Su visión borrosa se aclaró. El cuarto entró en foco como a continuación de esos esfumados que marcaban el paso del tiempo en las viejas películas de los años treinta. Era un cuarto pequeño, con el cielo raso y las paredes descascaradas y la pintura blanca, surcada de manchas oscuras.
Se hallaba tendido sobre un colchón gastado, en una cama de hierro herrumbrada. A su derecha, debajo de un espejo imitación Chippendale, había un tocador al que no le quedaba una sola perilla. En un rincón se veía una silla sumergida bajo un montón de vestidos, sostenes y prendas interiores usadas. Una bombilla solitaria pendía del techo. La única ventana existente estaba tapiada.
Se humedeció los labios y trató de ubicarse. Algo recordaba… sí, el holocausto del pasillo… Franchino arrojado por la ventana… el dolor… la oscuridad. Y nada más. ¿Cómo había llegado hasta ese lugar? ¿Dónde estaba?
Se incorporó apoyándose en los codos. El cuarto apestaba a perfume. Sintió náuseas. Se mojó los dedos con saliva y se limpió los ojos. Oyó algo, alguien moviéndose en otra habitación.
—Se me queda quietito en la cama, ¿me oye?
La voz era femenina y tosca.
—¿Dónde estoy? —preguntó McGuire débilmente.
—¿Dónde está? En una habitación y en una cama.
Apartó la colcha raída; tenía el cuerpo cubierto de hematomas.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó.
—Por supuesto. ¿Qué clase de negra bruta se cree que soy? Pero aguante un minuto, Padre. Termino de limpiar su ropa y el té está por hervir. Estaré con usted en menos que canta un gallo.
McGuire volvió a recostarse contra la pila de almohadones forrados de seda. En el suelo, junto a la cama, había varios periódicos y un cilindro de plástico.
Segundos más tarde entró en el dormitorio una mujer negra de unos treinta años, alta y bastante atractiva, vestida con una bata blanca. Traía una bandeja con dos tazas de té y bizcochos, y colgada del brazo la ropa de McGuire.
—Vaya, vaya, Padre… Qué facha la suya. Traté de limpiarlo, ¿sabe?, quitarle toda la mugre que tenía encima, pero no fue fácil. No quiero imaginar en qué habrá andado metido. No, gracias.
—¿Qué estoy haciendo aquí, hija mía?
La mujer se rio.
—¿Hija? ¡Mierda! Nunca fui hija de nadie, para que lo sepa. Y si por casualidad lo fui, ya no me acuerdo.
—¿Alguien me trajo hasta aquí?
—Mierda, no… y espero que no lo ofenda mi manera de hablar. Trataré de cuidarme, pero ya sabe… es difícil enseñarle trucos nuevos a un perro viejo.
McGuire se relajó. Se sentía seguro con esta mujer. A pesar del maquillaje recargado y la cicatriz zigzagueante que le cruzaba la cara desde el labio superior hasta la base del ojo, había algo en su modo que inspiraba confianza.
—Bueno, usted me hizo una pregunta —dijo la mujer al tiempo que colocaba la bandeja sobre la colcha y colgaba la ropa del sacerdote de uno de los barrotes de hierro de la cama—. Llegó aquí sólito. Verá; yo volvía a casa después de una noche en las calles y me lo encontré tirado cara al suelo en los escalones de la entrada. No parecía muy feliz. Mierda, no, nada feliz. Y claro que no lo iba a dejar así. De modo que llamé a mi amigo José, el rey de los rufianes de Manhattan, y entre los dos alzamos su santo trasero por la escalera y lo metimos en la cama. —Se interrumpió, sacó un cigarrillo de un bolsillo de su bata, lo encendió con un encendedor de aspecto lujoso y aspiró una profunda bocanada—. Sabe, Padre, usted es el primer cura que pisa mi casa. Bueno, la verdad es que hace siglos que no veo a ninguno de cerca, ni aquí ni en ningún lado. Me capta, ¿no?
—Por supuesto. —McGuire giró el cuerpo en busca de una posición más cómoda—. Pero Dios está con usted.
La mujer rio dejando al descubierto una dentadura manchada y con cavidades.
—Padre, si Dios está conmigo, la de cosas que habrá visto. Apuesto que la cara se le habrá puesto verde… suponiendo que tenga cara y que no sea más que una nube en el aire.
McGuire sonrió.
¿Dónde estamos?
—En la Segunda Avenida y la calle 121. El Harlem hispánico.
McGuire trató de incorporarse.
—Despacito Padre. Tenga cuidado. Y antes de que siga preguntándome, le diré que me llamo Florence. Y aunque sé que no le interesa demasiado, también le diré que soy prostituta, y de las mejores. No tiene más que preguntarle a cualquiera de los alcahuetes que andan trampeando por ahí, y ellos le dirán lo que vale el trasero de la vieja Florence. Ya lo creo que se lo dirán. Pero con usted no quiero nada, ¿eh? Dios me torcería el trasero si siquiera se me cruzara por la cabeza semejante idea.
