Capítulo 19

—Gracias, Faye —dijo Ralph Jenkins con vehemencia—, lo único que quiero es un poco de azúcar.

—No hay problema —repuso Faye al tiempo que recogía del tostador dos tostadas bien a punto—. Pero no le permitiré que venga corriendo y se vaya sin tomar un café.

Jenkins se encogió de hombros.

Ben interrumpió la lectura del New York Times y alzó la cabeza sonriendo.

—No me mire a mí, Ralph. La que manda es Faye. Arréglese con ella.

—Vamos, siéntese. Usted toma el café con media cucharadita de azúcar, ¿verdad?

Jenkins se dejó de caer en una de las sillas.

—Sí… y una pizca de crema.

Faye abrió la nevera.

—Ojalá pudiera convencerlo de que use edulcorante artificial. Demasiado azúcar arruina la dentadura. Y alimenta las bacterias del cuerpo.

—Sí, lo sé, pero prefiero los productos naturales a los compuestos químicos salidos de un laboratorio.

Faye señaló su desacuerdo sacudiendo la cabeza, sirvió el café, retiró de una olla de agua hirviendo cuatro huevos pasados por agua y los colocó en las hueveras dispuestas sobre la mesa. Hecho eso y después de quitarse el delantal, se acomodó la falda de gamuza que le ceñía estrechamente la cintura, y la blusa de seda blanca que ondeaba como una vela desplegada sobre sus anchos hombros y sus pequeños senos. Se la veía descansada. Había faltado a la oficina a raíz del descubrimiento del cuerpo de Franchino, y después de todo un día en el departamento oyendo a Ben aporrear la máquina de escribir seis horas por la tarde y dos más por la noche, parecía ansiosa de volver a su trabajo.

Salió de la habitación y regresó un momento más tarde con el niño, a quien ubicó en su silla alta. Luego invitó a Jenkins a servirse un huevo (él lo rechazó; demasiado colesterol) y se sirvió un café negro.

—¿Todo bien en el trabajo? —preguntó Jenkins.

Faye asintió sonriente. Detrás de ella un sol radiante irrumpía por la ventana de la cocina.

—Me han incorporado a un proyecto muy interesante —repuso volviéndose hacia Jenkins—. Una campaña televisiva para un fabricante de yates.

Jenkins la escuchó con atención mientras llevaba la taza a sus labios.

Faye miró a Ben.

—Sabes, querido, es posible que deba hacer algún viaje por cuenta del cliente.

—Ah… —murmuró Ben. Su atención seguía concentrada en el diario.

—Las oficinas de la empresa están en San Diego.

—Formidable.

Faye dobló una esquina del periódico.

—¿Estás con nosotros?

Ben asomó por encima del borde.

—Por supuesto, oigo todo lo que dicen. Sólo que estoy leyendo un…

—Pues podrías leerlo más tarde —protestó ella—. Ralph está aquí, es nuestro invitado. Y tú te lo pasas volviendo las páginas e ignorándonos. No es muy amable.

Ben alzó la vista.

—Muy bien. ¿Qué quieres que haga, querida? ¿Que cante y baile?

—Muy gracioso.

Incómodo, Jenkins hizo ademán de levantarse.

—Oigan, ¿por qué no hablamos más tarde?

—Siéntese, Ralph. Sólo estamos bromeando. Vamos. Hablaremos y haremos feliz a Faye.

Faye lo miró de soslayo.

—A veces me pones furiosa.

—No es más que una broma. —A través de la arcada que se abría sobre el living, Ben señaló la mesa ubicada junto a la ventana, donde se apilaba un rimero de páginas en blanco junto a la máquina de escribir—. Trato de apartar mi mente de eso.

—¿Por qué? —preguntó Jenkins.

—Estoy empezando a odiarlo. Cada vez que urdo una trama y empieza a andar, salta de pronto alguna incoherencia que me obliga a reencaminar la narración o a romper las páginas y empezar todo de nuevo… Ralph, me temo que esta pueda ser mi primera y última novela.

