El smog de la tarde empezaba a disiparse en el crepúsculo primaveral. Eran las siete y media y todavía el tránsito estaba muy pesado. Tres días habían transcurrido desde el fallido intento de Monseñor Franchino, y Ben no había vuelto a tener noticias suyas. Entretanto Faye había vuelto al trabajo, y la vida en el edificio había recobrado una apariencia de normalidad.
—Fue una buena idea volver a casa caminando —dijo Faye tomando del brazo a su marido y apretándose contra él.
Sonriendo, Ben la besó. Doblaron hacia el circuito de bicicletas de Sheep Meadow y siguieron adelante.
Hacía una hora que estaban en Central Park. Después de encontrarse frente al edificio de General Motors en la calle Sesenta, cruzaron el zoológico en dirección a la pista de patinaje antes de volver hacia el centro.
—Es la noche más hermosa que recuerdo —dijo Faye mirando el cielo a través de los árboles. Apenas si había una nubécula suspendida sobre los edificios de la Quinta Avenida; por lo demás el cielo estaba despejado y sobre el horizonte, hacia el oeste, acababa de aparecer la luna junto con una estrella solitaria—. ¿No lo crees?
—Sí —contestó él. Caminaba lentamente y sus pensamientos se hallaban muy lejos de allí.
—Sabes, Ben, esta noche me recuerda a Chicago.
—¿De veras?
—Sí. Las noches luminosas, los paseos que solíamos dar alrededor del Loop, nuestro pequeño departamento sobre el lago Michigan.
—Y mi apestoso empleo en la compañía aérea.
Faye movió la cabeza.
—Quizá nuestro estilo de vida no fuera de lo mejor, pero éramos tan felices…
—Es cierto —dijo él acariciándole el pelo—, ¿pero acaso no somos felices ahora?
Un destello encendió los ojos de Faye, que se abrieron enormes como fanales.
—¿Felices? ¿Cómo es posible ser feliz después de lo que hemos pasado? Sí…, claro, soy feliz contigo. Siempre lo fui y siempre lo seré. Pero estoy tan confundida. Y tengo tanto miedo. Cualquier cosa me asusta, un ruido, una sombra. Quisiera que todo hubiese terminado.
—¿Que hubiese terminado qué?
—Lo que está ocurriendo.
—Nada está ocurriendo.
—Por favor, Ben, no me trates como a una criatura. Algo está ocurriendo. Algo que nos concierne a ti y a mí. Y sabe Dios a quién más. No entiendo por qué me ocultas la verdad.
Ben se detuvo, la rodeó con sus brazos y hundió la cara en su cabellera.
—No te oculto nada, querida, porque no hay nada que ocultar. Y ya hemos aclarado todo esto la semana pasada. ¿Te acuerdas?
Ella lo miró con expresión ausente.
—No me digas que no lo recuerdas. La noche en que me preguntaste por lo de Siracusa.
Faye se apartó y adelantándose pasó bajo un puente y siguió por un sendero bordeado de árboles. Ben esperó un momento y luego la siguió. Estaba oscureciendo y no quería que se alejara sola.
—Hay otras cosas —dijo ella cuando caminando a paso vivo él se puso a su altura.
—¿Cuáles?
—¿Por qué no llamamos a la policía cuando nos golpearon en el subsuelo?
—Ya te lo expliqué. Ninguno de los dos hubiera podido describir correctamente a los agresores. No habríamos hecho más que perder tiempo y la policía no hubiera podido detener a nadie.
—Muy bien, lo admito. Pero no había ninguna razón para que nos encerráramos durante diez días en el departamento.
Ben hizo un gesto como disculpándose.
—De acuerdo, quizá no la había. ¿Pero te imaginas lo que hubiera pasado si Sorrenson o alguno de los otros se enteraba de lo ocurrido? Hubiera cundido el pánico. Todavía no se ha disipado la histeria por el crimen de la compactadora. Una sola palabra sobre el episodio del subsuelo y los teléfonos de la policía no hubieran alcanzado. Nos hubieran vuelto locos. No habríamos tenido un solo momento de paz.
Faye se sentó en un saliente de piedra con la mirada perdida en la distancia. La oscuridad se hacía más intensa por momentos. Ben se sentó a su lado, apoyándose contra un seto.
—Quizá la agresión del subsuelo esté relacionada con el crimen. Es una posibilidad, ¿no te parece?
