Poco después de las tres de la mañana Ben salió por la claraboya del techo y se corrió hacia el frente del edificio.
—Por aquí —le indicó una voz.
Forzó la vista pero no pudo ver nada; era como mirar dentro de un agujero negro.
—Señor Burdett.
Se volvió. Dos hombres vestidos con ropa negra de gimnasia y zapatillas de goma se aproximaron a él.
—Lamento llegar tarde —dijo Ben.
—No se preocupe —repuso Frykowski—. Este es Turner.
Con un gesto Ben saludó al segundo hombre, quien sonrió y se ajustó la gorra de ski que le cubría la cabeza.
—¿La plataforma está abajo?
Frykowski asintió.
—La bajamos esta tarde.
—¿Tuvieron algún problema para entrar al edificio?
—No. Le dijimos al encargado que era un trabajo ordenado por la administración.
Ben se acercó al borde del techo y miró por encima de la pared. La plataforma colgaba un metro más abajo. Revisó los ganchos. Estaban bien afirmados.
—¿Seguro que aguantarán?
Frykowski se rio.
—Hacemos esto todos los días, Burdett. Y no corremos riesgos. Una vez por semana controlamos todo el mecanismo. Poleas, cuerdas, todo.
Con una sonrisa Frykowski trepó por la baranda y se dejó caer en la plataforma. Turner examinó los aparejos y lo siguió.
—Deslícese por encima de la pared y baje a la plataforma como si se metiera en una bañera de agua caliente. No haga ningún movimiento brusco.
—Muy bien.
Ben pasó una pierna por encima de la baranda. Los dos hombres lo tomaron por los brazos y lo ayudaron a bajar. La plataforma se sacudió bajo su peso.
—Ahora relájese —dijo Frykowski—. Nosotros haremos todo el trabajo. Tenemos que bajar alrededor de un metro. Acabaremos en un momento.
Frykowski y Turner se ubicaron en los extremos opuestos de la plataforma y asieron las cuerdas del aparejo; gradualmente la plataforma empezó a deslizarse hacia abajo.
—Sabe, Burdett, no soy tipo de hacer preguntas o de causar problemas, pero nunca hice una cosa tan loca como esta. Vi a la monja en la ventana y apuesto a que esta visita no le va a gustar nada.
—Es sorda, muda, ciega y paralítica.
—Sí, pero aun así…
—Hable en voz baja —le advirtió Ben.
La plataforma llegó a la parte superior de la ventana de la monja.
—Despacio ahora —dijo Frykowski.
—Vamos bien —repuso Turner y sus manos enguantadas aferraron las cuerdas con más fuerza.
Ben se puso de rodillas y apoyó las palmas contra el vidrio. A medida que la plataforma se deslizaba muy lentamente hacia abajo pudo verse una cortina de puntilla oscura y el rostro y el cuerpo de la monja. Aun a tan escasa distancia, la oscuridad impedía distinguir sus rasgos.
—¡Átalo! —ordenó Frykowski.
Turner aseguró la cuerda de su lado. Frykowski hizo lo mismo con la suya, se acercó a Ben y miró por la ventana.
—Asombroso —dijo moviendo la cabeza—. Una vieja con un crucifijo en la mano, sentada junto a una ventana. Si yo fuera usted, ni loco me acercaría a esa bruja.
—Le agradezco su preocupación, Frykowski, pero le pagué para que me trajera hasta aquí, no para que me diera sermones. ¿De acuerdo?
—Claro. Claro.
Una ráfaga de viento hizo mover la plataforma y Ben se tiró hacia la baranda con un movimiento de pánico. Frykowski se rio.
—No le va a pasar nada, Burdett.
Ben tanteó la base del marco de la ventana.
—Ayúdeme a levantarla.
Forcejearon. La ventana no se movió. Ben se puso de pie, examinó la parte de arriba del marco inferior y volvió a ponerse de rodillas.
—El pasador está descorrido; debe estar atrancada.
