—Me llamo Gatz. Detective Gatz. Con zeta. —Gatz sonrió dejando al descubierto una dentadura de roedor que le cruzaba la cara de lado a lado, dando la impresión de que la parte inferior de su cabeza fuese un enorme puente dental.
—Pase, por favor —invitó Ben, desarmado por la sonrisa incisiva y ambivalente del pequeño hurón.
Gatz penetró en la habitación con paso firme y una expresión recelosa en la cara.
—Sigo sin entender —dijo Ben.
Gatz se desabotonó la chaqueta y buscó un lugar dónde sentarse. Ben le señaló el sofá. El detective mordisqueó nerviosamente la punta de su cigarro y se dejó caer en los almohadones.
—No es mi costumbre dar muchos detalles por teléfono, señor Burdett. Ya sabe usted, micrófonos ocultos…
—¿No cree que eso es un tanto paranoico, señor Gatz?
La mirada vivaz del hombrecito recorrió el cuarto.
—Yo mismo coloqué más de una vez esos aparatitos. De modo que no es mi imaginación. ¿De acuerdo?
Ben asintió. En sus tiempos el detective Gatz debía haber sido un polizonte de pelo en pecho.
—Permítame repetirle lo que le dije por teléfono. Hace años fui jefe de detectives del Departamento de Homicidios de Manhattan. El inspector Burstein era uno de mis subordinados. A raíz del crimen de la máquina compactadora, Burstein me pidió que echara una ojeada. Y eso es lo que hago: ¡ojear!
—¿Pero qué busca?
—No lo sé. No lo sé con exactitud. —Cortó con los dientes la punta de su cigarro, la hizo rodar entre sus dedos hasta convertirla en una pelota, y la arrojó al cenicero.
—Le he dicho a la policía todo lo que sé —dijo Ben.
—No lo dudo, señor Burdett —replicó fríamente Gatz al tiempo que cruzaba las piernas. Las suelas de sus zapatos estaban agujereadas y tenía el cuello de la camisa deshilachado—. Este edificio tiene unos catorce años de antigüedad. Antes de que lo construyeran, toda esta franja de terreno estaba ocupada por varias casas viejas de estilo tradicional. Había una, en particular… Su aspecto no llamaba la atención. Una simple casa de piedra marrón. Pero poco antes de que la demolieran se cometieron allí varios asesinatos. A mí me asignaron la investigación, y oficialmente los casos no fueron resueltos.
—Una historia interesante, señor Gatz, ¡pero han transcurrido quince años! No pretenderá usted sugerir que el crimen de la máquina compactadora tiene alguna relación con esos homicidios.
—Yo no pretendo nada.
—¿Y por qué diablos nos hemos convertido Faye y yo en el centro de atención? ¿Porque ella encontró el cadáver?
—En parte, señor Burdett. ¡En parte!
—Pues… ¿por qué no me cuenta la otra parte?
Gatz se puso de pie, se acercó a la pared que lindaba con el departamento contiguo y escuchó con atención.
—¿La otra parte?… ¡La monja!
—Oiga. —Ben se levantó de un salto y se acercó al detective—. Estoy harto de todo esto. Hace mucho que esa vieja vive aquí sin molestar a nadie. Si la monja no le cae bien a la policía o a la administración del edificio, que la desalojen. Me importa un bledo, ¿está claro? Ni ella se mete con nosotros ni nosotros con ella. ¡No tenemos nada que ver con ella, ni ella con nosotros!
—Yo no estaría tan seguro, señor Burdett.
—¡Pues yo sí! —gritó Ben.
—Señor Burdett —dijo Gatz suavizando su expresión—, no vine aquí para discutir con usted. Vine para ayudar. Es posible que alguien en este edificio corra un riesgo terrible. No sé con seguridad quién es, pero puede ser su mujer.
La tensión endureció la cara de Ben.
—Fíjese, esa vieja casa de la que le hablé no tenía nada de particular en su aspecto, pero había algo que la distinguía de otras.
—¿Qué?
—En el quinto piso, asomado a la ventana, había un hombre.
