Capítulo 17

Eran las tres y catorce de la madrugada.

El cielo encapotado y el aire caliente cargado de una humedad opresiva anunciaban lluvia. Las calles estaban desiertas y sólo de tanto en tanto se oía en las cercanías el motor de un taxi o de un patrullero. Todos los lugares de estacionamiento de la calle Ochenta y Nueve se hallaban ocupados. La cerca de madera que rodeaba el emplazamiento de la nueva iglesia de San Simón estaba cerrada con candado. También estaba cerrada la puerta principal del 68 Oeste; el conserje nocturno bebía una taza de café en su pequeño reducto mientras veía la película de noche en un televisor portátil.

Nada inusitado.

Al oír los golpes, Joe Biroc abrió de pronto los ojos y se puso de pie.

Rápidamente apagó la luz en el cuarto del portero, cerró la puerta y arrastrando los pies avanzó por el corredor débilmente iluminado; dejó atrás la cámara de compactación y el lavadero, y abrió la puerta trasera del subsuelo para dar paso a Monseñor Franchino y al Padre McGuire. Cada uno traía una Biblia en la mano.

Biroc hizo una reverencia, besó el anillo de Franchino y condujo a los dos religiosos hacia el ascensor.

—Llévenos al diecinueve —ordenó Franchino.

Biroc hizo girar la palanca y apretó el botón del diecinueve; el ascensor comenzó a elevarse. Franchino y McGuire abrieron sus Biblias y empezaron a rezar. Biroc los escuchaba sin quitar los ojos de la puerta del ascensor. Segundos más tarde el ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Los dos sacerdotes descendieron.

—Rece por nosotros, hijo mío —pidió Franchino.

—Sí, Padre —repuso Biroc. Retrocedió hacia el interior de la cabina, maniobró la palanca y la puerta se cerró.

McGuire sacó un reloj del bolsillo.

—Las tres y media.

Franchino se dirigió hacia la escalera; McGuire lo siguió, el oído atento a la hipnótica cadencia de los pasos de ambos.

Subieron hasta el piso veinte y se detuvieron ante la puerta de emergencia para incendios.

Franchino volvió a musitar una plegaria y tendió la mano hacia el picaporte.

—¡Dios nos proteja!

McGuire lo asió por el brazo.

—¿Quién es Charles Chazen?

Franchino movió la cabeza; McGuire percibió el temblor de sus manos y sus labios y trató de dominar una oleada de miedo.

—Tiene que decírmelo —exigió—. ¿Cómo podré enfrentarlo sin saber quién es?

—Pronto lo sabrá.

Franchino movió lentamente el picaporte. McGuire se enjugó las manos transpiradas; la sangre había huido de su rostro dejándole un tinte cadavérico.

La puerta se abrió y Franchino se introdujo en el pasillo.

—¡Padre! —llamó urgiendo a McGuire a seguirlo. Tras un segundo de vacilación, McGuire obedeció. Con un crujido la puerta volvió a cerrarse.

Se encontraban en el extremo este del pasillo. Todos los departamentos se hallaban ubicados hacia la izquierda. En la otra punta, una ventana enmarcaba parte del sector oeste del edificio y un trozo de cielo nocturno. Salvo por un felpudo y un cesto de papeles cerca del ascensor, el pasillo estaba desnudo. Una de las luces del techo estaba apagada; las restantes dejaban filtrar un débil fulgor iridiscente sobre las paredes recién pintadas.

—Chazen está aquí —afirmó Franchino con los ojos desorbitados y se santiguó.

McGuire lo imitó y se quitó una gota de sudor de los labios.

Franchino se adelantó con cautela hasta el centro del pasillo y siguió avanzando lentamente, penetrado por la presencia del mal.

—Monseñor —murmuró McGuire al sentir el primer latigazo en la cara. Trató de calmarse y apartó el mechón de pelo que le había caído sobre los ojos. Aguzó el oído. ¿El rugido del viento? ¡Sí! ¿Pero de dónde venía?

—¡Hay algo aquí!

Franchino se detuvo y aguardó.

Un nuevo golpe de viento. Venía rectamente por el pasillo, desde la ventana. ¡Pero la ventana estaba cerrada!

Otra ráfaga. Esta vez desde atrás, como si se hubiese colado a través de la pared. Franchino se tambaleó. McGuire se bandeó hacia adelante frenando su caída con las manos; su Biblia cayó al suelo.

