—¡Ben! —saludó el Padre McGuire acercándose por la galería.
—Espero no interrumpirle —contestó sonriendo Ben.
—Claro que no. —McGuire le estrechó la mano—. Qué sorpresa.
—Andaba cerca y no pude resistir la tentación de caer por aquí.
—Hizo muy bien. —McGuire parecía genuinamente contento—. Me preguntaba cuándo tendría noticias de ustedes. La verdad es que pensaba llamarlos. Le mostraré mi agenda, los tengo anotados para el sábado.
—Me alegro de verlo, Padre.
—Venga, beberemos un vaso de vino en mi oficina. Y me dará noticias de Faye y Joey.
McGuire señaló la última puerta del corredor sobre la derecha y condujo a Ben a un cuarto pequeño y desordenado, en el que sólo se veían algunos símbolos religiosos. Sirvió dos vasos de vino, tendió uno a Ben y se instaló detrás de su escritorio. Apenas si su cabeza era visible detrás del montón de libros y papeles.
—¿Y qué lo trajo al barrio, Ben?
—Mi libro. Varios capítulos están ambientados en calles de esta zona, de modo que las recorro para dar una nota de autenticidad. Tomo nota de algunos nombres y me empapo de las características y la arquitectura del barrio. —Bebió un sorbo—. Excelente vino.
McGuire se mostró complacido.
—Me alegro de que le guste, Ben. El vino es una de mis manías. Lo que usted está bebiendo es Ducru-Beaucaillou cosecha sesenta y cuatro. Fue uno de los mejores años.
Ben saboreó otro trago y dejó que el bouquet impregnara sus fosas nasales.
—¿Es aquí donde escribe usted por lo general? —preguntó.
—Siempre —repuso McGuire—. Cierro la puerta y dejo el mundo afuera.
—Ojalá tuviera yo esa disciplina.
—Todo es cuestión de que la mente se imponga a la materia. Nada más.
Ben sonrió, se repantigó en la silla de cuero, carraspeó y jugueteó nerviosamente con su vaso.
McGuire lo observaba con atención.
—Bueno, cuénteme de Faye. ¿Está bien?
Ben vaciló.
—Sí, aunque estuvo enferma. En nuestro edificio ocurrió un hecho muy desagradable. Hubo un asesinato y Faye descubrió el cadáver. Le produjo un impacto muy fuerte y estuvo varios días en estado de shock.
Como en un movimiento de precisión, la expresión de McGuire se apagó y volvió a iluminarse.
—¡Qué terrible! ¿Y ya se repuso?
—Todavía está tensa. Y no ha podido retomar su trabajo. Quizá la semana que viene se sienta lo bastante bien como para volver al yugo.
—Transmítale mis mejores deseos de pronta mejoría. Y si hay algo que yo pueda hacer, visitarla por ejemplo, estaré encantado de hacerlo.
Ben hizo un gesto negativo y se inclinó hacia adelante.
—No. Faye está bien y tenemos excelentes vecinos. Aunque por supuesto su visita siempre será bienvenida.
Los dedos de McGuire se movieron rápidamente sobre el abrecartas de plata que tenía sobre el secante. Ben notaba en su actitud una reserva que las palabras amables del sacerdote no lograban borrar.
—¿Algo no anda bien, Padre?
—No, claro que no. ¿Por qué me lo pregunta?
—No sé. Lo veo muy distante.
McGuire movió la cabeza asintiendo.
—Me pongo así cuando trabajo. Enfermedad profesional. Discúlpeme, por favor. Y cuénteme cómo está Joey.
—Muy bien. Por suerte es demasiado pequeño para percibir la tensión de su madre.
—Sí, es una suerte.
—¿Y cómo le va a usted. Padre?
—Bien, aunque muy presionado por la falta de tiempo. La docencia y el seminario me exigen enormes energías, y además escribo. Ojalá volviera a tener la soledad de un crucero.
Ben echó una mirada a los papeles acumulados sobre el escritorio. Fuera lo que fuese lo que McGuire estaba haciendo, no cabía duda de que trabajaba intensamente.
—Espero que pueda tomarse un rato libre y coma con nosotros en cuanto Faye se reponga del todo.
