A las diez de la mañana Ben descendió de un avión de American Airlines en Siracusa, Estado de Nueva York. Traía una carpeta que contenía el artículo de la revista, la fotografía de Allison Parker y las instantáneas de la monja. Al salir del aeropuerto detuvo a un taxi y pidió al chofer que lo llevara al 625 de la calle Iroquois, en un suburbio muy poblado de la zona norte de la ciudad. Allí tocó el timbre en una casa blanca de tres pisos de estilo colonial y aguardó.
Después de llamar por quinta vez, un hombre alto, vagamente parecido a Lincoln le abrió la puerta.
—¿Señor Burdett? —preguntó mostrándose bastante seguro de la identidad de su visitante.
Ben asintió.
—¿Señor Thompson?
—Sí. Pase, por favor.
Ben siguió a Thompson hasta el living rectangular decorado con un primor arcaico que le otorgaba un encanto provinciano.
—Siéntese, señor Burdett —invitó Thompson.
Ben eligió la mecedora.
—No se imagina cuánto le agradezco su amabilidad —empezó a decir Ben, incómodo—. ¿Por dónde empezar? ¿Y cómo hacerlo? Sé que esto es muy duro para usted, pero tengo que ver a su hija.
Los ojos del dueño de la casa reflejaron el dolor de una pena incesante.
—Por favor, señor Burdett, usted es tan importante para mí como quizá lo sea yo para usted. Si hay alguna esperanza, recurriré a cualquier medio para ayudar a Annie…
Ben asintió.
—¿Está arriba?
—Sí. Con la enfermera. Después que conversemos subiremos a verla.
Ben examinó cuidadosamente al hombre. Tenía rasgos distinguidos, un rastrojo de barba negra, ojos azules penetrantes y un aire inteligente. Parecía extremadamente tenso; tenía las manos apretadas y un temblor en el mentón; la palidez de su cara la hacía parecer de yeso.
—En los últimos dos años, señor Burdett, la vida ha sido un infierno para mí. ¿Lo entiende usted? —Por supuesto.
—Amo a mi hija más que a mi vida. Ella es todo lo que me queda. Mi esposa murió cuando Annie era apenas un bebé, y la crie solo. Créame, señor Burdett, Annie era una chica encantadora. Tan bonita, tan gentil y cariñosa. No creo que tuviera un solo enemigo en el mundo. ¿Sabe lo que significó esto para mí? No, nadie puede imaginarlo. Es como si alguien me hubiese arrancado las entrañas. Hubiese sido mejor que muriera. Entonces yo me habría matado y todo hubiese terminado.
—No debe hablar así, señor Thompson.
—Lo sé. Debería simular que nada ocurrió. Archivarlo en un rincón de mi cerebro. Olvidar que no he dormido bien una sola noche desde hace Dios sabe cuánto. Olvidar que mi hija se ha convertido en un zombi —movió la cabeza—. No crea que se lo reprocho, señor Burdett. Estoy habituado a esos consejos. Psicólogos, psiquiatras, médicos, policías. Todos me han dicho lo mismo. Aunque claro que en términos mucho más elocuentes.
Ben bajó la mirada; hubiera deseado que se lo tragara la tierra. Sufría por el hombre; sufría por sí mismo.
—Señor Thompson, me resulta muy difícil hablarle. Quiero que lo sepa. Si hay alguien capaz de comprender su situación, soy yo. Pero en lugar de condenarnos a nosotros mismos y a los que amamos, debemos trabajar juntos. Sé lo que sufrió su hija. Mi situación, usted la conoce. Y si en algo no fui claro por teléfono le ruego que me lo diga.
—No, fue usted muy preciso.
—Debo convivir con una realidad terrible. Estoy convencido de que su hija vio a la Hermana Thérèse…, la monja cuya sucesora acaso sea mi mujer.
Thompson hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza.
—Si nos cercioramos de que las dos monjas son una y la misma persona, podemos entonces dar crédito a los hechos que me relató el detective Gatz. Y en ese caso… cualquier cosa sería posible.
—¿Qué, por ejemplo?
—No lo sé. Algo. Podríamos localizar a los sacerdotes implicados en la conspiración. Podríamos dirigirnos a la alta jerarquía de la Iglesia. Recurrir a la policía. A los diarios. A los tribunales de Manhattan.
Thompson enarcó las cejas.
—¿Sabe usted lo que dice, señor Burdett? ¿Dirigirnos a esa gente en busca de ayuda? Permítame que le diga algo. Desde el día en que encontraron a mi hija en aquel claro de la montaña, toda esa gente no ha hecho más que señalarla con sus sucios dedos. La policía, la prensa, las autoridades, contra una pobre chica incapaz de defenderse. Si quiere puedo mostrarle un montón de cartas y artículos que le revolverán el estómago. Hasta consideraron la posibilidad de reunir un jurado para juzgar a mi hija por asesinato.
