Capítulo 6

El resoplido estridente de los motores del jet atravesó el aire helado de la noche y el avión de Alitalia se apartó de la pista y maniobró para acercarse a una de las terminales de llegada del aeropuerto internacional John F. Kennedy.

Arriba, en la plataforma de observación, el Padre James McGuire se tomó fuertemente de la baranda. Hacía más de una hora que aguardaba, expuesto a los vientos lacerantes de la Bahía de Jamaica y sintiendo la descarga de adrenalina que a menudo acompaña la expectativa. La llegada de Franchino marcaba el comienzo de la etapa final, aunque ignoraba cómo sería esa etapa. Desde el primer encuentro que tuvieron en el mes de julio había seguido las instrucciones de Franchino al pie de la letra sin hacer preguntas, sabiendo que, dado que lo habían enrolado sin consultarlo en una empresa clandestina originada en el Vaticano y cuyos propósitos desconocía, no tenía más remedio que obedecer. Sin embargo, acaso ahora el suspenso llegara a su fin. Así lo había insinuado Franchino en su telegrama.

Abajo, los pasajeros habían empezado a descender. Franchino fue el cuarto en aparecer. Hacía seis meses que el Padre McGuire no lo veía.

McGuire bajó al hall para aguardar a que Franchino recogiera el equipaje y pasara por la aduana. Veinte minutos más tarde, lo vio llegar.

—Monseñor Franchino —lo llamó.

Los dos hombres se abrazaron.

—Su avión llegó puntualmente —dijo McGuire.

—Tenemos que sentirnos muy agradecidos, Padre. ¡Pocas cosas se hacen con puntualidad en Italia!

Ambos rieron.

McGuire señaló la puerta de salida.

—El auto está allá afuera.

Con un gesto de asentimiento, Franchino inició la marcha hacia la salida.

—Permítame ayudarle —se ofreció McGuire quitándole de las manos la maleta de cuero.

—Es usted muy amable, Padre. Fue un vuelo largo y me siento fatigado. Quizá me esté poniendo tan viejo como dice el Cardenal Reggiani. —Un chispazo le cruzó por los ojos. No creía una palabra de lo que decía—. Cuando un hombre se va acercando a los sesenta, empiezan a ocurrir muchas cosas, por mucho que se haya cuidado. ¿Usted se cuida, Padre?

—Creo que sí, su Eminencia. Siempre que puedo hago gimnasia por la mañana, y una sesión antes de acostarme.

Franchino sonrió cordialmente. Ambos salieron de la terminal y subieron al asiento posterior de un automóvil negro. McGuire golpeó la mampara divisoria y le indicó al chofer que podían partir. Franchino colocó entre los dos su portafolio negro.

—Espero que el vuelo haya sido agradable y tranquilo, Monseñor.

—Pasó rápidamente, y doy gracias a Dios por ello. No me molestan los vuelos de Nueva York a Roma, ya que tomo el avión de la noche y por lo general duermo durante todo el viaje. Pero Roma - Nueva York siempre fue un problema para mí. Usted nunca estuvo en Europa, ¿verdad?

—No —repuso McGuire como lamentándolo.

—Trataremos de corregir esa omisión una vez que hayamos terminado nuestra tarea en Nueva York. Quizá me lo lleve al Vaticano para trabajar conmigo. O podría incorporarle al personal de Reggiani.

—¡Usted me halaga, Monseñor Franchino! No sé si sería capaz de responder a ese honor.

Franchino lo encaró de lleno.

—Respeto su modestia, Padre. Pero es inoportuna e injustificada. A usted se le eligió para ayudarme en esta misión por su capacidad y su talento. Es uno de los sacerdotes más inteligentes y expertos en toda la jerarquía eclesiástica. Y tiene por delante un brillante futuro.

McGuire se ruborizó; nada podía estar más alejado de su mente que los triunfos seculares.

Siguieron en silencio hasta que el automóvil subió la rampa que conectaba con la autopista de Long Island.

Entonces McGuire se volvió hacia Franchino.

—Hay un problema —dijo con cautela.

—¿Un problema?

—Algo inesperado.

A Franchino no le gustaban las cosas inesperadas; se lo había dicho con toda claridad la noche en que se conocieron.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Anoche hubo un asesinato en el edificio.

Franchino lo miró fijo, profundamente sumido en sus pensamientos.

—Sí.

McGuire le contó los detalles de lo sucedido y enseguida se reclinó en el asiento, inseguro de la reacción de Franchino, inseguro aun de que el asesinato tuviera alguna importancia.

—Por supuesto —dijo Franchino sin que su voz revelara la menor emoción—. Mi devoto y descarnado Charles Chazen. De modo que así es como hace su aparición.

—¿Quién es Charles Chazen, Monseñor? —A McGuire le pareció que Franchino murmuraba una plegaria.

—¡Charles Chazen es Satanás! —repuso Franchino con una curiosa sonrisa.

McGuire sintió un escalofrío.

—¿Satanás?

—Sí. ¿Le asusta eso?

—Quizá me asustaría si llegara a comprender qué me quiere decir.

—Exactamente lo que le estoy diciendo. El hombre que se hace llamar Charles Chazen es Satanás. ¡Satanás encarnado!

