Capítulo 4

El inspector general Jake Burstein, del Departamento de Homicidios de Manhattan, sintió que se le revolvía el estómago. Había visto muchos cadáveres en su vida, pero jamás uno tan repugnante. El cuerpo había sido totalmente carbonizado y luego compactado como un paquete de basura. Sólo el brazo derecho, que quedó fuera de la cámara compactadora, había permanecido completamente intacto, pero las quemaduras lo hacían irreconocible. El cráneo se conservaba en una pieza, aunque también lo habían comprimido. El torso no era más que un muñón; las piernas estaban destrozadas y calcinadas.

Burstein se desabrochó el impermeable —acababa de llegar— y echó una mirada a su alrededor. El cuarto no era muy grande, unos tres metros de lado; las paredes eran de ladrillo y el piso de cemento sin pulir estaba manchado de sangre. Un hilo de sangre seguía escurriéndose por la puerta de la cámara.

—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó. Su voz tenía las características inflexiones de Long Island.

—Una mujer del piso veinte —respondió el detective Wausau, quien se encontraba de pie a la derecha de Burstein.

—¿Cómo se llama?

—Faye Burdett. —Wausau miró la libreta que tenía en la mano—. Nos llamó el marido. Uno de los porteros, un tal Biroc, también vio el cadáver.

Burstein se acercó al especialista forense que en ese momento cubría el piso con un polvo detector; otros policías trabajaban en la cámara compactadora debajo de una lámpara provisoria que habían enganchado en los caños del techo.

—¿Quién está a cargo? —preguntó.

El hombre que se encontraba más próximo a la máquina compactadora se identificó.

—¿Hay impresiones digitales? —preguntó el inspector.

—Hasta ahora nada.

Burstein se escarbó los dientes con un palillo para quitarse los restos del roast beef de la cena.

—¿Cuánto hace que murió la víctima?

—No es seguro. Pero no mucho, por cierto. La piel todavía está fresca y no hay signos de descomposición. No; yo diría que lo liquidaron esta misma noche.

—¿Lo liquidaron? —preguntó Wausau. El forense señaló con el dedo—. Es un hombre. Tiene un buen par de genitales para demostrarlo.

Burstein hizo un gesto de asentimiento y respiró hondo. El olor pútrido a carne quemada lo invadía todo, intensificado por la falta de ventilación del cuarto. Se enjugó la frente con la manga del impermeable y se apoyó contra la pared. Era alto, delgado y calvo; de rostro blando y piel tersa.

—¿Cuánto demorarán en identificarlo? —preguntó.

—Quizá no lo identifiquemos nunca.

—¿Qué quiere decir con eso? Saquen impresiones, controlen los arreglos dentarios.

El forense alzó la mano de la víctima; le habían cortado las puntas de los dedos.

—No habrá impresiones. Y le han sacado todos los dientes.

Burstein echó una mirada al brazo y a los restos de la cabeza. Luego llamó a un lado al forense.

—Quiero que revisen todo el subsuelo en busca de los trozos de dedos y los dientes que faltan. Y vean qué otra forma hay de identificar el cuerpo. Marcas. Cicatrices. Lo que sea.

—No se engañe. Si hubo marcas o cicatrices, ya no existen.

Frustrado, Burstein se volvió hacia Wausau.

—¿Dónde están el portero y la mujer?

—Arriba.

Acompañado por Wausau, Burstein salió al corredor, donde pululaban ahora detectives y policías uniformados.

El encargado del edificio, un puertorriqueño llamado Vázquez, estaba sentado delante del cuarto que usaban los porteros para cambiarse. Burstein se presentó y le hizo una serie de preguntas. Vázquez le dio los nombres de los empleados del edificio, detalló sus respectivas responsabilidades y explicó el procedimiento seguido para la compactación de los residuos. La mayor parte del trabajo se hacía por la mañana. El portero de turno compactaba la basura acumulada durante la noche en el depósito y la colocaba en bolsas que eran agregadas a las compactadas el día anterior y colocadas en la calle para su recolección. Aunque el portero hubiese entrado y salido varias veces durante el día, nadie podría haber entrado después de las seis de la tarde al compartimiento de compactación.

—¿Qué le parece? —le preguntó Burstein a Wausau cuando ambos se encaminaban hacia el ascensor después de haber interrogado al encargado.

Wausau movió la cabeza.

—Poco paño para cortar.

—Sí —asintió el inspector con una mueca—: ¡Muy poco!

—Inspector general Burstein —se presentó Burstein con tono oficial examinando los rostros pálidos que lo rodeaban.

—Ben Burdett —repuso Ben; luego presentó al inspector a Joe Biroc, Ralph Jenkins y John Sorrenson.

