Capítulo 14

Llovía cuando Monseñor Franchino llegó a la terraza de la calle Ochenta y Nueve Oeste 81, junto a la excavación de la iglesia de San Simón, y enfocó sus binoculares hacia la ventana de la Hermana Thérèse. Estaba abierta, pero eso no le preocupó. Biroc había informado sobre el incidente de la plataforma a pocas horas de ocurrido. También fue Biroc quien siguió a Burdett a Siracusa y le quitó las fotos a la chica agonizante, y quien robó los negativos del laboratorio. Joe Biroc era un hombre muy útil.

Franchino apuntó los binoculares a los ojos de la Hermana Thérèse. Las densas cataratas brillaban como faros. Pero por horrible que pudiera parecer, la mujer era una visión hermosa, el ángel de Dios en la Tierra, y gracias a su devoción había salvado su alma. Muy pronto se le concedería el descanso eterno y entonces se reuniría con su Dios, como antes que ella lo había hecho el Padre Halliran.

El Padre Matthew Halliran, nacido William O’Rourke. Quince años hacía ya que no era más que un recuerdo. De no ser por el vivo golpeteo de las gotas contra su cara y el intenso frío que le mordía la piel, Franchino acaso hubiera puesto en duda el rápido fluir del tiempo. A través de los binoculares le llegaba la visión del pasado, surgía aquella noche, muchos años atrás, cuando desde ese mismo lugar había apuntado unos binoculares parecidos, al departamento del tercer piso que ocupaba Allison Parker. También aquella noche llovía.

Al comprender que Chazen se disponía a actuar contra la chica, Franchino había acudido apresuradamente y llegó en el mismo momento en que una figura cruzaba la calle y entraba en la casa de piedra marrón, una figura identificada más tarde como el detective Joseph Brenner. Poco después Allison Parker, histérica, cubierta de sangre, apareció en la calle y se lanzó a correr bajo la lluvia. Franchino la vio alejarse y entró en la casa marrón. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había hecho Chazen? ¿Y quién había entrado al edificio? De pronto encontró el cuerpo del detective Brenner, asesinado de varias puñaladas. Rápidamente lo sacó de la casa, lo depositó en el baúl de un auto abandonado y regresó al cuarto «A» para eliminar las huellas de sangre que pudiera encontrar, aunque tenía la certeza de que Chazen alteraría las habitaciones para que la policía no descubriera rastros de lucha. Cumplida la tarea salió del departamento, y fue entonces cuando se enfrentó con Chazen, de pie en el rellano del tercer piso. Jamás había experimentado semejante terror. Con el cuerpo cubierto de sudor y penetrado de dolor hasta el alma, permaneció inmóvil haciendo frente a ese objeto maligno mientras rogaba a Cristo que lo guiara, le diera fuerzas y lo ayudara a sobrevivir. Y de alguna parte llegó la ayuda. Ante sus ojos Chazen pasó a otra dimensión y desapareció.

Franchino recordaba que después de volver a la archidiócesis pasó la noche tirado en su catre boca abajo, llorando. Y luego las imágenes se esfumaron y volvió al presente… la Hermana Thérèse, Ben y Faye Burdett, la lluvia, el frío, las pequeñas punzadas de angina que había sentido durante el día, cuando aceptó el hecho de que una vez más Chazen se disponía a entrar en acción.

—Faye —llamó Ben adormilado, tratando de distinguir algo en la oscuridad del dormitorio.

No había luz en la habitación. Ni movimiento.

—¡Faye! —Ha de estar en la cocina, pensó.

¿Qué hora era? ¿Las tres? ¡Cristo!

El bebé se volvió hacia el otro lado y tosió entre sueños.

Ben encendió la luz y saltó de la cama. Le dolía la cabeza. Ideas negras del almuerzo del día anterior con Franchino le habían horadado un agujero en el cerebro.

—¡Faye! —volvió a llamar asomándose al living.

Nadie en el sofá; nadie en la cocina. ¿El baño? No.

