Capítulo 15

—Estaba preocupado —anunció John Sorrenson mientras mordisqueaba la punta de una zanahoria cruda—. No era propio de ustedes encerrarse en su departamento y desaparecer. ¡Y nada menos que por diez días!

—Necesitábamos estar solos —replicó Faye eludiendo la verdad. Ben le había advertido que no debía contar a nadie lo ocurrido en el subsuelo ni permitir que sospecharan que la causa del encierro había sido la necesidad de reponerse de los golpes recibidos.

—Pero encerrarse de ese modo… eludir los amigos… ¡Ni siquiera nos dirigieron la palabra!

—John, si pudiera hacerle entender…

Sorrenson se rascó la cabeza. Ese día no llevaba sombrero pero lucía un traje a cuadros de colores vivos, camisa rosa y corbata de lazo roja, conjunto que sumado a sus mejillas especialmente sonrosadas le daba un aspecto de payaso.

—Por suerte Biroc me dijo que había hablado con ustedes y que estaban bien. De lo contrario, hubiese llamado a la policía.

Faye sonrió.

—John, siempre puedo contar con usted para preocuparse por nuestro bienestar.

—Claro que sí. Por supuesto.

Faye lo abrazó tratando de que no se le derramara el vaso de vino que tenía en la mano.

Como lo había señalado Max Woodbridge a poco de llegar a la reunión, Faye se veía mejor que nunca. Había recuperado su color saludable y su sonrisa entusiasta. Claro que sus progresos no parecían insólitos; antes del segundo incidente en el subsuelo iba en franca mejoría y puesto que nadie tenía la menor idea de que algo hubiese ocurrido en el ínterin, no tenían razones para sospechar una interrupción en su continuo restablecimiento.

En el otro extremo de la habitación Ben se hallaba de pie, solo, observando a la gente reunida. Salvo la Hermana Thérèse y Lou Petrosevic, todos los vecinos del piso se encontraban allí. ¡Incluido Charles Chazen! Eso le había asegurado Franchino. ¿Pero quién era?

—Estuve hablando con su amigo —dijo Jenkins acercándose—. Un hombre muy interesante. Me sorprende que nunca lo haya invitado antes.

Ben se apartó de sus pensamientos.

—Lo hice, pero estaba muy ocupado. Esta vez tuvimos suerte.

—¿Cómo es eso?

—Da clase de historia y religión en la universidad estatal de Nueva York. Cuando le hablé de la monja se sintió interesado y quiso echar una ojeada.

—¿Y qué piensa?

—Que es una mujer muy desafortunada.

—¿Pero sin significación religiosa?

—Créalo o no, Ralph, esas fueron exactamente sus palabras.

—¿Cómo me dijo que se llamaba? —Jenkins se golpeteó los labios con el índice.

—Franchino.

—¿William?

—Sí.

Ben miró hacia el otro lado de la habitación; Monseñor Franchino se hallaba sentado en el sofá vestido con ropas seglares.

—Pues le diré, Ben, que acaso no sepa gran cosa acerca de la monja, pero en cambio conoce mucho de antigüedades.

—¿De veras? Nunca me habló de eso.

—Dijo que su ex mujer era aficionada.

—Podría ser —convino Ben.

—Pero claro —dijo Jenkins sonriéndole a Faye que pasó junto a ellos—, estoy seguro de que el señor Franchino descubrió más de una pieza importante. Cualquiera que hable con fluidez tantos idiomas como él, tiene que haber vivido en muchos lugares de Europa, y esa es la forma más segura de aprender a apreciar los diversos estilos de mobiliario.

—Creí que Bill sólo hablaba italiano e inglés.

—Qué esperanza. También puede examinarlo en alemán, español, francés, ruso y polaco.

—Asombroso —dijo Ben y advirtió que en ese momento Franchino se ponía de pie y se acercaba a ellos. Se le veía intensamente alerta a todo lo que ocurría en la habitación. No se le escapaba un sonido, un movimiento, una palabra. Y era comprensible. Charles Chazen conocía b identidad de Franchino; Franchino desconocía la de Chazen.