—Chazen —susurró Franchino.

Un siseo agudo empezó a elevarse, acompañado por torbellinos de aire que se hinchaban cerniéndose sobre ellos como el comienzo de un tornado. Luego un violento torrente de viento los cercó por todos lados, como una explosión de agua desbordando un dique roto. En pocos instantes, un remolino de polvo y escombros invadió todo el pasillo. El ruido era intolerable.

Una ráfaga arrojó a Franchino contra el marco de una puerta; un tajo le cruzaba la cara desde la frente a la mejilla. Y de pronto los límites se esfumaron, ya no hubo ni abajo ni arriba. Sólo el vendaval de viento y tierra golpeando furiosamente.

Franchino miró a través de la sangre que le cubría la cara.

—Tenemos que salir de aquí. No podemos…

Otra ráfaga lo tiró contra la pared.

—¿Qué debo hacer? —preguntó McGuire gritando para ser oído por sobre el estruendo.

Franchino señaló la puerta de la escalera. McGuire lo aferró tratando de arrastrarlo hacia allí; sus cuerpos rebotaban de pared a pared, sus caras estaban rojas y lastimadas por el embate enloquecido del viento.

Alguien más tenía que oír ese ruido infernal, pensó McGuire. ¡Alguien!

Llegaron a la puerta y forcejearon con el picaporte. Estaba atrancado.

Volvieron a sumergirse en el vendaval; la presión del viento les destrozaba la cara. Apenas podían moverse.

—¡El ascensor! —gritó McGuire.

Franchino cayó al suelo. McGuire lo aferró por el cuello de la chaqueta y palmo a palmo lo fue llevando hacia el centro del pasillo. Cuando ya casi habían llegado, se cubrió de pronto las orejas con las manos, inclinándose hacia adelante para protegerse la cara de las partículas hirientes que lo castigaban.

—No puedo soportarlo —gimió.

Tenía las mejillas hinchadas como globos.

Franchino apretó el botón del ascensor y jadeando se tiró contra la puerta. El viento era de fuego y les mordía las carnes como miles de minúsculas láminas cortantes.

La puerta del ascensor se abrió y consiguieron arrastrarse adentro. La puerta se cerró. Y de pronto reinó un silencio mortal.

Quedaron tirados en el piso, exhaustos; Franchino se frotó el desgarrón que tenía en la cabeza. Aturdido, McGuire se puso de pie con un tremendo esfuerzo y oprimió el botón de la planta baja.

Nada ocurrió.

McGuire volvió a apretar.

¡Nada!

—¡No nos dejará ir! —gritó aterrorizado McGuire.

Franchino consiguió incorporarse y dio una vuelta por la pequeña cabina; hizo chasquear la lengua contra el paladar y prestó atención al eco.

—Hay demasiada quietud —dijo esperando lo peor—. Demasiada quietud.

McGuire se movió; había sentido algo. También Franchino. Miraron en derredor. La cabina empezó a vibrar bamboleándose de lado a lado y arrojándolos de una a otra de las estrechas paredes.

La luz del techo se apagó. ¡Tinieblas!

Al oír ruido de madera que se quebraba, Franchino tanteó las paredes.

—¡Se están rajando!

A tientas buscó el tablero de control y rápidamente apretó los botones.

—¡Volvamos al pasillo! —gritó.

El piso se estaba astillando, las paredes se rompían, el cable de sostén chirriaba con creciente violencia cada vez que el ascensor se inclinaba hacia los lados. Desesperado, Franchino seguía oprimiendo botones mientras McGuire introducía las manos en la junta de la puerta tratando de descorrerla.

Una tabla del piso atravesó la pierna de Franchino afectándole el hueso y el cartílago. McGuire lo apoyó contra la pared y siguió forcejeando con la puerta, mientras trataba de frenar con su cuerpo la madera que volaba en todas direcciones.

De pronto la puerta se deslizó sobre el riel. McGuire cayó en el corredor y arrastró a Franchino hacia afuera. Detrás de ellos la violencia aumentaba hasta que en un paroxismo total la cabina se hizo pedazos y cayó por el hueco.

El viento cesó; el pasillo estaba silencioso.

Franchino se puso de pie; las piernas le temblaban y a duras penas conseguía mantenerse erecto. McGuire lo observaba desde el piso.