Aguzó el oído. Llovía. ¿A dónde habría ido Faye?

Se vistió rápidamente, salió al pasillo y prestó atención al pasar por delante de los otros departamentos. Tenía la esperanza de oír voces, la voz de Faye. Quizá no podía dormir y había ido a ver a Sorrenson, o a Jenkins. Pero no oyó nada.

Llamó el ascensor y bajó.

El portero nocturno dormía en un sofá, con un paraguas húmedo apoyado contra las piernas.

Ben lo despertó.

—¿Sí…? —dijo el hombre sobresaltado.

—¿Vio a mi mujer?

El portero lo miró.

—Debo haberme quedado dormido. ¿Por quién me preguntaba, señor Burdett?

—¡Mi mujer!

—No…, no recuerdo haberla visto. No sé cómo me dormí.

Ben asintió, mientras pensaba rápidamente. ¿La calle? Tal vez. ¿Pero por qué? Tendría que estar loca para salir bajo la lluvia en medio de la noche. ¿Dónde, entonces?

—Si la ve, avíseme por el portero eléctrico.

—Por supuesto, señor. —El portero se puso de pie con esfuerzo y se arregló la chaqueta.

Ben volvió al ascensor y marcó el piso veinte.

¿Dónde? ¿Por qué? Más preguntas. Su mente era una total confusión.

El ascensor se detuvo y el ruido de la puerta al abrirse rompió el silencio.

A punto de bajar, se apoyó contra el marco de la puerta. De pronto supo. ¡El subsuelo! ¡Faye estaba allá abajo!

Retrocedió hasta el interior y apretó el botón del subsuelo. Nuevamente el ascensor empezó a descender. Pero esta vez parecía arrastrarse. Ben casi podía palpar el lento transcurrir de los segundos burlándose de él. De pronto se sintió claustrofóbico.

El subsuelo apareció al otro lado de la puerta corrediza y Ben bajó. En algún lugar del corredor, más adelante, oyó gotear una canilla. Quizás en el cuarto del portero. También se oía el ruido de la caldera.

¿Debería llamar? No.

Faye no había estado en el subsuelo desde la noche en que se descubrió el cadáver. ¿Para qué habría bajado ahora? No tenía sentido.

Al doblar un recodo oyó algo a sus espaldas. Había alguien allí, y no era Faye.

Unos pasos más y ahora estaba convencido de que había vida cerca de él. Sentía la presión de un pecho jadeante que se esforzaba por calmar su respiración para no traicionarse.

¿Podría ser Faye? Tenía la certeza de que no era así. Faye estaba en alguna parte, más adelante.

El corredor giraba a su alrededor mientras con paso vacilante se adelantaba hacia el compartimiento de la máquina compactadora. Se detuvo a pocos pasos. Ese era el lugar… Sangre. Un cadáver. Muerte… ¿Qué hacía Faye allí?

—Faye… —llamó. Si estaba en el compartimiento lo oiría.

No hubo respuesta, pero sus sentidos percibieron con mayor intensidad la presencia humana. Había alguien delante de él, y alguien detrás.

Agarrándose de las paredes se adelantó paso a paso hasta el cuarto y miró hacia el interior.

La luz roja estaba encendida. De pie frente a la máquina compactadora se hallaba Faye, erecta, petrificada.

—¡Faye!

Ella no se movió.

Entró y la tomó por los brazos; estaba rígida. Volvió a llamarla por su nombre y a sacudirla. Sumida en un trance, aunque lo veía no registraba nada.

—Ven, querida, te llevaré arriba.

Trató de volverla hacia él, pero Faye tenía los pies clavados en el suelo. Tendría que arrastrarla hasta el ascensor.

La tomó por la cintura y en ese momento se quedó inmóvil. Oyó voces en el corredor, un susurro bajo, sibilante, gatuno.

—Faye… ¿me oyes?

Risas en el corredor.

Quizá no fuera nada. Vecinos, chicos que venían de la calle, el portero… ¿Pero a esa hora de la madrugada?

