta y lo arrastró hacia adentro. Tres hombres lo rodearon. Uno era Ralph Jenkins; el otro, el Padre Tepper. El tercer hombre, a quien McGuire no había visto nunca, le aplicó un tubo de oxígeno sobre la boca, retirándolo después de un par de segundos.
—¡Usted hizo volar el edificio!
Jenkins asintió.
—¡Pudo haber muerto mucha gente!
—Oramos para que eso no ocurriera.
McGuire empezó a toser y Jenkins volvió a suministrarle oxígeno. Luego dejó el tubo en el suelo, tomó del brazo a McGuire y señaló la escalera.
—Por aquí, Padre McGuire —dijo.