—No se imagina lo bien que lo estoy pasando, Ben —dijo Franchino.

—Me alegra mucho que pudiera venir.

—Y su mujer es encantadora.

—Gracias. —Ben lanzó una mirada a Faye—. A propósito Bill, no sabía que usted fuese un lingüista.

—Apenas pasable —repuso Franchino.

—Es usted muy modesto —insistió Jenkins.

—La modestia es una tarea muy pesada para un ególatra —dijo Franchino.

Todos rieron y él miró el reloj.

—No puedo quedarme mucho más, Ben. Me espera trabajo en casa y como de costumbre el tiempo no me alcanza.

—Nunca creí que los profesores tuvieran problemas de tiempo —comentó Jenkins enderezando la solapa de su elegante traje de medida—. Ya sabe usted, entre las horas libres, los años sabáticos, las vacaciones de verano…

—Ojalá fuera cierto —dijo Franchino—. Pero cuando uno es titular de la universidad esperan que publique trabajos, y eso demanda largas horas de dedicación.

—¿Y en qué está trabajando ahora? —quiso saber Ben. Había preparado la pregunta con mucha anticipación.

Franchino hizo una pausa y en ese momento Batille se incorporó al grupo.

—Estoy investigando las creencias religiosas del Renacimiento en la Europa eslava.

—¿Ortodoxia oriental? —preguntó Batille.

—En parte —replicó Franchino—, pero lo que me interesa más son las variaciones étnicas y las influencias extracatólicas.

—¿Por ejemplo?

—Pues… existió una secta en las provincias de lo que ahora es Bulgaria, que practicaba un ritual en el que se combinan conceptos de magia negra con los dogmas de la iglesia ortodoxa. Creían en el poder indeleble de la cruz. Una vez por año se reunían para descubrir la señal de Satanás.

—¿Y en qué consistía esa señal? —preguntó Sorrenson, quien se había acercado sin que los demás lo advirtieran.

—Creían que un crucifijo forjado en mineral de hierro blanco de Bulgaria oriental, poseía facultades especiales que dejaban una marca en las legiones satánicas y en el mismo Satanás: una pequeña quemadura producida por el borde del metal. Realizaban complicadas ceremonias con esos objetos y hacían voto de condenar a muerte a los que quedaban marcados.

—¿Y alguien quedó marcado alguna vez? —preguntó Sorrenson.

—No lo sabemos con seguridad. Lo que sí se sabe por documentos fidedignos, es que muchos murieron en la hoguera.

—¿Existen todavía algunos de esos crucifijos? —preguntó Ben. Conocía la respuesta. Aquella tarde Franchino había identificado el crucifijo del barco como una de esas reliquias. ¿Coincidencia? Difícilmente.

—Sí. Hay varios. Yo he identificado por lo menos tres de los cien que fueron forjados. Formaban parte de una colección privada de Bucarest.

—De manera que según usted —intervino Batille— el mero hecho de tocar el crucifijo deja una marca.

—Si se lo toca durante el ritual.

—¡Qué tonterías! —se mofó Sorrenson.

En el momento en que Sorrenson ponía en duda la veracidad de la historia, Ben sacó el crucifijo del cajón donde lo guardaba.

—¿Este es uno de ellos? —preguntó, dándole vueltas en la mano.

Sorprendida, Faye se acercó.

—¡Creí que lo habías tirado!

Ben la miró, hizo un gesto como disculpándose y le entregó el crucifijo a Franchino. Franchino lo examinó.

—Desgraciadamente, no. Si lo fuera, tendría mucho valor.

—¿Usted conoce el ritual? —preguntó Ben.

—Sí —contestó Franchino.

—Pues póngalo en práctica. ¿Quién sabe? Quizá…

Sorrenson alzó los brazos.

—Ben, esta es una cena de amigos, no una sesión espiritista.