—¿Hay alguien allí? —preguntó como un idiota, afectando naturalidad.

Sólo le respondió el silencio.

Asomó la cabeza y se disponía a volver a preguntar cuando sintió una descarga de dolor. Se agarró la cara. La sangre le corrió por las manos. Otra descarga dolorosa. La sensación de puños chocando contra su cara.

Tres hombres lo rodeaban golpeándole la cabeza. A través de la lluvia de sangre sólo lograba distinguir las caras. Eran adolescentes, todos negros. Uno esgrimía un cuchillo. El más alto tenía una cicatriz que le cruzaba la frente.

Ben alzó las manos para protegerse. El muchacho del cuchillo le hizo un tajo en la muñeca. Los otros seguían lanzando puñetazos.

Más sangre.

Lo arrastraron dentro del compartimiento de la máquina compactadora, lo ataron y empezaron a patearle los genitales.

—¿Asustado, amiguito?

Dios… alguien tenía que venir a detener ese espanto. ¡Por favor!

—¿Asustado?

—¡Agárrenla!

—¡No le hagan nada!

—Cierra el pico, hijo de puta.

Ben gimió cuando un puntapié aterrizó en su entrepierna.

El muchacho alto desgarró la blusa de Faye y le mordió los pechos.

Uno de sus compañeros gritó algo en español.

Ben gritó cuando vio el cuchillo sobre el pecho de Faye y la sangre corriéndole por la piel.

La tiraron al suelo pateándola. Faye salió de su trance.

—Ben —gritó al verlo doblado sobre sí mismo.

Trató de acercarse pero uno de los muchachos le pisó el brazo hundiéndole el tacón en la carne y lacerando la piel.

Los tres cayeron sobre ella baboseándole la cara con sus lenguas. Cada vez que se resistía le lanzaban una lluvia de puñetazos hasta que grandes costurones rojos le cubrieron las mejillas y acabó por quedar sumida en un total estupor.

Cuando Ben trató de protegerla, los atacantes le golpearon la cabeza contra la pared. Luego se quitaron la ropa y arrastraron a Faye hasta apoyarla en la cámara de compactación.

—¡Por favor, déjenme! ¡No me lastimen!

—¡Cállate, sucia puta!

—¡Pide, pide el dulce, que te lo vamos a dar!

—¡No! —gritó Ben.

Entre los tres la zamarrearon, golpearon y hurgaron sus genitales.

Faye balbuceaba histéricamente bajo los golpes.

Ben rodó boca arriba, alzó la cabeza y observó el revoltijo de cuerpos. Luego se arrastró hacia Faye deslizándose sobre su propia sangre, se incorporó a medias y aferró una pierna negra y lampiña.

—¡Los mataré a los tres!

Uno de los negros levantó el pie. Ben lo vio venir hacia él; la bota negra llenó su campo visual. Sintió un golpe sordo en la frente.

Y luego no hubo nada.

Con la cara empapada de agua y transpiración, Monseñor Franchino cruzó la calle corriendo, pasó bajo la ventana de la Hermana Thérèse y se dirigió a la entrada trasera del edificio. Con aire sombrío cruzó los charcos, entró al subsuelo y rápidamente enfiló hacia el cuarto del compactador.

Algo había ocurrido, y ese era el lugar.

¿Cuánto tiempo había estado en la terraza azotada por la lluvia? Ya no importaba.

El cuarto estaba más adelante.

Ningún ruido… salvo quizás algún quejido.

Volvió a sentir la punzada en el pecho. ¿Las pastillas? Las había dejado sobre la baranda de la terraza.

¿Qué estaba haciendo Chazen? ¿Y por qué?

¡Dios le diera fuerzas!

El calor era sofocante. Costaba respirar. ¿O acaso sólo sería una manifestación del terror que sentía?

Al acercarse al cuarto de la máquina compactadora, aferró su crucifijo y entró.

