Capítulo 10

Cuando Ben salió de su casa a las ocho de la mañana ya llovía intensamente y no había un taxi libre a la vista. En Central Park Oeste tomó un ómnibus que iba al centro, hizo la combinación en la calle Cincuenta y Siete y se apeó en la Tercera Avenida, donde un fuerte viento lo envolvió al bajar. Cruzó la calle, se zambulló en un bar de la esquina y se sentó junto al mostrador. Pidió un café, sacó del bolsillo de su impermeable la guía de Madison Avenue y estudió la lista de agencias de modelos de Nueva York. Algunas estaban cerca, otras más hacia el centro; si el tránsito se lo permitía, en un día podría recorrerlas todas. Aunque confiaba en que no tendría necesidad de hacerlo; esperaba dar con la pista de Jennifer Learson antes de llegar al final de la lista. Claro que no sería fácil; habían pasado quince años. En una actividad tan fugaz como esa, basada en la belleza de la juventud, lo más probable era que ninguna modelo y muy pocos empresarios permanecieran tanto tiempo en el negocio.

Después de una segunda taza abandonó el bar y recorrió a pie las agencias cercanas. Nadie conocía a Jennifer Learson, y si bien dos o tres encargadas de contratación recordaban a una modelo llamada Allison Parker, no sabían qué había sido de ella.

Para cuando empezó con las agencias más céntricas, casi estaba convencido de que no hacía más que perder el tiempo. Sin embargo, la encargada de una firma pequeña recordaba algo acerca de una modelo que se vio envuelta en una serie de asesinatos y luego desapareció. Le dijo que una mujer llamada Rusty trabajaba por aquel entonces en la misma agencia de la chica. La compañía había desaparecido tiempo atrás, pero Rusty aún seguía en el negocio como responsable de contrataciones de la agencia Blanchard.

Dio las gracias a la mujer, buscó la dirección de Blanchard en la guía de teléfonos y en uno de los pocos taxis libres que había visto en todo el día, se trasladó hasta un viejo edificio de oficinas.

La agencia Blanchard se encontraba en el segundo piso. La dueña era una mujer simpática y atractiva, de poco más de cuarenta años. Había ocho empleadas y una de ellas era Rusty. Gentilmente la señora Blanchard la dispensó por un rato de sus obligaciones para que hablara con Ben.

—Me llamo Ben Burdett —dijo Ben estrechando la mano delgada y pecosa de Rusty. Era una mujer alta y esbelta, de unos cuarenta años. Tenía la tez rojiza, una sonrisa alentadora y una voz suave y entusiasta.

—Y yo soy Rusty.

—Rusty, usted puede prestarme una gran ayuda.

—Lo intentaré, si puedo. —Percibía la ansiedad que trasuntaba la expresión del hombre.

Ben se sentó en un sofá junto a ella.

—Busco a una modelo llamada Jennifer Learson.

Rusty se sorprendió.

—¿Jennifer Learson? Por Dios, hace siglos que no oigo ese nombre. La conocí, claro. Era una mujer lindísima.

—Eso me han dicho. —La miró, instándola a seguir hablando.

—Era la mejor amiga de una modelo llamada Allison Parker. Yo les conseguí muchos contratos. Lo que les ocurrió a esas chicas es una tragedia.

Ben se acercó más, tan cerca que sentía el aliento de la mujer.

—¿Qué ocurrió?

—Pues… en realidad yo no conozco los detalles. Tendría que dirigirse a la policía. Eran buenas modelos. En realidad, cuando se produjo la catástrofe a las dos les iba muy bien. Sobre todo a Allison. Claro, todavía no eran estrellas, pero estoy segura de que hubieran triunfado en toda la línea, segurísima. Eran como hermanas, siempre juntas, riéndose. Si bien recuerdo, Allison era de Indiana y Jennifer de Macón, Georgia. Hacía un par de años que estaban en Nueva York. Al principio vivieron juntas en el Village, hasta que Allison se fue a vivir con su novio, un abogado llamado Michael Farmer.

