Rodeado por algunos de los invitados, Ralph Jenkins peroraba sobre algún asunto trivial cuando John Sorrenson abrió la puerta de su departamento e hizo pasar a Ben y Faye.
—Llegan con media hora de retraso —los regañó Sorrenson.
—Lo siento —se excusó Faye—. Ben y yo echamos una siestecita y no oímos sonar el despertador.
Sorrenson movió la cabeza.
—¿Qué esperaba usted? —preguntó Jenkins con una mirada a Sorrenson, mientras se acomodaba sus gruesos anteojos bifocales—. Acaban de volver de un crucero, ¿y usted pretende que desparramen energía?
—Claro, John —terció Max Woodbridge—, si quieren llegar tarde, déjelos que lleguen tarde.
—Pero ustedes saben que…
—¡No sabemos nada! —le interrumpió Grace Woodbridge.
Sorrenson volvió a mover la cabeza, jugueteó con su corbata y rio, reconociendo su derrota. Usaba un traje de color extraño, y si la vista de Ben no lo engañaba, un zapato marrón y otro negro. Pero así era John Sorrenson, el músico. ¡Genio y figura! Su ropa parecía salida de una venta de saldos y su aspecto resultaba aún más llamativo cuando se encontraba junto al impecable Ralph Jenkins.
—¿Un vaso de vino? —sugirió Daniel Batille alzando dos botellas.
—Blanco para mí —dijo Faye—. ¿Para los dos? —Ben asintió—. Dos blancos.
Batille, que costeaba sus estudios de derecho atendiendo un bar, llenó dos vasos.
—Vino y música —declaró Sorrenson dirigiéndose hacia el tocadiscos.
—Algo romántico —pidió una de las dos secretarias.
—Tengo exactamente lo que me pide. —Sorrenson puso en el tocadiscos un disco viejo de cuarenta y cinco—. «Sinatra para el recuerdo».
—¿Quién es Sinatra? —preguntó con cara de inocencia la otra secretaria.
Todos rieron, brindaron, se movieron de un lugar a otro del living atestado de chucherías, reliquias de ventas benéficas y muebles surtidos… y rieron nuevamente.
Batille acababa de servir una segunda vuelta de bebidas y el disco llegó a su fin.
—Entiendo que usted acaba de estar en Europa, ¿verdad, Ralph? —preguntó Ben.
—Así es. Viaje de negocios. —Jenkins tenía poco más de sesenta años y una manera solemne de hablar, con un rastro casi imperceptible de acento extranjero que Ben nunca lograba identificar; aunque el hombre aseguraba haber nacido en algún cantón de Bavaria, el acento siempre le había parecido a Ben curiosamente no ario—. Mis colegas y yo empezamos por Inglaterra y acabamos en Estambul. Buscábamos objetos de la época de los Borbones, pero no pudimos encontrar nada de interés. Sin embargo, descubrimos algunas pistas, y el mes que viene, cuando vuelva a Europa, pienso investigarlas.
—¿Entonces la frustración no fue total?
—De ningún modo, aunque sólo sea porque tuve oportunidad de viajar y trabar nuevas amistades.
Ben sonrió.
—Pues le diré que los viajes parecen sentarle, Ralph. Se le ve muy bien. Descansado.
—También a usted, Ben. Claro que es bueno estar de vuelta en casa. Aunque esta vez estaré más ocupado que nunca; tengo que escribir un artículo para el Ladies’Home Journal y me propongo comenzar un libro sobre antigüedades. —Sonrió—. ¿Y cómo anda su novela?
—Como el diablo.
—¿De veras?
—No escribí una palabra durante el viaje.
Sorrenson volvió de la cocina con un plato de sandwiches y los distribuyó. Entretanto, Jenkins y Ben se acercaron a la ventana.
Jenkins miró hacia la calle y durante un momento permaneció pensativo.
—¿Qué me dice usted de la construcción?
Justo enfrente había una enorme excavación rodeada por una empalizada de madera. Ben ya la había advertido antes y supuso que se trataba de un nuevo rascacielos.
—¿Qué van a construir?
—¿No lo sabe?
—No, ¿cómo iba a saberlo?
—Creía haberle hablado del asunto antes de su partida.
—Ni una palabra.
—La archidiócesis de Nueva York construye una catedral.
En ese momento se unieron a ellos Daniel Batille y Sorrenson.
—Hablábamos de la nueva catedral —les informó Jenkins—. A mucha gente del barrio la novedad no les ha caído nada bien.
