El inspector Burstein llegó al Departamento de Homicidios de Manhattan a las once de la mañana.
—¿Pudo descansar algo? —le preguntó el detective Wausau, que salía en ese momento de la oficina de tareas.
Reprimiendo un bostezo, Burstein movió la cabeza decidido a ignorar los últimos aletazos de la penetrante jaqueca que lo había atenazado poco después de acostarse a las cuatro y media de la mañana.
Los dos hombres entraron en la oficina del inspector. Burstein colgó de un gancho su abrigo y su sombrero, cruzó el cuarto y se instaló detrás de su escritorio, atestado monumento al trabajo excesivo y los sueldos bajos. Sirvió café de un termo que había traído en el bolsillo del abrigo, echó una ojeada a la lista de tareas para el día, alzó la mirada y volvió a bostezar.
—¿Qué hay de la calle Ochenta y Nueve? —preguntó al tiempo que desabrochaba el cuello de su camisa inarrugable y se aflojaba la corbata.
Wausau carraspeó y se ajustó los anteojos con montura de carey.
—Hablé con el forense. Estudiaron los restos, pero no encontraron nada. No hay huellas digitales. El informe estará aquí al mediodía.
Burstein asintió y arregló algunos papeles sobre el escritorio.
—¿Interrogaron a la gente del edificio?
—Sí, pero no pudimos localizar a tres inquilinos, dos de ellos mujeres.
—¿Quién es el hombre?
Wausau abrió su libreta.
—Se llama Louis Petrosevic. Vive en el piso veinte, enfrente de los Burdett.
Burstein se desperezó; luego tomó un lápiz y empezó a hacer garabatos en el secante.
—¿Cuándo se le vio por última vez?
Wausau volvió varias páginas de su libreta antes de contestar:
—Ayer. En su trabajo. Vende artículos de librería. Llamamos a su oficina y hablamos con la secretaria. Nos dijo que Petrosevic se había retirado a las cinco para visitar a un cliente y que de ahí pensaba seguir a su casa. Por lo que sabemos, no volvió al departamento.
La punta del lápiz se rompió. Burstein lo arrojó a un lado y se frotó la cara con las manos.
—Muy bien —dijo—. Es una posibilidad.
—Busqué antecedentes, por si acaso.
—Bien hecho.
Sonó el teléfono. Atendió Burstein, quien le pasó la llamada a uno de los detectives del cuerpo.
—¿Y qué encontró en el archivo?
La cara de Wausau se vació de toda expresión.
—Nada.
—¿Qué? —exclamó Burstein. Como movido por un resorte, se puso de pie.
—Busqué por todas partes —dijo nervioso el detective—. Bajo todos los nombres que usted me dio. Pero no hay nada.
—¿Ni siquiera la referencia?
—Sí, claro. El caso está registrado por computadora, como los demás. Pero las carpetas han desaparecido. O fueron traspapeladas, o las robaron. Traté de encontrar duplicados, pero no hay nada.
—Maldita sea —rezongó amargamente Burstein—. Vuelva a buscar para cerciorarse. —Caminó nerviosamente alrededor del escritorio—. ¿Qué hay de la orden de allanamiento?
Wausau se puso un chicle en la boca.
—Hablé con el fiscal del distrito. Necesitamos algo más que una intuición para conseguir la orden.
—Me lo figuraba. —Burstein miró hacia afuera a través de las rejas de la ventana. La vista no era muy amplia. Nada más que un patio y la pared del edificio vecino. Se volvió—. Necesito algún tiempo para pensar.
—Ya sabe dónde encontrarme —dijo Wausau y salió de la habitación.
Burstein buscó otro lápiz, hizo algunos garabatos y cerró los ojos. Luego, lentamente, marcó un número. Se oyó un ruido confuso y enseguida, en el otro extremo de la línea, un teléfono empezó a sonar.
—Su llamada fue una verdadera sorpresa —dijo el ex inspector general Thomas Gatz, con su acostumbrado gangueo, tan irritante para el oído como siempre. El sonido emanaba de las profundidades de su garganta y su conformación se debía en buena parte al mentón exageradamente retraído, que provocaba una constricción de los músculos y la comprensión de las cuerdas vocales.
—¿Cuánto hacía que no nos veíamos? —preguntó centrando su atención en la cara inexpresiva de Burstein.
—Un año —contestó aquel, ignorando el estruendo del atestado bar, donde comían—. O quizá más.