Frykowski sacó dos cortafierros del bolsillo y le tendió uno a Ben. Insertaron las herramientas en el borde del marco deslizándolas a través del revoque endurecido. Una vez más Ben intentó levantar la ventana, que empezó a ceder. La golpearon repetidamente con los cortafierros y Ben volvió a probar. Esta vez la ventana se deslizó completamente hacia arriba.
Ben apartó la cortina a un lado.
—No puedo creerlo —murmuró reprimiendo las ganas de gritar.
Nunca había visto nada tan repulsivo como esa mujer. La cara arrugada, las manos nudosas, los vasos capilares distendidos y visibles a través de la piel, la mata de pelo enmarañado, los ojos cubiertos por cataratas.
Usaba el hábito negro de su orden. Las manos envejecidas y callosas estaban rematadas por uñas largas y puntiagudas. Ningún signo de vida alentaba en ella. No había modo de saber si respiraba.
—Malas noticias, amigo —dijo Frykowski rechinando los dientes.
—¿Qué pasa? —preguntó Turner desde la otra punta.
—Nada. Tú quédate allí. —Frykowski se volvió hacia Ben—. Tenemos que subir. ¡Ahora mismo!
—No me llevará más que un minuto. Por favor.
Ben sacó del bolsillo un vaso pequeño envuelto en un pañuelo y trató de apartar los dedos de la monja y hacerle soltar el crucifijo. Era increíble la fuerza con que lo tenía aferrado. Pidió ayuda a Frykowski, quien se prestó a regañadientes y forcejeó hasta que la mano izquierda de la mujer soltó el metal. Ben le apartó los dedos y los ciñó alrededor del vaso oprimiendo las yemas. Luego volvió a envolver el vaso con el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo.
Dos violentas ráfagas de viento se sucedieron casi sin transición, haciendo sacudir la plataforma de punta a punta.
—Vamos a subir —dijo Frykowski.
—Un segundo —rogó Ben y empuñó una Nikon.
—¡Arriba!
Turner empezó a desatar las cuerdas del aparejo.
Ben ajustó el objetivo y se dispuso a fotografiar a la vieja.
—¡Arriba! —volvió a gritar Frykowski y rápidamente se ubicó en su lado de la plataforma y asió las cuerdas.
Turner soltó el mecanismo y empezó a tirar.
—Mejor que se agarre, Burdett —recomendó Frykowski.
Ben seguía maniobrando con la cámara.
Otro golpe de viento los sacudió. La plataforma dio un bandazo y poco faltó para que los arrojara al vacío. Ben se apresuró a guardar la cámara en el bolsillo.
—Muy bien, vámonos. Pero ciérrele la ventana.
—¡Al diablo la ventana! —gritó Frykowski.
Turner señaló hacia arriba:
—¡Miren!
Ben y Frykowski siguieron con la mirada la línea que indicaba la mano de Turner.
—¡La cuerda! Las dos sogas del soporte de la derecha estaban por cortarse.
—¡Cristo!
La plataforma empezó a ladearse hacia el edificio; Ben se asió de la baranda.
—Eso no lo ayudará —gritó Turner.
Tambaleándose avanzó hacia el centro de la plataforma.
—¡Adentro! Métase por la ventana.
Frykowski se agarró del marco de la ventana; lo mismo hizo Turner. Ben se fue hacia atrás y la cámara se le cayó del bolsillo al piso de la plataforma; tirándose de cabeza logró pescarla justo cuando estaba por caer al vacío y se la guardó dentro de la camisa.
Turner ya estaba en la ventana.
—¡Vamos, hombre!
Sudando a mares Frykowski logró descolgarse dentro del departamento. Una de las cuerdas se cortó. Ben se aferró del borde exterior de la plataforma y paso a paso empezó a retroceder hacia la ventana.
Los dos hombres se asomaron y trataron de asir las piernas de Ben.
Todo daba vueltas; Ben miró hacia abajo. La calle parecía subir a su encuentro.
El último soporte se rompió y la plataforma se inclinó violentamente a un lado. Sólo las cuerdas de la izquierda impedían que se precipitara a la calle. Había gritos, pero Ben no oía nada. Estaba colgado de las manos a veinte pisos por encima del suelo.