—¡Te desafío! —Gritó Franchino—. ¡Sé quién eres, Charles Chazen! ¡Y te desafío!

Una atronadora explosión de viento barrió el pasillo alzando a Franchino en el aire y arrojándolo contra la pared en la otra punta del corredor. El cuerpo del sacerdote se estremeció por los efectos del impacto.

El torrente continuó, cada vez más furioso.

Una vez más, Franchino intentó abrir la puerta que daba a la escalera; sus manos estaban resbalosas por la sangre acumulada. Buscó apoyo en la caja de incendios. El vidrio se hizo añicos y la manguera cayó al suelo. Golpeó la puerta con los puños. McGuire se le aproximó arrastrándose de rodillas y se apoyó en la pared tratando de afirmarse. Súbitamente la manguera salió disparada hacia arriba y se enrolló alrededor del cuello de Franchino dejándole grandes marcas rojas y azules. Franchino rechinó los dientes y gritó luchando por aflojar la espiral que se estrechaba cada vez más alrededor de su cuello, como una boa hambrienta.

Le brotaba sangre de los labios.

McGuire tironeó de la manguera sin conseguir aflojarla. El ventarrón seguía envolviéndolos y el piso se estremecía con un ruido aterrador. Trozos de cemento y linóleo volaban por el aire; las paredes se sacudían. Herido por los escombros convertidos en lacerantes proyectiles, McGuire aullaba de dolor. Franchino se puso lívido y vomitó.

Surgieron varios focos de incendio; los artefactos de luz explotaron y el vidrio cayó con estrépito.

—¡Te desafío, Chazen! —volvió a gritar Franchino cuando por fin McGuire consiguió liberarlo de la manguera.

Las mangas de Franchino estaban en llamas; también los pantalones de McGuire. Rodaron por el suelo tratando de sofocarlas; McGuire lo consiguió; las ropas de Franchino, en cambio, se inflamaron cada vez más y el fuego llegó a envolverlo casi por entero.

Con la cara y los brazos chamuscados, Franchino se puso de pie y gritando y maldiciendo avanzó tambaleante hacia el centro del pasillo.

—¡Te desafío, Chazen!

El pasillo se cerró sobre él rabiosamente, sumergiéndolo en una granizada de vidrio, madera, cemento y fuego. McGuire se tiró de bruces al suelo para protegerse. Franchino, víctima y mártir en la lucha contra Satanás, elevó las manos. La sangre manaba de su cuerpo.

—¡Chazen!

Una embestida de viento y ruido.

—¡Chazen!

Una nube de escombros formó un gran hongo cerca de la pared, detrás del sacerdote.

—¡Chazen!

Y entonces una enorme explosión, como la de un cohete al ser disparado, arrasó el pasillo lanzando a Franchino a través de la ventana hacia el cielo nocturno.

McGuire forzó sus ojos lacerados hacia la dirección del grito de Franchino y con un último resto de conciencia reptó por el pasillo hasta la ventana. Al llegar allí se incorporó y miró hacia abajo, al callejón. El cuerpo de Franchino yacía desplomado en el suelo.

Se puso de pie, recorrió el pasillo con la mirada y se tomó la cara con las manos. Se le nubló la vista y un manto negro cubrió las visiones impías que acababan de inundar sus ojos.

Luego, todo fue oscuridad.

El detective Wausau se hincó junto al cuerpo de Franchino; sus rodillas se hundieron en uno de los charcos formados por la llovizna.

—¿Hay marcas? —preguntó—. ¿Señales de violencia?

El técnico movió la cabeza.

—No, nada. Dudo que sea homicidio. Pero tendremos que esperar los resultados de la autopsia.

—¿Accidente?

El técnico alzó la mirada hacia la ventana del piso veinte. Las primeras luces rotundas del nuevo día ya habían invadido el cielo. Eran casi las seis. Se encogió de hombros.

—O un suicidio.

—¿Un sacerdote? —Wausau frunció el entrecejo—. ¡Jamás!

Echó una ojeada al pasaje; estaba limpio y despejado, separado de la calle por un alambrado. Hacia arriba sólo vio la pared lisa del edificio, únicamente interrumpida por la hilera perpendicular que formaban las ventanas de los pasillos.