Un sacerdote. Un sacerdote ciego y paralítico sentado siempre junto a la ventana, sin salir jamás de su casa. ¿No le suena familiar?
—Una coincidencia —afirmó desafiante Ben.
—¿Le parece, señor Burdett?
Ben se quedó mirándolo.
—¿Dónde está su hijo? —preguntó Getz.
—Abajo. En el parque, con un vecino.
—¿Y su mujer?
—En el dormitorio.
—Me gustaría hablar con ella.
—Todavía no se encuentra bien.
—¿Después de dos días? ¡Señor Burdett! No fue ella la víctima del ataque. Sólo encontró el cadáver. Entiendo que esté alterada, pero…
Ben frunció el ceño. También a él le parecía extraño que Faye permaneciera durante tanto tiempo en un estado de intenso shock.
—Si está dormida, quisiera darle un vistazo. No la molestaré. Es muy importante.
Entraron en el dormitorio. Las cortinas se hallaban corridas. Apenas si un rayo de luz tamizada se filtraba por la ventana.
Oyeron respirar suavemente a Faye y se acercaron. Ben le tomó la mano y ella abrió los ojos. Estaban turbios y enrojecidos.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Ben.
—Cansada; muy cansada. Y mareada.
Ben se sentó en la cama y le acarició el pelo, que se veía descuidado y en desorden. Ella murmuró unas palabras ininteligibles. Ben se acercó más y se esforzó por oírla.
—El señor Gatz es un amigo —dijo.
Gatz miró el rostro y las manos de Faye.
—Un amigo mío. Quería verte y desearte que te mejores.
Gatz asintió.
—Me enteré de lo ocurrido, señora Burdett. Lo lamento.
Faye apenas se movió. Los párpados cayeron sobre sus ojos. Estaba demasiado abarrotada de tranquilizantes e hipnóticos como para responder.
Tras una larga pausa Ben se puso de pie.
—¿Ha visto bastante?
—Sí.
Los dos hombres volvieron al living.
—¿Usted cree que se encuentra en estado de shock? —preguntó Gatz mientras colocaba un pie sobre la mesa baja y volvía a encender su cigarro decapitado.
—Sí.
—Óigame, Burdett. Me gustaría conversar con usted. Pero fuera de aquí. Lejos de su mujer.
Ben miró hacia el dormitorio.
—De acuerdo, pero un rato nada más. Será suficiente.
Abandonaron el departamento, tomaron el ascensor y bajaron. Ya en la calle cruzaron a la acera de enfrente y allí se detuvieron. Gatz señaló la ventana de la monja. Era muy poco lo que se alcanzaba a ver; apenas una silueta.
Ben observó cómo se agitaban y contorsionaban los músculos faciales del ex inspector. Su concentración era intensa, casi enajenada.
—Allí ha estado siempre, desde que me mudé a la casa —dijo Ben, esperando algún comentario del detective.
No lo hubo. Gatz se limitó a seguir mirando hacia arriba.
El bar de O’Reilly, en la esquina de la Avenida Columbus, era un lugar ideal para una conversación íntima.
Ocuparon un compartimiento en el fondo, pidieron dos cervezas y aguardaron a que se las trajeran.
Entonces Gatz carraspeó y se inclinó hacia adelante.
—Sé que usted es escéptico. Y también sé perfectamente que acaso cuando le haya dicho lo que tengo que decirle, me mande a paseo. No sería la primera vez que me ocurre. Pero no creo que lo haga, porque estoy seguro de que lo convenceré. Y quizá todo sea más fácil de lo que usted cree ahora.
Ben cruzó los brazos y se arrellanó en su asiento.
—No creo nada ni dejo de creer, señor Gatz. Simplemente soy todo oídos.
Gatz bebió un largo sorbo de cerveza y espantó una mosca de la punta de la nariz.