—A mí entre ellos —anunció Sorrenson—. Maldita la gracia que me hace una torre de iglesia obstruyendo la vista.
—¿Podemos hacer algo para detener el proyecto? —preguntó Ben.
Jenkins hizo un gesto negativo.
—Traté de averiguarlo antes de irme a Europa. Me puse en contacto con la archidiócesis pero no hice más que perder el tiempo. Luego fui a la municipalidad, pero la archidiócesis se había ajustado a todas las normas de edificación vigentes en la zona. También examiné el registro de la propiedad y descubrí que el terreno pertenece a la archidiócesis desde hace más de cincuenta años. Y no sólo el lote donde se está construyendo la catedral sino toda la manzana; las dos aceras, incluido el terreno en el que se levanta este edificio. —Hizo una pausa y estudió las reacciones de quienes lo rodeaban—. También descubrí que la compañía a la que pagamos el alquiler es una empresa controlada por la archidiócesis.
—¿La archidiócesis es dueña de este edificio? —preguntó Sorrenson.
—Sí —repuso Jenkins.
—Esto no me gusta nada.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Ben—. ¿Mudarse?
—No lo sé. Simplemente, la cosa no me gusta.
—Pero John —intervino Max Woodbridge—, quizás este sea el camino de nuestra salvación. Si nos quedamos, cuando nos llegue la hora no tenemos más que tomar el ascensor para subir al cielo.
—No le veo la gracia —rezongó Sorrenson.
Sin duda, el disgusto de Sorrenson era auténtico. Ben no lo entendía; ¿a quién podía molestarle que el edificio perteneciera a la archidiócesis?
—Quizás eso explique la presencia de nuestra sociable monja —apuntó Batille.
—Es muy probable —asintió Jenkins recogiendo la idea—. Me parece lógico que la iglesia mantenga a una monja.
Grace Woodbridge, que los escuchaba, inició una charla animada, arrastrando a todos los presentes a la conversación.
—Me dijeron que la monja fue prisionera de los comunistas durante la revolución de 1956 en Hungría. Estaba adscrita a la archidiócesis de Budapest, pero su tarea principal era la coordinación de la resistencia anticomunista. Cuando estalló la lucha, fue arrestada y torturada por la KGB. El Vaticano negoció su liberación y la trajo aquí. Al parecer, en Hungría aún la recuerdan como a una mártir. —Grace se detuvo y movió la cabeza—. La KGB la arruinó para siempre. Está paralítica, sorda, muda y ciega, confinada en esa silla junto a la ventana.
—¿Es cierto todo eso? —preguntó Ben.
Grace se encogió de hombros.
—No lo sé; es lo que me dijeron.
—¿Quién se lo dijo? —quiso saber Jenkins.
—Un refugiado húngaro llamado Jan Nagy que vivía en el quinto piso. Me dijo que se había relacionado con la monja cuando trató de huir de Hungría.
—Interesante —dijo Sorrenson—, pero yo no le daría mucho crédito a esa historia.
—¿Por qué no?
—Jan Nagy es un enfermo mental. Chiflado. Un esquizoide. No se le puede creer nada.
Jenkins sonrió con aire enigmático.
—Una monja anciana. Paralítica. Ciega. Sorda. Muda. Sentada junto a la ventana de un departamento. No se mueve nunca. No sale nunca. No tiene visitas. Ni historia. Ni medios visibles de vida. Estoy seguro de que en una sociedad menos civilizada, una persona así daría pábulo a historias increíbles. —Se rio—. Una versión femenina del Conde Drácula. Muy misterioso.
Faye cruzó los brazos sobre el pecho reprimiendo un escalofrío.
—Por Dios, Ralph… no me asuste.
—Son puras fantasías, Faye. Estoy seguro de que es una viejita simpática.
—¿Una viejita simpática? —Sorrenson movió la cabeza—. Lo dudo. En realidad, deberíamos tratar de averiguar con exactitud quién es o qué es esa mujer.
Faye lo miró.
—Creo, John, que lo mejor que podemos hacer es olvidarla y dejarla en paz.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Ben.
—No lo sé. Es una intuición. Desde que vinimos a vivir a la casa no he hecho más que tratar de olvidar que esa mujer está al lado, que nuestro dormitorio queda justamente detrás del cuarto en el que ella está sentada. Resulta muy desesperante… Y sabes, Ben, esta mañana cuando volvimos sentí que me miraba desde su ventana. Nunca me había ocurrido antes, ni sé por qué ocurrió esta mañana, ¡pero el hecho es que lo sentí!
