Cuatro días más tarde Joe Biroc llamó al Padre McGuire al seminario y le informó que su tentativa de reunir datos acerca del bebé de los Burdett había resultado mucho más complicada de lo previsto. Pese a la información anterior que poseían, según la cual el niño había nacido en el hospital presbiteriano de Manhattan, los registros del hospital, verificados por Biroc, no contenían la menor referencia a los Burdett. A decir verdad, no le había sido posible encontrar ningún detalle relativo al nacimiento del niño en cualquier otro lugar.
Desconcertado, McGuire le dio instrucciones para que continuara la búsqueda. Luego llamó a los Burdett y supo por Faye, que Ben estaba en el club atlético Knickerbocker y que regresaría en el lapso de una hora.
En lugar de volver a llamar, McGuire decidió tomar un taxi hasta el club y encontró a Ben en las canchas de squash. Trepó al tercer piso, a unos trece metros de altura sobre la zona de juego, y se apretó contra el vidrio de observación. Momentos más tarde Ben lo vio.
El Padre McGuire se apartó del vidrio y bajó los escalones que llevaban a la cancha; Ben lo esperaba.
—Quiero hablar con usted —le espetó altaneramente mientras miraba asombrado el pelo blanco de McGuire. ¿Qué le había pasado al sacerdote?
—Y yo con usted —replicó McGuire—. ¿Dónde podemos estar solos?
Ben se pasó una toalla por la cara y lo guio hasta una habitación vacía destinada a juegos de salón.
Ocuparon una mesa de poker, uno frente al otro. Ben sacó un cigarro del bolsillo de su suéter y le ofreció otro a McGuire, quien lo rechazó.
—Quiero que me conteste un par de preguntas —empezó diciendo McGuire después de carraspear con gesto ceñudo.
Ben golpeó los puños sobre la mesa.
—¡No! Aquí el que va a contestar preguntas es usted. De lo contrario puede irse con la música a otra parte.
—Ben…
—Dejémonos de engaños. Padre.
McGuire se echó hacia atrás en la silla tironeándose las mangas de la chaqueta.
—Usted estaba en este maldito asunto desde el comienzo —afirmó Ben.
—Sí.
—Por eso estaba en el barco.
—Sí.
—¿Y fue también por eso que arregló lo del cambio de mesa?
—Sí.
Ben se inclinó hacia adelante y le clavó una mirada asesina.
—¡Usted dejó el crucifijo en mi puerta!
—Sí.
—Y de no ser por la muerte de Franchino, se hubiera seguido ocultando.
—No puedo contestarle. Hice lo que me ordenaban. No tomé iniciativas.
Ben se acodó en la mesa.
—Lo vi salir del parque, cuando hacía señas a un taxi.
—Lo sé —admitió estoicamente McGuire—. Franchino me lo dijo.
Ben aspiró una profunda bocanada de su cigarro y lanzó un anillo de humo al techo.
—¿Cómo murió Franchino?
—No lo sé.
—¡Mentira! Le repito: ¿cómo murió Franchino?
La expresión de McGuire cambió.
—No exagere la nota, Ben —dijo con brusquedad—. Si contesto a sus preguntas es porque quiero hacerlo. Estoy tratando de mostrarle mi buena fe, de ganar su confianza. Ya no soy un peón en manos de Franchino. Tampoco tengo el lujo de su presencia junto a mí. Los deberes de él son ahora los míos. Y los cumpliré sin temor a arriesgar mi vida y sin aceptar ninguna interferencia.
Ben calló, confundido. Tragó con fuerza y luego volvió a hablar en un tono menos agresivo:
—¿Dónde estuvo todo este tiempo? ¿Por qué no se comunicó conmigo después de la muerte de Franchino?
—Me fue imposible. Hubo cosas que debieron hacerse. Pero eso poco importa. Lo único nuevo es que yo he asumido el papel de Franchino. Por lo demás, nada ha cambiado.
—Es decir que Faye debe ser el próximo Centinela.
—Sí.
—Pero Franchino me dijo que había una alternativa… una manera de cambiar el destino de mi mujer.
McGuire asintió.
—Y sin duda le dijo que para lograrlo usted debería hacer todo lo que él —y yo ahora— le dijera. Sin preguntas. Sean cuales fueren las consecuencias.
—Sí… así lo entendí.
—Bien —dijo McGuire poniéndose de pie. Se aproximó a la ventana, luego se volvió—. ¿Dónde nació Joey Burdett?
—Yo no…
—¿Dónde nació su hijo?