—Tome impulso hacia arriba —gritó Frykowski.
Ben trató de trepar. La áspera superficie de cáñamo le lastimaba las manos; su cuerpo, cada vez más pesado, pendía como una masa de plomo.
Un golpe de viento le azotó la cara. Miró hacia abajo, luego hacia arriba. La otra cuerda empezaba a deshacerse.
—Ayúdenme —rogó.
Pero Frykowski y Turner no podían hacer nada.
—¡Tire fuerte! —gritó Frykowski—. ¡Más fuerte!
Ben estrujó la cuerda. Tenía las manos y el cuerpo empapados. Más abajo vio encenderse de pronto las luces del departamento de los Woodbridge.
Empezó a tirar tratando de subirse y alcanzó a agarrarse justo por encima del punto de ruptura en el momento en que la cuerda se cortaba. Con un gran sacudón la plataforma se desprendió y cayó estrepitosamente a la calle. Más luces se encendieron.
Se columpió hacia la ventana. Los hombres, asomados, trataron de agarrarlo. No lo consiguieron. Tomó impulso pateando el borde de la ventana vecina a la de la monja y se zambulló en dirección a Frykowski quien logró asirlo por la pierna y lo tomó de los brazos. Segundos más tarde Ben estaba en el piso del departamento, detrás de la monja, sacudido por arcadas y temblores.
El departamento se hallaba a oscuras; fuera de la silla que ocupaba la monja, no había ningún mueble.
Frykowski y Turner se tiraron al suelo. Se oían voces en el pasillo. Ben reconoció las de John Sorrenson y una de las secretarias; luego, la de Daniel Batille. Respiró hondo, consciente de lo que pudo haber ocurrido. Unos pocos segundos, un centímetro más. Y era hombre muerto.
—Usted me aseguró que había revisado las cuerdas.
Frykowski tosió.
—Y es cierto. Además eran cuerdas nuevas, compradas hace menos de un mes. Las hemos usado por lo menos diez veces. Podría entender que se cortara una. ¿Pero las cuatro?
—¿No las habrá cortado alguien?
—Imposible. Las guardamos bajo llave. Y como dije, las revisamos. Estaban en perfecto estado.
Ben echó una mirada a su alrededor. Lo único que alcanzaba a distinguir era la espalda de la monja. Se erguía sobre él, amenazante, como la horrible visión de una pesadilla.
—¡Algo hizo que esas cuerdas se cortaran! —dijo.
—¿Por qué no se lo pregunta a la monja? —le espetó Frykowski—. Le dije que no le gustaría lo que hacíamos. Mire a esa bruja. ¿Cree que es humana? ¿De veras lo cree? ¡Pues si es así, usted está chiflado! Eso no es un ser humano. No sé quién es ni de dónde viene, pero no quiero saber nada con ella. —Se puso de pie, ayudó a incorporarse a Turner y se dirigió a la puerta. Afuera todo había vuelto a la tranquilidad—. Se la cedo enterita. Pero permítame decirle una cosa. La aventura de esta noche me ha costado una plataforma y…
—Se la pagaré.
—… y casi nos cuesta la vida. ¡Si eso no le hace pensar que aquí pasa algo raro, usted es un loco peligroso!
Frykowski descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Asomó la cabeza y empujó afuera a Turner, lo siguió y cerró la puerta.
De pronto Ben se encontró a solas con la Hermana Thérèse. Se palpó en busca de la cámara. Todavía la tenía encima, lo mismo que el vaso. Los dos objetos habían salido indemnes de la aventura.
Se aproximó a la monja y se detuvo a mirarla. El crucifijo que tenía en las manos era idéntico al que Ben guardaba bajo un montón de papeles en un cajón de su escritorio.
Sintió que las tinieblas avanzaban cercándolo y lo invadió una sensación de claustrofobia. Era como si algo le impidiese seguir avanzando.
—¿Qué quiere usted de nosotros? —preguntó.
La mujer no respondió. Ben retrocedió hasta la puerta y cerró los ojos. Deseó que esa visión de pesadilla desapareciera. Luego, respirando hondo, abrió la puerta y salió.