Jenkins hizo un gesto de comprensión y simpatía.

Ben volvió a mirar el periódico forzándose a mostrarse lo más amable que podía. Una única realidad importaba: el paradero del Padre McGuire. Había empezado a buscarlo en cuanto se fue la policía, la mañana en que murió Franchino, pero sin ningún resultado. La oficina de McGuire en el seminario se hallaba cerrada y el portero le dijo que no lo veía desde hacía días. Lo mismo le informaron en la rectoría. Ni rastros del hombre. Ningún mensaje. Ningún contacto. Ben llamó varias veces a la archidiócesis pero las personas que lo atendieron o bien jamás habían oído hablar de McGuire o no supieron darle razón de él. Sin duda el sacerdote estaba al tanto de la muerte de Franchino, incluso era probable que se hubiera visto envuelto en las contingencias que la rodearon. Y en algún momento aparecería. ¿Pero lo haría a tiempo?

La espera era angustiosa.

El bebé parloteó alegremente golpeando las manos contra la bandeja de su silla alta. Faye se inclinó para besarlo y enseguida sonrió cálidamente a Jenkins.

—¿Se da cuenta, Ralph? Basta que usted venga para que todo el mundo se sienta feliz.

—Usted es demasiado amable, Faye, pero quizás el entusiasmo sea contagioso.

—¿Entusiasmo? —preguntó Ben—. ¿Ya qué se debe su entusiasmo?

—Acabo de recibir un envío de Europa. Las cosas están en mi departamento. Tienen que venir a verlas, los dos.

—¿A ver qué?

—Dos piezas raras de mobiliario Biedermeier diseñadas por Karl Friedrich Schinkel para la reina Luisa de Prusia. Llegaron para ser presentadas en una exposición privada y las han confiado a mi cuidado. Son muy raras y valiosísimas. Sí… tienen que venir a verlas.

Faye se puso de pie.

—Pasaré al volver del trabajo. ¿Estará en su casa?

—Después de las siete.

—Perfecto.

Jenkins miró a Ben, quien en ese momento echaba una ojeada a la última página de la primera sección.

—¿Y usted, Ben?

Ben alzó la mirada, preocupado.

—Iré en algún momento, esta tarde. Tengo que seguir escribiendo. Le tocaré el timbre cuando pueda.

Jenkins asintió aprobatoriamente y se puso de pie en el mismo momento en que Faye miraba su reloj y hacía un gesto de alarma; llegaba tarde.

Mientras ella despejaba la mesa, Ben concentró toda su atención en el periódico. Luego lo dobló, carraspeó y se reclinó en la silla echándola hacia atrás.

—Aquí hay algo interesante —comentó—. Una necrología. Monseñor Guglielmo Franchino. Nacido en Turín, Italia. Fallecido en Nueva York. Tomó los hábitos el 11 de junio de 1939. —Se rio, observado por Faye y Jenkins, luego arrojó el diario sobre la mesa y sacó al bebé de su silla.

—Que descanse en paz —dijo.

Poco antes del mediodía, después de un paseo por el parque, Ben volvió al departamento con Joey, lo dejó en su corralito y se sentó ante la máquina de escribir. Después de la partida de Jenkins y Faye había tratado una vez más de localizar a McGuire y el nuevo fracaso, sumado a la caminata improductiva, le dejaba un único recurso para alejar de su mente el destino de su mujer y la desaparición de McGuire: dedicarse a su novela.

Empezó a elaborar mentalmente un comienzo de capítulo y enseguida se puso a teclear a toda máquina. Cuanto más escribía, más crecía su ímpetu histérico, como si aporreando en las teclas pudiera descargar su enojo y sus frustraciones. Siguió cada vez más rápido, respirando hondo, hasta que arrancó del carro la última página y después de revisar lo hecho estrujó las hojas y las tiró al cesto. Se recostó en el sofá tomándose la cabeza, invadido por la desesperación. ¿Y ahora qué? ¿Otro paseo? ¿Seguir escribiendo? ¿O dejarse sumergir nuevamente en la continua introspección, el castigo implacable al que estaba sometiendo a su mente y su cuerpo?