Ben miró al vacío. McGuire observó la reacción; había dado en el blanco. Aguardó.
—En Manhattan —respondió Ben.
—¿En qué hospital?
—El presbiteriano. En el Columbia Medical Center.
—¿Quién fue el obstetra?
—El doctor Herb Raefelson.
—¿Cómo puedo comunicarme con él?
—Imposible. Murió de un infarto hace tres meses. Muy hábil, pensó McGuire.
—¿Y sus archivos?
Ben arrojó su cigarro al piso.
—¿Cómo quiere que lo sepa? No fui su secretario. —Se puso de pie y se acercó al sacerdote—. Vea, Padre. No entiendo qué es lo que pretende. Pero no tengo nada que ocultar. Mi hijo nació en el hospital presbiteriano; Raefelson lo trajo al mundo.
McGuire sonrió.
—Verificamos los registros del hospital. No hay el menor rastro de Joey Burdett. Tampoco hay ninguna constancia de la internación de Faye Burdett. Ni recibo alguno de pago a su nombre o el de su esposa.
—Pues son fallos del hospital. Yo no tengo la culpa de su incompetentes. El bebé nació allí, y eso es todo.
McGuire hizo un casi imperceptible movimiento con la cabeza.
—Ben… ¿me está diciendo la verdad?
Ben explotó.
—¡Sí, por mil demonios! ¿Y qué hay con eso? ¿Qué importa dónde haya nacido el chico? ¿Y por qué pierde tiempo cuando está en peligro la vida de mi mujer?
McGuire aferró a Ben por el hombro.
—¿Por qué pierdo tiempo? Creo que usted conoce muy bien la respuesta.
—¡Es imposible que Chazen sea el niño!
—Quizá. Pero hay una razón por la que usted me miente. —Aflojó la presión de su mano y se dirigió hacia la puerta; allí se volvió y encaró a Ben con expresión de enojo—. Llámeme si piensa decirme la verdad. De lo contrario, la averiguaré por mi cuenta. Y entonces ¡Dios lo ayude!
Consumido por una creciente frustración, McGuire fue a la archidiócesis y se encerró en la oficina que había sido de Franchino.
Afortunadamente, contaba con Biroc. Si había alguien que podía desentrañar la verdad y descubrir las razones de la intransigencia de Burdett, ese alguien era el gigante eslavo. Pero podía llevarle tiempo, y el tiempo escaseaba. La transición debía efectuarse el viernes; faltaban seis días.
Acomodó la lámpara del escritorio y se restregó los ojos. A sus espaldas las ventanas estaban cerradas, cubiertas con persianas venecianas corroídas, que no dejaban filtrar la luz.
Abrió un gabinete de doble cerradura colocado detrás del ala izquierda del escritorio. En el interior había una serie de legajos dispuestos por orden cronológico, cada uno dividido en dos secciones y con tarjetas de identificación en los bordes.
Sacó los dos primeros, Allison Parker / Hermana Thérèse y William O’Rourke / Padre Halliran. El legajo de O’Rourke contenía la semblanza del hombre que había sido el Padre Halliran antes de su reclutamiento. En la segunda sección estaban los datos de la identidad dispuesta para el Padre Halliran, a quien se le atribuía un supuesto cargo de pastor en la iglesia Heaven’s Angels de Flushing, Queens, una congregación desaparecida más de dos décadas atrás.
Hojeó la carpeta; luego pasó el material correspondiente a Allison Parker / Hermana Thérèse; allí figuraban en detalle la vida de Allison Parker y los antecedentes fraguados para dar pie a su nueva personalidad religiosa. *
Y fue entonces cuando empezó a adueñarse de él un sentimiento de horror nacido de la increíble farsa de la que él formaba parte.
Volvió a colocar en su lugar los dos legajos y sacó un tercer sobre, también dividido en dos secciones. Lo puso bajo la luz. Levantó la solapa de la primera división y examinó los documentos que contenía. El principal, en el que concentró su atención, era un informe psiquiátrico escrito por el doctor Martins Abrams. Describía la psicosis de su paciente, su intento de suicidio relacionado con la muerte de su madre, y concluía con un minucioso análisis de la forma en que el paciente había reprimido esos hechos.
Ese era el documento más significativo, la clave para que el paciente fuera elegido como próximo Centinela, y explicaba por qué el futuro Centinela desconocía completamente su pasado.
McGuire siguió hojeando las dos secciones, la primera rotulada Padre Bellofontaine; la segunda, Ben Burdett.
Ben Burdett… el próximo Centinela.
