Capítulo 9

El cuerpo en la máquina compactadora. Gatz. El inspector Burstein.

¿Estaban relacionadas esas muertes? Quizá. Claro que con la misma facilidad podía descartarse cualquier vínculo entre las tres y explicarlo todo como una mera coincidencia. Probablemente la anciana monja nada tuviera que ver con el cadáver del compactador. A Gatz sin duda lo había matado un ladrón. Y lo de Burstein era obra de un piromaníaco lunático. Pero muy en lo hondo Ben sabía que los tres crímenes estaban vinculados, que a Burstein y Gatz los habían eliminado porque sabían demasiado. Muertos Michael Farmer y el viejo sacerdote (¿Padre Halliran era su nombre?), y ahora Burstein y Gatz, no quedaba ningún inocente que tuviera algún conocimiento del asunto, salvo por supuesto Jennifer Learson, desaparecida tiempo atrás. Si alguien trataba de borrar toda huella que llevara a la verdad, lo más probable era que también hubiese eliminado a la señorita Learson, y si aún no lo había logrado, ese sería su próximo objetivo. Pero… ¿El objetivo de quién? De creerle a Gatz, se imponía la conclusión de que los conspiradores estaban vinculados con la monja y ese rastro conducía inevitablemente a la Archidiócesis de Nueva York. Lo inconcebible del hecho se veía subrayado por el austero ambiente de la catedral de San Lucas, donde Ben estaba sentado desde hacía media hora tratando de introducir algún orden en el caos. Si por lo menos hubiese alguien a quien pudiera preguntarle, algún lugar al que pudiese acudir en busca de la verdad. Pero no lo había. Estaba indefenso; tan indefenso como Faye, que aún yacía en su cama trastornada por el shock y cuya suerte, según Gatz, dependía aun más que de la de él, del desarrollo de los acontecimientos. Más que de la de él y la de cualquier ser viviente, salvo, claro está, Allison Parker y sus sucesores. Abrió los ojos; la luz del atardecer que se filtraba por los vitrales daba mayor relieve al mundo irreal del que acababa de emerger. De pronto la iglesia le pareció amenazante. Cierto, el lugar era un santuario. Pero en el contexto de los hechos, ¿qué clase de santuario era? ¿Dedicado a quién? ¿Y con qué fines?

Todo estaba en silencio. Sólo había cuatro personas en la catedral. Hacía calor, pero no tanto como para llevarlo a transpirar tan profusamente ni a sentir el aire tan enrarecido. Le pareció que estaba a punto de asfixiarse. Se abrió el cuello, se levantó del banco y se encaminó hacia el fondo. Un sacerdote apareció ante su vista.

—¡Padre! —llamó Ben, acercándose—. Me pregunto si usted podría ayudarme.

El sacerdote sonrió.

—Por supuesto, hijo mío.

—Me han contado una historia que quisiera corroborar con usted.

La expresión del rostro agradable del cura lo alentó.

—Me han dicho que cada tantos años la Iglesia selecciona a un lego, le infunde una personalidad religiosa y lo designa como centinela o guardián. —Hizo una pausa, a la espera de alguna reacción.

El sacerdote parecía desconcertado.

—¿Con qué objeto, hijo mío?

—No estoy seguro.

—Hijo, si no puede ser más concreto, no veo cómo puedo ayudarlo.

—No puedo ser concreto, Padre. Pero sé que mucha gente ha muerto a raíz de esto. Y hasta es posible que la Iglesia esté detrás de varios asesinatos cometidos para proteger la identidad de esa persona.

El sacerdote se mostró horrorizado.

—Hijo mío, esta historia me parece altamente improbable. El solo hecho de sugerir que la santa Iglesia pueda hallarse mezclada en una violación de los mandamientos de Dios, no hablemos de asesinatos, es ofensivo e inconcebible. ¿Quién le contó esas cosas?

—Un policía.

—¿Dónde se encuentra?

—¿Ahora? Probablemente en la morgue de Manhattan. Lo mataron esta mañana.

El sacerdote movió la cabeza.

—En mi opinión, toda la historia es inventada. Ignoro para qué la inventaron. Pero puedo asegurarle que la Iglesia no se mezclaría en una cosa semejante.

