Las ruedas del sedán negro se hundieron en los baches sacudiendo el chasis y arrojando contra la puerta al Padre McGuire, ubicado en el asiento posterior. Junto a él se hallaba Joe Biroc, las manos ocupadas con un block y una linterna, y los rasgos tenaces de su rostro más profundamente marcados que nunca. Había un tercer hombre atrás, uno en el asiento auxiliar y otro detrás del volante, todos vestidos con mamelucos negros manchados y sombreros oscuros. Afuera el cielo estaba encapotado. Hacia adelante la ruta se perdía en la distancia, oscura y sin señales de tráfico. Se encontraban en algún lugar de Westchester, no lejos de Nueva York, costeando una franja pantanosa y deshabitada. Extraño lugar para sepultar a la víctima de un crimen, mediando la intervención del jefe de forenses de la ciudad de Nueva York. Sin embargo era allí, según la información de Biroc, donde estaba enterrado el cadáver hallado en la máquina compactadora.
—¿Falta mucho? —preguntó McGuire.
El chofer echó una mirada a un mapa sin desplegar.
—No mucho. Un par de kilómetros. Unos diez minutos a lo sumo.
McGuire asintió consultando su reloj, y en ese momento el auto subió un tramo de camino recién pavimentado. Habiendo dejado atrás los desniveles y los baches, el conductor aceleró; siguió algunos kilómetros hasta el cruce de un río y desvió hacia un camino de tierra que trazaba una curva más allá de un molino abandonado. Inmediatamente detrás estaba la intersección de rutas; el chofer aminoró la marcha, escudriñó cuidadosamente el borde del camino y frenó.
—Allí es —señaló.
Justo enfrente había una alambrada alta y en el centro dos pesados portones cerrados con cadena y candado. El lugar estaba desierto, envuelto en la oscuridad. McGuire bajó una ventanilla. El aire estaba cargado de un denso olor a cloacas y reinaba un extraño silencio, que ni siquiera rompían el canto de los grillos o el movimiento de algún animal nocturno.
El chofer estacionó el auto en medio de un grupo de árboles, donde no se lo vería desde el camino. *
—No golpeen las puertas —les advirtió McGuire—. Y si tienen que hablar, háganlo en un susurro.
Todos se apearon. Biroc abrió el baúl del auto, sacó un maletín negro y dirigió el haz de la linterna a la alambrada.
—Vamos —ordenó McGuire.
Se pusieron en marcha. La tierra blanduzca y arcillosa se les pegaba a la suela de los zapatos. Al llegar a la alambrada Biroc extrajo del maletín una pinza cortante, hizo saltar la cadena y esperó a que todos hubiesen entrado. Luego volvió a colocar la cadena en su sitio, de modo que si alguien llegaba a pasar todo parecería estar en orden. Enseguida condujo al grupo hacia una hilera de añosos arces, sin dejar al mismo tiempo de examinar minuciosamente el terreno. El cementerio era una extensión descuidada donde abundaban las malezas, carecía de señales indicadoras y el suelo estaba cubierto por la misma arcilla rojiza que bordeaba el camino. No había luces ni calzadas interiores.
Biroc se detuvo, sacó del bolsillo un diagrama del cementerio, se lo mostró a McGuire e indicó la ruta hacia la sepultura de la víctima. McGuire le pidió que los guiara y después de una pausa para orientarse, Biroc avanzó por una senda de pedregullo hasta lo alto de una pequeña colina y dobló a la derecha internándose entre las hileras de tumbas.
McGuire, el último de la procesión, sentía su ánimo profundamente embargado por la multitud de piedras inertes, los altos sepulcros deteriorados y cubiertos de hiedra. Biroc y los tres hombres caminaban más adelante, sin verdadera conciencia de la magnitud y las implicancias de lo que estaban por hacer.
—¿Vamos bien? —preguntó McGuire al ver que Biroc hablaba con el chofer y después de cambiar de rumbo seguía avanzando.
Biroc se volvió.
—Todo en orden —dijo.
De repente se detuvo, consultó el diagrama y apartándose de la senda, se arrodilló junto a una sepultura señalada con un número.
—Esta es —afirmó.
McGuire se enjugó la transpiración y la cara le quedó tiznada de arcilla.
—Muy bien —ordenó—. Sáquenlo.
Los tres hombres extrajeron palas plegadizas del maletín y empezaron a cavar.