—Usted bromea.
—No. No encontraron huellas de pasos ni impresiones digitales fuera de los de Annie y Bobby Joe. Y eso la acusaba a ella, ¿no lo cree?
Ben sacudió la cabeza.
—¿Estaba lúcida cuando la trajeron?
—Sólo por momentos. Desgraciadamente su estado no tardó en empeorar y a eso contribuyó la actitud de las autoridades.
—¿Qué dicen los médicos?
Thompson se encogió de hombros.
—No tienen la menor idea. Primero dijeron que era una psicosis. Luego, que se trataba de un problema físico. Más tarde, que había un poco de ambas cosas. Ninguno de los análisis reveló nada. Para serle franco, hace meses que no le permito la entrada a ningún médico.
—Comprendo —dijo Ben pasándose la lengua por los labios y mirando en dirección a la cocina—. ¿No tendría un poco de agua?
—Por supuesto.
Thompson se encaminó lentamente a la cocina y volvió con un vaso. Ben reparó en la pesadez de sus movimientos. Aunque era un hombre alto y esbelto, con físico de atleta, era obvio que la tensión mental había cobrado su tributo.
Ben bebió un sorbo de agua, dejó el vaso sobre la mesa baja y sacó las fotos. La primera que le tendió a Thompson fue la de Allison Parker.
—Esta era Allison Parker. Gatz me dio la foto.
Thompson asintió sin decir nada. Ben le pasó las fotografías de la monja.
—Estas las saqué hace dos noches.
Con la misma lentitud de movimientos Thompson examinó las fotos. Empezó a transpirar.
—Gatz afirmaba que la monja y Allison Parker son la misma persona. Comparé las fotos, pero no estoy seguro. ¿Qué piensa usted?
—No sé —dijo Thompson pensativo. Volvió a revisarlas fotos una por una tratando de reprimir una expresión de creciente asombro.
Ben vio lágrimas en los ojos del hombre.
—Es ella —dijo de pronto Thompson señalando las fotos—. Esta es la mujer que vio Annie… mi pobre niña.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé. Encaja con la descripción. Usted la leyó en el artículo de la revista. Y sabe perfectamente bien que coincide. Lo supo en el mismo momento de tomar las fotos.
—Pero quería oírselo decir a usted.
—¡Pues ahora me ha oído! —Empezó a sollozar incontroladamente—. ¡Dios mío, Dios mío!
Ben se inclinó hacia él y le palmeó el hombro.
—Por favor… sé cómo se siente, pero tiene que dominarse. Necesitamos una enorme cuota de autodominio.
Un berrido casi animal le respondió; Ben se encogió horrorizado. Era como si el alma de Thompson hubiera escapado por sus labios, rebelada contra la desesperación que había invadido su vida en los últimos dos años.
Pasaron varios minutos hasta que logró calmarse. Cuando por fin dejó de gemir, Ben dijo:
—Quisiera ver a su hija.
Thompson hizo un gesto de asentimiento y se cubrió la cara con sus manos fuertes y velludas.
—Lo siento. A veces me pongo así y no puedo controlarme.
—Lo sé. —La voz de Ben expresaba comprensión y simpatía—. Vamos. —Lo ayudó a ponerse de pie.
Después de guardar el vaso en la cocina, Thompson guio a Ben escaleras arriba hasta el segundo piso.
El cuarto donde entraron, en el extremo del corredor, era un mausoleo, una tumba para Annie Thompson. Silencioso, sombrío, sin vida. Las cortinas, sin una sola arruga, sin duda no se descorrían nunca. El tocador, una pieza antigua, estaba desnudo. Todo en esa habitación resultaba inanimado, rechazante.
Annie Thompson estaba en la cama, acurrucada bajo el cobertor. Junto a la cama había dos sillas, una de ellas ocupada por una mujer de edad. Thompson la presentó como la enfermera de Annie y le explicó que aunque no contaba con mucho dinero, lo poco que tenía lo destinaba al bienestar de su hija.
Ben se quedó de pie en la puerta mirando a la muchacha. Era casi una copia exacta de Jennifer Learson, desde el color de la piel hasta la expresión sin vida del rostro y el olor enfermizo que parecía emanar de sus poros.
Se acercó a la cama y examinó la cara de Annie. Tenía los ojos abiertos y, aunque no evidenció ninguna reacción, Ben estaba convencido de que lo veía.
El padre le habló con suavidad, tranquilizándola.
—¿Lo oye? —preguntó Ben.
—Nadie lo sabe —repuso Thompson encogiéndose de hombros.
Ben rozó con la mano la cara de la chica. Seca. Fría. Se frotó los dedos para eliminar la sensación desagradable.