¿Habría facilitado de veras las cosas el hecho de que Burdett, a través de una serie de increíbles coincidencias, se hubiera convencido de que era Faye la elegida?
Viendo las cosas retrospectivamente, McGuire estaba seguro de que así era. Por lo menos eso les había permitido manejar con más comodidad a Ben Burdett.
Apagó la lámpara, guardó el legajo y salió de la oficina.
El lunes por la mañana, Biroc llamó al Padre McGuire para decirle que había descubierto más información y que debía hablarle con urgencia.
McGuire llegó al 81 de la calle Ochenta y Nueve Oeste poco antes de las diez.
—¿De qué se trata? —preguntó. Sentía el pulso acelerado.
Sentado en una cama turca en el subsuelo, Biroc hacía rodar entre sus dedos la pipa que le habían regalado Faye y Ben. McGuire se sentó a su lado.
—Volví a verificar la información que me dieron en el hospital presbiteriano —comenzó diciendo Biroc con tono sobrio—. Todo era correcto. El chico no nació allí. También le seguí el rastro a Raefelson. Es cierto que trató a Faye Burdett, aunque se desconoce la índole del tratamiento. Lo cierto es que no era obstetra y no hay nada que indique que haya atendido el parto. Entonces me dediqué a investigar en todos los hospitales de Nueva York, extendiéndome hasta la costa de Nueva Inglaterra. Y encontré lo que quería.
McGuire se puso tenso; el morboso carácter que tomaban los acontecimientos alimentaba su curiosidad.
—Joey Burdett nació en el Massachussetts General Hospital de Boston —prosiguió Biroc—. Y Faye Burdett no es su madre natural. La verdadera madre vive en Concord, Nuevo Hampshire. Su apellido es Burrero. El servicio social del hospital ofreció en adopción al bebé dos días después de su nacimiento, y el niño fue entregado el 22 de julio a Ben y Faye Burdett.
McGuire digirió la inquietante información.
—Tal como usted me lo pidió —continuó Biroc—, también verifiqué los datos correspondientes a Ben Burdett, En mi opinión, todos sus antecedentes son erróneos.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó McGuire.
—La información que contiene el legajo es errónea en todo lo que se refiere a la infancia de Burdett. Lo más importante es que tanto su padre como su madre murieron de enfermedades coronarias. Nunca hubo un caso de cáncer en la familia cercana, y es seguro que su madre no murió de esa enfermedad. Asimismo, no existe la más mínima duda de que la madre murió por causas naturales. Ben Burdett no la mató ni jamás intentó suicidarse.
McGuire estaba atónito.
—Es imposible. Franchino no puede haber cometido semejantes errores.
—No sé quién fue, pero lo cierto es que los errores se cometieron. Nunca estuve tan seguro de nada en mi vida.
—¿Hay algo más? —preguntó McGuire tan confundido que le resultaba casi imposible pensar con claridad.
—Sí —dijo Biroc—. Hay una pista. A todo lo largo de mi investigación apareció varias veces el nombre de un tal Arthur Seligson. Seligson tuvo algo que ver con Ben Burdett. Seguí averiguando y encontré a un hombre llamado Charlie Kellerman. No hablé con él, pero tengo su dirección.
—¿Podrá ayudarnos?
—No lo sé. Pero es la única pista que tenemos.
McGuire asintió.
—¿Dónde puedo encontrar a ese hombre?
—En el Village —contestó Biroc y le tendió un papel con la dirección. McGuire echó un vistazo al papel, lo dobló en cuatro y se lo guardó en el bolsillo.
Tendido en su catre, Charlie Kellerman alzó la mirada y se lanzó a reír; más que una risa, era un cloqueo singular, entrecortado por un resuello estridente.
—Siéntese, Padre —invitó formando las palabras con los labios, la lengua y el paladar—. No tengo laringe, por eso no me es fácil hablar y a la gente le cuesta entenderme. Tuvieron que sacármela. Cáncer. —Señaló con el dedo—. Tráigase ese asiento.
McGuire acercó el banco endeble que le indicaba el hombre; crujió bajo su peso.
—De modo que quiere hablar conmigo, ¿eh? —preguntó Kellerman.
—Sí. Pero antes quisiera encender alguna luz… quizá podríamos abrir las ventanas.
—Le agradeceré que no lo haga. La luz me hiere los ojos y los lentes oscuros ya no me sirven de nada. ¿Me entiende?
