Capítulo 8

Al día siguiente Ben se apeó de un taxi en el Bronx, frente a la dirección que le había anotado Gatz en la servilleta. Esperó a que el auto se alejara y luego paseó la mirada arriba y abajo por la casa. No era el mejor de los lugares posibles para vivir. En una esquina había una tienda de comestibles y enfrente un bar con las cortinas bajas. Todos los edificios estaban en mal estado, frentes con puertas rotas, escaleras de incendio desvencijadas y graffiti en las paredes. Las aceras estaban rotas y sembradas de basura y abundaban los agujeros llenos de agua estancada y barro. El aire olía a pobreza y deterioro. Extraño lugar, pensó Ben, para que allí viviera un ex inspector de homicidios; claro que la magra pensión de Gatz sin duda no le permitía mudarse a un barrio mejor.

La casa, un dinosaurio de cinco pisos con fachada de ladrillo desnudo y una enmohecida escalera de incendio, se encontraba a mitad de cuadra. Ben entró y subió hasta el tercer piso. Había cuatro departamentos. El de Gatz estaba en el extremo del pasillo.

Golpeó varias veces sin obtener respuesta. Miró su reloj. Faltaban cinco minutos para la una. Maldición, Gatz debía estar allí, sobre todo después de haberle dado tanta importancia a esa cita. ¿Acaso lo habría olvidado? Improbable. Quizás había salido por unos minutos y volvería enseguida.

Bajó al primer piso y golpeó a la puerta del encargado. Lo atendió un hombre de baja estatura y cabellera rala. Parecía un doble de Winston Churchill vestido con un abolsado pantalón a rayas y camiseta. Tenía en la mano una botella de cerveza.

—No hay departamentos disponibles —dijo entre dos eructos—. Y para los que se desocupen hay lista de espera.

—No busco departamento —dijo Ben.

—Ah… vendedor, entonces.

Trató de cerrar la puerta pero Ben se lo impidió.

—Oiga, no vendo nada, ni busco departamento —hizo una pausa, tratando de pensar rápidamente—. Soy de la policía, auditor. —Con eso no podía dejar de impresionarlo—. Estaba citado a la una con el señor Gatz para hablar de su pensión. Pero parece que no está.

—¿No está? —preguntó retóricamente el encargado mientras se rascaba la axila derecha. Era uno de los seres más ordinarios que Ben hubiese visto en su vida—. Pues si no está, no está.

—¿No sabe cuándo salió?

—No. No controlo a los inquilinos. Si quieren salir, salen. Si les duele la barriga, la vacían. Sin mi permiso. Mientras paguen el alquiler puntualmente no me importa que se tiren al río. ¿Estamos?

Nuevamente trató de cerrar la puerta y nuevamente Ben se lo impidió.

—Oiga… ¿le molestaría que hiciera una llamada?

—No… pero no puede. El teléfono no funciona. Y hágame un favor, no se quede esperando en el hall. A los inquilinos no les gusta. Los pone nerviosos.

—Esperaré en la entrada. —La perspectiva de esperar en la calle no le hacía demasiado feliz—. ¿Puedo hacerle algunas preguntas?

—Oiga, don.

—Unas pocas, nada más. Asunto policial.

El encargado vaciló; luego asintió a regañadientes. El nombre que se leía en la puerta era Hardman. Parecía apropiado.

—¿Qué sabe usted del señor Gatz?

—No gran cosa.

—¿Hace mucho que vive aquí?

El encargado se rascó la calva y metió para adentro el abultado vientre que desbordaba sobre el cinturón.

—Diez, doce años. Pero es un hombre reservado. Sale poco, habla poco. Sí. A Gatz no le gusta hablar. Fue polizonte. Está jubilado. No le molesta a nadie. Y paga el alquiler puntualmente. Eso es todo lo que sé.

—¿Alguna vez mencionó a una chica llamada Allison Parker?

—¿Quién?

—Una chica. —Era obvio que el detective no la había mencionado nunca.

—Tampoco me interesa la vida sexual de Gatz. Ni con quién se acuesta. Ese es asunto suyo. Mientras no corrompa la moral de la casa, por mí puede pasársela acostado de la mañana a la noche. Aunque le diré que no tolero las busconas baratas. ¡Que no me traiga por aquí a una de esas putas roñosas!

Ben miró la mancha de orina en el pantalón del hombre. ¿Busconas baratas? ¿Putas roñosas? Al hombre no le vendría mal mirarse bien en el espejo.

—¿No puede hacerme pasar al departamento de Gatz? Lo esperaría allí.

—¿Está loco, don? ¿Hacerlo entrar en el departamento de un inquilino?

—Gatz me dijo que se lo pidiera, si él se retrasaba.

—Mentiras. El sabe que eso no es posible. Oiga, si usted es del departamento de policía, ¿por qué no me muestra la placa?