Gatz bajó la mirada al bol de caldo de gallina que le habían servido momentos antes.
Era un hombrecito cargado de espaldas, de rostro angular, ojos negros, larga nariz con una protuberancia en el puente y labios insólitamente finos y pálidos. El viejo chambergo con que se cubría combinaba a la perfección con el traje que parecía flotarle encima. Su camisa estaba adornada con manchas de café y cenizas caídas del cigarro muy mordisqueado que le colgaba de un ángulo de la boca y que se movía arriba y abajo, acompañando el rumiar de su dueño.
—Un año es demasiado tiempo —se quejó moviendo la cabeza—. Y bien, ¿a qué se debe esta llamada de ahora? ¿Algún problema?
—Puede llamarlo así.
—¡Después de todo lo que le enseñé!
Burstein enarcó las cejas. ¿De veras habría aprendido algo de ese viejo quisquilloso? Sonriendo, comió un pequeño bocado de su sandwich de corned beef.
—Usted me enseñó mucho, pero hubo casos en los que aun usted quedó en la estacada.
—Pocos —afirmó Gatz con aire de seguridad.
Burstein volvió a sonreír.
—¿Y qué ha estado haciendo?
—Poca cosa. No nací para jubilado. Claro… siempre hay algo que hacer. Pero preferiría volver a la policía. Hay veces en que estoy por estallar.
—¿Por qué no toma un trabajo de algunas horas?
—Lo hice. Trabajo como sereno tres noches por semana en Edison. Juego de niños, pero aburrido a muerte. Ya se sabe, no hay muchas oportunidades después de los sesenta y cinco.
Burstein murmuró unas palabras de simpatía.
—¡Acabe con eso! No necesito la compasión de un polizonte judío calvo, con una esposa rezongona y hemorroides crónicas.
—¡Pues no la tendrá, viejo bastardo!
Los dos rieron.
—¿Y la salud? ¿Bien?
—Tengo artritis. Pero por lo menos estoy vivo. Trato de mantenerme ocupado. Casi todas las noches, cuando no trabajo, voy a ver viejas películas. Hay un cine que da tres de esas porquerías por noche. Empiezan a las ocho y terminan cerca de medianoche. Ayer dieron Alas, El jorobado de Notre Dame y El pequeño César.
—No creo haber visto ninguna de las tres.
—Usted es un analfabeto, Burstein. ¿Lo sabe? —No aguardó la respuesta—. Jamás entenderé por qué alguna vez me cayó simpático.
Burstein volvió a reírse. La camarera dejó sobre la mesa dos tazas de café. Entonces el inspector se inclinó sobre la mesa para acercarse a su antiguo jefe y dijo:
—¿De dónde demonios quiere que saque tiempo para ver viejas películas? Tengo que pagar los estudios de mis dos hijos, y a mi mujer no le regalan las cosas en el almacén.
Gatz sonrió de oreja a oreja.
—¿La familia bien?
—Muy bien. —Burstein hurgó en su billetera, sacó tres fotos y las puso sobre la mesa—. Mis dos chicos. Y mi mujer. —Señaló con el dedo—. Este es Michael, el mayor. ¿Lo recuerda? —Gatz asintió—. Cursa tercer año en el Boston College. Cuando se gradúe estudiará derecho. No tendrá que empezar desde abajo como usted y yo.
—Hay cosas peores. Pero si llega a abogado, será un hombre rico.
Burstein señaló nuevamente.
—Y este es Ricky. Acaba de ingresar en la Universidad de Siracusa. Un buen muchacho. Estudia para farmacéutico.
Gatz recogió la foto del hijo menor.
—Un chico apuesto, Jake. Es asombroso lo rápido que han crecido. Recuerdo cuando usted entró a mi escuadrón. Ricky no tendría más de dos o tres años.
—Así es.
—Miro estas fotos y pienso por qué no me casé y tuve hijos. —Rio—. Bueno…, de alguna manera también yo tuve hijos. Usted y Rizzo. Los quise a los dos… Cuando Rizzo murió en aquel accidente de auto, se llevó un pedazo mío.
—Lo sé.
El viejo desnudaba su alma buscando un oído complaciente, un amigo. Pero el recuerdo de Rizzo debió perturbarlo, porque de pronto cambió de tema y volvió a las viejas películas.
—Déjeme que le cuente —dijo quitándose por primera vez el cigarro de la boca para probar el caldo—. En El jorobado de Notre Dame Charles Laughton hace de Cuasimodo, el campanero. ¿Se acuerda de aquel sargento en el escuadrón de represión del vicio de la calle Ciento Ochenta y Ocho? Melvany, creo que se llamaba.