McGuire miró el cuerpo del hombre. Tenía las venas de los antebrazos llenas de costras llagadas. La muñeca derecha parecía gangrenada. Las pupilas se veían enormemente dilatadas y los tobillos, que asomaban por debajo de la chilaba marroquí que usaba, aparecían hinchados y descoloridos. No cabía duda que Kellerman era un drogadicto veterano.
—¿Le gusta mi casa? —preguntó Kellerman abarcando con un amplio ademán de sus brazos la buhardilla de un solo ambiente.
—Sí —contestó McGuire, y trató de mantener una expresión alegre ignorando el hedor, los montones de ropa y platos rotos y la capa de polvo que cubría todo lo que se hallaba a la vista.
—Hace unos cinco años que vivo aquí —le informó Kellerman—. Desde que cerré mi club de homosexuales, el Soirée. Por aquel tiempo ganaba un montón de plata. Tenía un gran dúplex en la Tercera Avenida y la Veinte. Toda la droga que necesitaba. Mujeres. Maricas. Orgías. Se vivía. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora estoy en el pozo. Se acabó el dinero. Me lo tiré en coca y heroína. Y no pude abrir otro club. No me quisieron dar el permiso para despachar bebidas alcohólicas porque me habían agarrado vendiendo droga. —Se humedeció los labios y buscó una posición más cómoda—. Sí…, así fue la cosa. Pero no me quejo, hombre. Estoy muy bien. Vivo en una nube. Bien alto, allá arriba en el cielo, a la sombra de Dios. Tengo mi ser astral. Nadie puede tocarme un pelo.
McGuire sacudió la cabeza; sentía compasión por ese despojo humano, por su cuerpo escuálido, por su distorsionada visión del mundo nacida de la droga.
—¿Puedo hacer algo por usted, señor Kellerman?
—Bueno, ya que me lo pregunta… sí, puede. Usted quiere algo de mí. ¿Información? De acuerdo. Pues entonces yo necesito algo de usted.
—¿Qué?
—Un par de verdes. Necesito dinero para hacer contactos. Ya no estoy para meterme en negocios y tampoco puedo andar asaltando gente en la calle. De modo que esperaba la visita del hada madrina. —Hizo una pausa, su cara desplegó todo su catálogo de visajes, y enseguida añadió radiante—: Y aquí está usted, señor Hada madrina.
McGuire sacó del bolsillo un billete de cincuenta dólares y lo puso junto al borde de la almohada.
—No, amigo, eso no alcanza —le advirtió Kellerman.
McGuire dejó otro billete igual encima del primero.
Kellerman tomó el dinero y lo guardó debajo de la manta.
—La próxima dosis, por cuenta de Jesús, Padre.
McGuire esperó que cesara la risa convulsiva del drogadicto, que lo hizo agitarse en la cama hasta caer rápidamente exhausto.
—¿Podemos hablar? —se animó a sugerir por fin.
—Por supuesto, Padre. —Kellerman espantó una cucaracha de las mantas—. ¿Usted quiere hacerme preguntas? Pues yo tengo unas ganas locas de contestarlas.
—¿El nombre Arthur Seligson le dice algo?
Kellerman se esforzó por recordar.
—No estoy seguro —repuso—. Me suena conocido.
Se recogió dentro de sí mismo murmurando incoherencias mientras movía sus brazos ulcerados. Varias veces empezó a decir algo que se interrumpió rechazando la idea, trasladándose a otro ámbito de tiempo y espacio. McGuire permaneció inmóvil observando cómo el hombre luchaba consigo mismo tratando de resucitar recuerdos.
Tras diez minutos de silencio Kellerman se incorporó a medias apoyándose en la almohada. Señaló un cigarrillo abandonado sobre un cenicero y le pidió a McGuire que se lo trajera. El sacerdote se lo alcanzó (no era más que una colilla), lo puso en la boca del hombre y se lo encendió. Enseguida se apartó, asqueado por el olor rancio del tabaco.
—Sí, lo recuerdo —dijo Kellerman orgulloso de su hazaña—. Solía venir a mi club. Acabó por ser un cliente. Una o dos veces por semana. Era atractivo. Sexy.
—¡Descríbalo!
—Pelo oscuro. Estatura mediana. Buenas joyas de familia.
—¿Joyas?
Kellerman lanzó una risita.
—Bueno, ya sabe, pelotas. De vez en cuando le daba un apretón, aunque tenía que hacerlo a escondidas porque el amante de Seligson era un bastardo muy celoso.
—¿Quién era su amante?
—Una loca, llamado Jack Cooper.
McGuire sacó una libreta del bolsillo y anotó el nombre.