—Anímese, John. Será divertido. —Miró a Faye—. Decídelo tú.

Faye no dijo nada.

Max Woodbridge se acercó a Ben.

—Este no es el momento apropiado, Ben.

—¿Le parece?

Ignorando la objeción de Woodbridge, Ben anunció que Franchino haría una demostración del ritual. Pero Franchino dijo:

—No sé si debo.

Nadie respondió.

—¡Hágalo! —insistió Ben.

Con aire de vacilación Franchino dispuso a los reticentes huéspedes en un círculo, trazó una línea en el piso que dividía el círculo en dos partes iguales, y se ubicó en el centro. Luego hizo apagar las luces y comenzó a murmurar en latín. Sonidos entrecortados, tono gutural. Una vez, y otra. Poco a poco su voz se elevó. El eco de las respiraciones se hizo más intenso; los Woodbridge, juntos; Ben y Faye uno frente al otro, las secretarias y Batille enfrentados con Sorrenson y Jenkins.

Franchino alzó el crucifijo por encima de su cabeza, aceleró el ritmo de sus conjuros y empezó a moverse.

Desorientado, Ben se preguntó si el ritual no sería más que una farsa.

De pronto Franchino gritó; el sonido surgió de lo hondo de su diafragma y se disipó enseguida.

Apresuradamente Ben encendió las luces.

De rodillas en el piso, jadeante, Franchino se aferraba el pecho con las manos haciendo esfuerzos desesperados para respirar.

—¿Qué le ocurre? —gritó Ben.

En medio del desconcierto todos abandonaron sus lugares y empezaron a moverse.

Franchino señaló un bolso negro que había dejado sobre la mesa. Max Woodbridge fue a buscarlo, sacó un frasco de adentro y se lo alcanzó a Ben.

—¿Esto? —preguntó Ben.

Franchino asintió y cayó de costado retorciéndose de dolor.

Grace Woodbridge corrió a la cocina y volvió con un vaso de agua.

La piel de Franchino había tomado un tinte azulado; su cuerpo se estremecía agitado por temblores.

Ben lo volvió cara arriba y le puso una tableta en la lengua; luego tomándolo por la mandíbula, lo forzó a abrir la boca y le hizo beber el agua. Franchino tragó entre toses, derramándose agua encima.

—Hace falta un poco de aire —dijo Batille.

Las dos secretarias abrieron las ventanas.

Gradualmente Franchino logró incorporarse y se puso de rodillas. Aunque todavía se apretaba el pecho con las manos, Ben notó que el dolor estaba cediendo.

—¿Se siente mejor? —preguntó Grace Woodbridge.

Franchino esbozó una sonrisa desvaída.

—Sí… angina… Hace años que la sufro. Va y viene. Con la nitroglicerina puedo dominarla.

—¿Por qué no se sienta en el sofá? —sugirió Ben.

Franchino hizo un gesto negativo y con un esfuerzo se puso de pie.

—No…, continuemos.

—Señor Franchino —dijo Grace Woodbridge—, ¿no le parece que debería descansar? La tensión podría…

—Estoy bien —protestó Franchino—. Sigamos.

Sorrenson y Batille anunciaron que se iban.

—No quiero que nadie se vaya —declaró Ben.

—¿Está loco, Ben? —se indignó Sorrenson.

—No —replicó Ben—. Pero quiero que terminemos el ritual. —Echó una mirada a Franchino buscando su asentimiento—. ¡Y ahora!

Ben consiguió que todos volvieran a ubicarse en círculo y volvió a apagar las luces. Nuevamente Franchino alzó el crucifijo por sobre su cabeza y comenzó a moverse y murmurar. De repente Ben sintió un soplo de aire helado en la piel. ¿De dónde procedía? El acondicionador de aire no estaba encendido, y por otra parte lo que acababa de sentir no se parecía a nada conocido. Era como si alguien le hubiera apretado una losa helada contra el cuerpo.