Ben movió la cabeza.
—Sí, es una posibilidad. Pero poco probable.
—Pero suponiendo que hubiese algún vínculo, nuestro deber sería avisar a las autoridades.
—¿Cuál es tu conclusión, entonces?
Faye lo miró tratando de reprimir las lágrimas que le asomaban a los ojos.
—No tengo ninguna conclusión. Si la tuviera no estaría tan confundida. Ni estaría torturándote y torturándome.
Él le pasó un brazo por los hombros.
—Digas lo que digas sobre el tal Franchino, lo que vi en nuestro departamento no era normal.
—No dije que lo fuera. Obviamente, Franchino es un hombre enfermo.
—Y su enfermedad aflora justamente después del ataque en el subsuelo, que ocurre justamente después del crimen, crimen que a la vez se produce en medio de una serie de extraños incidentes.
—Es cierto —rio Ben—. Suena ridículo.
—¿Lo ves? —dijo ella aferrándose a esa concesión parcial—. Hasta tú te das cuenta.
—Muy bien, me doy cuenta. Pero eso es secundario. Lo importante eres tú. Lo importante es que te sientes bien. Que tu cabeza está entera. Que tienes un marido que te quiere mucho y se preocupará de que nada vuelva a ocurrirte. Y un hijo que en este momento ha de estar clamando por su madre y volviendo loca a Grace Woodbridge.
Suavemente Ben deslizó sus labios sobre la frente de Faye. Ella puso las manos en las rodillas de él y se acurrucó entre sus brazos. No había ninguna luz. La más cercana se hallaba a cincuenta metros de distancia, en la vereda que bordeaba Central Park Oeste. Estaban aislados, inmóviles como estatuas, insensibles al ruido distante de las avenidas. Así permanecieron sentados un cuarto de hora, hasta que las primeras ráfagas fuertes que llegaban del Hudson les azotaron la cara. Entonces se pusieron de pie y nuevamente emprendieron la marcha por el sendero.
—Sabes, Ben —dijo Faye cuando entraron en un callejón iluminado—, basta que me abraces para que casi llegue a creer que nada de esto ha ocurrido. Me tranquilizas, y empiezo a sentir que todo terminará. Que las cosas volverán a ser como antes. Pero al fin debo reconocer que por primera vez desde que te conozco, no te creo.
Él se detuvo y se quedó mirándola.
—Me estás mintiendo, Ben. No creo una palabra de lo que me dices. ¡Ni una sola palabra!
—No oigo nada —dijo Ben asiendo fuertemente la mano de Faye mientras miraba a su alrededor sin distinguir más que la maraña verdinegra, grandes árboles fornidos y sombras cruzadas como estoques.
—¡Pero yo oí algo!
Ben dirigió la mirada hacia Central Park Oeste; estaban frente a la calle Ochenta y Tres, unos cien metros dentro del parque. La senda bordeada de altos arbustos estaba totalmente en sombras. Aunque los edificios brillantemente iluminados de Central Park Oeste se encontraban a escasa distancia, les parecía hallarse a miles de kilómetros de la civilización.
—Ben, hace cinco minutos que oigo pasos. Cada vez que nos detuvimos, también se detenían los pasos.
—Quizá sólo sea tu imaginación —dijo Ben muy poco convencido.
—Tengo miedo. Quiero salir de aquí.
—Enseguida saldremos. Hay un cruce de sendas poco más adelante y en unos minutos estaremos en la calle.
Empezaron a caminar. Y esa vez los dos oyeron los ruidos.
Ben se volvió rápidamente, mientras Faye se apretaba la boca con las manos sofocando un grito.
Más pasos. Luego silencio.
Ben se alejó hacia el borde de la senda y desapareció en la oscuridad.
—¡Ben, no me dejes sola!
Volvió a su lado.
—Salgamos de aquí. ¡Ahora mismo!
La tomó de la mano y la arrastró hasta el cruce. Veía el terror en sus ojos, el terror que él mismo había experimentado en el subsuelo, antes de que los agredieran. Y tampoco él estaba inmune. Sentía la pulsación acelerada de la yugular en la garganta y el sudor frío del pánico le humedecía la ropa.
—Dobla —gritó empujándola hacia el lado de la calle.