—No lo dudo, hija mía. Y tampoco dudo de que Dios guarda en su corazón un rincón cálido para usted y que le perdonará sus pecados.
—Amén. —Florence lanzó una de esas carcajadas agudas y poderosas capaces de perforar los tímpanos—. Y aleluya.
—¿Qué hora es?
—Han de ser las diez de la mañana. Y ahora beba un poco de té. Le hará bien. Si no le gusta el olor del humo puedo apagar el cigarrillo.
—No me molesta el humo. —McGuire tomó una de las tazas y se sorprendió al advertir que eran de porcelana fina. Probablemente uno de los gustos que se daba Florence, pensó, y se apresuró a ponderárselas.
—Gracias, Padre. Es cierto que tengo buen gusto, aunque debo reconocer que la vajilla es de mi ex amigo.
—¿Ex?
—Pues… creo que sí. Está a la sombra. Veinte años por tráfico de drogas. Pero tenía buen gusto, también él. Estas tazas se las birló a una ricachona de la Quinta Avenida. Y no vaya a creer que era una damisela blanca, qué va. Era una vieja negra, dueña de un montón de tierras.
—Dios tendrá que perdonar muchas cosas por estos lados —comentó McGuire con una risa divertida.
Florence asintió y bebió un sorbo de té.
—Si no son más que las diez —observó McGuire estirando las piernas— no puedo haber dormido mucho tiempo.
—¿Está loco, hombre? No son las diez de la mañana siguiente. Hace dos días que está sin conocimiento. Buen montón de plata me gané mientras usted estuvo roncando. Y no fue fácil, le aseguro. Si alguno de mis clientes habituales llega a descubrir que la vieja Florence tiene un cura en su cama, adiós negocio.
—¿Dos días? —Los ojos de McGuire se abrieron muy grandes.
—Ya me oyó. Y no fueron dos días muy tranquilos, que digamos. Se lo paso gimiendo, quejándose y hablando entre sueños.
McGuire alzó la cabeza y le aferró la mano.
—¿De qué hablaba?
—No estoy segura. Pero me pegó un gran susto. Sudaba, maldecía y hablaba de unos tipos llamados Franchino y Chazen. No hacía más que anunciar que el diablo está entre nosotros —y de eso estoy segura—, y que está matando a un montón de gente —y de eso también estoy segura—. Pero lo que asustaba era la forma en que lo decía. Gritando que usted sería el próximo. Y bueno… yo no quiero que ningún diablo lo agarre porque usted parece un buen hombre, y sobre todo no quiero que lo haga cuando usted está en mi cama y yo no ando muy lejos. Al diablo me lo encontraré tarde o temprano, pero prefiero que sea lo más tarde posible.
—Estoy seguro de que Dios hará que usted salve su alma.
—¿Después que me arrepienta?
—Sí, hija mía.
—Todas esas son palabras bonitas, Padre, pero no tengo tiempo para arrepentirme. Apenas si tengo tiempo para agarrarme una buena tranca de vez en cuando. —Se tapó la boca, azorada.
—La sal de la tierra nunca mató a nadie —dijo McGuire riendo. Otra vez trató de incorporarse; sus piernas no lo sostenían—. Tendrá que ayudarme, hija mía. Debo regresar a la archidiócesis.
—Tiene que descansar un día más. Todavía no está bien.
—Debo volver, sea como fuera —protestó McGuire—. Bueno, bueno, claro que lo ayudaré. Pero no quedará muy bien que sus amigos me vean arrastrándolo por ahí.
—De esa parte deje que me preocupe yo, Florence. Para muchos de ellos sería una bendición poseer tanta bondad como la que parece poseer usted.
—Por Dios, Padre, esto sí que es lo más increíble que me han dicho en mi vida. ¿Bondad? ¿Yo? Espere a que se lo cuente a las otras nenas de la calle.
—Por favor, ayúdeme a vestirme y a conseguir un taxi.
Florence hizo un gesto de asentimiento.
El Padre McGuire le rozó afectuosamente la mejilla con la mano.
—Cuando todo esto haya terminado rezaré una plegaria por usted.
—¿Una plegaria? Muy lindo, Padre, pero nunca supe de una plegaria que sirviera para llenar el estómago.
McGuire empezó a ponerse los pantalones.
—Es posible que tenga razón.
—Ya lo creo, como que me llamo Florence.
McGuire se quedó mirándola. Tenía que agradecer a Dios que esa mujer lo hubiera recogido y cuidado. Le debía mucho. Hurgó en su pantalón, sacó un billete de veinte dólares, lo dobló y se lo puso en la mano.
Movió la cabeza instándola a aceptar.
Y ella le respondió del mismo modo.
El Padre McGuire bajó a la acera y observó esfumarse la sonrisa de Florence a medida que el taxi se alejaba. Jamás había conocido a alguien como ella, una filósofa callejera rebosante de aforismos recogidos en el albañal, sorprendentemente rica y compleja en su percepción del mundo, del mundo real, tan distinto del entorno aséptico del ambiente eclesiástico.