—Quizá tenga usted razón —dijo Ben después de una pausa larga y tensa—. Quizá todo sea un sueño. Quizá me esté volviendo loco.

¿Para qué hablaba con ese hombre? Si por algún increíble capricho del destino ese cura tuviera alguna relación con el asunto, ciertamente no lo admitiría. Y en todo caso era mucho más lógico suponer que un hombre de bajo nivel en la jerarquía eclesiástica nada debía saber de intrigas tejidas en las altas esferas de la Iglesia. No, no hacía más que perder el tiempo. Tenía que salir de allí.

—Es muy probable que usted esté en lo cierto, Padre. —Hizo un movimiento para encaminarse a la salida—. Seguramente el policía se equivocó. Quizá fuese un poco paranoico. Y vaya a saber por qué lo mataron. Alguien lo odiaba. Sí. Sin duda. —Salió a los escalones de cemento que descendían a la calle. Seguía viendo al sacerdote que lo miraba con extrañeza; sin duda pensaba que el que estaba un poco loco era él—. Gracias, Padre. Le agradezco la atención que me ha dedicado. Gracias.

Llegó a la acera y se puso en marcha, tomando velocidad a medida que avanzaba. Tenía que volver a su casa, ver a Faye, tratar de relajarse, escapar de toda esa pesadilla. Pero en lo hondo de su ser sabía que ese era apenas el comienzo, aunque sólo fuera porque no podía limitarse a esperar y dejar que el destino decidiera el futuro de ambos. Tenía que saber más.

¡Empezaría a la mañana siguiente!

—¿Qué pasa? ¿Tenemos fiesta? —Ben se detuvo en la puerta, sonriente.

—Me siento mucho mejor, querido —dijo Faye. Con un gesto vivo se levantó del sofá para abrazarlo.

—¿Qué le había dicho yo? —gritó Sorrenson desde la otra punta de la habitación—. Todo lo que necesitaba Faye era un par de días. Y cuidados tiernos y cariñosos.

Grace Woodbridge salió de la cocina con una bandeja llena de tazas y platillos.

—Té y café.

—Póngala sobre la mesa —sugirió Faye. Condujo a Ben al interior de la habitación y lo hizo sentar en el sofá junto a Ralph Jenkins.

—¿Seguro que estás bien, querida? —preguntó Ben.

—Me desperté hace cerca de una hora sintiéndome magníficamente. —Tomó en brazos al bebé, sentado en el regazo de Jenkins, y lo acunó—. Y el ver a John y Ralph y luego a Grace me hizo sentir aún mejor, ¿sabes?

—Sí… lo sé.

—¿Dónde estuviste?

—Por ahí. ¿Hubo alguna llamada?

—Ninguna mientras yo estuve aquí —dijo Sorrenson—. Y estoy desde que usted se fue.

—Pero entonces se perdió el ensayo.

—Vaya, ¿qué es un ensayo cuando los amigos nos necesitan? Y no soy el único que hizo un sacrificio, si así quiere llamarlo. Ralph faltó a una reunión de la sociedad de anticuarios.

—Nada importante —acotó Jenkins—. ¿Se concretó su encuentro con el policía?

—Sí. —Le había hablado a Jenkins del proyectado encuentro con Gatz, sin decirle de qué se trataba. Ojalá su voz no traicionara la gravedad de lo ocurrido—. Todo anda bien —añadió.

—Ah, excelente —dijo Grace Woodbridge al tiempo que disponía la bandeja para servir—. Era hora que alguien dijera que algo anda bien por aquí. Esta mañana Max salió del departamento entre lamentos y rezongos. Cuando llegué aquí Faye aún dormía y John y Ralph hablaban como si estuviera por producirse un cataclismo que terminaría con el mundo. Todos han empezado a tejer fantasías. ¡Estoy harta! Y no permitiré que enloquezcan a Faye. Todo ha terminado.

—Ojalá sea así —dijo Faye. Siguió meciendo en sus brazos al bebé, haciendo amago de arrojarlo al aire y recogerlo. Encantado con la sensación, Joey dejaba escapar un gozoso balbuceo. Todos rieron como hacía tiempo que no reían.