—¿Placa? —tartamudeó Ben—. Es que… no soy policía, sólo un auditor. Un trabajador. Como usted.

—Pues si no es policía, por qué no se va con sus estúpidas preguntas a otra parte o vuelve con alguien que tenga una linda placa brillante. No me gustan los que hurgan. Y tampoco me gusta perder el tiempo.

Una vez más se dispuso a cerrar la puerta, pero se detuvo. Alguien lo llamaba desde adentro. Se volvió. Una mujer menuda salió de la cocina con un plato en la mano. Llevaba un vestido amarillo de entrecasa y el pelo recogido en la nuca.

—Oí lo que decías, querido —dijo—. Gatz está en su departamento. —Era una mujer agradable, casi atractiva, a años luz de distancia del que parecía ser su marido—. Lo vi llegar hace media hora, cuando saqué la basura. Me dijo que hoy era un día muy importante para él. Alguien tenía que venir a la una y creía que toda su vida estaba por cambiar. Me pidió que le hiciera algunas compras del almacén porque él tenía que quedarse a esperar. Insistió mucho en eso. Tiene que estar arriba.

—Es imposible —dijo Ben de pronto—. A menos que esté en la ducha.

—No hay duchas —explicó el encargado.

—Entonces tiene que haberme oído. Me pasé dos o tres minutos golpeando. —Ben estaba perplejo—. Volveré a probar.

El hombre miró a su mujer.

—Está arriba —volvió a decir ella.

El encargado se volvió hacia Ben:

—Iré con usted.

Rápidamente la mujer desapareció en el interior del departamento.

El encargado cerró la puerta y abrió la marcha seguido por Ben.

—Me llamo Hardman —se presentó cuando empezaban a subir por la escalera.

—Ben Burdett —repuso Ben.

Al llegar al departamento de Gatz llamaron a la puerta. No hubo respuesta. El encargado se encogió de hombros y Ben lo miró de frente. El hombre echó una ojeada al pasillo y luego, refunfuñando, abrió la puerta con su llave maestra.

Entraron.

El departamento había sido saqueado. Por todas partes había cajones vaciados y ropas tiradas en el piso. Alguien había arrancado las cortinas de las ventanas y desgarrado el forro del colchón.

¿Qué diablos habría ocurrido? ¿Y dónde estaba Gatz? Si la señora Hardman lo había visto media hora antes, quienquiera que hubiese asaltado el departamento tenía que haberlo hecho en los últimos minutos. Y por cierto que Gatz no se iba a quedar cruzado de brazos disfrutando del espectáculo. Hubiese tratado de impedirlo, hubiese pedido socorro. Pero no lo hizo. ¿Acaso lo habrían asaltado durante la noche? No, absurdo. Le habría dicho algo a la señora Hardman cuando se cruzó con ella.

Ben miró a su alrededor.

—Creo que debería llamar a la policía, señor Hardman.

—Sí —repuso inseguro el hombre. Levantó el teléfono que estaba en el suelo, descolgó el auricular y marcó un número.

Ben empezó a hurgar entre las cosas desparramadas. ¿Qué podrían buscar los asaltantes en una casa tan pobre? ¿Tendrían algo que ver con Allison Parker?

Revisó el dormitorio y el baño sin encontrar nada. Luego examinó el escritorio de Gatz.

—¿Qué busca? —le preguntó el encargado.

—No lo sé.

—Será mejor que espere a que llegue la policía.

Ben se volvió, sonriente; el hombre había perdido buena parte de su aire bravucón.

—Cuando llegue la policía no podré buscar.

Hardman entró en la cocina. Ben oyó que abrían la canilla mientras él revisaba los dos estantes que había sobre el escritorio. Estaban vacíos. Casi todos los libros habían sido arrojados al suelo. Recogió algunos y los hojeó. Nada de interés. Examinó las marcas de polvo. En el estante superior había marcas anchas, que sin duda correspondían a los libros. Pero en el inferior eran angostas, como de revistas o carpetas. Volvió a revisar el piso. Nada de lo que había a la vista parecía corresponder a esas marcas.

En ese momento oyó gritar su nombre y saltando sobre la silla del escritorio volcada entró corriendo a la cocina.

El encargado se hallaba de pie junto a la nevera. La puerta estaba abierta y adentro estaba el detective Gatz mirándolos fijo… muerto…

—¡Cristo! —gritó Ben.

—¿Qué hacemos? —preguntó Hardman con una vocecita tímida, extraña en él.

—Nada. La policía estará aquí en unos minutos.

—Aquí mismo, en mi edificio —murmuró el encargado—. En mis propias narices. Hace media hora habló con mi mujer. No puedo creerlo. —Cerró la puerta de la nevera. Parecía a punto de vomitar—. ¡Dios!

—Dios no lo va a ayudar. ¿Por qué no se sienta? ¿O se moja un poco la cara?