—Será un placer, Ben. Bien lo sabe usted.
Los dos hombres permanecieron en silencio. Ben no recordaba haber mantenido nunca con McGuire una conversación tan vacía e insustancial como esa.
—Padre… hay algo que quisiera decirle.
McGuire lo miró con los ojos muy abiertos.
—Conozco a una muchacha llamada Jennifer Learson, internada en un instituto psiquiátrico. Los médicos tratan desesperadamente de descubrir la clave de su derrumbe mental. Hay un sacerdote, un tal Monseñor Franchino, que acaso podría ayudar ya que tuvo algún contacto con la chica hace años. ¿Oyó hablar de él alguna vez?
McGuire enarcó las cejas y se frotó el mentón.
—No, el nombre no me resulta conocido. ¿Está vinculado con la archidiócesis de Nueva York?
—No lo sé. Creo que era residente en Nueva York, pero no tengo idea de la archidiócesis a la que pertenecía.
—¿Cuándo ocurrió todo eso?
—Hace quince años.
—¿Quince años? —McGuire movió la cabeza—. Aunque hubiese pertenecido a la archidiócesis de Nueva York, quién sabe qué ocurrió en el ínterin. Puede haber muerto. O pueden haberlo transferido…
—También es posible que aún esté aquí. O en algún lugar donde se lo pueda encontrar.
McGuire asintió.
—¿Podría describírmelo?
—No… Y no quiero ponerme pesado, pero necesito ayuda. Llamé a la archidiócesis y me dijeron que no lo conocían. Claro que pueden tener sus razones para no dar información. O quizá los registros estén incompletos. Por otra parte, quizás estuvieran dispuestos a darle información a un miembro del clero.
—Quizá.
—Y si Monseñor Franchino pertenece a otra archidiócesis, un sacerdote tendría mayores posibilidades que yo de localizarlo.
—Es posible.
Ben sonrió.
McGuire se rio.
—Me agradaría mucho ayudarle. Haré algunas averiguaciones y en cuanto sepa algo se lo haré saber.
—¿Seguro que no será una molestia?
—Claro que no, Ben.
Ben se puso de pie y estrechó la mano de McGuire.
—No sé cómo agradecerle.
También McGuire se puso de pie.
—No me agradezca nada todavía, Ben. No sé si podré encontrar al hombre que usted busca.
—De todos modos le agradezco el esfuerzo.
Se encaminaron hacia la puerta.
—Padre —dijo Ben—, debo confesarle que mi visita no fue casual. Vine concretamente para pedirle ayuda.
—Lo sé.
Ben pareció sorprendido.
—¿Cómo lo sabe?
—Es usted un mal mentiroso, Benjamín Burdett.
Volvieron a reír.
—Le llamaré lo antes posible —dijo McGuire.
Ben se volvió y se dirigió por el corredor hacia la escalera. Se detuvo al oír que McGuire le llamaba.
—Ben, por curiosidad… ¿todavía tiene el crucifijo?
—Sí… está en un cajón del escritorio.
McGuire movió la cabeza.
—Hasta pronto.
Ben le saludó con la mano y empezó a bajar la escalera.
El Padre McGuire llamó esa misma noche, a las ocho y media.
—Creo que he encontrado a su hombre —dijo, y poco faltó para que Ben dejara caer el teléfono al suelo—. Está vinculado con la archidiócesis de Nueva York, aunque no figura en los registros.
—¿Qué puesto ocupa?
—Lo ignoro. Traté de averiguarlo pero no pude.
—¿Y Monseñor Franchino no le dio ninguna información?
—No, no lo hizo.
Ben apretó el teléfono con más fuerza. Oía llorar al bebé en la otra habitación. Faye estaba con él; acababan de terminar una cena sencilla y Grace Woodbridge se había ido después de una breve visita.
—¿Puedo verlo?
—Sí. Arreglé un encuentro.
—¿Cuándo?
—Sugirió un almuerzo mañana en el Cornell Club. Le dije que hablaría con usted y que si no le daba noticias en contra la cita quedaba confirmada.
—Estoy de acuerdo, por supuesto. —Ben no podía ocultar su júbilo.
—A las doce.
—Allí estaré sin falta. ¿Qué dijo cuando usted mencionó a Jennifer Learson?