Faye se detuvo bruscamente. Un hombre se hallaba de pie a un lado de la senda unos metros más adelante, mirándolos. Ocultaba algo en la mano. Extrañamente sin embargo, los pasos continuaban.
Ben se volvió, confundido. ¿Hacia adónde debían dirigirse?
Faye se aferró a él gritando. La transpiración le empapaba la cara.
Ben dio un paso en dirección al hombre tratando de distinguirlo mejor. ¿Debería interpelarlo? ¿Gritar?
El brazo derecho de la figura se balanceaba aunque el resto del cuerpo permanecía rígido. Y los pasos seguían golpeteando entre los arbustos, tan suaves que parecían arrastrados por el viento. Quienquiera fuese, era evidente que se movía en círculos. ¿Y la figura de adelante? ¿Habría una relación entre ambos? El miedo y la desorientación embargaban a Ben. Por qué se les habría ocurrido cruzar el parque de noche. ¿Acaso no sabía él que era peligroso?
—Por aquí. ¡El matorral!
Corrieron por la senda atravesando una hilera de setos vivos. Faye se cayó. Él la ayudó a levantarse y siempre mirando a su alrededor la obligó a continuar a través de los espinosos arbustos.
—¡Hacia allá!
Todavía se oían los pasos.
Pero había luz. Ventanas iluminadas en los altos edificios. Luces callejeras. Faros de automóviles.
Bordearon el paredón de piedra en dirección a la salida de la calle Ochenta y Seis y salieron corriendo a la vereda de cemento de Central Park Oeste. Faye volvió a caer y se lastimó la rodilla. La sangre le corrió por la pierna. Ninguno de los dos lo advirtió.
Exhausto, Ben la hizo sentar en un banco en la vereda y le dijo que esperara. Luego retrocedió a lo largo del paredón hasta un punto donde se veía la senda que acababan de abandonar. La figura seguía de pie en el mismo lugar. Hizo señas a un patrullero y bajaron dos agentes uniformados. Les contó lo ocurrido. Uno de ellos paseó el haz de su linterna por la senda e iluminó lo que Ben y Faye habían tomado por un hombre. Era un farol fuera de uso. Alguien le había echado encima una chaqueta atando un palo a una de las mangas. Los policías se rieron. Ben les dio las gracias, regresó junto a Faye y la puso al tanto. Todavía aturdida, ella lo abrazó.
—¿No es increíble?
Por toda respuesta ella movió la cabeza.
Pero ¿y las pisadas? Allí no había engaño posible. Nadie podría convencer a Ben de que no los habían seguido.
Dio unos pasos hacia el interior del parque, aguzó el oído y trató de distinguir algo en la oscuridad. Quienquiera fuese el que los seguía, había desaparecido.
Volvió junto a Faye y la ayudó a ponerse de pie. No habían hecho más que iniciar la marcha, cuando vio correr a alguien para detener un taxi, alguien que muy plausiblemente podía haber salido en ese momento del parque trepando por sobre la pared.
El hombre se encontraba a bastante distancia y envuelto en las sombras de la noche. No obstante, Ben estaba seguro: ¡era el Padre McGuire!
No dijo nada. Esperaron la luz verde del semáforo, cruzaron la calle y subieron por Central Park Oeste hacia la calle Ochenta y Nueve. Mientras caminaban, Ben trataba de ordenar en su mente las piezas del rompecabezas. Ahora debía incorporar un nuevo elemento, un elemento que no había previsto. Y sin embargo, debía haberlo hecho.
Una pesadilla se cernía sobre ellos. Y en esa pesadilla, el Padre McGuire tenía un papel.
Joe Biroc abrió la puerta principal del edificio.
—¿Le ocurre algo, señora Burdett?
—No, Joe —repuso Faye.
—No se siente muy bien —dijo Ben sosteniéndola por el brazo—. ¿Tendría un vaso de agua?
—Por supuesto. Un segundo.
Un momento más tarde Biroc volvió con un vaso de cartón desbordante. Ben puso el bolso de Faye sobre el mostrador de recepción y le acercó el vaso a los labios tratando de hacerla beber.
—Estábamos en el parque —explicó—. Vinimos caminando desde Central Park Sur. Una tontería.
Biroc asintió.
—Hay que estar loco para meterse allí después que oscurece. No pasa día sin que haya un asalto.