Franchino interrumpió sus conjuros. ¿Habría sentido alguien más ese frío ominoso? La sensación se hizo más intensa. Ben empezó a temblar. Franchino trató de continuar pero no pudo.

—Hace un frío glacial aquí adentro —dijo una de las secretarias.

Luego, un sonido. Una presión sobre los cuerpos, como si alguien los doblara por la cintura. El grito de Franchino. El ruido de un impacto.

Alguien encendió las luces.

Desplomado en un sillón, Franchino luchaba con un par de manos imaginarias que le apretaban la garganta. Tenía un tajo sangrante encima del ojo derecho y la cara encendida de alguien que se asfixia.

Presa de pánico, Ben se arrodilló a su lado.

—¡Franchino!

—¿Qué es esto? —chilló Grace Woodbridge detrás de él. Franchino echaba espuma por la boca; tenía los ojos en blanco. Ben le aflojó el cuello y recogió el crucifijo caído en el suelo.

Confusión.

—Llamen al médico —dijo Jenkins.

—¡No! —gritó Ben—. Nada de médicos.

Arrodillada en el piso, Faye lloraba.

De pronto Franchino dejó de retorcerse. Miró a su alrededor y lentamente se puso de pie.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Ben.

—¡Chazen no me deja seguir adelante!

—¿Quién es Chazen? —preguntó Sorrenson. Todos habían oído el nombre.

—¿Chazen? —preguntó Franchino con aire ausente.

—Sí —contestó Faye—. Usted dijo que Chazen no lo dejaba seguir.

Franchino miró a Ben.

—¿Quién es Chazen? —volvió a preguntar Faye.

—No lo sé —respondió Franchino con la mirada perdida en el espacio.

—¡Cristo! —se asombró John Sorrenson boquiabierto.

Ben paseó una mirada por la habitación; parecía haber sufrido los efectos de un bombardeo.

Pese a las objeciones de todo el mundo, Franchino había intentado por tercera vez practicar el ritual y estuvo a punto de dejar su vida en el intento.

—Debe de estar loco —gimió Grace Woodbridge tomándose con fuerza del brazo se su marido. A sus pies yacía la base de una lámpara rota.

Faye tenía la cara cenicienta.

—¿Conociste a ese hombre en la universidad? —preguntó.

Ben hizo un gesto afirmativo.

—¿Por qué no lo mencionaste nunca hasta esta noche?

Ben se encogió de hombros.

—No sé, se dio así.

Jenkins respiró hondo. Tenía una solapa desgarrada; obra de Franchino, cuando Jenkins trató de dominarlo durante un ataque para evitar que se tragara la lengua.

—¿Cómo entiende todo lo ocurrido? —preguntó mirando fijo a Ben.

—Jamás he visto nada parecido. Quizá sea enfermo, epiléptico. No lo sé.

Sorrenson recogió el crucifijo caído sobre la alfombra y lo examinó. Estaba resbaladizo por la transpiración de Franchino.

Ben se lo quitó de las manos y volvió a guardarlo en el cajón.

—Lamento lo que ha pasado y les pido disculpas.

—Creo que es hora de que descansemos —dijo Faye con cautela, agachándose para enderezar la mesa baja—. ¿Les parece bien?

No hubo oposición, y a los pocos minutos todos se habían retirado.

El piso estaba seco, una ventaja para su cuerpo empapado. Yacía boca abajo, las manos enterradas debajo del pecho, los párpados fuertemente apretados, como si se los hubiesen soldado. Las sienes le palpitaban; sentía la presión de sus arterias, el dolor del pecho.

Abrió los ojos y miró hacia adelante; el marco de la ventana estaba en sombras. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver el borde del hábito de la Hermana Thérèse; olía el hedor ácido de su cuerpo.

Y el dolor seguía.

Los miembros. La espalda. Las manos. La cara. Atenazados por las garras de Charles Chazen, por su furia desatada.