Ben se enjugó el sudor de la frente.
—Cuando regresé al departamento Faye seguía durmiendo. El ruido no la había despertado como a todos los demás. Esta mañana al salir, me crucé con uno de mis vecinos, Daniel Batille, quien no se explicaba cómo yo no había oído el estrépito. Dejé a Faye y Joey en el parque y vine directamente para acá. ¿Cómo estás?
—Muy bien —repuso Nicky Macario mientras manipulaba el vaso bajo la luz de la lámpara de escritorio—. Enseguida tendremos algo.
Ben lo observó trabajar con el polvo detector de huellas.
Macario, a quien Ben había conocido en un club deportivo, administraba un restaurante en Greenwich Village. En un tiempo había sido uno de los mejores especialistas en huellas dactilares del Departamento de Policía de Nueva York, y pese a los años que llevaba desvinculado de esa actividad conservaba sus conocimientos casi intactos.
—De modo que no sabes por qué se cortaron las sogas.
—No —dijo Ben apoyándose contra la pared del pequeño cuarto—. Seguramente eran defectuosas.
Nicky hizo un gesto de asentimiento.
—Sigo sin entender para qué te tomaste tantas molestias.
—No te lo puedo explicar, Nicky —dijo Ben frunciendo el entrecejo—. Lo que sí te aseguro es que para mí es muy importante. ¿De acuerdo?
—Seguro. No fui yo el que casi se rompe la crisma.
Macario trabajó unos minutos más; luego le devolvió el vaso a Ben.
—Felicitaciones —dijo—. Pasaste por el infierno inútilmente. No hay impresiones.
—¿Cómo que no hay impresiones? Si apreté los dedos con fuerza.
—El perfil de la impresión está, pero falta el tramado interior.
—No entiendo.
—Yo tampoco. —Macario se encogió de hombros—. Pero es así.
—Maldición —murmuró Ben.
—¿Qué piensas hacer?
—Invitarte a cenar para compensar el tiempo perdido.
—Prefiero que traigas a tu mujer al restaurante cuando se sienta mejor. Pero no me refería a mí. ¿Qué piensas hacer respecto del hombre?
Ben sacudió la cabeza y rio sin ganas.
—No lo sé —dijo.
Después de dejar a Macario, Ben tomó un café en un bar y se trasladó en taxi a la zona de los teatros. Bajó en la calle Cuarenta y Siete frente a un laboratorio de tecnicolor.
Se dirigió al jefe de la sección de revelado, con quien había hablado el día anterior. El hombre se llevó los negativos y le pidió que esperara. Sólo demoraría unos minutos.
Ben se sentó a leer el diario en la sala de espera. Luego llamó a Faye para avisarle que volvería dentro de una hora, ocupó nuevamente su asiento y se puso a hojear un ejemplar de La semana deportiva. Lo interrumpió momentos más tarde la aparición del empleado, que le tendió a Ben varias fotos.
—Extraña vieja —comentó.
Ben asintió mientras examinaba las pruebas.
—Estas son perfectas —dijo palmeando al hombre—. Exactamente lo que necesitaba.
—¿Dónde encontró semejante ejemplar?
—Sentada por ahí —repuso Ben con sarcasmo—. Oiga, ¿podría hacerme un favor?
—Si puedo…
—Conserve los negativos para mayor seguridad. Si llego a perder estas fotos, podremos sacar más copias. Me sería imposible conseguir que la monja volviera a posar. Ya la primera vez fue un modelo difícil.
—Entiendo. Bueno, no veo por qué no. De acuerdo. Los guardaré. Avíseme cuando los necesite.
—Desde luego.
Ben le dio las gracias y salió del local. En la esquina de Broadway se detuvo para estudiar las fotos bajo la luz reveladora del sol de la tarde. La monja era una realidad; una realidad horrible, decrépita, repugnante, pero un ser viviente al fin. Un estremecimiento lo recorrió. Se guardó las fotos en el bolsillo, caminó hasta la calle Cuarenta y Dos y entró al subterráneo.