—Esto empezó hace quince años. Un segundo fiscal de distrito llamado Michael Farmer se estaba enriqueciendo con las propinas que se hacía pagar. En la policía muchos conocíamos esa situación, pero nada podíamos hacer sin pruebas. Farmer y yo nos odiábamos cordialmente. Apenas lo conocí supe que era un hijo de perra de marca mayor, deshonesto y ambicioso. —Gatz hizo una pausa, sonrió y enseguida prosiguió—. Estaba casado con una mujer de sociedad cuyo nombre de soltera era Karen Birmingham. No era bonita. Ni siquiera rica. Farmer se casó con ella buscando estatus y poder, ya que el padre de la muchacha, socio de un bufete de abogados de Wall Street, ocupaba una posición importante en el partido Republicano. Desgraciadamente, Farmer era mujeriego. Se entusiasmó con una joven modelo llamada Allison Parker, quien se enamoró de él sin saber que era casado. Cuando descubrió la verdad, puso a Farmer entre la espada y la pared: tenía que optar entre su mujer y ella. Farmer pidió el divorcio. Karen Farmer se negó. Una semana más tarde la encontraron muerta en un pasillo de la casa de departamentos donde vivían, en Nueva York. Al parecer se trataba de un suicidio y me encargaron el caso a mí. Yo sabía que él la había matado. Probablemente ella lo amenazó con denunciar lo de las propinas al fiscal del distrito, y él decidió que tenía que desembarazarse de ella. Lamentablemente, yo no podía probarlo. El forense calificó la muerte de suicidio. No se formuló ninguna acusación y a mí me retiraron del caso, a pesar de que había reunido algunos elementos de prueba. En fin, lo que importa que usted sepa es que la mujer de Farmer murió, que yo sabía que él la había asesinado, y que pocos meses después Allison Parker, acosada por la culpa, trató de abrirse las venas. Una vez más intervine, y una vez más llegué a un callejón sin salida.
Gatz se interrumpió y pidió otra cerveza. Como en un caleidoscopio, Ben veía pasar la rabia y la frustración por la cara del hombre.
Gatz sacó de su bolsillo un cigarro a medio fumar, lo encendió y se lo puso en la boca.
—Nada ocurrió durante dos años. Hasta que una noche se abrieron las puertas del infierno. Encontraron a una chica vagando por la calle en camisón a las cuatro de la mañana, totalmente histérica, afirmando que acababa de matar a su padre. Fui al hospital… ¿ya quién encontré? A Allison Parker. Por lo que nos dijo, pudimos reconstruir el siguiente cuadro: cuando la señorita Parker se recuperó del intento de suicidio se fue a vivir con Farmer.
Todo anduvo bien durante dos años, hasta que Allison recibió un mensaje de su madre avisándole que su padre se estaba muriendo de cáncer. La chica volvió a la casa paterna de Indiana para estar con la familia y le prohibió a Farmer que la visitara. El anciano sobrevivió penosamente un par de meses que para Allison fueron una tortura, porque lo odiaba. Al fin murió y la chica regresó a Nueva York convencida de que debía dejar la casa de Farmer y tener su propio departamento. Vio un anuncio, se relacionó con una agente inmobiliaria llamada Joan Logan, y fue a ver el departamento, ubicado en el tercer piso de una antigua casa de piedra marrón en el número 68 de la calle Ochenta y Nueve. Ben dio un respingo y Gatz se detuvo un momento, para luego continuar:
—Mientras examinaba la casa observó a un sacerdote sentado junto a la ventana del quinto «A». La agente le informó que se llamaba Matthew Halliran y le restó toda importancia diciendo que se trataba de un anciano vecino inofensivo, ciego y paralítico. La señorita Parker alquiló el departamento. Pero pronto empezó a sufrir extraños desmayos. Luego, en las semanas que siguieron, fue conociendo a sus vecinos. Primero a Charles Chazen, su gata Jezabel y su loro Mortimer, que ocupaban el quinto «B», al lado del departamento del sacerdote. Luego a dos lesbianas del segundo «A» que la asustaron bastante. Por fin asistió a una fiesta que dio Chazen para celebrar el cumpleaños de su gata, donde conoció a Emma y Lillian Klotkin, Anna Clark y una pareja, los Stinnet, primos de las Klotkin que habían venido a visitarlas.