—¿Fue usted quien informó sobre el crimen? —preguntó Burstein.

—Sí —dijo Ben.

Burstein dio unas vueltas por el departamento examinando los muebles mientras Wausau permanecía junto a la puerta. Sentado en el sofá, Sorrenson se aflojó el cuello de la camisa. Jenkins se acercó y se sentó junto a él.

—¿Dónde está su esposa? —preguntó Burstein.

—En el dormitorio. Le di tres valium, siguiendo las órdenes del médico. Está en un estado de shock y el médico indicó que no se la debe despertar ni interrogar.

—¿También indicó cuándo estará en condiciones de hablar? —La expresión mordaz de Burstein hacía juego con la burlona ironía de su voz.

—No —respondió Ben.

—Entiendo. —Burstein se acercó a Jenkins y Sorrenson—. ¿Alguno de ustedes dos estaba presente cuando el señor Biroc trajo a la señora Burdett?

Ambos movieron la cabeza negando.

—Vinimos para ayudar —dijo Sorrenson.

Burstein se sentó junto a Biroc.

—¿Se siente bien?

—Sí, señor —repuso inseguro Biroc.

—¿No podríamos postergar todo hasta mañana? —preguntó Ben.

—No; lo lamento. Si el asesino hubiera tenido alguna consideración por nuestra comodidad, habría esperado para matar a su víctima. Pero no lo hizo. De modo que, desgraciadamente, tampoco yo puedo esperar. Y bien, señor Biroc, quiero que me cuente lo ocurrido. ¿De acuerdo?

Con un gesto de asentimiento, Biroc procedió a relatar los hechos.

Burstein se limitó a escucharlo mientras Wausau tomaba notas. Cuando Biroc concluyó, Burstein acomodó el pañuelo que asomaba en prolijos pliegues del bolsillo de su chaqueta deportiva y empezó a dar vueltas inquieto alrededor del sofá; su mirada pasaba de Ben a Biroc y de estos a Jenkins y a Sorrenson con irritante rapidez.

—Tengo entendido, señor Biroc, que la cámara compactadora se cierra a las seis de la tarde. ¿Es así?

—Sí, señor.

—¿Quién la cierra?

—Lo hago yo, señor. Ayer… la cerré exactamente a las seis y cuarto.

Burstein se sentó en el brazo del sofá.

—¿Vio a alguien en el subsuelo?

—No, señor.

—¿Sabe usted de alguien que haya bajado al subsuelo más tarde?

—No tengo modo de saberlo. Seguramente había algunas mujeres en el lavadero y hay una entrada trasera que la gente utiliza para guardar sus bicicletas. Siempre hay alguien allí abajo, inspector.

Burstein se volvió hacia Ben, que totalmente concentrado observaba a los dos hombres como un lince, los ojos muy abiertos.

—¿Por qué estaba en el subsuelo su mujer?

—Quería depositar la ropa en una de las máquinas para tenerla lista a la mañana siguiente. Lo hace a menudo, como muchas otras mujeres de la casa. No es nada inusitado.

Burstein enarcó las cejas.

—¿Acaso dije yo que lo fuera? Señor Burdett, no pretendo insinuar que su esposa haya tenido algo que ver con el crimen. Nada más lejos de mi intención.

Ben hizo un gesto aprobatorio.

Con una sonrisa, Burstein volvió a dirigirse al portero.

—Señor Biroc, ¿hay gente sospechosa en el edificio? ¿Alguien cuya conducta pueda considerarse desequilibrada? ¿Algún hecho que le haya llamado la atención?

Biroc respiró hondo.

—No, no podría señalar a nadie con el dedo. Claro que… en un edificio tan grande siempre hay algún chiflado… El señor Cram, del cuarto piso, habla con su bulldog inglés. Y la señora Schwartz tiene un carácter de todos los demonios.

Sorrenson lo interrumpió.

—Vivo en este edificio desde que se inauguró y he conocido a casi toda la gente que pasó por aquí. Puedo asegurarle que ninguno de ellos sería capaz de una cosa así. ¿No le parece, Ben?

Ben asintió.

—El que hizo esto tiene que haber venido de afuera.

—¿Por qué no me deja sacar las conclusiones a mí, señor Burdett? Será mejor para todos.

—No me gusta el tono que adopta, inspector —protestó de pronto Jenkins—. No creo que estemos bajo sospecha, de modo que no sé por qué nos habla como si lo estuviéramos.

—Me permito disentir de usted. En este momento todo el mundo se halla bajo sospecha. ¿Entendido?

Nadie contestó.

—Hay una cosa… —murmuró Ben.

—¿Qué cosa?

—No sé qué relación podría haber, pero…

—¿Pero qué? —lo espoleó Burstein.