Sacó al bebé del corralito, lo acunó en sus brazos, se acercó a la puerta y salió al corredor. Jenkins le había pedido que fuese a ver las antigüedades. Y eso era precisamente lo que haría. Tenía que distraer su mente del problema que lo acosaba.

Tocó el timbre en el departamento de Jenkins. Oyó un arrastrar de pies, luego el sonido del picaporte al girar.

—Ben —lo saludó Jenkins, abriendo la puerta.

—Vine a ver sus tesoros —dijo Ben sonriendo.

—Lo esperaba. Y también a Joey, aunque no creo que tenga edad suficiente para apreciar un Biedermeier.

Ben rio.

—¡Quizá tampoco yo tenga la edad necesaria!

—Absurdo —replicó Jenkins haciéndolo pasar al living.

La habitación parecía haber sido trasladada sin modificaciones de alguna exposición ecléctica en un museo. Fuera de algunos muebles de uso corriente, el departamento contenía sobre todo piezas de mobiliario francés provincial, intactas, decorativas, y según Jenkins muy valiosas.

—No creo que haya visto nunca nada parecido —declaró Jenkins mientras conducía a Ben al otro extremo del living y quitaba las cubiertas protectoras de los muebles que acababan de enviarle—. Esta es una cama diseñada para la reina Luisa. Está enchapada en madera de peral.

Ben se inclinó para ver mejor. La cama parecía una cuna grande y no le decía gran cosa. Era demasiado delicada y carecía de un estilo definido.

—Y este es un gabinete de coleccionista —prosiguió Jenkins—. Circa 1835. Enchapado en madera de arce y decorado con medias tintas que reproducen escenas alemanas. En el interior tiene varios cajones chatos. —Abrió el mueble y los mostró—. Para los artesanos de la época este tipo de gabinete constituía una verdadera obra maestra que ponía a prueba el talento del artista, ya que se prestaba especialmente al lucimiento del enchapado y las tallas. Hermoso, ¿verdad?

Ben asintió, apreciando la pieza. Parecía una caja rectangular puesta de costado y montada sobre cuatro patas. Pero era elegante, refinadamente ornamentada, y lo impresionaba más que la cama.

Jenkins volvió a cubrir los objetos. Ben se sentó en uno de los dos sofás enfrentados, enjugó la barbilla de Joey, que estaba babeando, y escuchó las explicaciones que le daba Jenkins sobre la proyectada exposición mientras le servía café y bizcochos.

—Y bien, ¿qué le parecen? —inquirió Jenkins sentándose frente a él.

—Son hermosos —repuso Ben y admitió que aunque él no tenía una particular sensibilidad para este tipo de piezas, reconocía no obstante su valor intrínseco.

Jenkins rio, le perdonó su ignorancia, se enjugó los labios con un pañuelo y dejó su taza sobre la mesa baja.

—Hay otra razón por la cual me alegro de que haya venido, Ben. Tengo que hablar con usted y no quise hacerlo antes en presencia de Faye.

—¿De qué se trata? —preguntó desconcertado Ben.

—Tengo un amigo en el departamento de policía, que trabaja en la oficina del jefe de médicos forenses. Lo llamé esta mañana para saber a qué conclusiones habían llegado en cuanto a las causas de la muerte del señor Franchino. Me dijo que a ninguna… ¡porque les habían robado el cadáver!

—¿Cómo? —gritó Ben echándose hacia adelante a riesgo de hacer caer al bebé al suelo.

—Asaltaron la morgue y se llevaron el cuerpo. ¿Puede imaginar algo semejante?