»Esa noche oyó pasos y ruidos en el departamento de arriba, aunque se suponía que estaba deshabitado. Se quejó entonces a la agente inmobiliaria, quien le aseguró que fuera del sacerdote nadie vivía en la casa desde hacía años. La señorita Logan volvió con ella y la acompañó a ver todos los departamentos. Estaban vacíos y decrépitos, salvo el del sacerdote, en el que no pudieron entrar. La señorita Logan se fue. Allison trató de llamar a Michael Farmer pero no lo encontró. Tampoco pudo dar con su mejor amiga, una modelo llamada Jennifer Learson. Así pues, se quedó en la casa marrón. Esa noche volvió a despertarse a las cuatro de la mañana. Nuevamente oyó pasos y estrépito en el departamento de arriba. Se armó de un cuchillo y de una linterna y subió por la escalera al cuarto piso. A medio subir tropezó con la gata, que tenía en la boca al loro, muerto. La gata huyó. Allison entró al cuarto «A» y en el dormitorio en tinieblas se encontró de pronto frente a su «padre» muerto. Aterrorizada le clavó el cuchillo y salió corriendo del edificio presa de un ataque de histeria. Y allí aparezco yo en el cuadro. Revisamos la casa. No había signos de violencia. Ni sangre. Tampoco vecinos. Tratamos de encontrar a la señorita Logan, pero no lo conseguimos. Hicimos desenterrar el cadáver del padre de Allison Parker. Estaba donde correspondía, pudriéndose en su cajón. Analizamos la sangre que tenía Allison en los brazos; correspondía a su propio grupo. De modo que sólo cabían dos posibles conclusiones: primera, que la chica había tenido una pesadilla o una serie de alucinaciones (lo que no hubiera sido nada raro dados sus antecedentes psiquiátricos); segunda: que los vecinos existían y que ella había matado a alguno.
»De ser cierta la segunda hipótesis, yo sabía que Michael Farmer tenía algo que ver en el asunto. Por desgracia, nada podía hacer sin un cadáver entre manos. Pero al cabo de una semana tuvimos un cadáver: un dudoso investigador privado de pésima reputación llamado William Brenner. Lo encontraron en el baúl de un auto, no lejos de la calle Ochenta y Nueve, con múltiples heridas de arma blanca. Analizamos la sangre y concordaba con la que tenía encima la chica. Yo estaba convencido de que por alguna razón Farmer había mandado a Brenner a la casa marrón disfrazado como el padre de Allison y que esta lo había matado por error. También estaba convencido de que Brenner había tenido algo que ver con el asesinato de Karen Farmer. Pero durante mucho tiempo no hallé manera de establecer una conexión entre Farmer y Brenner.
»Hasta que una noche, fatalmente, el círculo se cerró. Mis hombres descubrieron en el departamento de Brenner información que vinculaba a los dos hombres tanto en el momento de la muerte de Karen Farmer como en la noche en que Allison Parker supuestamente “mató” a su “padre”. Conseguí una orden de arresto y fui en busca de Michael Farmer. Al mismo tiempo recibimos una llamada de Jennifer Learson informando que Allison se había dirigido a la casa marrón y que lo mismo había hecho Michael Farmer. Al parecer, existía una extraña conspiración religiosa en la que estaba implicada la Iglesia Católica. Fuimos a la casa marrón y encontramos a Farmer muerto, con el cráneo destrozado. También el Padre Halliran había muerto. Un infarto. Y Allison Parker había desaparecido. Se tomaron medidas para localizarla y detenerla.
Gatz se interrumpió para tomar aliento.
—¿Eso es todo? —preguntó Ben.