Ben encendió un cigarro y la observó atentamente; se dio cuenta de que ahora que la mujer había empezado a hablar tenía mucho que decir y no vacilaba en hacerlo.

—Fue terrible. La pobre Allison desapareció de la faz de la tierra después que mataron a su novio. Salió en los diarios… toda la historia. Hubo una investigación pero creo que la policía no descubrió nada.

Ben se pasó la lengua por los labios y movió la cabeza resueltamente urgiéndola a continuar.

Rusty suspiró y juntó las manos sobre el regazo.

—A la que de veras compadezco es a Jennifer.

—¿Por qué?

—Bueno…, pasó muy malos momentos. Claro que quizá también los haya pasado Allison, pero como nadie volvió a verla no sabemos nada. ¿Me entiende?

—Por supuesto.

—Después del crimen Jennifer estuvo mucho tiempo sin venir. Cuando por fin lo hizo, era otra persona. Había cambiado por completo. Como le dije antes, señor Burdett, era una mujer hermosa. Pelo oscuro, cutis cetrino, una figura magnífica y una sonrisa capaz de ablandar el mármol. ¡Qué terrible transformación! Pálida como un fantasma y con diez kilos menos. Estaba en los huesos, como recién salida de un campo de concentración. Tenía terribles arrugas debajo de los ojos y las manos le temblaban. El día que volvió, almorzamos juntas. Me dijo que la policía la había interrogado. Y luego balbuceó una historia deshilvanada acerca de Allison y Michael.

»La confusión de sus ideas era total y nada de lo que decía tenía mucho sentido. ¿Me entiende? Era como escuchar a un delirante. ¡Y qué paranoia! Insistió en hablarme de una conspiración de fanáticos religiosos. Según me dijo, la perseguían. Y hasta llevaba un revólver para defenderse. Traté de calmarla pero no quiso escucharme. O no pudo. Hacía meses que no salía con nadie. Vivía encerrada en su departamento por temor de que la secuestraran. ¿Qué podía decir o hacer yo? Me sentía completamente trastornada. Y bien, Jennifer intentó volver a la profesión pero no fue a ningún lado. ¿Quién iba a contratar a una chica que parecía recién salida de la tumba? Le aconsejé que se tomara un año de licencia. Me dijo que necesitaba trabajar. Seguía un tratamiento psiquiátrico de cuatro sesiones por semana y eso le exigía mucho dinero. Luego desapareció y volvió a reaparecer varios meses después. Me pareció empeorada. Su aspecto era malísimo y la paranoia se había convertido en una especie de estado maníaco depresivo. A decir verdad, una de las chicas pensaba que era una esquizofrénica y yo no me hubiera animado a contradecirla. Alrededor de un año después, traté de llamarla. Había varias pequeñas sumas a su favor. Nadie contestó al teléfono. Fui a su casa y toqué el timbre. Jennifer me hizo pasar. Me dijo que no atendía el teléfono porque “ellos” la espiaban y no quería que supieran que estaba en su casa. Hubiera visto usted lo que era ese departamento. Nadie lo había limpiado en meses. Por todas partes, bandejas de cartón. Basura en el piso. Toneladas de platos sucios en la pileta. Un terrible olor a orina y heces humanas. ¡Dios, era espantoso! Traté de convencerla para que dejara el departamento pero no lo conseguí. Le entregué el dinero. Me dijo que no volvería a trabajar como modelo, que había encontrado una manera mucho mejor de ganarse la vida. Y no tardé en darme cuenta de que necesitaba mucho dinero para sobrevivir. Tenía cicatrices en los brazos. Sin duda se inyectaba algo. ¿Cocaína? ¿Heroína? ¡Quién lo sabe!

Ben la escuchaba fascinado.

—¿Y todo eso ocurrió en el término de un año?