—Ese es el problema, Ben.
—¿Problema?
—Me aseguró que jamás conoció a Jennifer Learson. Cuando le dije que el contacto se había producido quince años atrás y que acaso le fallara la memoria, insistió en su posición aunque no descartó la posibilidad. Por eso aceptó el encuentro. Pero debo decirle que se muestra muy escéptico.
—Veremos, Padre… Franchino no es un apellido corriente.
—Bien, espero haberle sido útil.
—No sé cómo agradecerle.
—Téngame al tanto.
—Por supuesto.
—Buenas noches, Ben.
—Buenas noches.
Ben ya había vuelto al living y estaba sentado frente al televisor cuando Faye salió del dormitorio.
—¿Quién llamó, querido?
—Oh… un amigo. —Cambió de canal con el control remoto.
—¿Qué amigo?
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
Faye se deslizó junto a él en el sofá y le echó los brazos al cuello.
—Me pareció que estabas muy excitado. No estarás viéndote con alguna mujer a mis espaldas, ¿no?
Riendo, Ben le frotó los hombros.
—Nunca oí nada tan ridículo. ¿Qué? ¿Mujer? ¿Dónde? ¡Ni siquiera tengo fuerzas!
—Siempre fuiste muy fuerte conmigo.
—Tú eres especial.
—Vamos, Ben —rogó ella.
—¿El nene duerme? —Sí.
—¿Por qué lloraba?
—¿Quién lo sabe? Ben, estás eludiendo mi pregunta.
Ben apretó los labios y esperó mientras ella lo azuzaba exigiendo una respuesta.
—Muy bien… era el Padre McGuire.
—¿El Padre McGuire? —la sorpresa puso una nota aguda en su voz—. ¿Por qué no me pasaste el teléfono? —se apartó—. ¿Cómo pudiste hacer eso? Sabes que me hubiese encantado hablar con el Padre McGuire.
—No te excites, querida. Pronto verás al Padre McGuire. Esta tarde le visité en el seminario y quedamos en comer juntos… cuando estés del todo bien y puedas salir.
—Me siento bien ahora.
—Me llamó para decirme cuánto le había agradado mi visita. No te dije nada porque quería que fuese una sorpresa.
—¿Una sorpresa?
—Sí, la cena con el Padre McGuire. Lo haremos la semana que viene. Sólo que ahora ya no será una sorpresa.
—Pues no lo será.
Ben se concentró en el programa de televisión. Mientras tanto Faye permanecía a su lado en silencio, aún rodeándolo con sus brazos. De pronto se puso de pie y apagó el televisor.
—¡Eh! —gritó él—. ¿Qué haces?
Incómoda y ofendida, Faye bajó la mirada.
—Quiero hablar contigo. Por favor.
—Muy bien.
Ben volvió a acomodarse en el sofá y Faye se sentó en el suelo.
—Sabes…, en realidad no hemos hablado mucho desde que encontré el cadáver. Primero, yo no era más que un vegetal. Luego tú estuviste ocupado, no sé en qué, pero ocupado. Casi me siento como si no tuviera marido.
—Lo lamento, querida. Los problemas… El libro…
—¡No has tocado el libro!
—Es cierto. Hasta hace unos días no andabas muy bien y tu estado me preocupa. Por eso no estuve muy conversador. Esto ha sido muy difícil para los dos. Y ahora lo único que quiero es que olvidemos todo el incidente.
Faye le acarició la mano; sus rasgos estaban tensos por la emoción.
—Fue tan duro —murmuró casi al borde de las lágrimas—. No sé por qué tuvo que pasar todo esto. Estábamos tan bien. Y ahora…
—Todo ha pasado —dijo él muy serio—. No quiero volver a hablar del asunto. No quiero que te tortures. Mi amor, no hiciste nada malo. Sólo encontraste un cadáver. ¿Y qué? Ya estás repuesta. Puedes volver al trabajo cuando quieras. De modo que no hay razón para que todo no sea sonrisas en esta casa. Hace apenas unos días, cuando vinieron Sorrenson, Jenkins y Grace Woodbridge, tú te sentías perfectamente feliz. ¿Qué pasó desde entonces?