—No. Durante varios días interrogamos a Jennifer Learson y ella nos proporcionó muchas de las piezas faltantes del rompecabezas. Según nos dijo, después que Allison Parker abandonó el hospital, ella y Farmer siguieron discutiendo acerca de lo que en realidad había ocurrido. Deseosa de aclarar el asunto, Allison fue a ver a la agente inmobiliaria. Encontró la oficina vacía y abandonada. El calendario indicaba que la señorita Logan había desaparecido la noche en que Allison «mató» a su «padre», lo cual encajaba con nuestra propia información y nuestra imposibilidad de localizar a la agente. Esa noche Farmer y la señorita Parker salieron a cenar y después de la comida entraron al museo de cera Ripley, donde Allison vio la efigie de una mujer ajusticiada muchos años atrás en la prisión de Sing Sing. Era Anna Clark, una de las personas que asistieron al cumpleaños de la gata. Aterrada, Allison huyó. Farmer se dirigió entonces al New York Times para averiguar quién había publicado el aviso ofreciendo el departamento alquilado por la señorita Parker. En el diario le informaron que nunca había publicado ese aviso. Farmer volvió a su casa. Horas después apareció la señorita Parker diciendo que había estado en una iglesia. Farmer, que admitió ante Jennifer Learson haber mandado a Brenner a la casa para ver si aparecía algún vecino o si ocurría algo extraño, declaró de pronto que en efecto era posible que algo raro estuviera ocurriendo. Él y Allison decidieron registrar la casa marrón. No pudieron entrar en el departamento del sacerdote; tampoco hallaron rastros de vecinos ni evidencias de un asesinato. Pero en cambio encontraron un libro. A los ojos de Farmer, el libro estaba escrito en inglés. En cambio cuando lo leía Allison, estaba en latín. Farmer le pidió a Allison que anotara las palabras que veía y luego le llevó el papel a un profesor de la universidad de Columbia, un tal Ruzinsky, para que lo tradujera. Esta fue su versión:
A ti te ha encomendado la suerte
el camino y la misión de velar
para que a este lugar feliz
no se acerque ni entre el mal.
«Tratamos sin éxito de encontrar a Ruzinsky». Un año más tarde su cadáver fue hallado en los bosques cercanos a Bear Mountain. Pero volvamos atrás. Farmer llevó la traducción a la archidiócesis e interpeló a un sacerdote, Monseñor Franchino, que era quien se ocupaba de pagar el alquiler del Padre Halliran. Franchino dijo desconocer el texto y negó que hubiese nada irregular en relación con el Padre Halliran.
«A Farmer no le convencieron esas explicaciones». Se introdujo subrepticiamente en las oficinas de la archidiócesis, abrió la caja fuerte de Franchino y robó varios legajos, que luego le mostró a Jennifer Learson. Se remontaban a centenares de años atrás y correspondían a centenares de individuos. Todos tenían un elemento en común: en algún momento habían intentado suicidarse. Todos habían desaparecido un día de la faz de la tierra para luego reaparecer con una personalidad fabricada: sacerdotes o monjas ciegos y paralíticos. ¿Por qué? Ni Farmer ni Learson lo sabían. Pero Farmer encontró un último legajo correspondiente a Allison Parker y a la Hermana Thérèse en la que aquella habría de convertirse. Llegó a la conclusión de que a Allison Parker la estaban programando, hipnotizando. Eso explicaba su súbito deseo de vivir sola, el hecho de que hubiera visto en el diario un anuncio inexistente y las palabras latinas en el libro. También dedujo que Allison estaba destinada a ser la sucesora del Padre Halliran convirtiéndose en una especie de Guardián o Centinela. Y que la transición ocurriría a la noche siguiente. Por eso se dirigió a la casa marrón para impedirlo. Lo demás, ya lo sabe. A Farmer lo encontraron muerto, lo mismo que al sacerdote. Allison Parker desapareció. Jennifer Learson nos dijo que al encaminarse a la casa marrón Farmer se había llevado los legajos, pero nunca pudimos encontrarlos.
«Hicimos toda clase de averiguaciones. Estuvimos en la archidiócesis de Nueva York; hablamos con el dueño de la casa, un tal Caruso, que más tarde también desapareció. Nadie sabía nada de Monseñor Franchino ni del texto en latín. Y no teníamos idea de lo ocurrido aquella última noche en la casa marrón. Seis meses más tarde el caso quedó cerrado».