—Según el informe médico —le susurró Biroc a McGuire— hay un gancho que mantiene la rótula en su lugar. Tendremos que ponerlo al descubierto. También hay una huella de fractura en la cuarta costilla.
McGuire asintió.
Sólo se oía el ruido de las palas; la tierra caía al suelo levantando una nube de polvo. Un golpe y otro, minuto tras minuto… y de pronto el impacto del metal sobre la madera.
—Lo tenemos —anunció el chofer asomando el cuerpo fuera del foso. McGuire miró hacia el interior de la sepultura. Debajo de la costra de tierra alcanzaba a verse la tapa de un sencillo cajón de madera.
—¡Ábranlo! —ordenó.
Los hombres subieron el ataúd, lo colocaron sobre el montículo de tierra, sacaron formones del maletín, los introdujeron bajo el borde de la tapa y arrancaron los clavos de la madera. El Padre McGuire dio un paso atrás, observando. En su cabeza flotaba una música leve, el susurro de un coro, recuerdos sepultados en los meandros de su memoria, vestigios de una película de terror vista cuando niño. La asociación era tan vivida que lo estremeció.
Los hombres quitaron la tapa del ataúd.
McGuire contempló la masa de carne quemada y descompuesta. Una oleada de náuseas le subió por el esófago.
—Terminemos pronto —dijo.
Biroc asió la rodilla derecha del cadáver. Restos de ceniza, ceniza que había sido carne, se le pulverizaron en la mano. Hizo una mueca pero se acercó más.
Un potente trueno estalló en lo alto.
Biroc alzó la vista, aterrado.
—¿Qué es eso? —gritó.
—¡Quietos! —alertó McGuire mirando el cielo.
El aire se aquietó recobrando su tranquilidad anterior.
Los tres hombres se apartaron y buscaron refugio debajo de un árbol. McGuire les echó una mirada y luego se volvió hacia Biroc.
—¡Rápido! —susurró.
Biroc se inclinó sobre el cajón.
Nuevamente el trueno, reventando en sus oídos. Biroc se cubrió la cara con las manos. McGuire lo aferró y lo obligó a mirar dentro del cajón.
—Si no lo hace usted, lo haré yo.
—Lo siento, Padre —se disculpó Birot, luchando con su voluntad.
Un enorme relámpago desgarró el cielo. Aguardaron el estallido del trueno, pero nada se oyó.
Una vez más Biroc asió la pierna del cadáver.
Súbitamente los ojos de McGuire se cerraron con fuerza, deslumbrados por la luz ardiente que descendía sobre ellos; el calor le quemaba la cara y le chamuscaba los bordes de la ropa.
Un rayo había caído sobre el ataúd, incinerándolo. Biroc quedó fulminado en su sitio. Calcinado, irreconocible, cremado.
¡Chazen sabía! No podía permitirles que examinaran los restos.
—¡Dios! —clamó McGuire y un trueno ensordecedor le respondió.
Los hombres huyeron despavoridos hacia la salida del cementerio. Conmocionado, McGuire se arrastró tras ellos por la senda de tierra hacia el camino. Oyó el ruido del motor y corrió hacia allí, pero tuvo que apartarse cuando el auto retrocedió furiosamente para girar hacia la ruta. Gritó pidiendo socorro, pero enloquecidos de pánico los hombres lo ignoraron.
El cielo se ennegreció; volvió a oírse un sordo rugir de truenos entre intermitentes destellos de relámpagos. Mareado, McGuire dio vueltas en el lugar cubriéndose los ojos, encorvado por el dolor. El ruido creció; también la frecuencia de los relámpagos. Luego ruido y destellos fueron una sola cosa, un poderoso láser de energía.
Se descargó como el vendaval que le había costado la vida a Franchino, envolviendo el automóvil en una fisión de calor y fuego. El auto explotó en medio de una tremenda sacudida; trozos de metal envueltos en llamas salieron disparados por el aire. Y entonces cesaron los truenos y los relámpagos. Pocos minutos después volvió a reinar la oscuridad. Y el silencio.
Tambaleándose McGuire siguió hacia adelante, su mirada extraviada fija en el camino. Estaba vivo. La muerte había pasado a su lado.
Con el rostro cubierto de lágrimas, la ropa desgarrada colgándole del cuerpo, emprendió la marcha por el camino lamiéndose los labios abrasados, limpiándose la cara tiznada, rogando por la llegada del nuevo día.