Sabía de antemano que Chazen no le permitiría completar el ritual. Pero por lo menos ahora tenía la certidumbre. ¡Chazen había estado esa noche en el departamento de Ben Burdett!

Una vez más su mente volvió al pasado. Veía el rostro de Allison Parker, su rostro de quince años atrás, la noche en que Franchino dio cumplimiento a la transición.

¿Por qué volvía a revivir esos hechos? ¿O acaso era Charles Chazen quien se cebaba en él, torturándolo?

Imágenes.

Habiendo encontrado los legajos de la sucesión y resuelto a impedir que el destino de Allison Parker se cumpliera, Michael Farmer llegó a la casa marrón poco antes de la medianoche. Como quince años atrás, Franchino volvía a sentir la oleada de miedo que lo embargó cuando, desde su puesto de vigilancia en un recoveco del edificio, vio que Farmer descubría la leyenda inscrita en la pared que daba entrada a las puertas del infierno: «Dejad toda esperanza los que entráis». Y la paradójica expectativa cuando el Padre Halliran descendió por la escalera hasta la planta baja para tratar de advertirle a Farmer que todo intento de su parte se hallaba condenado al fracaso. Pero Farmer, incapaz de comprender el mensaje silencioso de Halliran, lo siguió hasta su departamento del quinto piso y quiso obligar absurdamente al sacerdote mudo, a decirle la verdad. Al fracasar en su intento, le apretó la garganta con las manos y le golpeó la cabeza contra el piso de madera. Fue entonces cuando Franchino se vio forzado a poner fin a la interferencia de Farmer. Oculto en la habitación, tomó la base de una lámpara de metal y la descargó en el cráneo de Farmer hasta dejarlo muerto. Y entonces reinó el silencio.

Luchando contra los recuerdos, se arrastró hasta la silla de la Hermana Thérèse. Podía verle la cara, bañada por la suave luz de una luna menguante. ¿Había algún movimiento en sus ojos? No, nada más que la llama muerta de lo que había sido, de lo que era, de la frágil mujer que quince años atrás Franchino había visto llegar a la casa marrón en estado de trance buscando a Michael Farmer, programada por fuerzas que escapaban a su comprensión, programada para responder, para presentarse, para obedecer, convocada para cumplir la transición.

Una vez más observó desde las sombras cómo Allison registraba la casa y sólo hallaba un rastro de sangre de Farmer y uno de sus gemelos, caído, mientras Franchino arrastraba el cuerpo hasta uno de los departamentos cerrados. Aterrada, se encerró entonces en su propio departamento, segura de que estaba vacío. ¿Pero lo estaba? Momentos más tarde oyó pasos y se escondió en el armario del dormitorio. Aunque Franchino estaba en el quinto «A» con el Padre Halliran, sabía lo que ocurrió. Allison Parker se enfrentó con el alma de Michael Farmer convertido en soldado de las legiones de Satanás, condenado a la eternidad del infierno por haber mandado asesinar a su mujer. Y ahora Farmer, convertido en instrumento de Satanás, empujaría a Allison al suicidio. Enloquecida al comprender la verdad, Allison salió corriendo y llegó a la planta baja. Charles Chazen, Satanás, la esperaba en el vestíbulo principal instándola a destruirse y librarse de la pestilencia eterna. Allison huyó escaleras arriba. Las almas del ejército de Satanás —los vecinos de Allison, su padre, Michael Farmer— la rodearon. Formas ambiguas, condenadas, amenazantes. Tratando de escapar entró en el cuarto «B». Pero sus perseguidores la acosaron también allí, guiados por Chazen. La conminaron a unirse a ellos. A traicionar a su Dios. En ese momento Franchino bajó conduciendo al Padre Halliran. Los ejércitos de la noche se rebelaron blandiendo sus lanzas. Millares de cuerpos informes se lanzaron contra el anciano sacerdote. Pero él y Franchino se mantuvieron firmes en medio del griterío infernal. Firmes y en su puesto. En busca de la sucesora de Halliran. Allison Parker. La elegida de Dios. ¡El Centinela!