—Hola, Annie. Estoy aquí para ayudarte. Sé que no puedes hablar, pero acaso me entiendas. Soy amigo de tu padre y quiero mostrarte algo.
Thompson se mostró inquieto. ¿Qué se proponía Burdett?
—Voy a mostrarte una foto. Si reconoces a la persona trata de indicármelo de algún modo. Cierra los ojos. O mueve un dedo. Yo te entenderé.
—No sé si debería… —dijo Thompson.
—No tenemos nada que perder.
Ben se inclinó sobre la cama; su sombra cruzó la cara de Annie.
Percibió el fluir desparejo del aliento rancio. Sacó las fotos, eligió la mejor y la puso frente a los ojos de la chica.
Aguardaron.
—No comprende —dijo tímidamente la enfermera.
—Shh. —Ben levantó la mano pidiendo silencio.
Lentamente los párpados de Annie empezaron a agitarse. Algo estaba ocurriendo. Empezó a moverse en la cama.
Thompson se sentó y le tomó la mano.
—¡Reconoce a la monja! —exclamó Ben.
El terror de esa comprobación invadió el cuarto.
—¡La reconoce! —repitió Ben.
La cara de Annie se había animado.
—¡Es evidente! ¡La reconoce!
Thompson se inclinó sobre su hija repitiendo su nombre. Lloraba.
—Esta es la monja que viste, ¿no es cierto? —preguntó Ben.
La reacción se hacía más intensa.
—¿No es cierto?
Annie arqueó el cuerpo echando espuma por la boca. Ben pegó un salto hacia atrás.
—¡Cristo! —gritó Thompson—. Ayúdeme a agarrarla.
Estalló el caos. Annie gritaba y pateaba. Ayudado por la enfermera, Ben trató de dominarla, pero Annie le lanzó un puntapié en la ingle que le hizo doblarse de dolor.
Thompson trataba de frenarla; la enfermera gritaba despavorida. Annie, remota, catatónica durante años, inerte, se desataba de pronto enloquecida, apretando en la mano las fotos de la monja.
Todavía retorcido de dolor, Ben intentó asirla por las piernas.
—Tratemos de atarla.
Annie lanzó un puntapié a la cara de su padre; la sangre empezó a brotar.
—¡Maldición! —gritó Ben cuando Annie le mordió la mano y saltando de la cama siguió embistiendo, la cara transformada en la imagen misma de una cólera sobrenatural.
Hubo más sangre, lucha, imprecaciones. Luego, de pronto, Annie corrió hacia la puerta derribando a la enfermera. Ben la aferró por el camisón, que se desgarró y le quedó en la mano. Annie, desnuda, chocó con el marco de la puerta. Seguía con las fotos estrujadas en la mano.
—¡Deténganla!
El padre se precipitó al corredor y se zambulló hacia adelante tratando de aferraría por las piernas, pero tropezó con la baranda y rodó por la escalera hasta la planta baja, donde quedó tirado, inmóvil, extrañamente enroscado sobre sí mismo como un resorte.
Ben miró hacia abajo; a su lado estaba la enfermera, temblorosa, inútil.
—¡Annie!
La chica abrió la puerta y salió a la calle.
Ben se lanzó escaleras abajo, se detuvo brevemente para mirar a Thompson —desmayado, acaso muerto— y salió en pos de la chica desnuda.
Ya se encontraba a mitad de la manzana y se dirigía hacia una bocacalle muy transitada, atrayendo las miradas atónitas de la gente.
—¡Deténganla! —gritó Ben.
Nadie se movió; permanecieron en sus lugares petrificados, orquestados por la sirena de una fábrica que de pronto atravesó el aire anunciando el mediodía.
Sobreponiéndose a la fatiga dolorosa de sus pulmones, Ben siguió corriendo lo más rápido que podía. Dos personas interceptaron a Annie obligándola a aminorar su carrera. Ben avanzó acortando distancias; sus pies golpeaban rítmicamente sobre las losas de cemento gris.
—¡Annie! —gritó tratando de enjugarse con la mano el sudor que le penetraba en los ojos.
La chica tropezó, estuvo a punto de caerse, tropezó otra vez, lanzó un grito y alzó la mano que aferraba las fotos. Estaba en la bocacalle; se volvió y miró de frente a Ben como si deseara que la alcanzara, que la detuviera, que la liberara de su vida atormentada.
Ben se detuvo, apenas a unos pasos de distancia. Detrás de Annie el tránsito fluía en olas espasmódicas. Las calles estaban atestadas de peatones que observaban llenos de asombro la increíble escena: una chica desnuda que huía gritando con unas fotos en la mano, un hombre que la perseguía; los dos mirándose fijamente, como animales salvajes.
—Annie… quiero que vengas conmigo. Puedo ayudarte —hizo una profunda inspiración para recobrar el aliento—. Por favor, Annie, sé que entiendes lo que te digo.