—Y así debe seguir —dijo Ben golpeando la mesa con el puño—. Esta es la historia más increíble y disparatada que he oído en mi vida.
—Oiga, mi ignorante y petulante amigo; le guste a usted o no, la monja que vive al lado de su departamento es la Hermana Thérèse, es decir Allison Parker, la sucesora del Padre Halliran. Es necesario reemplazarla, y apuesto a que el próximo Centinela será su mujer.
—¿Por qué? ¿Para qué?
Una sonrisa sardónica apareció en los labios del detective.
—Para cerrarle el paso a Satanás.
—¿Cómo dice?
—Ya me oyó. El Centinela es el ángel de Dios en la tierra, el sucesor del ángel Gabriel, a quien el Señor le encomendó vigilar para que Satanás no se acerque.
De un salto Ben se puso de pie.
—Gatz, usted está loco. ¿Le parece que alguien le creerá una palabra de todo esto?
También Gatz se puso de pie.
—Sí… estoy seguro de que usted me creerá. Conseguí localizar la fuente del texto. Y también tengo otras informaciones que robé en la archidiócesis. Si viene a mi departamento mañana le mostraré las pruebas.
—¿Y si digo que no?
—Sería un tonto… Pero sé que vendrá. —Garabateó su dirección en una servilleta.
Ben la tomó, murmuró una protesta y se metió la servilleta en el bolsillo. Hubo una largo silencio. Por fin dijo Ben:
—De acuerdo.
Gatz asintió con un gesto formal. En silencio, Ben pagó la cuenta.
—No se imagina cuánto nos divertimos en el parque —anunció Sorrenson. Ben y Gatz lo habían encontrado con Joey al acercarse a la casa—. Estoy liquidado. Por suerte hoy no tengo ningún ensayo.
Ben cargó al bebé, que ya le tendía los brazos.
—Me alegro, John… y le agradezco mucho su ayuda.
—No sea ridículo. Pídamelo cuando quiera. Me hace sentir joven otra vez.
Ben se volvió hacia Gatz.
—Este es mi hijo, Joey. Y mi vecino John Sorrenson.
Gatz estrechó la mano de Sorrenson.
—El señor Gatz es un detective privado y colabora con la policía en la investigación del asesinato.
Sorrenson palideció.
—Preferiría no hablar del asunto ahora. Hace dos noches que no duermo.
Ben asintió y miró a un portero.
—Biroc está enfermo —aclaró Sorrenson al ver la expresión interrogativa de Ben—. Este es Suárez, un suplente.
—Espero que no sea nada serio.
—No. Sólo una gripe. Volverá el lunes.
Gatz se interpuso entre los dos.
—Señor Burdett… ¿podría concederme un minuto más?
—Muy bien. —Ben se volvió hacia Sorrenson—. John, ¿me haría el favor de llevar arriba a Joey?
—Seguro —repuso con su modo afable Sorrenson—. De todas maneras quiero ver a Faye.
—La puerta está abierta.
Sorrenson tomó en brazos al niño y desapareció. Gatz condujo a Ben hasta la acera. Hurgó en su bolsillo, sacó una fotografía y se la tendió a Ben.
—Allison Parker.
Ben se volvió de espaldas al sol para ver mejor. Allison Parker era indudablemente atractiva. Alta y angulosa. Piel de seda, pelo castaño que le caía hasta la mitad de la espalda, dos enormes ojos azules y una nariz delicada.
—Guárdela —dijo Gatz.
—¿Para qué?
—Guárdela, simplemente. Tengo muchas copias.
Ben se apoyó contra el guardabarros de un auto.
—¿Esto es todo, señor Gatz?
Gatz asintió.
—Lo espero en mi casa mañana a la una. Y hágame un favor. Ni una palabra a nadie de lo que le conté.
—De acuerdo.
Sin más, el detective se alejó en dirección a la esquina. Ben se quedó observándolo como a través de una niebla. De pronto todo parecía irreal. Luego echó una mirada a la foto de Allison Parker, y moviendo la cabeza entró en el edificio.