—Pues… hay una monja en el departamento contiguo, una monja de lo más extraño. Curiosamente, anoche nos encontrábamos todos en el departamento del señor Sorrenson y ella fue nuestro tema principal de conversación. Claro que no imagino cómo podría… Según me dicen, es paralítica, sorda, muda y ciega.

La cara del policía permaneció totalmente inexpresiva. Ben tuvo la sensación de que ya sabía algo acerca de la monja. Acaso hasta la había avistado al llegar, sentada junto a su ventana del piso veinte.

—¿Cómo se llama la monja? —preguntó Burstein.

—No lo sé —repuso Ben—. Nadie lo sabe.

Burstein midió la habitación a pasos lentos; luego se acercó a la ventana y miró hacia el exterior. Los perfiles de la ciudad aparecían desdibujados. ¿Podría ser una coincidencia?, se preguntó. Hurgó en su memoria en busca de hechos que habían sido relegados a un archivo policial largo tiempo atrás. La chica. El viejo sacerdote ciego. Aquella complicada red de crímenes y preguntas sin respuesta que estuvieron a punto de mandar al manicomio a su predecesor, Tom Gatz. Empezó a recordar. ¿Cómo era la dirección? ¿En algún lugar por las calles Ochenta Oeste? ¿Cerca de dónde se encontraban en ese momento? Su curiosidad se acentuó. Buscaría el legajo por la mañana para verificar la dirección. Luego vería. Procedimiento de rutina.

Se volvió hacia los demás; todos lo miraban.

—¿Quién es el propietario del edificio?

—La archidiócesis de Nueva York —le informó Jenkins.

Burstein se dirigió a Ben.

—¿Es allí donde está la monja? —preguntó señalando la pared contigua.

—Sí. Siempre está allí. Cuando salga fíjese en la ventana. Claro que de noche no verá gran cosa, pero creo que podrá distinguirla. De lo contrario, inténtelo mañana.

—Por la mañana hablaré con el médico de su esposa —dijo Burstein tras una larga pausa—. Quiero saber cuándo podré interrogarla. Y ninguno de los presentes deberá salir de la ciudad sin notificarnos. ¿De acuerdo?

Los hombres asintieron.

—Perfecto. —Burstein y Wausau abandonaron el departamento. Ya en el pasillo, Burstein se detuvo frente a la puerta de la monja. Aguzó el oído. Nada. Golpeó. Nadie le respondió.

—No me diga que piensa tomar en serio esa historia —se asombró Wausau.

Burstein se acercó al ascensor y apretó el botón de llamada.

—Quiero que me busque un legajo en el archivo… tiene que retroceder unos quince años. Fue un homicidio múltiple. El detective Tom Gatz condujo la investigación. Pruebe con Allison Parker, Michael Farmer, Joseph Brenner. El caso ha de estar archivado bajo alguno de esos nombres. Lea el material. Y luego me dirá qué piensa de una vieja monja ciega y paralítica.

Llegó el ascensor y Wausau entró. —Muy bien— dijo.

—Después quiero que invente una buena excusa y me consiga una orden de allanamiento.

—¿Para qué?

Antes de responderle y a punto de entrar en el ascensor, Burstein volvió la mirada hacia atrás.

—Quiero entrar en el departamento de la monja.

La puerta del ascensor se cerró.

Faye respiraba lentamente. Muy lentamente. En paz. Un toque sonrosado de vida había reemplazado la palidez anémica.

Inclinándose, Ben la besó en la mejilla.

El valium hacía su efecto. Ojalá pudiera él dormir así.

También el bebé estaba tranquilo. Sólo se había despertado una vez durante la confusión que siguió a la llegada de Biroc, pero había vuelto a dormirse rápidamente después de lloriquear un poco.

Ben se quitó los pantalones y los colgó cuidadosamente en el respaldo de una silla. No quería que Faye viera sus ropas tiradas por todas partes al despertar por la mañana. Por una vez sería ordenado. Y no le causaría más problemas, por triviales que fuesen.

Entró al baño. Una rápida cepillada de dientes. Una mirada a sus ojos rodeados de abultadas ojeras. El chasquido del interruptor al apagarse la luz. Y a la cama.

La cama mullida. Las mantas abrigadas. La respiración acompasada de Faye.

Y el tic tac del reloj.

Dejó de respirar, temeroso de perturbar la simetría del cuarto, la extraña, casi bucólica atmósfera de oscuridad y silencio.

Tenía tantas ganas de dormir…

Cerró los ojos.

¿Qué había dicho Faye? «Creo que sería mejor para todos olvidarla y dejarla en paz».

Se volvió de costado.

Maldita sea.