—Sí… hace más de catorce años. —Rusty hizo una pausa y enseguida prosiguió—: Pocos meses después, por una chica llamada Victoria, amiga de Jennifer y Allison, supe cómo se ganaba la vida Jennifer. Victoria y su novio caminaban por una calle cercana a Broadway a la salida del teatro, cuando vieron en una esquina a una muchacha drogada ofreciéndose a los hombres que pasaban. Era Jennifer. Victoria le habló, pero ella no respondió. En ese momento salió del edificio un proxeneta acompañado por un puertorriqueño, que tras un breve cambio de palabras hizo subir a la chica a su automóvil y se la llevó. Escandalizada, Victoria intentó hablar con el otro hombre, pero él se negó a contestarle y desapareció en una callejuela.

Rusty se interrumpió; estaba tensa y transpiraba copiosamente. Ben le ofreció un pañuelo; ella lo aceptó y se enjugó la cara.

—Eso fue lo último que supe de Jennifer hasta dos años más tarde. Una noche… Lo recuerdo bien, era la víspera de Navidad y yo estaba en casa. Sonó el teléfono. Era Jennifer. Apenas alcanzaba a oírla. Me dijo que había tomado una sobredosis. Llamé a la policía. Fueron a su casa y la hicieron internar en Bellevue. Encontré el teléfono de los padres y los llamé. El padre me dijo que no le importaba lo que le ocurriera a la chica. Si se moría, peor para ella. Y colgó. Increíble. En fin, hablé con Jennifer uno o dos meses más tarde. Se estaba tratando como paciente externa en la clínica psiquiátrica de Bellevue. Estaba peor que nunca. Luego desapareció nuevamente. Cuando volvió a llamar, alrededor de un año y medio después, me dijo que había estado internada en una clínica pero que ya estaba completamente curada. Y que quería retornar a su trabajo de modelo. Le dije que viniese a verme aunque sabía que por muchos progresos que hubiese hecho, había pasado demasiado tiempo. Por suerte apareció poco antes de la hora de cerrar. Todavía no tenía treinta años, pero aparentaba noventa. Y en sus ojos había un fulgor salvaje, como en los de un animal rabioso. Me asustó. Le pedí a otra de las empleadas que se quedara. Le dije a Jennifer que de ningún modo podía volver a la profesión. Temí que reaccionara con violencia. Pero no lo hizo. Se limitó a escucharme, como si hubiese estado preparada para esa respuesta, y luego se fue tranquilamente. Y esa fue la última vez que la vi.

Ben mordió la punta de su cigarro. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Dios mío, pensó, Dios mío. Tenía la boca reseca como el fondo aterronado de un lago en el desierto.

—¿Está segura de que nunca volvió a verla?

Con la mirada perdida, Rusty hurgó en su memoria.

—Sí, estoy segura.

—¿Y no tiene idea de dónde se encuentra?

—No dije eso.

Ben sintió que su cuerpo se ponía tenso.

—¿Dónde está?

—La internaron en una clínica psiquiátrica.

—¿Cuál?

—El Providence State Hospital. En Riverhead, Long Island. Pero no sé si sigue allí. Lo único que puedo decirle es que no quiero tener nada que ver con el asunto.

—Por supuesto.

Rusty se puso de pie; estaba derrumbada.

Se estrecharon las manos.

—No sé cómo agradecerle —dijo Ben.

—No es nada. Espero haberle ayudado.

—Sí, le aseguro que sí.

Ben agradeció a la señora Blanchard por su colaboración y se dirigió hacia la puerta acompañado por Rusty.

—Señor Burdett —dijo Rusty cuando Ben ya estaba por salir—, olvidé preguntarle por qué se interesa tanto por el paradero de Jennifer.

Ben miró sonriendo los ojos felinos de la mujer.

—¿Por qué? Porque creo haber encontrado a Allison Parker.

—En los últimos seis o siete años —dijo con voz suave el doctor Taguichi— fue internada varias veces. Desde un comienzo no hubo la menor duda en cuanto al diagnóstico. Pero lo que de veras nos asombró, más allá de la gravedad de su psicosis, fue la amplitud de los síntomas y el entrecruzamiento con otros subtipos sindrómicos.