Sí, podía, pensó Ben. Pero no quería alarmar más a Jenkins y dijo:

—Increíble.

—¿Para qué se le ocurre que alguien podría querer el cuerpo del hombre?

—No lo sé. —Ben se encogió de hombros.

—En cambio yo sí —declaró Jenkins.

Ben lo miró.

—¿En serio?

Jenkins alzó su taza y bebió un sorbo de café.

—Por supuesto, Ben… Usted y yo debemos hablar del bien y del mal. —Se quedó mirándolo un momento y enseguida prosiguió—. ¿Me creerá usted si le digo que este edificio se ha convertido en un campo de batalla entre fuerzas opuestas? El Bien frente al Mal. Dios frente a Satanás.

Ben se puso de pie, el rostro encerrado tras una cortina de miedo. Se forzó en componer una expresión neutra, lanzó una mirada atónita al dueño de la casa y estrechó con más fuerza a su hijo.

—No entiendo —dijo.

—Sí que entiende. Entiende perfectamente. Sabe que el Centinela cumple su vigilia por mandato de Dios. Claro que sabe todo eso. ¿O no es así, Benjamín Burdett? El detective Gatz hizo un gran trabajo. Y también monseñor Franchino. Usted es muy versado.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ben dominado por el pánico.

Jenkins lanzó una carcajada y levantándose del sofá se acercó a Ben al tiempo que se acomodaba su traje de tres piezas.

—Está asustado, Ben —dijo ajustándose los anteojos—. Y es lógico que lo esté. Pero en cuanto usted y yo tengamos una larga charla el miedo se le pasará.

Ben empezó a caminar hacia la puerta. Un violento temblor le estremecía el cuerpo. La expresión de Jenkins se había endurecido como constreñida por un molde de acero; era rígida, sin vida.

—¡Déjeme en paz! —exclamó Ben.

—No puedo.

Con un movimiento frenético Ben se lanzó sobre la puerta y trató de abrirla pero el picaporte no giró. Forcejeó sosteniendo al bebé con una mano, mientras pateaba y arañaba la puerta, pero nada consiguió. Parecía sellada, como si la hubieran soldado.

Se volvió hacia Jenkins.

¡Había desaparecido!

—Dios mío —gimió acunando al niño en sus brazos, tratando de protegerlo de la presencia desconocida que habitaba el departamento.

Enloquecido empezó a caminar de una punta a la otra de la habitación. ¿Qué debía hacer? Corrió hacia una de las paredes y empezó a golpear lo más fuerte que podía. Si los Woodbridge estaban en casa lo oirían. Pero no, ahora recordaba que se habían ido por todo el día. Y de nada le serviría golpear las otras paredes, ya que daban sobre la parte abierta del edificio.

Arrancó la cubierta de la cama Biedermeier, acostó al niño en el sofá y lanzó la cama sobre la puerta tratando de derribarla. La cama se hizo pedazos; la puerta permaneció intacta.

Oyó un movimiento.

—Jenkins —gritó volviendo a alzar a Joey.

Ruido de pasos.

Tomó el teléfono; la línea estaba muerta. Trató de levantar las persianas de las ventanas; imposible. Probó con el teléfono interno. Nada.

—¿Qué quiere de mí? —gritó.

De pronto, entrando en el living por la arcada del dormitorio, reapareció Jenkins.

Ben lo miró, incrédulo y asombrado. ¿Qué era esa ropa que tenía puesta? ¿En qué se había transformado?

Jenkins señaló el sofá.

—Siéntese, Ben —ordenó.

Aterrorizado Ben se dejó caer en el sofá, apretando estrechamente a Joey entre sus brazos. Jenkins se aproximó a él y lo miró con ojos que no eran los suyos, ojos tallados en granito, ojos hipnóticos que clavaron a Ben en su sitio, lo paralizaron, aniquilaron su voluntad.

—Reza, Ben Burdett. Rézale a tu Dios Todopoderoso.