Sepultado en silencio, el Padre McGuire dejó correr sus manos sobre los grabados florentinos como sobre un texto en Braille; luego abrió el libro. El tipo de letra era grande; las palabras, latinas. Ese, entonces, sería el medio por el cual se enteraría de los deberes de Franchino, de ahora en adelante los suyos. Se enjugó las gotas de transpiración que le humedecían la cara y lanzó una mirada a la máscara mortal de su predecesor, brillante como cera recién fundida bajo la luz temblorosa de las velas. ¿Por qué se encontraba allí el cadáver de Franchino?, se preguntó sublevado por la presencia de la muerte. Bien podía haber leído el texto sin tener frente a sí la corporización de su culpa: él estaba vivo, sólo Franchino había sucumbido por la mano de Satanás.
Con dedos temblorosos empezó a recorrer las líneas; leía lentamente, consciente de que estaba reviviendo los albores de la iniquidad, la confrontación entre Dios y el arcángel caído.
La liturgia relataba cómo había convocado Dios a sus ángeles, quienes acudieron desde todos los confines del Cielo para oír al Todopoderoso revelarles la existencia de un Hijo al que todo el poder le sería otorgado.
Oíd, ángeles todos, en este día he engendrado al que
declaro mi único Hijo. Ante él se doblarán todas las
rodillas en el Cielo, y quien le desobedezca será
abismado en las tinieblas.
Y hablaba de Satanás, el primer arcángel, cuyos celos y envidia se alzaron contra ese pronunciamiento y que, considerándose menoscabado, resolvió destruir el trono del Señor.
Sin embargo, el ojo del Eterno, cuya mirada descubre
los más secretos pensamientos, vio la revelación
naciente, vio alzarse multitudes para oponerse a su
augusto decreto.
Y el Todopoderoso encomendó a su Hijo la protección del trono supremo, y el Hijo de Dios aceptó el mandato con alegría en el alma. Y el Todopoderoso envió a sus ángeles Miguel y Gabriel, para combatir con Satanás y sus legiones y arrojarlos al lugar de su castigo, el abismo de Tártaro.
Entonces se desató una tempestuosa furia y se alzó un gran clamor.
Con horrible estridencia chocaron armas contra armaduras. El cielo
entero resonó con su estruendo cuando de una y otra parte
combatían cual fieros adversarios millones de ángeles.
McGuire interrumpió su lectura y aguzó el oído. Seguía reinando un silencio total. Eludiendo el rostro de Franchino trató de aislarse de la ola de pánico que crecía dentro de él. En las últimas horas el texto lo había ganado, invadiéndolo; las palabras se transformaban en imágenes vividas, un relámpago increíble y penetrante estallando en su mente. Y pensar que aún le faltaba tanto, centenares de páginas más. Encontró la línea donde había abandonado y volvió a sumergirse en la guerra primordial.
Dos días han pasado desde que Miguel marchó
a someter a los rebeldes. Tuyo es el tercer día.
Hijo, y tuya la gloria de poner fin a esta gran guerra.
Ve, pues, asciende a mi carro, persigue a esos
hijos de las tinieblas y arrójalos al abismo.
Y el Hijo de Dios cumplió la orden de su Padre y arrojó a Satanás del paraíso.
Arrojólos entonces el Hijo más allá de los confines
del cielo, a las profundidades tenebrosas.
El infierno los recibió y se cerró tras ellos.
El infierno, todo ríos de fuego, asilo de desdicha y de dolor.
McGuire siguió leyendo la narración del triunfante regreso del Hijo al Cielo. Luego, pese al agotamiento que lo invadía, soltó el precinto que mantenía unidas las páginas siguientes. Desfilaron entonces la perversión del hombre por Satanás, su caída y la vigilancia que Dios le impuso a través del Centinela. Luchó para mantenerse despierto, el cuerpo derrumbado por las horas de tensión y esfuerzo. Oró por el fin de su tormento. Pero había más y más, página tras página de instrucciones detalladas, la índole de la transición, la completa, abrumadora verdad. Y por fin supo todo lo que había sabido Franchino.
Presa de vértigo cerró el volumen y se puso de pie. Se acercó a la puerta de madera, golpeó y aguardó. La puerta permaneció cerrada, el cuarto silencioso. Nuevamente golpeó tratando de reprimir una extraña sensación de terror; luego volvió a su asiento, reclinó la cabeza sobre los libros y cerró los ojos. Qué cansado estaba… Deseaba dormir.