Jenkins encendió otra lámpara.
—Creo que sería aconsejable cambiar de tema.
—Buena idea —aprobó Ben, diciéndose que ojalá no estuvieran desencadenando una cacería de brujas. Hacía tiempo que la vieja monja estaba en la casa, y nada había ocurrido que permitiera atribuirle connotaciones siniestras.
Sorrenson colocó en el tocadiscos la nueva grabación del cuarteto de cuerdas. El departamento, que había caído en un pozo de quietud, volvió a la vida.
Ben se acercó a la ventana para hablar con Jenkins, quien mostraba una expresión curiosamente ausente.
—Lo veo preocupado —dijo. Faye los observaba con curiosidad.
—Estaba pensando…
—¿En qué?
—En la monja. Y en lo que dijo Faye; que sería mejor para todos olvidarnos de esa mujer, dejarla tranquila.
—¡Bah!, lo que ocurre es que Faye está amedrentada por esa vieja.
Jenkins sonrió.
—Sí, está amedrentada…, pero creo que tiene razón.
Ben apretó la cara contra el vidrio frío de la ventana. Faye. Batille. Sorrenson. Grace Woodbridge. Y ahora Jenkins. Todos asustados por fantasmas. Increíble.
—Creo que me estoy volviendo loca —declaró Faye mientras ordenaba sobre la mesa del comedor el montón de ropa para lavar antes de colocarla en el carrito.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ben. Se había quitado la camisa y fumaba un cigarro recostado en el sofá.
—Pues… ¿no te parece que todo esto es algo misterioso? —Faye se dejó caer en el sofá, junto a Ben. ¿No te parece demasiada coincidencia que de pronto no podamos dar un paso sin tropezar con la Iglesia Católica?
—No te entiendo.
—Primero conocemos en el barco al Padre McGuire. Luego tú te despiertas en mitad de la noche y encuentras un crucifijo en nuestra puerta. De acuerdo; puede ser pura casualidad. Pero volvemos a casa y nos enteramos que no sólo los terrenos de ambos lados de la calle pertenecen a la archidiócesis, sino también este edificio. Y luego, el asunto de la monja. Vamos, Ben, son demasiadas coincidencias.
Con un gruñido, Ben se incorporó.
—¡Eso es precisamente lo que son! Coincidencias. Está bien el tema para una charla social con los vecinos, pero no nos dejemos envolver nosotros también en esto.
—Por favor, Ben…
—Faye, mi amor, estoy cansado. Acabamos de volver de viaje. No sé para qué habremos ido a casa de Sorrenson esta noche. Francamente, lo único que quiero es estar tranquilo y dormir. —Miró a Faye, que se mordió el labio, y después de echar una ojeada a su reloj agregó—: Oye, son casi las doce. Si piensas llevar la ropa abajo esta noche, más vale que te apures.
—Muy bien, muy bien.
—¿Quieres que te ayude?
—No, puedo arreglarme sola. —Salió al pasillo, llamó al ascensor y observó el lento trepar de la luz en el panel indicador. Se sentía irritada con Ben. ¿Acaso no había advertido también él las inquietantes coincidencias?
Llegó el ascensor y se abrió la puerta. Empujó el carrito de la ropa al interior. Sólo se oía el zumbido del motor y el silbido del viento en el hueco del ascensor. El indicador registraba el descenso; luego el ascensor aminoró la marcha y se detuvo. La puerta se abrió y Faye empujó el carrito hacia el corredor de paredes de ladrillo desnudo.
El lavadero se encontraba en el extremo del subsuelo, donde el oscuro corredor hacía un recodo. Cada vez más cercano, Faye oía el bramido de la enorme caldera. A sus espaldas, el ruido del ascensor que volvía a subir era apenas audible. Siguió adelante diciéndose que debía permanecer tranquila. Odiaba ese lugar. Pero tenía que lavar la ropa y si esperaba hasta la mañana todas las máquinas estarían ocupadas por las madrugadoras.
Un ruido. Movimiento. En alguna parte, más adelante. ¿O era su imaginación? No. Más ruidos. Quizás otra mujer. Alguien más que se apresuraba para conseguir una máquina de lavar desocupada. Se detuvo, aguzó el oído, miró a su alrededor.
No había nadie allí.
—Hola —dijo al pasar lentamente por delante del cuarto del portero. Un leve eco. Pero ninguna respuesta.