—No hay nadie llamado Charles Chazen en el edificio —balbuceó McGuire.

—Me temo que ahora lo habrá. Mucho me sorprendería que un crimen de esa naturaleza hubiera ocurrido por casualidad.

—No entiendo —dijo McGuire; sus ojos miraban sin ver los rascacielos de Manhattan, que ahora ya se encontraban a escasa distancia.

—No tiene por qué entender. Lo único que debe hacer es escuchar y hacer lo que se le ordena. Sin decir nada ni comentar nada. Nada de lo que haga, sepa o vea.

—Monseñor… así lo convinimos y así lo juré desde un comienzo. ¿Acaso duda usted de mi lealtad o de mi fuerza de carácter?

—De ninguna de las dos. Pero debo advertirle que la lealtad y la fuerza de carácter son como polvo en el viento frente al poder de Satanás. Le digo esto porque debo hacerlo. Hasta este momento usted no sabía nada. Y aun ahora es poco lo que puedo decirle. Pero ya conoce usted el hecho más abrumador, el que debe comprender y asumir. Nos enfrentamos con Satanás en persona. ¡En toda su furia desatada!

El Padre McGuire se estremeció; se sentía helado, muerto, como si lo hubieran encerrado en un congelador. ¿Podía ser cierto lo que acababa de oír? Por cierto que Franchino no era hombre de bromas. Pero esto… Esto escapaba a la comprensión de la mente humana. Por mucho que su educación lo hubiera preparado, eran hechos imposibles de abarcar.

—¿Sabré más, Monseñor Franchino?

—A su debido tiempo.

—¿Lograré asumirlo?

—No tenemos la menor duda de que usted tiene condiciones para lograrlo. Pero sólo el tiempo lo dirá, hijo mío. Debemos tener fe en Cristo, y Él nos guiará.

McGuire se enjugó la frente con el pañuelo.

—Retomará sus obligaciones en el seminario —continuó Franchino—. Me mantendré en contacto permanente con usted. Y deberá tener la paciencia de un santo.

—Ruego a Dios que me la otorgue.

Franchino se mantuvo en silencio mientras atravesaban un túnel. Cuando volvieron a la superficie, dijo:

—Si Chazen mató al hombre, lo hizo por alguna razón. Apostaría a que ha ocupado el lugar de su víctima. Fue por eso que todos los posibles elementos de identificación fueron eliminados. —Hizo una pausa, pensativo—. Hay muchos hombres en ese edificio. ¡Pero debemos encontrarlo!

—Me ocuparé de eso —dijo McGuire.

—¿Cómo está la señora Burdett?

—Bastante mal.

El automóvil dobló para internarse en el centro.

—Padre McGuire —dijo Franchino sin poner mayor énfasis en sus palabras—, mis deberes son peligrosos. Es posible que algo me ocurra. Si llego a morir, usted será mi sucesor.

McGuire se volvió en su asiento.

—Pero yo no sé…

Franchino lo interrumpió.

—Si muero, usted asumirá mi tarea. Recibirá instrucciones. Sabrá todo lo que sé yo. Y hará todo lo que hubiese hecho yo. La única diferencia es que yo ya me he enfrentado antes con Chazen. Pero no importa. Usted encontrará fuerzas…

—Prefiero pensar que nada le ocurrirá, Monseñor.

—Si Dios lo quiere…

El automóvil tomó por Broadway. Franchino cambió de tema, aunque sabía que McGuire no podía pensar en otra cosa. Recordaba sus propias reacciones, la confusión de los comienzos, cuando supo de la existencia del Centinela. Pero eso había ocurrido años atrás. No le haría ningún bien regodearse con las debilidades del pasado.

El automóvil dobló por la calle Ochenta y Nueve y se detuvo frente a una vieja casa de piedra marrón, a unos quince metros de la excavación donde iba a levantarse la nueva iglesia de San Simón. Franchino se sintió mareado al bajar del auto. Le ocurría lo mismo cada vez que volvía a ese lugar, cada vez que entraba en la atmósfera de la Hermana Thérèse. Alzó la mirada hacia el piso veinte de la casa que llevaba el número 68. El ángulo era demasiado oblicuo. No veía nada. Y sin embargo, la Hermana Thérèse estaba allí, sola, vigilante. Sentía su presencia, su penetrante poder telekinético. La comunicación era evidente.

A su lado, también McGuire tenía la mirada clavada en el edificio.

—¿Alcanza a verla? —preguntó Franchino.

—Sí. ¿Quién es?

—Se llama Hermana Thérèse.

—¿Y es parte de esto?

—Quizá. —Su voz decía más que sus palabras.

Entraron al subsuelo de la casa marrón. En el interior la luz era escasa. El corredor estaba sembrado de basura y el aire estancado olía a humedad.

Al final del corredor había una puerta; estaba cerrada. McGuire golpeó. La puerta se abrió. El hombre encendió la luz. McGuire y Franchino entraron y se sentaron en un desvencijado sofá de pana. No dijeron nada. Tampoco dijo nada el hombre, hasta que se arrodilló y besó la mano derecha de Franchino.

—Monseñor Franchino —dijo Biroc con voz trémula—, soy su humilde servidor.