—No sé, quizá pienso demasiado. Ben… ¿qué te parece si nos mudamos?
También él lo había considerado, pero según las palabras de Gatz, mudarse no serviría de nada.
—¿Por qué?
—No sé, para alejarnos del edificio, de los recuerdos.
—Vamos, Faye, ya lo superarás.
—¡Ben! —exclamó ella con un estremecimiento—, no quiero seguir viviendo al lado de la monja. No puedo soportarlo. El solo pensar que está allí me vuelve loca.
—Pero siempre estuvo allí, desde que vinimos a vivir a la casa. ¿Por qué ibas a querer mudarte ahora?
—¡Porque sí! Todo este lugar es extraño. ¿Cómo explicas lo de la plataforma que se cayó? Max Woodbridge me dijo que la administración no había encargado ningún trabajo. ¿Por qué estaba en la casa, y por qué se cayó?
—Por Dios, Faye, ¿cómo quieres que yo lo sepa?
—¿Sabías que la ventana de la monja está abierta?
—Bromeas. ¿Se habrán olvidado de cerrarla?
—No… mira desde la calle. Mírala.
—Muy bien; está abierta. Y no han descubierto la identidad del asesino. Es posible que todavía ande por aquí. Y nadie ha encontrado a Lou Petrosevic. Etcétera, etcétera.
Ben la miró fijo.
—¿Qué quieres que te diga?
—Nada. Sólo quiero que comprendas lo que sucede dentro de mí.
—Muy bien. Comprendo. Y pensaré lo de la mudanza. ¿De acuerdo?
Faye hizo un gesto afirmativo.
—¿Eso es todo?
—No —dijo ella con brusquedad.
—¿Entonces qué, Faye?
—Últimamente te conduces de un modo muy extraño, Ben. Quisiera saber por qué.
Ben trató de mantener la compostura.
—¿A qué te refieres?
—Admito que mi estado te haya impedido dedicarte al libro, pero aun así hubiera deseado tenerte cerca. No sé si te das cuenta de lo mucho que has faltado de casa. La noche en que cayó la plataforma me desperté, aunque a ti te dije que no. No estabas. ¡En mitad de la noche! Luego, recibí una llamada de American Airlines; querían verificar el número de tu tarjeta de crédito. Estuviste en Siracusa el jueves, cuando dijiste que habías ido a la biblioteca en busca de datos. Y bien, sabes que nunca te interrogué ni vigilé tus idas y venidas, ¿pero acaso no sentirías tú curiosidad si estuvieras en mi lugar y de pronto tu marido desapareciera inventando excusas insostenibles? ¿No la sentirías?
—Sí —admitió él.
—¿Y entonces?
—La noche de la plataforma no pude dormir y salí a dar una vuelta.
Faye no se movió.
—¿Y lo de Siracusa?
—Estuve allí por trabajo. El Village Voice me pidió que investigara una historia. Tomé el avión, hablé con la gente y al volver presenté mi informe al diario. Si quieres te daré el número de la secretaria de redacción. Puedes llamarla y confirmar lo que te digo.
Afortunadamente, Faye dijo que no era necesario.
—Si todo esto te molestó, debiste habérmelo dicho. Las explicaciones son muy simples. Y además sabes que nunca te he ocultado nada. Ni te he mentido. ¿No es así?
—Sí. —Faye se sentía incómoda.
—Pues entonces enterremos todo el asunto. Si quieres hablar de mudanza, lo haremos por la mañana. O mejor, piénsalo. Decide si de veras quieres mudarte. En tal caso, veremos. ¿Te parece bien, querida?
—Sí… supongo que sí.
—Hemos convertido una hormiga en un elefante.
—Quizá —dijo Faye con muy poca convicción.
—Pero ahora todo está olvidado.
Faye asintió y rio como para sí misma.
—¿Quieres que vuelva a encender el televisor? —Hizo ademán de levantarse.
—No… lo único que quiero es que te acuestes a mi lado y te relajes.
—Es lo único que quiero. Ven.
Faye se deslizó a su lado y lo envolvió en sus brazos acariciándole la espalda con sus labios suaves.
—Te quiero —murmuró.