—¿Qué significa eso?

Se dispusieron a cruzar el bien cuidado patio de ejercicios del Providence State Hospital.

—Pues le diré que hay ciertos síntomas de orden general que son comunes a la mayoría de los esquizofrénicos y que nos conducen al diagnóstico. Como dije antes, en el caso de Jennifer Learson se evidenciaban firmes tendencias paranoicas. Manifestaba tensión, desconfianza, recelo y por momentos hostilidad. Y un delirio organizado de naturaleza persecutoria.

—¿Qué clase de delirio?

El médico se lo explicó y Ben creyó estar oyendo la repetición de la historia que le había contado Gatz. Le dijo a Taguichi que tenía razones para suponer que los hechos que contaba Jennifer Learson podían ser en parte reales. Taguichi admitió esa posibilidad y siguió describiendo el cuadro de una persona profundamente perturbada.

—Aun suponiendo que el delirio persecutorio, una conspiración religiosa consumada por la Iglesia Católica, tuviera alguna base real, le aseguro que las manifestaciones posteriores no la tienen. Estaba convencida de que la seguían clérigos con intenciones criminales. En otros momentos afirmaba que ella estaba destinada a ser la próxima víctima, el próximo guardián, la sucesora de su amiga Allison Parker, cuya personalidad y destino ocupaban un lugar importante en su mente. Coexistía también con esas fantasías un delirio de grandeza. En ocasiones afirmaba ser la Virgen María. Oía voces. Veía visiones. En cierta oportunidad se creyó envuelta en llamas, ardiendo en la hoguera como Juana de Arco. En otra, percibió que su corazón crecía. Y bien, señor Burdett, estos son síntomas clásicos de esquizofrenia paranoide. Pero como le dije antes, también presentaba una gama de manifestaciones esquizofrénicas generales. Tenía serios trastornos de emisión verbal. Por momentos era totalmente incoherente. A veces hablaba en términos simbólicos absolutamente indescifrables. Sufría de mutismo, ecolalia y verbigeración, formas de demencia verbal y expresiva. Progresivamente fue mostrando un creciente y grave deterioro en su apariencia y conducta. Un día la encontramos comiendo sus propias heces.

Ben hizo una mueca; sintió una arcada.

—Además, tenía tendencia a los desórdenes afectivos, respuesta emocional reducida y bloqueo emocional.

—Doctor…, la chica debía estar muy enferma. ¿Cómo es que la dejaron salir?

Taguichi asintió con aire pensativo. En ese momento llegaron al final del patio de ejercicios y entraron al edificio ubicado a la derecha.

—Al comienzo la señorita Learson fue una interna voluntaria. Logramos mantener su esquizofrenia bajo control y periódicamente le permitíamos retirarse. Respondía bien a la dosis diaria de cloropromazina y seguía el tratamiento como paciente externa. Cuando la droga dejó de actuar la alternamos con otras fenotiazinas, con resultados diversos. También utilizamos varias formas de psicoterapia, pero los resultados fueron negativos.

—¿Volvió al hospital por su propia voluntad?

—No; la trajo la familia después de una serie de actos automutilatorios, un episodio homicida contra un hombre que al parecer le pagaba por servicios sexuales, y un aumento alarmante del delirio y las alucinaciones.

Subieron por una escalera hasta el segundo piso y empezaron a caminar por un corredor pintado de blanco.

Ben movió la cabeza.

—Quizá yo consiga algo con ella. Quizá le llegue algo de lo que pueda decirle.

—Me temo que no, señor Burdett. Es uno de los pocos casos sin ninguna esperanza que tenemos en el hospital. Claro que esa es una opinión. Pero fundada. Aun en el caso de que estuviera en la etapa paranoide, sería difícil llegar a ella. Pero en los últimos cuatro años, desde su internación voluntaria, la enfermedad ha tomado un cauce alarmante, posiblemente definitivo.