Se acercó al alambrado y examinó la calle. Varios autos policiales estaban apostados cerca del edificio. Un pequeño grupo de mirones protegidos por paraguas se había reunido en las cercanías. Todo estaba muy tranquilo.

—¡Jacobelli! —llamó.

Jacobelli se acercó al tablero del patrullero más cercano, habló por radio, luego saltó afuera y se aproximó.

—Nos comunicamos con la archidiócesis. Mandarán a alguien enseguida.

—Muy bien. Ellos podrán identificarlo. Si es que de veras es un sacerdote.

Jacobelli lo miró intrigado.

—Podría haber salido de un baile de disfraz —sugirió Wausau sonriendo.

Jacobelli asintió.

—Investigamos en el edificio.

—¿Alguien vio algo?

—Por ahora no tenemos nada.

—¿Hablaron con el conserje?

—Sí. Tampoco él vio ni oyó nada.

Wausau le quitó el papel a una goma de mascar, la enrolló como un felpudo y se la metió en la boca.

—¿Y qué tal, le gustaría vivir en este edificio?

Jacobelli rio y se rascó la tupida melena negra.

—¡Ni loco!

Wausau volvió al lugar donde se encontraba el cadáver. La lluvia casi había cesado, aunque el cielo seguía amenazador. El frío era penetrante.

—Si encuentra algo, estaré arriba —dijo Wausau dirigiéndose al técnico, a quien ya se le había sumado otro miembro del equipo.

El hombre asintió.

Wausau se encaminó a paso lento a la entrada abierta, trepó la rampa y se detuvo. Volvió la cabeza, su mirada se detuvo en el cadáver y luego subió hasta la ventana destrozada. El hombre había caído desde una altura de más de cincuenta metros. No era raro que se hubiera quebrado el cuello. ¿Habría sido un accidente? Poco probable.

Sacudiendo la cabeza, entró en el edificio.

—¿Alguien reconoce a este hombre? —preguntó Wausau haciendo circular entre los presentes una foto del cuerpo de Franchino.

Todos asintieron. En ese momento dieron las nueve en el reloj colocado sobre la repisa de la chimenea.

John Sorrenson se puso de pie y carraspeó. La policía había reunido a todos los vecinos del piso en su departamento, de modo que casi era natural que él fuera el vocero de los demás.

—Se llamaba Franchino —dijo echando una mirada a Ben—. Era amigo del señor Burdett y estuvo en la reunión que organizó en su casa hace dos días.

Wausau desvió su mirada hacia Ben, quien se hallaba sentado en el sofá junto a su mujer, tratando de animarla. Faye se veía demacrada, el pelo desgreñado, los ojos entrecerrados; tenía a su hijo en brazos.

—Sí… era amigo mío —murmuró Ben con tono vacilante.

—Excelente, señor Burdett. Entonces quizás usted pueda decirme por qué Monseñor Franchino se paseaba por los corredores en medio de la noche.

La palabra «monseñor» provocó miradas sorprendidas en todas las personas reunidas en la habitación.

—No lo sé —respondió Ben.

Wausau empezó a medir a grandes pasos la alfombra persa, roja y marrón.

—Muy bien, señor Burdett. Entonces dígame lo que sí sabe.

—No sé gran cosa —empezó a decir Ben tratando de coordinar sus mentiras de manera convincente—. Nos conocimos en la universidad de Chicago. Yo seguía cursos de postgrado y él enseñaba historia. Nació una relación amistosa entre los dos, pero sólo hablamos una o dos veces en los últimos años.

—Disculpe, inspector —intervino Daniel Batille—. ¿Dijo usted que Franchino era sacerdote?

—Eso es exactamente lo que dije.

Hubo un intercambio de miradas interrogantes.

—¿Acaso ustedes no lo sabían?

—No —dijo Max Woodbridge.

—Pero usted sí, ¿verdad, señor Burdett?

Ben miró a Jenkins, quien se hallaba junto a la ventana del living vestido con una bata de seda.

—Sí… Yo sabía que era sacerdote.

—¿Pero usted no nos dijo que era casado, Ben? —preguntó Jenkins.

—Sí.

—Y nunca nos dijo que fuera sacerdote.

—Lo sé. Pero es que no conocí a su mujer. Simplemente me habló de ella. Supuse que se habría casado antes de tomar los hábitos. —Dios, pensó Ben. ¿Qué iría a pasar? El único contacto que le quedaba era el padre McGuire.