—Tiene razón. Lo cierto es que oímos pasos y Faye se asustó. Cuando ya estábamos por llegar empezó a sentirse mareada.
—Por favor —dijo Faye tratando de recobrarse—, ya estoy bien. No tienes por qué preocupar a Joe.
—Disculpe, señora Burdett —acotó Biroc—, pero si alguien tiene que preocuparse por algo, prefiero ser yo.
Faye sonrió y Ben palmeó afectuosamente el hombro de Joe, quien se les adelantó para llamar el ascensor.
—Si tiene algún problema allá arriba, señor Burdett —dijo—, avíseme y subiré enseguida.
—Gracias, Joe.
En ese momento llegó el ascensor y Ben ayudó a subir a Faye mientras Biroc volvía a su puesto en la entrada.
—¿Podría marcar el veinte, por favor? —pidió Ben al hombre que se encontraba junto al tablero de control.
El hombre hizo lo que le pedía y el ascensor empezó a subir. Ben hizo apoyar a Faye contra una de las paredes y se mantuvo junto a ella, frente al desconocido. Su instinto le decía que algo andaba mal.
El hombre parecía mirarlos sin ver. Era alto, delgado, de ojos castaños luminosos, casi hipnóticos. Tenía la piel cetrina y los rasgos muy marcados. Usaba blazer azul y camisa blanca y en los puños lucía gemelos de oro con las iniciales MSF. Llevaba la camisa abierta y se le veía una mancha pequeña justo debajo del cuello, a la derecha.
—¿Cómo está usted? —preguntó Ben.
El desconocido hizo un gesto con la cabeza y siguió mirando fijo.
—¿Pasa algo? —susurró Faye. Había percibido la tensión del cuerpo de Ben.
—No sé —repuso Ben también en un susurro, consciente de que la aventura del Central Park podría haber teñido la impresión que le causaba cualquier extraño.
El ascensor siguió subiendo con un suave balanceo.
—Se olvidó de marcar su piso —señaló Ben.
El hombre miró el tablero. Sólo el veinte estaba iluminado. Sonrió y cerró los ojos.
Ben lanzó una rápida mirada a Faye; también ella estaba desconcertada y empezaba a sentirse incómoda.
—¿A quién va a visitar en el piso veinte? —preguntó Ben. El hombre lo miró, carraspeó con brusquedad, volvió a sonreír mostrando una dentadura perfecta, y tampoco esta vez dijo una palabra.
Ben se acercó más a Faye. ¿Acaso se trataría del asesino?, pensó. No… Franchino le había asegurado que el crimen era obra de Charles Chazen, quien había ocupado el lugar de su víctima, alguien conocido por toda la gente del edificio. Este hombre, en cambio, era un desconocido. Y sin embargo… algo raro ocurría.
El ascensor aminoró su marcha y se detuvo. Los Burdett salieron al pasillo y Ben sacó las llaves de su departamento, ubicado dos puertas más allá. El hombre salió tras ellos pero se quedó cerca del ascensor, mirándolos.
—¿Podemos ayudarlo en algo? —preguntó Faye. El hombre movió la cabeza.
Faye tomó la mano de su marido y Ben percibió el temblor de sus dedos.
El hombre avanzó hacia ellos pero se detuvo cuando el ascensor de servicio se abrió para dar paso a Biroc, que traía el bolso de Faye olvidado en el mostrador de la entrada.
Entonces caminó con paso rápido detrás del portero, pasó frente al departamento de la Hermana Thérèse, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta de John Sorrenson y entró.
—¿Quién era ese hombre? —le preguntó Faye a Biroc después de agradecerle por el bolso.
—No sé. Debe ser un amigo del señor Sorrenson.
—¿Usted lo vio entrar al edificio? —Ben estaba muy perturbado.
—No… pero quizás haya entrado antes de que yo tomara mi turno. ¿En qué piso subió al ascensor?
Ben y Faye cambiaron una mirada perpleja.
—¿En qué piso? —repitió Faye—. Estaba en el ascensor cuando nosotros entramos.
—¿De veras?
—Joe… ¿se siente bien? —Faye le rozó la mano—. Estaba delante de sus ojos, de pie junto al tablero.
—Lo siento, señora Burdett, pero no lo vi. Quizás estaría distraído… no sé… pensando en otra cosa.
Ben sintió una oleada de náuseas.