Apoyado en la pared estaba sentado Ben Burdett con la cara cubierta de magulladuras. Sobre su regazo descansaba la cabeza de Faye. La mirada vacía de la mujer estaba clavada en el techo. Respiraba débilmente.

Ben concentró su atención en Franchino.

Franchino se acercó más y se arrodilló. No dijo nada.

Ben se pasó la lengua por los labios lastimados, aspiró ruidosamente para despejarse la nariz y estrechó con más fuerza el cuerpo de Faye, quien dejó escapar un gemido.

—Monseñor Franchino… —murmuró Ben—. Monseñor Franchino.

Había salido el sol, pintando la ciudad con una capa espectacular de luz incontaminada. En la calle, bajo el departamento de los Burdett, empezaban a oírse los primeros ruidos del día. Faye yacía en la cama, sumida en un sueño agitado, la cabeza cubierta de vendas. Ben y Monseñor Franchino, exhaustos, bebían café sentados junto a la mesa del comedor. En la última media hora Ben no había hecho más que ocuparse furiosamente de Faye y ahora, sentado frente a Franchino, la furia aún no lo había abandonado.

—¡Es hora de que usted y yo ventilemos la verdad, Monseñor!

Franchino bajó la mirada y bebió un sorbo de café.

—¿O piensa seguir jugando al inocente?

—No. No pienso jugar a nada.

El gesto de Franchino era sombrío y sin embargo, mucho más abierto que el que le recordaba Ben durante el almuerzo.

—¿Qué hacía usted en el subsuelo, Monseñor?

Franchino respiró hondo.

—Bajé a buscarlos a ustedes. —Seguía transpirando; el sudor manaba sobre las marcas de viruela que le cubrían la cara.

—¿Cómo sabía que estábamos allí?

—Lo sabía.

—¿Pero cómo?

—¿Acaso importa, señor Burdett? Sabía que estaban allí. Sabía que algo iba a ocurrir.

—¿Por qué no lo impidió?

—No podía.

Ben derramó café sobre el mantel.

—¿Por qué no podía?

—Carecía del poder necesario.

—Oiga, Franchino, ya pasé por esas adivinanzas en el almuerzo y no estoy con humor para aguantarlas ahora. Tres adolescentes negros nos atrapan en el cuarto de la compactadora y nos golpean. Cinco minutos después de irse ellos, llega usted: la caballería salvadora. Luego dice que sabía que eso iba a ocurrir pero que carecía del poder necesario para impedirlo. Franchino, debo admitir que si todo esto le ocurriera a otro me reiría con ganas. Pero me ocurre a mí, y no me río.

Franchino se inclinó sobre la mesa.

—La Hermana Thérèse —dijo—, la monja del departamento contiguo, fue una vez Allison Parker. La Hermana Thérèse es el Centinela. Todo lo que le contó el detective Gatz ocurrió y es cierto. El papel del Centinela es tal como usted lo entiende. Hay otras cosas que usted no sabe, pero lo que sabe es suficiente.

Por fin la verdad. Después de tanto escarbar, se la ponían en las manos.

—¿Por qué me dice todo esto ahora?

—Porque necesito su ayuda.

—¿En qué forma?

—Se lo explicaré.

—¿El Padre McGuire sabe algo de esto?

Franchino hizo un pausa; luego dijo:

—No. No conocía al Padre McGuire antes que él se pusiera en contacto conmigo.

—Entiendo. —Ben se enjugó la transpiración de la cara—. De modo que la Hermana Thérèse está sentada junto a esa ventana para impedir que Satanás se acerque. —¿Debería reír?

—Precisamente.

—¿Y si Satanás decidiera aparecer en Etiopía o en algún otro lugar del mundo dejado de la mano de Dios?