Grace Woodbridge distribuyó las tazas. Ben hizo sentar a Faye a su lado y la besó.

—No sabes lo feliz que me hace verte así. John, Ralph, Grace, les agradezco que se hayan quedado hoy con Faye. Quizá todo haya terminado. —¿De veras lo creía?—. ¿Qué piensas tú, Joey? ¿Andará bien mamá?

El bebé agitó las manos y brindó a los presentes su sonrisa desdentada. Todos volvieron a reír.

Ben se puso de pie y se acercó a una mesa, junto a la ventana, sobre la cual había una máquina de escribir. Un gran sobre de papel manila contenía un centenar de páginas de texto y notas que Ben no tocaba desde hacía rato.

—Quiero que retomes tu libro, querido —dijo Faye mientras bebía un sorbo de té.

—Sí —respondió él sin mucha convicción, al tiempo que volvía las páginas.

Jenkins se acercó.

—De usted espero una obra maestra, Ben.

—¿De veras? Aprecio sus palabras, Ralph, pero tal como anduvieron las cosas por aquí me conformaría simplemente con terminarlo.

—Vamos, lo conozco. Volverá al trabajo, lo pulirá, lo hará publicar y será todo un éxito.

—De sus labios, a los oídos de Dios.

Jenkins hizo un gesto de sentimiento y en ese momento se aproximó Sorrenson; más atrás Faye y Grace Woodbridge hojeaban el último número de Yogue.

—Quizá les interese saber que hice averiguaciones sobre la identidad de la monja —dijo en voz baja.

—¿De veras?

—Claro, le dije que lo haría. Eso sí, no me pregunten cómo. Lo cierto es que averigüé que los cheques del alquiler de la monja los paga un tal M. Leffler.

—¿Quién es? —preguntó Jenkins.

—Ah… también eso lo averigüé. Tengo un amigo que trabaja en la archidiócesis. Le pregunté si sabía de esa persona y me informó que M. Leffler es el auditor de la archidiócesis.

—¿Y qué nos agrega ese dato?

—Simplemente que además de ser dueña del edificio, la archidiócesis también paga el alquiler de la monja. Lo sospechábamos, pero ahora lo sabemos.

Los interrumpió la voz de Faye.

—Oigan, ¿qué están murmurando?

Ben se volvió.

—Nada, querida.

—Hablaban de la monja, ¿no es cierto?

Ben carraspeó.

—Bueno, en cierto modo.

—Pero qué empecinados. Les dije que tenemos que olvidarla. Si la Hermana Thérèse quiere estarse allí sentada, pues déjenla.

—¿Cómo la llamaste? —preguntó alarmado Ben.

—La Hermana Thérèse. Así se llama la monja.

—¿Cómo lo sabes?

Faye se encogió de hombros.

—¿Alguien te lo dijo?

—No. Lo sé, simplemente.

Ben miró a Jenkins y Sorrenson. Luego se sentó junto a Faye y le tomó la mano.

—¿Qué más sabes?

—¿Qué quieres decir, Ben?

—Sabes lo que quiero decir.

Faye no dijo nada; Ben la tomó por los hombros y ella se echó hacia atrás.

—¿Cómo se llamaba antes de ser la Hermana Thérèse? —Casi gritaba. Sorrenson, Jenkins y Grace Woodbridge estaban pasmados—. ¿Cómo se llamaba?

Faye se estremeció.

—Allison… Allison Parker.

Ben la soltó. Todos contemplaban la escena en actitud tensa. Nadie se atrevía a decir una palabra.

—Allison Parker —repitió Ben al borde de las lágrimas—. Sí. Así se llama. Allison Parker.

Hacía largo rato que Sorrenson, Jenkins y Grace Woodbridge se habían ido cuando sonó el timbre, y Ben salió del dormitorio para atender. Al abrir se encontró con Biroc y lo hizo, pasar al hall.

—Espero no haberlo despertado, señor Burdett —dijo Biroc con tono de disculpa.

Ben miró su reloj.

—No, Joe. Justamente estábamos por acostarnos. No lo vi en funciones ayer ni hoy.

—Ayer no estuve y hoy empecé tarde y sólo cumplí medio turno. El administrador del edificio me recomendó que me lo tomara con calma. Ya sabe… después de lo que pasó.