Biroc se acercó al departamento de Sorrenson y llamó. Después del décimo timbrazo se volvió.
—¡No hay nadie!
—Es imposible. —Ben golpeó la puerta con violencia—. Consiga una llave maestra. ¡Abra!
—Señor Burdett… No puedo hacer eso a menos que haya una emergencia.
—Pues la hay —gritó Faye—. Algo puede haberle ocurrido a Sorrenson.
—De ningún modo —afirmó Biroc—. Sorrenson salió del edificio apenas cinco minutos antes de que ustedes llegaran. Se llevó el auto y sé que todavía no regresó.
—¿Está seguro?
—Por supuesto.
Irritado, Ben descargó el puño contra la puerta de Sorrenson. Sólo el eco le respondió. La puerta siguió cerrada.
—Habrá que esperar hasta que vuelva Sorrenson —dijo Biroc—. Pero si oyen algo o vuelven a ver al hombre, no dejen de avisarme.
Ben asintió y se dirigió a su departamento. Faye se apretó estrechamente contra él rodeándole la cintura con el brazo. Detrás de ellos, Biroc entró en el ascensor de servicio.
Ben se frotó la cara con las manos y enseguida acarició tiernamente a Faye.
—¡Qué noche!
—Ese hombre tenía algo que ver con todo lo que nos pasa, ¿verdad?
—No lo sé —contestó Ben—. ¡De veras no lo sé!
Poco después de las tres de la mañana Ben saltó de la cama, descorrió las cortinas del dormitorio y contempló la luna, más radiante a esa hora de la madrugada. Desde las dos no había hecho más que dar vueltas en la cama, desvelado, reviviendo la impresión que le había causado el desconocido del ascensor. Había algo, algo que percibía sin llegar a captarlo. Por lo menos no pudo hacerlo mientras permaneció entre las mantas.
Bostezando, oprimió la cara contra el vidrio de la ventana.
Alto, moreno, delgado, piel cetrina. Blazer azul, camisa blanca.
Tomó un cigarro de la mesa de luz, se lo puso en la boca y mordisqueó la punta sin encenderlo. Miró a Faye dormida; sus pensamientos iban y venían sin orden por un callejón sin salida.
Y de pronto la revelación lo hirió como un rayo.
Recordó los gemelos. Redondos. De oro. Y con iniciales: MSF. ¡Michael Spencer Farmer!
—Le dije bien claro que no tratara de comunicarse conmigo —refunfuñó Franchino mientras cerraba la puerta.
Ben se contuvo y miró a su alrededor.
Era una oficina amplia y muy bien amueblada, de acuerdo con la jerarquía del hombre que la ocupaba. Un crucifijo tallado adornaba una de las paredes, rodeado por dos retratos: uno del Papa y otro del Cardenal. El parecido de ambos era notable, como si por algún designio superior Dios hubiese cincelado sobre un mismo molde los rasgos de sus discípulos. Hasta el rostro de Franchino era vagamente similar.
—¿Qué quiere?
—Hablar unas palabras con usted.
Franchino se sentó y lo miró.
—El Padre McGuire está metido en todo esto, ¿no es cierto?
Franchino siguió mirándolo. Luego asintió.
—Nos siguió a Faye y a mí en el parque. ¿Por qué lo hizo?
—Porque yo se lo ordené.
—¿Por qué?
—Eso no es asunto suyo. Pero se lo diré, de todos modos. McGuire estaba allí para protegerlos de Chazen.
—¿Por qué no me lo advirtió?
—Porque no quise.
—Miserable hijo de perra.
—Cállese la boca y siéntese, señor Burdett.
Temblando, Ben se dejó caer en un sillón.
—¿Ya dijo todo lo que quería? —preguntó Franchino.
—No. Anoche nos siguieron otra vez. Pero no era McGuire.
—¿Quién, entonces?
Tardó unos segundos en contestar.
—Un hombre que usaba gemelos de oro con las iniciales MSF.
Franchino no se alteró. Asintió con la cabeza, sonriendo.
—No era un hombre, señor Burdett. Era un alma. Un miembro de las legiones de Chazen.
—¿Y qué hacía en el edificio?
—No lo sé.
—Vea, Franchino, yo…
—No debe volver aquí —explotó Franchino colérico—. No debe tratar de verme. Debe quedarse en su departamento. De lo contrario…
Ben le lanzó una mirada furiosa.