—No importaría. Aunque el Centinela cumpla su guardia en la ventana del departamento de Nueva York, abarca el mundo entero. El departamento es un valor físico que perciben los humanos. Las facultades del Centinela son etéreas, omnipotentes y omniscientes. Puede estar en cualquier lugar en cualquier momento. Es el ángel de Dios en la Tierra, el instrumento de sus poderes. En realidad, lo mismo da dónde se encuentre. El asiento físico del Centinela ha sido cambiado muchas veces a lo largo de los años según el capricho de los guardianes religiosos del Centinela, más que por cualquier otra razón. El Padre Halliran cumplía su mandato en una casa antigua de piedra marrón, en este mismo solar; la Hermana Thérèse lo hace aquí, como usted sabe. Y la Hermana Tomasina —o Faye Burdett, si usted prefiere—, su sucesora, probablemente lo haga aquí, o quizás en algún otro lugar.

Controlando su ira Ben preguntó:

—¿De modo que Faye será el próximo… Centinela?

—Sí.

—¿Y de veras cree que yo le permitiré salirse con la suya?

—No podrá impedirlo. Es la voluntad de Dios. Por otra parte, hijo mío, no lo considere un destino horrible. El Centinela es un ser bienaventurado. Dios ha tendido sobre él su mano, su perdón. Porque cuando Satanás pervirtió el Edén a través del pecado de la humanidad, y Dios declaró que sus ángeles celestiales ya no mantendrían su vigilia para impedir el acercamiento de Satanás, decretó que un miembro de la humanidad sería su ángel en la Tierra y cumpliría penitencia por su pecado, el intento de suicidio. Sí…, ser elegido como Centinela es una bendición, hijo mío.

—¡Linda bendición! Usted le robará su vida. La desecará como a una ciruela. Será ciega. Sorda. Paralítica. ¿Y puede quedarse ahí sentado, diciéndome que eso es una bendición?

—Hijo mío, no piense en el mundo sólo en términos de carne mortal. La belleza se extingue, la gente envejece, la gente muere. Los cuerpos mortales vuelven al polvo. La carne no es más que materia sin rumbo. Es en el alma donde radica la esencia de la vida, la chispa de Dios y Cristo. A eso es a lo que usted debe aspirar. El alma de Faye Burdett está en peligro mortal. Su mujer debe expiar su pecado, cumplir su penitencia, o la espera la eterna condenación infernal. Faye Burdett ha sido elegida para detener a Satanás. Puede entrar en la luz de la gracia de Dios, hacer que por ella se eleven preces a lo largo y a lo ancho del reino del Señor… Si yo fuera usted, rezaría para que ella pudiera acceder a esa noble condición.

Hubo un dejo sarcástico en la respuesta de Ben:

—¿Para qué debo rezar, si acaba usted de decirme que es la voluntad inamovible de Dios?

—Porque hay una voluntad opuesta que es casi tan fuerte como esa: la de Satanás. Por un edicto eterno, si el ángel de Dios en la Tierra fuera pervertido, si pecara contra sí mismo, la cadena se rompería. Entonces no habrá Centinela y una vez más, la humanidad caerá en las garras de Satanás. Satanás tratará de destruir a Faye Burdett. Tratará de impulsarla a quitarse la vida antes de su transición al papel de Centinela. No podemos permitir que eso ocurra, o la humanidad estará condenada. Por encima de cualquier otra cosa, ¡no podemos permitir que eso ocurra!

Ben movió la cabeza.

—¿Cómo se propone impedirlo?

—No lo sé. Pero antes que nada debemos identificar al demonio.

—¿Por qué no lo hace el Centinela?

—Ojalá fuese posible. Los poderes de Satanás son inmensos. Puede cambiar de forma y de lugar, puede hacer cualquier cosa. Es muy difícil extirparlo, pero eso es precisamente lo que hay que hacer. Para enfrentarme con él, debo antes localizarlo. El Centinela percibe la presencia de Satanás. Satanás está en el edificio. Pero hábilmente disfrazado. Aguarda. Lo más probable es que haya adoptado la forma de la pobre alma cuyo cuerpo fue hallado en la máquina compactadora del subsuelo. Estoy seguro de que Satanás destruyó el cuerpo y tomó su lugar. Sí… está aquí. Hasta yo puedo percibir su presencia. Me he enfrentado antes con él. Hay en el aire una vibración que me hace temblar.