—Sí.
—Se le parecía un poco. Por Dios, Melvany era el tipo más fiero que conocí en mi vida.
Burstein estudió la cara de Gatz. La emoción había desaparecido. Era el momento.
—Quiero hablarle de un asunto… Un problema, como dijo usted.
—Cuando era pequeño, Cuasimodo fue recogido por un juez de la corte suprema de Francia y vivió en Notre Dame, porque el hermano del juez era obispo y entonces…
—Escúcheme.
—Había una chica, una gitanilla llamada Esmeralda, de la que el juez estaba enamorado…
—¡Tom!
—Y el juez mató al amante de la chica.
—Tom —repitió Burstein—, quiero hablarle de Allison Parker.
Silencio.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó fríamente Gatz. Su voz traicionaba una profunda amargura subyacente.
—Hubo un asesinato.
—¿Y entonces?
Burstein le contó todo lo ocurrido en el 68 de la calle Ochenta y Nueve Oeste. Jamás había visto a Gatz tan atento. Al concluir, agregó:
—Y los legajos han desaparecido.
Gatz lo miró en silencio.
—¿Qué piensa usted? —preguntó por fin Burstein.
—¿Qué piensa usted que pienso?
—Pues… creo saberlo.
—Quiero ver a la monja… hablar con esa gente. Si usted me da permiso.
—Lo tiene, siempre que no interfiera en mi investigación.
—No se preocupe. Y le agradezco que haya acudido a mí. Ya sabe qué importante es. Lo tendré al tanto.
—No deje de hacerlo.
El almuerzo terminó en forma abrupta cuando Gatz se puso de pie y buscó en su bolsillo el dinero necesario para pagar su parte de la cuenta. Burstein le estrechó la mano.
Gatz movió la cabeza con un gesto aprobatorio.
—Es usted un buen muchacho, Jake —dijo. Luego le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta del restaurante.
Burstein se acarició el mentón bien afeitado y paseó la mirada por las mesas del local. ¿Habría obrado bien? No toleraba las interferencias. Pero no se hubiera podido mirar la cara en el espejo si no le hablaba del asunto a su ex jefe. El viejo había esperado una eternidad. No podía excluirlo ahora. Con tal de que no se metiera en algún lío…
Varias horas después de haber dejado a Burstein, Tom Gatz salió de la cocina del departamento de alquiler congelado que ocupaba en el Bronx y se instaló ante el escritorio con una lata de cerveza en la mano.
Tenía ante sí dos juegos de carpetas abiertas, sustraídas años antes de los archivos policiales. Desde entonces Gatz las tenía guardadas en un estante bajo, sobre el escritorio. Naturalmente había olvidado muchos de los detalles del asunto, hecho que se tornó dolorosamente obvio hacia las dos de la tarde, después de la primera lectura. Ya había vuelto a examinar el material otras dos veces, decidido a tener todo completamente digerido para la medianoche. Si quería presentarse al día siguiente debidamente preparado en la calle Ochenta y Nueve, debía someterse a una estricta disciplina.
Nunca hubiera creído que tendría ocasión de reivindicarse. Pero si Burstein estaba en lo cierto, ahora se le daba la oportunidad, Y no iba a dejarla pasar. Acomodó la lámpara, se caló las gafas de lectura, bebió un sorbo de cerveza directamente de la lata y una vez más se sumergió en los legajos.
Joe Biroc mordisqueó su pipa disfrutando el sabor dulzón del tabaco sueco. La noche era fría; se sentía aterido. Se cerró el cuello del abrigo y golpeó los pies contra el suelo escarchado tratando de estimular la circulación de sus piernas. Miró el reloj. Las diez de la noche. Hacía tres horas que estaba allí, oculto en un rincón del oscuro pasaje, debajo de una maraña de invasores alambres de ropa. Se agachó para recoger el termo de café que tenía a sus pies, bostezó y volvió a apoyarse contra la pared del taller mecánico. Alzó la mirada hacia la ventana iluminada, tres pisos más arriba. El ex detective Thomas Gatz seguía sentado detrás del escritorio del living, aún claramente visible. Hacía más de una hora que no se movía.
Biroc se sirvió café en el cubilete del termo y se lo llevó a los labios. Todavía estaba caliente. Y sabía bien. Sonrió, y volvió a dejar el termo en el suelo.