Ben miró los ojos fatigados del médico.

—Se ha convertido en una catatónica.

—¿Una qué?

—Ha perdido contacto con el mundo exterior. Es un trauma muy raro hoy día, aunque hace algunos años era corriente. Los tratamientos modernos prácticamente eliminaron la catatonía. Pero con la señorita Learson no dieron resultado. No respondió a las drogas. Tampoco al coma insulínico. Ni al electroshock. Nada la ayudó. Hace dos años que yace inmóvil en la cama, salivando, presentando a veces una respuesta cataléptica, adoptando posiciones corporales rígidas… en fin. —El doctor Taguichi advirtió la mirada de horror y frustración en los ojos de Ben—. Lo lamento.

El médico abrió una puerta y entraron.

A duras penas Ben consiguió reprimir las ganas de gritar; se sentía aún más descompuesto que afuera. La mujer que yacía en la cama acaso había sido hermosa alguna vez, pero ahora era una vieja decrépita. Un cuerpo arrugado, rígido, vaciado de expresión, sin un solo rastro de vida.

El doctor Taguichi siguió explicando con mayores detalles el estado de la enferma. Por un breve instante Ben creyó percibir algún movimiento, pero enseguida desapareció. Trató de hablarle, mencionó nombres que quizá pudiera reconocer: Allison Parker, detective Thomas Gatz, Michael Farmer, Monseñor Franchino. La enferma permaneció muda, aprisionada en un infierno de su propia creación.

Ben se sentía cada vez peor. Miró a Taguichi. No podía derrumbarse delante del jefe de psiquiatría del hospital.

Sonrió desmayadamente.

—Es lamentable —dijo Taguichi—. Hemos hecho todo lo posible por ella, aunque por supuesto seguiremos tratando.

Ben miró la cama de madera, la sencilla mesa de pino con su silla, las paredes grises y desnudas; parecía una celda escapada de una novela social de mediados de siglo XIX.

—Quisiera irme —dijo, consciente de su propio agotamiento, del rechazo que le producía esa cosa en la que se había transformado Jennifer Learson.

Con un gesto de asentimiento Taguichi lo acompañó hasta la salida del hospital. Allí se detuvieron.

Era evidente que Ben se hallaba muy afectado, pero el médico le aseguró que eso era inevitable. Nadie penetraba en el mundo de los enfermos mentales sin sufrir un considerable daño emocional.

—Si se produce cualquier cambio, le ruego que me llame, doctor.

—Por supuesto.

Ben respiró profundamente el aire fresco de Long Island. Hubiera deseado sincerarse con Taguichi, decirle para qué había venido, por qué le había mentido presentándose como pariente de Jennifer Learson. Pero por su propia seguridad y la de Faye, no podía hacerlo.

Miró al médico en la cara, bajó la mirada y suspiró.

Segundos más tarde el doctor Taguichi volvió a entrar al hospital y Ben partió hacia la estación de tren, de Riverhead.

Hacía unos quince minutos que Ben aguardaba en la plataforma cuando el aire vibró con un rechinar de ruedas sobre los rieles.

Recogió del suelo una vieja revista y se acercó al borde de la plataforma cuidando de no aproximarse demasiado a las vías.

El tren apareció detrás de una curva y se detuvo en la estación. Las puertas se abrieron.

Subió, se quitó la chaqueta y se sentó en el último asiento del vagón. El tren se puso en marcha. Se arrellanó en el asiento, se relajó y abrió la revista. Casi había terminado de hojearla cuando su mirada cayó sobre el título de un breve artículo. Levantó la revista para acercarla a la luz. El título decía:

«JOVEN DE SIRACUSA VIVE EXTRAÑA PESADILLA EN LAS MONTAÑAS ADIRONDAK. NARRA HISTORIA DE ASESINATO Y HECHOS SOBRENATURALES».

Comenzó a leer.