—Suponiendo que Monseñor Franchino no estuviera casado, que parece la conclusión más lógica, ¿cómo explicaría usted que haya inventado semejante historia?

—No lo sé.

—Entiendo. ¿Franchino le pidió que no revelara su condición de sacerdote?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—No es mucho lo que sabe usted esta mañana, señor Burdett. ¿No le parece?

Ben asintió y tomó al niño en sus brazos. Faye se restregó los ojos y volvió a acomodarse en el sofá.

Wausau desenvolvió otra barra de goma de mascar y se la puso en la boca junto a la otra, tan masticada que ya casi se había desintegrado.

—¿Por qué vino a su reunión?

—Me llamó hace unos días diciéndome que estaba en Nueva York y que le gustaría verme. Le informé que mi mujer y yo reuníamos a algunos amigos esa noche y que me encantaría que viniese. Dijo que lo haría, y en efecto vino.

—¿Dijo que estaba en Nueva York?

—Sí.

—¡Pero si vivía aquí!

—Todo lo que me dijo fue que había llegado a la ciudad.

Wausau hizo un globo con su chicle, volvió a aspirarlo y empezó a mascar nuevamente.

—¿Y todos ustedes lo vieron en la reunión que dio el señor Burdett?

Hubo un asentimiento general por parte de Batille, las dos secretarias, los Woodbridge, Jenkins y Sorrenson.

—¿Dijo algo que revelara intenciones suicidas? ¿Algo de lo que hizo les dio la sensación de que pudiera sufrir un estado de desequilibrio?

Silencio.

—¡Hice una pregunta y quiero una respuesta!

Jenkins se adelantó, sacó un pañuelo del bolsillo, se enjugó la cara y emitió una tosecita que indicaba a las claras su incomodidad.

—El señor Franchino, o Monseñor Franchino según parece, era un hombre muy perturbado.

Wausau se sentó en un brazo del sofá enfrentando a Jenkins. Se puso las manos sobre las rodillas y preguntó con tono condescendiente:

—¿Qué es para usted un hombre perturbado?

Jenkins describió todo lo ocurrido durante la reunión: el ritual, el ataque, la violencia, todo. Wausau observó cuidadosamente al coleccionista de antigüedades sin poder ocultar su creciente interés; luego le preguntó cómo interpretaba la conducta de Franchino.

—Pues bien… —pontificó con tono erudito Jenkins—, yo diría que era un epiléptico, o bien padecía una psicosis religiosa profundamente arraigada. Si me permite, inspector, basándome en lo que vi en el departamento de Ben Burdett, no me cabe la menor duda de que el tal Franchino era capaz de matarse, ya sea en forma consciente o durante uno de sus trances.

Wausau se sentó junto a Ben y pasó un brazo por el respaldo del sofá.

—Dígame qué piensa de esto, señor Burdett. Su mujer descubre un cadáver en la compactadora del edificio y sufre un profundo shock. El inspector Burstein investiga el caso y se altera mucho al enterarse de que en el departamento contiguo al de ustedes, vive una anciana monja ciega y paralítica. Me pide que investigue una serie de asesinatos ocurridos en una vieja casona que existía en el mismo lugar donde ahora se levanta este edificio. Descubro que los legajos correspondientes a esos crímenes han desaparecido del archivo. Entonces Burstein se comunica con Gatz, el detective que tuvo a su cargo la investigación en aquel entonces. Gatz se relaciona con usted. Lo cita en su casa. Cuando usted llega, lo encuentra muerto… Asesinado. Va entonces en busca de Burstein y se entera de que acaba de morir en un incendio provocado intencionalmente. Y de pronto, salido de la nada, aparece un sacerdote llamado Franchino al que le da un ataque en medio de un ritual practicado en el departamento de usted, y que a la noche siguiente se tira por la ventana desde su piso. ¿No le parece muy interesante todo esto?

—Sí —repuso Ben—. Es una historia para una novela policial.

—O quizá —dijo Wausau sonriendo irónicamente—, para un informe a un jurado.

Nadie se movió. Nadie dijo nada durante largos minutos.

Por fin Wausau se puso de pie y se encaminó hacia la puerta.

—Quiero que todos ustedes piensen en lo que acabo de decir; sobre todo usted, señor Burdett.

Sonrió, se puso el sombrero y salió.