—No puedo darme el lujo de permitir su interferencia. ¡Y menos ahora! Esta noche es decisiva, señor Burdett. Sus quejas ridículas no son más que una molestia. Y no quiero volver a oírlas.
Franchino asió a Ben por debajo del brazo, lo obligó a ponerse de pie y lo empujó hacia la puerta, siguiéndolo.
—He descubierto la identidad de Charles Chazen. Y esta noche debo enfrentarme con él.
—¿Quién es?
—¡Salga! —Franchino abrió la puerta.
Ben vaciló y clavó la mirada en la máscara de piedra que era la cara del sacerdote.
—¡Salga! —repitió Franchino y pasando de las palabras a la acción lo empujó hacia el pasillo y echó la llave a la puerta.
—Hola —saludó Sorrenson saliendo apresuradamente de su departamento. Tenía un arco de violonchelo en la mano.
Ben, que acababa de subir en el ascensor con Daniel Batille, se volvió y lo miró con aire ausente. El enfrentamiento con Franchino lo había dejado insensible a lo que ocurría a su alrededor.
—¿Qué pasa? —preguntó fríamente.
—¿Pasar? —sonrió Sorrenson—. No pasa nada. Nada malo, quiero decir. ¿No le contó Faye?
—No estuve en casa. ¿Qué tenía que contarme?
—Encontraron a Lou Petrosevic.
Batille apretó con más fuerza sus libros de derecho.
—¿Dónde? —preguntó obviamente complacido.
—Pues acabo de hablar con él. Estaba practicando en mi departamento cuando me llamó. No tenía idea de lo ocurrido. Ayer le habló por teléfono a su secretaria para disculparse por su desaparición y ella le informó que la policía lo buscaba, que se sospechaba de él como autor de un asesinato… o como su víctima.
—Linda alternativa —comentó Batille sin dejar de masticar una pastilla.
—Y bien, ¿dónde estaba? —preguntó Ben.
—Bueno, siempre dije que el ojo de águila que tiene Petrosevic para las mujeres lo metería en algún lío. Ocurre que el cliente al que fue a visitar Lou el día de su desaparición resultó ser una encantadora damisela, según me informan, y a nuestro amigo no se le ocurrió nada mejor que darse una escapada con ella a la montaña para… En fin, llamémoslo un rendez-vous.
—¿Y no le avisó a su secretaria? —Parece que no.
—Se habrá divertido de lo lindo —dijo Batille riéndose.
Sorrenson lanzó una mirada admonitoria al joven estudiante de derecho y enseguida alzó los brazos en un gesto entusiasta.
—Lo cierto es que ya habló con la policía, y en principio ha quedado libre de toda sospecha de complicidad en el asesinato. ¿No es formidable?
Ben detuvo el arco a medio camino hacia su cara.
—Me va a sacar un ojo, John.
Sorrenson lanzó una risita, se disculpó y ocultó el arco detrás de su espalda.
—No parece muy contento —dijo mirando a Ben.
—¿Contento? No…, digamos simplemente que me alegro por Lou. ¿Cuándo regresa?
—Dentro de unos días.
Batille se excusó y entró en su departamento. Sorrenson se acercó entonces a Ben y su expresión se hizo más solemne.
—Biroc me contó lo de anoche —dijo.
—¿Usted conocía al hombre?
Sorrenson negó con la cabeza. Parecía perplejo.
—No entiendo. Revisé el departamento y no faltaba nada. Fuera de una cuerda rota del violonchelo que seguramente saltó sin que nadie la tocara, todo estaba en orden. Por eso no llamé a la policía. —Pensativo, se llevó un dedo a los labios—. ¿Cómo lo interpreta usted, Ben?
—No sé cómo interpretarlo —respondió Ben mientras introducía la llave para abrir su departamento—. Lo mejor será que lo olvide. —Hizo girar la llave en la cerradura—. Ah… y si vuelve a hablar con Petrosevic déle mis saludos y dígale que me alegra saber que su situación se aclaró.
Quedó quieto como esperando la respuesta.
—Cómo no.
—Hasta luego, John.
—Ben… —Sorrenson se interrumpió, impresionado por la expresión grave de su vecino—. ¿Se siente bien? ¿De verdad se siente bien?
—Perfectamente —repuso Ben y cerró la puerta.