—Pues como le iba diciendo —continuó Kellerman—, solía venir un par de veces por semana para ver a Cooper, que trabajaba para mí.
—¿Y cuánto tiempo duró eso?
—Alrededor de un año. De pronto Seligson se hizo humo. No volvió a aparecer. Nunca más lo vi.
—¿Es todo lo que sabe sobre él?
—Sí. ¿Pero qué más podría haber? Oiga, Padre, allá por los años sesenta, la mayoría de los maricas no daban la cara. Algunos se ocultaban, otros rondaban por los bares y las casas de baños. Y había un montón de tipos que tenían dos personalidades. La falsa, que mostraban al mundo real, y la real, que mostraban al mundo de los homosexuales. ¿Me capta? De modo que si uno quería tener éxito manejando un bar, no hacía preguntas. Mientras los clientes pagaban, lo demás me importaba un comino. Claro que a mis amigos los tenía bien calados. Pero con los parroquianos como Arthur Seligson no había modo de saber. Iban y venían. Y tarde o temprano todos desaparecían. Algunos cambiaban de territorio. Otros se iban de la ciudad. Algunos se regeneraban y se casaban, aunque puedo asegurarle que fueron muy pocos y espaciados. Hubo quienes se metieron con la droga. Y otros se murieron, simplemente. No tengo noticias de casi ninguno de ellos. ¡Y a quién le importa! Por mí pueden irse a la mierda. De todos modos eran un montón de cabrones.
—¿Qué fue de Jack Cooper?
Kellerman se recostó contra la almohada y aspiró una bocanada.
—No sé. Vino a verme en 1968 y me dijo que se iba de la ciudad. No le pregunté a dónde iba.
—¿Dónde estaba Arthur Seligson cuando Cooper se fue?
—Sabe Dios. Por entonces ya hacía un año que Seligson se había esfumado. En realidad, Jack me dijo que también él lo había perdido de vista. Sabe…, Seligson era bisexual. Todo el tiempo que anduvo con Jack vivía con una chica. Quizá se hartó de maricas y decidió casarse con la chica. Y es probable que ahora tenga cinco críos, un trabajo de nueve a cinco, un montón de facturas y unas tremendas hemorroides.
—¿Y Jack Cooper?
—Quizás esté muerto el hijo de perra, y no me afligiría para nada.
—¿Sabe el nombre de la chica que vivía con Seligson?
Kellerman se rio.
—Debe estar bromeando, Padre. Bastante trabajo me costó recordar quién era Seligson. ¿Cómo demonios se le ocurre que puedo acordarme después de tantos años del nombre de esa fulana? Sobre todo que apenas si lo habré oído mencionar una o dos veces.
McGuire se enderezó.
—Por supuesto.
Kellerman se encogió de hombros; su cara reseca y demacrada se contrajo.
McGuire se puso de pie.
—¿Seguro que eso es todo lo que recuerda?
—Tan seguro como que necesito un pinchazo.
McGuire volvió a sacar la libreta, arrancó una hoja, anotó un número de teléfono y se la tendió a Kellerman.
—Si entre mañana y pasado se le ocurre algo más, llámeme. Es importante.
Kellerman sonrió.
—Con mucho gusto.
McGuire se abotonó la chaqueta.
—Gracias, nuevamente —dijo acercándose a la puerta.
—Fue un placer.
—Entre paréntesis —añadió McGuire como si sólo en ese momento se le hubiese ocurrido—, ¿qué trabajo hacía Jack Cooper para usted?
—El bueno de Jack… Pues parte del tiempo se dedicaba a atender el bar.
—¿Y la otra parte?
Kellerman se puso a reír otra vez. McGuire giró sobre sí mismo y se acercó. La risa del hombre despertaba su curiosidad.
—¿Y bien?
Kellerman señaló un rincón del cuarto, donde había una caja de cartón atada con un cordel. Le pidió a McGuire que se la trajera y deshiciera el nudo. Hecho eso, la abrió. Contenía centenares de fotografías. Empezó a revolverlas. McGuire se aproximó más.
De pronto Kellerman se detuvo, cerró la caja, volvió a reír y miró de cerca la foto que tenía en la mano.
—Sí, señor —dijo—. Este es Jack Cooper. ¿Y usted quiere saber en qué trabajaba?
McGuire asintió una vez más. Kellerman le entregó la foto; McGuire se acercó a la ventana cerrada, la entreabrió y examinó la instantánea.
Segundos después se volvió hacia Kellerman; el cuerpo y las manos le temblaban.
¡Ahora sabía!