El hombre entró al baño. Ben volvió al living y una vez más revisó el revoltijo de objetos sin hallar nada. Enderezó la silla y se sentó. Tenía que dominarse. La policía estaba por llegar y entonces empezaría el interrogatorio. Le preguntarían por qué había ido a ver a Gatz y tendría que darles una respuesta satisfactoria. Claro que en cuanto mencionara el crimen de la máquina compactadora no dejarían de establecer una relación. Pero no podía evitarlo. Ni desaparecer. El encargado hablaría de su visita. Y él le había dado su nombre.

Hardman salió del baño y se sentó en el borde del sofá volcado. Estaba pálido y tenía un hilo de saliva en el mentón. Había vomitado.

—Supongo que ahora la pensión no le servirá de mucho a Gatz —dijo en voz baja.

—No. No le servirá de nada.

El encargado se cubrió la cara con las manos. Ben se echó hacia atrás y cruzó las piernas. De pronto hubo un gran silencio en la habitación.

Y aguardaron.

Como había previsto Ben, la policía le interrogó sin darle tregua durante más de una hora. Ben le dijo que Gatz se había puesto en contacto con él por consejo y con la aprobación del inspector Burstein del Departamento de Homicidios de Manhattan, con el objeto de conversar sobre el crimen de la máquina compactadora. Que en la primera entrevista Gatz no le había explicado nada, de modo que tendrían que llamar a Burstein para averiguar los detalles.

Eso fue, precisamente, lo que intentó hacer la policía, pero no pudieron localizarlo. Según le informaron, un detective llamado Wausau corroboró la declaración de Ben, por lo menos en principio, ya que tampoco él conocía con exactitud lo ocurrido entre su superior y Gatz.

Poco antes de las cuatro le permitieron irse y tomó un taxi para dirigirse al Departamento de Homicidios.

Durante el viaje hacia el centro, mientras miraba distraídamente por la ventanilla, pasó revista a todo lo que le había dicho Gatz y revivió los terribles acontecimientos de las últimas horas. El asesinato de Gatz parecía increíble. El detective no era un viejito indefenso. Tenía que ser un hombre muy fuerte el que lo estranguló. Sea como fuere, una cosa era cierta: estaba muerto. Si Ben quería ahondar en la historia de Gatz tendría que valerse de Burstein, quien según aquel se había relacionado con Allison Parker y fue testigo de algunos de los extraños hechos vinculados con ella.

El taxi lo dejó frente al Departamento. Ben preguntó por el inspector Burstein y el policía de guardia se comunicó por teléfono con el interior del edificio. Minutos más tarde bajó Wausau acompañado por otro detective.

—Señor Burdett —lo saludó Wausau tendiéndole la mano.

Ben se la estrechó y esperó a que le presentara a su acompañante, llamado Jacobelli.

—Allí hay una sala de conferencias donde podremos conversar —dijo Wausau señalando una puerta al final del corredor principal.

—Quisiera ver a Burstein —dijo Ben.

—Primero me gustaría hacerle algunas preguntas… acerca de Gatz.

—Vea, señor Wausau, en las últimas dos horas no he hecho más que contestar preguntas. Les dije todo lo que sé a los oficiales de Homicidios del Bronx, y usted ya habló con ellos. Si quiere volver a hacerlo, adelante. Pero lo que yo quiero es hablar con Burstein y volverme a mi casa para ver a mi mujer. ¿De acuerdo?

—Cuénteme lo de Gatz —insistió Wausau—. Desde el principio.

A regañadientes Ben repitió todo, eludiendo los detalles de su conversación con Gatz en el bar de O’Reilly. Eso se lo reservaba para Burstein, sobre todo porque Gatz le había pedido que no dijera nada a la policía.

Durante más de una hora Wausau lo asó a fuego lento y sacó conclusiones arbitrarias acerca de la relación entre la muerte de Gatz y el asesinato en la calle Ochenta y Nueve.

Cuando por fin se dio por satisfecho, Ben descargó su enojo contra él.

—Maldita sea, hace una hora que estoy aquí contestando preguntas, sin ninguna obligación de hacerlo. Ya le di toda la información que deseaba. Ahora lo único que quiero es hablar con Burstein. No es demasiado pedir, ¿no?

—No —asintió Wausau—. Pero será difícil.

—¿Por qué?

—Porque Burstein ha muerto.

Ben se estremeció como si le hubieran pegado un latigazo.

—Él y su mujer murieron anoche mientras dormían —siguió diciendo Wausau—. Lo descubrimos hace una hora. La casa se incendió. Según los primeros informes del cuartel de bomberos, el fuego fue intencional.

Ben estaba sumido en un profundo estupor. Wausau le dijo que se fuera a su casa; oportunamente la policía se comunicaría con él.

Salió del edificio y junto al borde de la acera se detuvo y alzó la mirada hacia el cielo.

—¡Dios! —gritó sin saber por qué, pero lo bastante alto como para que Dios pudiera oírlo, si es que estaba escuchando.