La chica no dijo nada; seguía echando espuma por la boca y temblaba con una extraña vibración, como si la temperatura de su cuerpo se hubiese elevado más allá de límites humanos.
Ben trató de pensar, de adoptar una conducta lógica. Una chica sumida durante años en un trance catatónico despertaba de pronto con furia salvaje. ¿Debía esperar y correr hacia ella?
—Por favor… háganse a un lado. —La multitud se hacía más densa; oía los murmullos mezclados a las risas—. Esta chica está muy enferma; por favor.
Nuevamente se dirigió a Annie, trató de convencerla. Oyó decir a alguien a sus espaldas que llamarían a la policía. Pero ya no podía retroceder. Tenía que hacerse oír por Annie, tenía que tranquilizarla. ¿Acaso entendía sus palabras? Imposible saberlo.
La agitación de la chica crecía por momentos. Una lágrima rodó por su mejilla. Se tambaleó, sus labios se movieron y entonces lanzó un aullido estremecedor, mil veces peor que el que lo había espantado un rato antes en boca de Thompson.
Dio un paso hacia adelante de Annie, se largó a cruzar la calle serpenteando entre los automóviles. Un auto rozó la cadera de Ben, quien siguió adelante mascullando una maldición.
Un ómnibus dobló por la esquina y Annie se le tiró por delante. El chofer trató de frenar pero patinó y la atropello apretándola contra el vehículo detenido con el motor ahogado. Annie empezó a echar sangre por la nariz y la boca y cuando Ben llegó corriendo a su lado sólo pudo oír los sonidos jadeantes de una horrible agonía. Trató de levantarla, pero ya estaba muerta.
—No… —murmuró—, no… ¡Por Dios! —Una violenta arcada le llenó la boca de bilis.
La multitud lo cercaba; a lo lejos se oyeron sirenas policiales. Alguien le golpeó en la cabeza y cayó mareado sobre el macadán, luchando con la inconsciencia que le invadía. Pareció pasar una eternidad. Luego su visión se aclaró, se puso de rodillas y trató de encontrar las fotos. No había ni rastro de ellas. Se metió debajo del ómnibus y de los autos más cercanos. Las fotos habían desaparecido.
Se puso de pie y empezó a alejarse. Tenía que volver a la casa, tratar de reanimar al padre de Annie. Y debía irse antes de que llegara la policía. No quería pasar por otro interrogatorio.
Abandonó la escena del accidente y volvió a la casa de Thompson. El hombre seguía tirado en el piso del hall y la enfermera estaba en el living, llorando.
—¿El señor Thompson…? —preguntó Ben al entrar en la habitación.
—Muerto. Llamé a la policía y pedí una ambulancia.
—Entiendo.
—Me preguntaron su nombre, pero yo no lo sabía. Pidieron que los esperara.
—Entiendo —repitió Ben. Tenía que irse de allí.
—Llegarán de un momento a otro.
—Muy bien. —Ben paseó a su alrededor una mirada de fiera acosada—. Tengo que ir un momento hasta mi auto. Vuelvo enseguida.
Sin salir de su torpor, la mujer hizo un gesto de asentimiento.
Ben volvió al hall, se detuvo un momento para mirar el cuerpo de Thompson y salió a la calle.
Annie había hallado la paz; también su padre. Tal vez fuese mejor para los dos, pensó Ben mientras caminaba rápidamente hacia la esquina.
Tal vez.
Ben cerró la puerta de la cabina telefónica y miró su reloj. Dentro de diez minutos debería tomar el avión para Nueva York. Le sobraba tiempo.
Sacó un talón del bolsillo, miró el número de teléfono y marcó. Lo atendió la telefonista de Tecnicolor, de Nueva York. Preguntó por el jefe de revelado y esperó un momento.
—Señor Burdett… —La voz del hombre sonaba tensa.
—Oiga —dijo Ben—, seré breve porque estoy por tomar un avión. Perdí todas las fotos. Quiero que saque otras copias.
Silencio.
—¡Hola!
—Sí, señor Burdett, lo oigo. Pero no puedo.
—¿Por qué? —preguntó Ben con la garganta apretada.
—Alguien entró anoche en el laboratorio y se llevó los negativos.
Después de una larga pausa, Ben preguntó:
—¿Sólo esos?
—Sí, por increíble que parezca, sólo esos.
Ben apartó el auricular de su oreja y se quedó mirándolo.
—¿Señor Burdett? —se oyó la voz del hombre en el teléfono—. ¿Señor Burdett?
Ben no dijo nada. Dejó caer el receptor, salió de la cabina y se encaminó hacia las puertas de vidrio que se abrían sobre las pistas.
Un solo pensamiento ocupaba su mente; las palabras se destacaban como en un indicador eléctrico: TE ESPERA LA BATALLA DE TU VIDA.