—Y yo a ti. No lo dudes jamás, ni por un instante. ¡Prométemelo!
—Prometido —dijo ella en un susurro.
Ben cerró los ojos y se entregó a la sensación de su cuerpo fundiéndose con el de su mujer. No habían hecho el amor desde su regreso a Nueva York y la deseaba intensamente. En momentos como ese casi lograba convencerse de que el drama que estaba viviendo no era más que una pesadilla pasajera. Casi… Pero por muy relajado que estuviera, por mucho que lo absorbieran sus sensaciones, allí estaban las inolvidables experiencias de las últimas semanas, las palabras proféticas de Gatz, el rostro de Jennifer Learson, el inspector Burstein, Annie Thompson y su padre, el cuerpo en la máquina compactadora, un hombre llamado Franchino, y tantas coincidencias ilógicas, absurdas… El crucifijo, la plataforma derrumbada, la muerte de Gatz, la monja. Y más y más.
Una embestida aniquilante encerrándolo como una arpía. ¿Dónde iba a terminar? ¿Y cómo? La única esperanza que le quedaba era Monseñor Franchino. Ojalá fuese el Franchino que buscaba, desenterrado tras quince años de anonimato. Mañana lo sabría. Miró a Faye en la oscuridad y quiso decir algo, pero no pudo. Estrechó su abrazo y la besó en la cara, luchando por tranquilizar su mente y alejarla del misterio que la acosaba.
Monseñor Franchino.
Mañana.
—Es una historia interesante, señor Burdett —dijo Monseñor Franchino picando de su plato de fiambres—. Muy interesante.
Sonriendo, Ben colocó las dos manos sobre la mesa. El salón estaba colmado y casi todos los comensales estaban ataviados con trajes serios y conservadores. Las luces del techo eran suaves y los ruidos llegaban amortiguados. Hacía poco más de media hora que se encontraban allí. Monseñor Franchino se había retrasado unos minutos.
—Pero además de que es totalmente descabellada, yo no soy el Franchino implicado en ella, si es que de veras hubo un Franchino implicado y si hubo en qué estar implicado.
—Entiendo —dijo Ben con la boca llena.
—Pero permítame hacerle una pregunta obvia. —Con un ademán cuidadoso Franchino se quitó una miga de pan enredada en el pelo blanco de su mano derecha—. Suponiendo que todo eso hubiese ocurrido y que yo fuese el hombre, ¿para qué querría usted encararse conmigo?
—¿Qué mejor manera de llegar al corazón del asunto?
Franchino asintió y se llevó el tenedor a la boca.
—Revisé los registros de la archidiócesis y comprobé que hubo varios Franchino en su jurisdicción.
—¿Monseñores?
—No —repuso Franchino sonriendo.
Ben adoptó una expresión de neutralidad. Estaba decidido a llevar a Franchino a un terreno defensivo, aunque se daba cuenta de que el sacerdote jugaba con él, manejándolo con los mismos escamoteos con que maneja a un jurado un experto litigante.
—¿Usted se encontraba en Nueva York durante el período que le mencioné?
—Ya le dije que no estuve implicado.
—Entiendo, pero…
—Señor Burdett, si eso lo hace feliz… no, no estaba en Nueva York. Estaba en Roma. En el Vaticano.
Ben bebió un sorbo de vino.
—Le diré, Monseñor. Hace casi una hora que estamos hablando. Le he escuchado atentamente y no tengo ninguna razón para dudar de lo que me dice. Pero por desgracia, dudo.
Aunque permaneció sentado, todo el cuerpo de Franchino pareció elevarse.
—¿Me acusa usted de mentiroso?
—Digamos simplemente que no le creo. Puede usted tildar de disparatada la historia de Gatz, pero he visto y oído demasiado para descartarla sin más. Y por supuesto está la monja.
—Una mujer muy desgraciada.
—Tal vez.
—Es usted muy poco caritativo, señor Burdett. Examiné los antecedentes de esa monja. La archidiócesis se encarga de su manutención. Pasó casi toda su vida enseñando en una escuela parroquial del Bronx. Como integrante del personal del hospital San Vicente prestó servicios a enfermos graves. A los cincuenta y seis años enfermó de esclerosis múltiple y desde entonces se convirtió en una carga para la Iglesia.