La encontraron en el cuarto «B» rodeada por la multitud: Chazen, los brazos en alto, sus legiones cantando, haciendo rechinar sus armaduras, llenando la habitación, los pasillos, el edificio entero con los clamores del infierno. Allison se hallaba tirada en el suelo, temblando, a punto de entregarse, deseando la muerte, convencida de que su destino era condenarse por su propia mano.

Todavía hoy Franchino recordaba el terror que lo estremecía mientras luchaba para transferir el crucifijo. Y allí las imágenes se esfumaban. Los recuerdos se arremolinaban en torbellino. Siempre había ocurrido así, desde el momento en que besó el anillo que llevaba en la mano el Padre Halliran, murmuró los últimos rezos sobre el cuerpo sin vida del sacerdote, imploró el perdón por su propio pecado mortal y arrastró a Allison Parker, ya convertida en la Hermana Thérèse, fuera del edificio.

Así ocurrieron las cosas, así terminaron. Y ahora todo recomenzaba.

—Ayúdame, Dios mío —imploró aferrando la base de la silla que ocupaba la Hermana Thérèse—. Dame la fuerza necesaria, te lo ruego. Dame la fuerza.

Dejó caer la cabeza sobre el piso mientras un hilo de sudor salado le bajaba a los labios; luego se acurrucó y se dispuso a aguardar, rogando al cielo que llegara la caricia sensual del sol.

Poco después de las diez de la mañana Franchino llegó a su oficina de la archidiócesis. Estaba exhausto. Tenía un hematoma en el pómulo y sangre seca en el borde del labio superior.

El Padre McGuire lo esperaba.

—¿Se siente bien? —preguntó.

—Sí.

—¿Estaba Chazen en la habitación?

—Sí.

—¿Pero no consiguió desenmascararlo?

—No.

McGuire se sentó delante del escritorio y le tendió una carpeta a Franchino.

—Biroc terminó su investigación —dijo, mientras Franchino abría la carpeta—. Hizo un trabajo muy completo, dentro de sus posibilidades. Hay informes sobre Batille, Jenkins, Sorrenson, Max Woodbridge y Lou Petrosevic. Todo concuerda con la información que ya tenemos, salvo en el caso de Jenkins. Biroc no pudo verificar ni un solo hecho. Jenkins es nuestro hombre misterioso, acaso el mismo Satanás. —Esperó un comentario, pero Franchino permaneció silencioso hojeando el informe de Biroc—. De todos modos, cualquiera sea la conclusión, la cosa no tiene sentido. Aunque Satanás hubiese matado a Jenkins para reemplazarlo, Jenkins tiene que haber tenido una identidad interior.

Franchino asintió con aire pensativo.

—¿Qué debo hacer? —preguntó McGuire.

Franchino alzó la mirada.

—Dígale a Biroc que vuelva a investigar el pasado de Jenkins. También quiero que consiga el certificado de nacimiento de Joey Burdett.

—¿El bebé?

Franchino asintió.

—¿Por qué? Es imposible que Chazen sea el niño. El cuerpo encontrado en la compactadora era el de un hombre. ¿Y cómo podría influir sobre la vida del Centinela desde una cuna?

Franchino respondió con enojo:

—Haga lo que le digo. Quiero que se investigue al chico y que verifiquen todos sus datos. Inmediatamente. ¿Me entiende?

Desconcertado, McGuire hizo un gesto de asentimiento.

—Tengo que descubrir por qué Charles Chazen se tomó el trabajo de montar toda esa escena en el subsuelo… la paliza a Burdett y a su mujer. Antes que cualquier otra cosa, debo aclarar ese punto. Es en esa agresión donde se oculta el rastro que lleva a la Identidad de Satanás.

Franchino volvió a concentrar su atención en el informe.

McGuire aguardó un momento hasta que, convencido de que Franchino había dicho todo lo que pensaba decir, salió de la habitación.