—¿Hay alguien aquí?
Oyó su propia respiración. Aguardó. No hubo respuesta. Todo estaba en orden.
Dobló el recodo. Allí estaba el cuarto del compactador y más atrás el lavadero, iluminado por una mortecina luz roja.
¡Maldición! De pronto el carrito le resultaba tan pesado como si estuviera arrastrando una tonelada de ladrillos. Y sentía las piernas duras, como paralizadas.
Avanzó por el corredor y se detuvo. Había una mancha oscura frente al compartimiento del compactador. Curiosamente, parecía expandirse. Se acercó más y se inclinó para examinarla. Era sangre; un hilo que se escurría por debajo de la puerta. Su primer impulso fue correr hacia el ascensor. ¿Pero acaso podía hacerlo? Sin duda alguien estaba herido, tal vez atrapado en la máquina compactadora.
Hizo girar el picaporte y abrió la puerta; la oscuridad era total.
—¿Hay alguien aquí?
No hubo respuesta. A tientas buscó el interruptor y encendió la luz.
Miró hacia el interior.
La piel se le erizó y una bocanada de aire caliente le abrasó los pulmones.
Entonces gritó.
—Qué diablos… —murmuró Ben abriendo con esfuerzo los ojos; el cuarto era una masa borrosa.
Alguien seguía golpeando violentamente a la puerta, llamándolo a gritos.
—Ya voy… ya voy. —Condenado imbécil, iba a despertar al bebé. Y Faye… Había vuelto. ¿O no?
Se echó encima la camisa y con paso vacilante llegó hasta la puerta. Corrió el cerrojo y abrió.
—¿Pero qué…? ¿Qué pasa, Joe?
Biroc entró en la habitación; en sus brazos estaba Faye semiinconsciente, la cara muy blanca y los labios de un azul cianótico.
—Señor Burdett. ¡Oh, Dios mío!
Ben tomó a Faye de los brazos de Biroc y la depositó sobre el sofá.
—Faye, querida…
No hubo respuesta.
—¡Faye!
Un murmullo entrecortado.
Biroc abrió las ventanas.
—¿Qué ocurrió? —gritó Ben. Corrió a la cocina y volvió con un trapo húmedo que puso sobre la frente de Faye.
—Ay, señor Burdett —dijo Biroc temblando—. No estoy seguro. Pero hay algo… algo horrible. —Se interrumpió, llorando.
Ben lo aferró por el cuello de la camisa.
—¡Domínese, por todos los diablos! —Lo sacudió con fuerza y lo empujó hasta el sofá—. ¿Qué pasó?
Biroc se tomó la cabeza entre las manos y respiró hondo un par de veces para tranquilizarse.
—Estaba en la puerta, cuando se abrió el ascensor y apareció la señora Burdett gritando. Hablaba confusamente, pero entendí algunas palabras. Decía que había un muerto en el subsuelo. La dejé en la puerta con el señor Spezio del tercero «H», saqué una linterna y un palo del armario y bajé.
—¿Y qué encontró abajo? —preguntó Ben, que también empezaba a perder la compostura.
—Un cadáver. Y sangre. En el compactador. Ay, Dios mío… Dios mío…
—¿Llamó a la policía?
—No.
Ben tomó la mano de Faye y siguió apretándole el trapo húmedo sobre la frente.
—¿O una ambulancia?
—No.
Ben se precipitó al teléfono. Las manos le temblaban con tanta fuerza que tuvo que volver a marcar varias veces. Por fin dio con la operadora y pidió que lo conectara con la policía. Lograda la comunicación, repitió lo que le había contado Biroc; luego colgó el receptor y volvió junto a Faye.
Ella le tendió los brazos, presa de un vivo temblor. Tenía espuma en los labios. Ben la abrazó estrechamente. Tenía que ser muy horrible lo que Biroc había visto en el sótano para que un hombre tan fuerte y equilibrado como él se hubiese derrumbado. Había muchas cosas que Ben deseaba preguntar, pero permaneció en silencio, acariciando suavemente a Faye y aguardando.
No había muebles, salvo una silla solitaria junto a la ventana central del living. La puerta estaba cerrada con triple cerrojo. Ninguna luz. En la silla se hallaba sentada una monja, la Hermana Thérèse. Sostenía un crucifijo en las manos.
Aunque su estado normal era de total inmovilidad, en ese momento se agitaba inquieta, el rostro horrible estremecido por un desasosiego que crecía por momentos.
¡Charles Chazen estaba en el edificio!