Ben lo miró con recelo.
—¿Por qué aceptó este encuentro si es inocente? ¿Por qué no le dijo a McGuire que usted no era el hombre… y punto?
—El Padre McGuire insistió mucho.
—Vamos, vamos, Monseñor Franchino. ¿Hasta dónde pudo llegar su insistencia? Yo no le conté nada. Y estoy seguro de que el buen Padre no le retorció el brazo para obligarlo a venir. No, Monseñor Franchino, sospecho que usted aceptó este encuentro para descubrir cuánto sé y a quién conozco.
Los ojos de Franchino llamearon.
—No quiero ser ofensivo, señor Burdett, pero usted es un hombre suspicaz y altamente inventivo que, o bien está jugando a algún juego oscuro o sufre de un desorden sicótico.
—¿Le parece?
Franchino se arregló las mangas de la chaqueta.
—Y no estoy acostumbrado a que me acusen de pecados mortales. De asesinato, subterfugio y coordinación de siniestras conspiraciones contra seres «infortunados».
—Yo no lo acusé de nada.
—Pero está implícito en lo que me dice.
—Es posible que la vida de mi mujer esté en peligro. Y acaso la mía. Si usted ve propósitos ocultos en mi honesto intento de llegar a la verdad, lo lamento. Claro que si estoy en lo cierto es lógico que se sienta acusado.
Un ayudante retiró los platos de fiambres, mientras los dos hombres se miraban en silencio y bebían vino. Momentos más tarde llegaron los platos principales y Ben reanudó la conversación.
—¿Conocía usted al Padre McGuire?
—No.
—Un hombre magnífico. Muy brillante. Es un crédito para la Iglesia.
—No lo dudo.
—Pasamos algún tiempo juntos en un crucero. La última noche un hombre trató de entrar en mi camarote. No lo consiguió, pero dejó un crucifijo colgado del picaporte.
—Al parecer es usted objeto de una inquisición. —Franchino rio—. Quizá debería consultar a la policía. O contratar un detective privado.
—O tal vez debería tratar de conseguir una audiencia con el Cardenal.
—Este es un país libre, señor Burdett. —Probó un bocado de su roast beef, bien cocido—. La comida es muy buena. Espero que la disfrute.
—Lo intentaré, Monseñor. Claro que resultaría mucho más digerible si yo estuviera con buen ánimo, y seguramente estaría con buen ánimo si usted me dijera la verdad.
—¡Pero si no he hecho otra cosa, señor Burdett!
—Perdone mi lenguaje. No estoy acostumbrado a hablarle de este modo a un sacerdote, pero lo que usted me dijo es pura mierda. —Ben no alzó la voz; su tono seguía siendo amable—. Gatz me dijo que Michael Farmer después de entrevistarse con Franchino le contó a Jennifer Learson los resultados del encuentro.
—Ya hablamos de eso.
—Faltaba un detalle. Farmer fue muy preciso en su descripción del hombre. También lo fue la señorita Learson. Y Gatz. Según parece, las manos de nuestro Franchino eran muy grandes y musculosas. En el dorso de las palmas tenía largos penachos rizados de pelo blanco. —Asió la mano derecha de Franchino y este no trató de retirarla—. Como estas manos, Monseñor. —La dureza de la expresión de Franchino sacudió a Ben—. Usted era el hombre con quien Michael Farmer se entrevistó quince años atrás. Usted era el hombre íntimamente vinculado a Allison Parker, que es la monja de la ventana. ¡Y usted es el hombre que quiere apoderarse de mi mujer!
Con un brusco movimiento Franchino se puso de pie tratando de controlarse. Su figura corpulenta se irguió amenazante sobre la mesa.
—Pase usted buenos días, señor Burdett —dijo arrojando la servilleta sobre el plato—. La comida está pagada. Que la disfrute. Les deseo lo mejor a usted y a su mujer. Y espero que no vuelva a molestarme.
Franchino salió a paso vivo del salón. Sin decir una palabra, Ben aguardó un momento y luego se acercó a la ventana que daba sobre la Tercera Avenida, y vio que el sacerdote subía a un taxi.
Sonrió.
Era el Franchino que buscaba.