—Claro. ¿Y en qué puedo ayudarlo?

—Oh, no, señor Burdett. No vengo a pedirle ningún favor. Sólo quería saber si su señora está bien. No me pareció apropiado subir, pero estaba muy inquieto.

—Usted es bienvenido a cualquier hora. Y mi señora está mucho mejor. Se pondrá muy contenta cuando sepa que usted vino.

Biroc sonrió.

—Me alegro mucho. Estaba muy preocupado. —Abrió la puerta y salió al pasillo—. Si necesita algo mañana, no deje de llamarme, señor Burdett. Cualquier cosa que necesite. Me ocuparé.

—Usted es un buen amigo, Joe.

Biroc sacudió la cabeza.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Joe.

Ben cerró la puerta.

Acostado en la cama, se sentía como si alguien le hubiese arrojado agua helada sobre el cuerpo. Sentía frío; no un frío superficial como el que se puede sentir en lo más crudo del invierno, sino un frío que se alojaba en lo más profundo de su ser, tan profundo, pensó, como la sustancia de su alma.

Junto a él Faye leía un libro. La miró y oyó moverse inquieto al bebé en su cuna, invisible en la oscuridad del otro extremo del cuarto. Ben no había despegado los labios en los últimos diez minutos, desde que despidió a Biroc en la puerta, para luego entrar de puntillas en el dormitorio y meterse en la cama. Este era el momento.

—Faye —dijo.

—Sí, querido —repuso ella sin quitar los ojos del libro.

—¿Podrías dejar de leer un momento? Quiero preguntarte algo.

Faye dejó el libro sobre la manta.

—Sí, claro.

—¿No te parece extraño que supieras el nombre de la monja?

—Alguien me lo habrá dicho. ¿Qué otra explicación puede haber?

—Pero no recuerdas que alguien te lo haya dicho, ¿verdad?

Faye hizo un gesto de fastidio.

—Ya te dije que no —replicó impaciente.

—Muy bien. Otra cosa…

Faye asintió.

—¿Alguna vez trataste de suicidarte? —Nunca le había visto Ben a su mujer una expresión tan extraña como la que cruzó por su cara en ese momento—. ¿Lo hiciste?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Digamos simplemente que quiero saberlo. Me interesa.

—Pero, Ben, llevamos siete años de casados. Hace doce que nos conocemos. Y de pronto semejante pregunta. Y justamente ahora…

Ben se removió incómodo en la cama.

—Curiosidad, nada más.

Confusa, ella lo miró a los ojos pestañeando rápidamente.

Él se incorporó a medias, apoyándose en las almohadas.

—Es muy sencillo, Faye. Si nunca lo intentaste, no tienes más que decírmelo.

Faye arrojó el libro al suelo, irritada; tiró de la manta, se cubrió hasta el cuello y miró al espacio.

—¿Y si hubiera tratado de matarme? ¿Qué hay con eso? —Su voz sonaba muy distante, como viniendo de otro lugar—. ¿Cambiarían en algo las cosas?

—No. Simplemente quiero saberlo.

—Pues bien, sí. Lo intenté. —Sus ojos lo perforaron—. Cuando era mucho más joven.

Durante varios minutos él no dijo nada. Luego preguntó:

—¿Por qué?

—Lo hice, eso es todo. Juré que nunca hablaría del asunto. A decir verdad, durante muchos años negué todo el incidente.

—Faye, yo…

—Te dije que no quiero hablar de eso. Por favor, no vuelvas a mencionarlo nunca. Prométemelo.

—Muy bien, lo prometo —dijo Ben después de una pausa.

Ahora tenía la respuesta, el dato final que le faltaba para reforzar su decisión.

Tenía que hacer algo. ¿Por qué? Lo ignoraba.

—¿No te parece que es hora de dormir?

Faye no respondió.

Ben tendió el brazo, apagó la lámpara de lectura y se volvió de su lado, dándole la espalda a Faye. Sabía que ella lo miraba. Sentía su mirada. Pero no quería volverse, ni agregar nada más. Había dicho bastante. Ahora quería pensar. Dormir. Tenía que levantarse temprano y ponerse en acción.