—El timbre, querido —dijo Faye sentándose en la cama envuelta en una toalla. Acababa de salir de la ducha y todavía estaba mojada—. ¿Puedes atender?
Ben salió del baño.
—¿Qué?
—Llaman a la puerta.
Ben hizo un gesto de asentimiento, volvió a meterse en el baño y reapareció un momento más tarde cubierto con una bata.
—Le dije a Sorrenson que no viniese tan temprano —rezongó echando una ojeada al reloj del dormitorio—. Todavía no son las ocho.
Salió del dormitorio, cruzó el living y el hall, y llegó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—El Padre McGuire.
—¿McGuire? —murmuró Ben.
Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
—Buenos días, Ben. ¿Puedo pasar?
—Sí… por supuesto —tartamudeó Ben y dando un paso atrás miró estupefacto al sacerdote.
McGuire apartó sus manos ensangrentadas del marco de la puerta y entró. Tenía los pies cubiertos de arcilla roja, la cara tiznada y con manchas de sangre. De sus ropas se desprendía el inconfundible olor del humo.
—¿Dónde está el niño? —preguntó al entrar en el living.
—En el dormitorio.
—¿Con Faye?
—Sí.
—Hágalos venir.
Ben vaciló.
—¿Qué le ha pasado, Padre?
—¡Haga lo que le digo!
Encogiéndose de hombros Ben salió disparado hacia el dormitorio y reapareció minutos después con Faye y el bebé.
—¡Padre McGuire! —exclamó Faye al ver al sacerdote. Lo abrazó ignorando el aspecto que traía. Ben le había advertido en el dormitorio que algo andaba mal—. Por Dios, cuánto me alegro de verlo. Me enojé muchísimo cuando Ben no me avisó que usted había llamado. Pero ahora… —Se lo quedó mirando—. Sólo puedo decirle que espero que se encuentre bien.
McGuire la tomó de la mano.
—Siéntese en el sofá. Quiero hablar con usted y con Ben.
Faye se pasó la lengua por los labios.
—Cómo no, Padre.
Retrocedió hasta el sofá y se sentó. Ben le puso al niño en el regazo.
—Varios días atrás —dijo McGuire mirando fijo a Ben— le hice algunas preguntas acerca de su hijo. —Tomó al niño en sus brazos, lo besó en la mejilla y le echó hacia atrás los rizos rubios que le asomaban sobre las orejas—. ¿Aún sigue afirmando que nació en el hospital presbiteriano?
—¿Qué pasa? —preguntó alarmada Faye.
—Repito: ¿fue allí dónde nació? —insistió McGuire apremiante.
Ben asintió.
—Sí.
McGuire se volvió hacia Faye.
—¿Dónde nació el niño, señora Burdett?
—En el hospital presbiteriano.
McGuire se acercó al sofá y acercó la cara del bebé a la de Faye, luego a la de Ben. Estudió las curiosas reacciones de ambos y enseguida devolvió el niño a su madre.
—No se les parece mucho, ¿verdad?
—No sé qué se propone demostrar usted —le espetó Faye—, pero por cierto que se parece. Joey es igualito a mí. Y tiene la nariz del padre.
McGuire le dirigió una sonrisa sardónica.
—Es muy posible que tenga la nariz del padre, pero no la de Ben. Y si se parece a usted, sólo se trata de una coincidencia de la naturaleza. Y bien, díganme la verdad. —Silencio—. Entonces yo se la diré a ustedes. El niño nació en Massachussetts General Hospital. Su verdadera madre vive en Nueva Hampshire y el padre en el Medio Oeste. Joey Burdett fue adoptado. Usted nunca estuvo embarazada, Faye. Su embarazo fue una farsa. No tuvo un hijo. ¡No podría haberlo tenido!
McGuire tragó con fuerza y por primera vez un vestigio de miedo se deslizó en la voz y una embestida de pánico erosionó la expresión ambivalente que traía al llegar.
Faye estrechó al niño contra sí. Ben se puso de pie y le pasó un brazo por los hombros.
—¿Y qué hay con eso? —dijo—. Muy bien, el niño fue adoptado. ¿Qué importancia tiene?