—¿Usted asustado, Monseñor?

—¡Todos debemos estar asustados! ¿Acaso no lo entiende, señor Burdett?

Ben asintió lentamente, agudamente consciente de que el terror ya había hecho estragos en su cuerpo.

—¿Y cuál es su papel?

—Yo no soy más que el servidor de Dios. Estoy aquí para proteger a la Hermana Thérèse y para cuidar de que la Hermana Tomasina asuma su destino como corresponde. —Señaló la ventana—. La Hermana Tomasina tendrá condiciones especiales, que ningún Centinela tuvo antes que ella. Una catedral se elevará para albergarla; será un monumento a su martirologio. La sostendrá, acrecentará su gloria, la honrará a los ojos de sus hijos. Allí verá usted pronto elevarse los cimientos de su dominio y de su resolución última, una cámara bendita irguiéndose sobre la ciudad… la transición… y luego ¡la inmortalidad!

—¿Y si usted fracasa?

—Dios nos ampare a todos.

Ben se puso de pie y lentamente caminó alrededor de la mesa; Franchino siguió sumido en su meditación.

—¿Usted quiere que lo ayude?

—Sí.

—¿Cómo podría? Usted, la vieja monja y todos los curas locos y los brujos que andan por aquí no lo han logrado. ¿Cómo diablos podría hacerlo yo?

—Le aseguro que puede. Debe escucharme y hacer lo que le diga. Buscar las respuestas a las preguntas que le propondré. Y entonces…

Ben golpeó la mesa con violencia y se inclinó sobre el sacerdote temblando.

—¡Usted pretende que le ayude a destruir a mi mujer!

—¡Señor Burdett!

Ben aferró a monseñor por el cuello del clergy y lo obligó a bajar la cabeza; Franchino no hizo ademán de protegerse.

—¡Quiere que la destruya! ¡Hijo de perra!

Con ademán calmo Franchino apartó las manos de Ben y se enderezó.

—Le sugiero que se domine, señor Burdett. Las explosiones temperamentales no nos ayudarán ni a usted ni a mí. No quería decírselo, darle demasiadas esperanzas, pero hay una alternativa.

—¿Qué me quiere decir?

—No puedo ser más concreto. Pero hay una manera de cambiar el destino de su mujer sin poner en peligro al hombre mortal. Eso se podría lograr con su cooperación, y únicamente con ella. Será difícil. Pero si usted colabora, le ofrezco la posibilidad de acabar con su sufrimiento.

—Sabe perfectamente bien que haré cualquier cosa.

—No lo dudo.

—Es decir, suponiendo por un breve instante de extravío, que crea todo lo que me está diciendo.

—Señor Burdett, después de lo que usted ha pasado, después de lo que ha visto y oído, si aún le quedan dudas acerca de la realidad del Centinela y del peligro que existe, usted es un tonto, un tonto sin remedio.

Ben se limitó a hacer un gesto afirmativo.

Franchino se puso de pie.

—Me pondré en contacto con usted para darle instrucciones. Tendrá que hacer lo necesario para que yo pueda conocer a toda la gente de este piso.

—¿Por qué sólo este piso?

—¡Porque Satanás está aquí!

—Muy bien… Pero antes de que se vaya… ¿qué fue lo que de veras pasó en el subsuelo?

—A usted y a su mujer los atacaron.

—¿Pero quiénes fueron? ¿Tres adolescentes negros? ¿Muchachos de la calle?

Franchino se acercó a la puerta.

—No. No había ningún adolescente allá abajo. No había nadie, fuera de usted y su mujer. Todo fue organizado y orquestado por Charles Chazen, Satanás.

—¿Por qué?

Franchino abrió la puerta y salió al pasillo. Parecía desconcertado.

—No sé por qué —dijo, y cerró la puerta.

Ben volvió a sentarse junto a la mesa. Se tomó la cabeza entre las manos y permaneció así algunos minutos. Luego empezó a llorar.