Oyó movimientos. Miró hacia la puerta y trató de identificar el ruido, un ruido que se hizo más intenso para enseguida debilitarse hasta terminar por estallar envolviéndolo como una tormenta de emociones. Cubriéndose los oídos se puso de pie y empezó a retroceder. El cuerpo de Franchino se había alzado del ataúd. En medio de un terrible ulular, se erguía sobre él, amenazante. Aterrado cayó de rodillas, los ojos fuertemente cerrados para alejar la visión, apretándose las orejas para exorcizar el ruido. Se sintió envuelto en fuego, como tocado por el aliento de Satanás. Y entonces fue arrebatado, transportado hacia atrás en el tiempo, a lo que ya una vez había sido. Oyó el fragor, vio irrumpir a las almas ululantes, sus cuerpos cubiertos de armaduras, vio al conductor de las legiones malignas, Charles Chazen, azuzándolas contra su indefensa presa Allison Parker, tendida en el piso de su departamento en la vieja casona, vio el antagonista de Chazen, el Padre Matthew Halliran, el Centinela, lo vio avanzar ayudado por Franchino en un desesperado intento de transferir el crucifijo y volver a arrojar a Satanás encarnado en Chazen, a las regiones infernales de Tártaro para hundirse y arder en los fuegos eternos. Lanzado a través del tiempo hacia momentos eternos sin dejar de permanecer al mismo tiempo en el cuarto, fue testigo de la transición y presenció la imposición de la penitencia al alma mortal de Allison Parker. La visión de la Hermana Thérèse se desdibujó entonces hasta desaparecer, se apartó de su mente para ser reemplazada por un desgarrante dolor de cabeza y un intenso zumbido en los oídos. Abrió los ojos y se estremeció a la vista del cuerpo mortal de Franchino, de pie frente a él, las carnes marchitas. Nuevamente lo envolvió la oscuridad. Sintió que esa presencia quería adueñarse de él, hacerse una con él. ¡Y en ese momento comprendió! No era carne mortal la que tenía ante sí, pues la forma mortal de Franchino aún yacía en el ataúd. No…, era el alma de Franchino la que buscaba su morada. Esa era la verdadera prueba que aguardaba al Padre McGuire; la transmigración, la sucesión no sólo del Centinela sino del serafín mortal reclutado para servir al Todopoderoso, para asegurar la continuidad de la línea sucesoria.
Sumido en el delirio, cayó de rodillas. Una presencia había penetrado en su cuerpo fortaleciendo su voluntad. Se puso rígido y un tumulto de sensaciones lo invadió, hasta que empapado por un sudor pegajoso se desplomó inconsciente sobre el piso.
El Padre Tepper entró a la habitación y se acercó a la puerta de la capilla. Había cambiado de ropas y estaba recién afeitado, pero su expresión seguía tan sombría como lo había sido desde el comienzo de la ordalía de McGuire.
Asió el picaporte de metal y lo hizo girar.
Momentos más tarde salió el Padre McGuire.
Biroc alzó la mirada y lo miró espantado. Sí, era el Padre McGuire, pero había envejecido dando un salto increíble a través del tiempo en las últimas cuarenta y ocho horas. Tenía el pelo blanco y surcos profundos en la cara; los ojos se habían tornado fríos y distantes.
McGuire y el Padre Tepper se abrazaron.
Biroc permaneció a un lado, penetrado por un temor reverencial.
McGuire se acercó y posó una mano sobre el hombro del eslavo.
—Hijo mío —dijo. Su tono era consolador y a la vez pleno de autoridad.
—¿Se siente bien, Padre? —preguntó Biroc.
McGuire asintió.
—Tenemos mucho que hacer.
—Soy su servidor, Padre.
McGuire lo condujo hacia la puerta diciéndole:
—Quiero saber todo lo que sea posible averiguar sobre el hijo de los Burdett y también sobre ellos. Usted pondrá en juego sus múltiples recursos para conseguir esa información a la mayor brevedad. Hay poco tiempo y debemos usarlo de la mejor manera.
—Empezaré de inmediato.
—Excelente —repuso sonriendo McGuire y abrió la puerta que daba a la antecámara.
Subieron la escalera. Afuera aguardaba un automóvil. McGuire ayudó a Biroc a ubicarse y el auto partió calle arriba.
Entonces McGuire dio media vuelta y volvió a entrar en la iglesia.