—¿Qué importancia? —estalló McGuire; los músculos del cuello se tensaron como correas—. Faye Burdett no pudo tener al niño… ¡porque Faye Burdett es un hombre! Un hombre que se llamaba Jack Cooper, un travesti que pasa por mujer, acaso el más convincente que el mundo haya conocido… ¡un pecador contra Dios y Cristo!
McGuire arrojó en el regazo de Faye la foto que le había dado Kellerman.
—¡Mírela!
Faye lo hizo.
—Jack Cooper, conocido ahora como Faye Burdett, vestido de mujer en el club Soirée en 1966, un momento antes de salir a escena.
Ben miró al sacerdote; el odio y el miedo combatían en su rostro.
—Jack Cooper… Faye Burdett —repitió McGuire aproximándose a Ben—. ¿Se atreve a negarlo?
—¡Nos quitarán al niño si se enteran! —gritó Faye.
—¿Se atreve a negarlo?
—No.
—Se conocieron en el Soirée en 1966. Ben se hacía llamar Arthur Seligson, un nombre ficticio que utilizaba en sus incursiones por los bares de homosexuales, para proteger la parte normal de su vida. Tuvieron varios encuentros, primeros ocasionales, luego más frecuentes, hasta que la amistad se convirtió en una relación amorosa. Mientras tanto, Jack Cooper seguía en el Soirée atendiendo el bar y participando en el número de travestís. Al cabo de un año Arthur Seligson desapareció. Más tarde, también Jack Cooper se esfumó. —Aferró a Ben por el brazo—. Usted es Arthur Seligson. —Miró a Faye—. Y usted es Jack Cooper. O por lo menos lo fue.
Ben permaneció inmóvil, la cara lívida. Por fin había saltado la verdad. Sabían que algún día ocurriría. ¿Y qué? Ya encontrarían algún modo de conservar al niño.
Ben se acercó a la ventana; Faye lloraba en el sofá. El sol de la mañana le dio en la cara. Se volvió.
—Muy bien, ahora lo sabe todo. Es cierto, Faye es Jack Cooper. Y adoptamos al niño. Pero en todo sentido, Faye es una mujer. Y siempre lo fue. ¿Qué debíamos hacer? ¿Anunciarlo al mundo? Si las autoridades se enteraban, nunca hubieran permitido la adopción, y si lo descubren ahora nos quitarán a Joey. Padre, ¿qué importa que las cosas sean como son? Hemos sido felices. Ella es mi mujer. Educaremos al niño como cualquier otra pareja. Joey será un niño normal y espléndido. ¿Qué importa lo demás?
—¿Qué importa? —gritó McGuire encabritado—. No sólo es un pecado contra Dios y Cristo, sino que esta pérfida burla ha engañado a todo el mundo poniendo en peligro a la humanidad entera; posiblemente hubiese puesto fin a toda esperanza. Lo habría hecho sin duda alguna, de no ser por Joe Biroc, que en paz descanse.
Sin emitir sonido alguno, Ben moduló con los labios el nombre «Biroc».
—La víctima de la compactadora era un hombre. Fue así que Franchino y yo llegamos a la conclusión de que Chazen, que ocupó el lugar de la víctima, tenía que ser un hombre. Cuando el Centinela detectó la presencia de Chazen en el piso veinte, las posibilidades se hicieron más limitadas. Chazen tenía que ser Sorrenson, Jenkins, Batille, Max Woodbridge o Ben Burdett. Atrapados en el enigma, Franchino y yo permanecimos ciegos ante la verdad, y nos desorientó más aún la farsa bien orquestada por Chazen en el subsuelo, el intento de violación destinado a camuflar la verdad, a disipar cualquier sospecha que pudiéramos abrigar. —Se aproximó a Faye, quien se hallaba de pie desafiando la mirada acusadora del sacerdote—. La verdadera Faye Burdett o Jack Cooper fue asesinada por Charles Chazen. El cuerpo encontrado en la compactadora era el de Faye Burdett. Su alma ha sido condenada a arder eternamente en el infierno, unida a las mismas legiones a las que debía combatir. —Hizo una pausa para darse coraje—. ¡Tú eres Charles Chazen! ¡Tú eres Satanás! Te maldigo. Te anatematizo. Execro tu existencia. Eres la maldición eterna. La plaga, el flagelo, la aflicción del género humano. La funesta, ominosa esencia del infierno. Te maldigo. ¡Y te desafío!