—Cuídese, Padre —fueron sus palabras de despedida.
Él le prometió que lo haría. Esperaba volver a verla; de no ser así, por lo menos rogaría por ella implorándole a Cristo que perdonara sus pecados.
Frente a él se hallaba la entrada a la rectoría del seminario.
Cruzó la puerta y subió por una escalera que conducía a los dormitorios del tercer piso.
¿Qué ocurriría ahora?, se preguntó. ¿A quién debía dirigirse? ¿Y por qué no le había revelado Franchino el nombre de Chazen antes de morir? Rogaba por la salvación de Franchino y sin embargo no podía dejar de maldecirlo por su discreción.
Al llegar al tercer rellano avanzó por un largo y descolorido corredor. Su celda se encontraba cerca de la puerta de incendio, unos quince metros más adelante. Todo estaba desierto; sólo se oían pasos en el piso de arriba. Entró en su habitación.
Tres hombres lo aguardaban, dos sentados en la cama y el tercero en la silla del escritorio.
—¿Padre McGuire? —preguntó el Padre Tepper levantándose de la silla.
—Sí —contestó desconcertado McGuire.
—Quiera Dios que Monseñor Franchino descanse en paz.
McGuire asintió.
El Padre Tepper se adelantó hacia él; era delgado, de unos cuarenta años, tez rosada y pelo negro.
—Tenemos orden de llevarlo.
McGuire miró a los dos hombres sentados en la cama.
—¿Llevarme? ¿A dónde? —inquirió con creciente incertidumbre.
Sin contestarle Tepper se acercó a la puerta y la abrió.
—¿Qué significa todo esto?
McGuire miró de frente a los tres hombres, uno por uno. Luego salió al corredor.
Subieron a un automóvil negro frente a la rectoría y enfilaron hacia el bajo; tomaron la autopista del East Side y cruzaron el East River por el puente de Brooklyn. Después, el automóvil desvió por calles laterales atravesando los barrios miserables de la ribera. Giraron hacia el este, cruzaron una barriada predominantemente negra y por fin se detuvieron frente a una vieja iglesia gótica.
Bajaron en silencio.
McGuire siguió lentamente a los hombres que lo escoltaban y miró hacia la esquina tratando de leer la chapa indicatoria. Pero la oscuridad se lo impidió. Dio un vistazo al barrio residencial en el que se encontraban. Algunas personas andaban por la calle; todos eran blancos. Probablemente se hallaran en Brooklyn Sur, cerca de Flatbush, aunque no podía estar seguro.
El Padre Tepper abrió la puerta central de la iglesia y los condujo por el pasillo de entrada.
Cuando se dirigían hacia una escalera al final del corredor, McGuire echó una mirada al interior de la capilla. Estaba vacía y las luces tenues daban más relieve a las velas que ardían cerca de los confesionarios.
Bajaron dos tramos de escaleras hasta un segundo subsuelo y se detuvieron frente a una gran puerta de roble. Tepper la abrió e hizo señas a los demás para que lo siguieran. Entraron a una antecámara con diez hileras de bancos dispuestas delante de una segunda puerta. El recinto estaba iluminado por dos altos candelabros. En el primer banco se hallaba sentado un hombre. McGuire lo miró; era Biroc.
Tepper abrió la segunda puerta e hizo pasar a McGuire a una pequeña capilla. Los otros dos sacerdotes permanecieron afuera.
Dentro de la capilla, una habitación desnuda con paredes de ladrillo, se encontraba de pie otro sacerdote. Estaba solo y tenía la cabeza cubierta con una capucha. Un sencillo crucifijo colgaba de la pared. Sobre el altar había un ataúd. McGuire sintió entrecortársele la respiración cuando comprobó al acercarse que el cuerpo que contenía era el de Franchino. Debajo del ataúd había un segundo altar. Sobre él se hallaban dos libros, uno abierto, el otro cerrado.
El sacerdote encapuchado condujo a McGuire hacia los libros. Señaló una página y le dijo algo en un susurro.
En cumplimiento de la orden recibida, McGuire comenzó a leer en voz alta; los labios le temblaban y parte de su atención se desviaba hacia el rostro del hombre muerto. La lectura consistía en plegarias latinas de misericordia, votos de lealtad a Cristo y cantos por los muertos que se prolongaron durante más de una hora, hasta que llegó a la última página del libro abierto. Entonces lo cerró y se volvió hacia Tepper y el sacerdote encapuchado, que se encontraba de pie detrás de él.
—Dios lo ayude, hijo mío —dijo el hombre encapuchado—. Lo aguarda una dura prueba.
McGuire se persignó. Oyó cerrarse la puerta. Y entonces quedó solo, solo con el cadáver de Monseñor Franchino, solo para enfrentarse con una desconocida ordalía para la cual se acababa de invocar la protección del Todopoderoso.