Faye no dijo nada; no hizo nada.
El reloj colocado sobre la chimenea dejaba oír su tic tac con la cadencia de un metrónomo. McGuire siguió lanzando invectivas a la figura que conservaba la apariencia de Faye Burdett.
Ben se interpuso entre los dos y tomó la mano de Faye. Tenía la cara empapada de transpiración. ¿Podía ser cierto? Sí, lo era. Lo sabía.
—¿Es verdad? —preguntó asqueado por la textura de maniquí que había cobrado de pronto la piel de Faye y la mirada extraviada de sus ojos.
Ella desprendió la mano y encaró a McGuire.
—¡Te desafío! —gritó McGuire.
Faye lanzó una carcajada que fue creciendo en intensidad. Ben y McGuire se cubrieron las orejas. Faye se les acercó; su expresión se hizo cambiante como cera caliente, sus rasgos se deslizaron de un gesto a otro mientras su horripilante risa se hacía más y más fuerte. Y el aire empezó a oler mal, como si un trozo de carroña hubiese caído en medio de la habitación.
—¡Faye! —gritó Ben. Pero su grito no iba dirigido a ese objeto, sino a su mujer muerta en la compactadora. Cayó de rodillas y ocultó el rostro entre las manos.
El delicado perfil del cuerpo de Faye empezó a desdibujarse. Lentamente su piel se tornó delgada y quebradiza, cambió de dimensión alterando la forma femenina que la cubría, hasta materializar la imagen de Charles Chazen que había conocido Franchino quince años atrás.
Un fuerte viento inundó el cuarto. Empezaron a volar papeles… los ceniceros se vaciaron… los cuadros cayeron al suelo… la furia del viento aumentó. McGuire se afirmó contra la repisa de la chimenea. Ben protegió al niño.
Sin dejar de reír Chazen retrocedió hacia la puerta regodeándose con el terror de sus víctimas.
El aire se oscureció. Todo empezó a girar; la fuerza del remolino volcaba muebles. McGuire y Ben alzaron la mirada. Chazen estaba apoyado contra la pared. Y entonces, tan súbitamente como habían llegado, el viento y el ruido desaparecieron y así también desapareció Chazen, esfumándose como un espejismo en el desierto.
Tratando de dominar el temblor que lo sacudía, Ben acunó al niño entre sus brazos.
—Usted es el responsable de esto —lo acusó McGuire—. Por su culpa no tuvimos el tiempo necesario para enfrentarnos con Chazen.
—Al demonio con Chazen. No me importa lo que ocurra.
—Eso no es cierto, Ben.
—¿No?
—No lo es si usted ama a Dios.
—Dios no existe.
—Satanás existe. Eso le consta. Y puedo asegurarle que Dios existe.
—Faye está muerta. Si ella debía ser el Centinela, eso significa que no habrá Centinela.
McGuire se acercó a Ben.
—Usted tiene un hermoso hijo. Hay que darle la oportunidad de vivir su vida en plenitud. Todavía hay una posibilidad. Una alternativa.
—¿Cuál?
—¡Tiene que confiar en mí!
—¿Cómo confié en Franchino?
—Yo no soy Franchino. Y usted no puede elegir. Tiene que escucharme y hacer lo que le diga.
Ben se quedó mirándolo.
—Tiene que estar aquí mañana a las doce de la noche. Ahora saldrá conmigo y buscará un lugar donde pueda quedarse. Deje al niño con algún familiar. Y vuelva mañana a la medianoche. ¿Me entiende?
—Sí, pero tiene que darme alguna razón.
McGuire sonrió.
—¿Una razón? Si no me obedece, y si Satanás no lo destruye, seré yo quien lo haga. ¡A usted y a su hijo! ¿Está claro?
Ben asintió lentamente.
McGuire lo miró en silencio.
—Bien —fue lo último que dijo.