Capítulo 2

Era imposible no advertir la llegada del DeSoto 1956 de John Sorrenson. La reliquia apareció por una bocacalle entre sacudones y ruido de matracas, lanzando al aire bocanadas de venenoso humo negro; los restos de su guardabarros derecho flameaban en el viento. Parecía un enorme pez tropical de largas aletas y tenía el techo corredizo descascarado por la corrosión de muchos inviernos. Detrás del volante Ben y Faye vieron la cabeza cilíndrica de Sorrenson que se sacudía al ritmo del coche; tenía las manos aferradas al volante y la mirada tan tendida hacia adelante que parecía pegado con cemento al parabrisas. No pudieron dejar de reír al verlo, aunque en realidad lo admiraban. En un tiempo de inflación y monstruosas facturas de reparaciones, el primer violonchelo de la Filarmónica de Nueva York se las arreglaba para mantener ese grotesco anacronismo, y para mejor con un presupuesto que él mismo tildaba de «insignificante».

El auto se detuvo con un chirriar de frenos y Sorrenson bajó.

—Maldito cacharro —rezongó—. Se me quedó en la calle Cuarenta y Ocho.

—¿De veras? —preguntó Faye acercándose con el bebé en los brazos.

Conque esa era la explicación, pensó Ben. Hacía una hora que aguardaban. Varias veces consideraron la posibilidad de tomar un taxi, pero como Sorrenson jamás faltaba a una cita, decidieron esperar.

Ben empezó a arrastrar el equipaje para cargarlo en el auto.

—¿Qué pasó? —preguntó encarando al viejo.

Sorrenson enterró las manos en los bolsillos de su cardigan gris.

—No lo sé —repuso con un tono menos amable y controlado que el habitual—. Venía manejando por la Novena Avenida cuando de pronto se puso a largar humo en medio de un estruendo infernal. ¡Vaya susto que me pegué! Lo arrimé a la acera y allí me quedé irritado y sin saber qué hacer, pues no había ninguna estación de servicio a la vista. Luego levanté la tapa del motor y dejé que se enfriara. Apreté por aquí, aflojé por allá, y le hablé con mucha seriedad. Y entonces… bueno, creo que llegamos a un acuerdo porque al poco rato se puso a andar como si nada. ¿No es increíble?

Faye lo besó en la mejilla.

—Perfectamente creíble; las máquinas y las mujeres nunca se le han resistido.

Ruborizado, Sorrenson la abrazó y acarició la barbilla del bebé. Se ofreció a ayudar con el equipaje pero Ben no estaba dispuesto a permitir que un hombre de setenta años levantara maletas pesadas.

En pocos minutos terminó de cargar el equipaje y partieron hacia el centro por la calle Doce.

—Y ahora cuéntenme cómo les fue en el viaje —pidió Sorrenson.

Ben miró a Faye y tomó en brazos a Joey.

—Cuánto hubiera deseado que usted estuviera con nosotros, John —dijo Faye, interrumpiéndose en la mitad de la frase al oír una fuerte explosión en el escape—. Fue fantástico.

—Tal como decía yo, ¿no es cierto? —exclamó Sorrenson en un estallido de orgullo paterno.

—Y tenía mucha razón —dijo Ben, recordando que había sido John Sorrenson quien les sugirió el crucero cuando aún no habían resuelto a dónde ir—. En realidad —agregó con una curiosa sonrisa—, hemos decidido repetir el viaje el año que viene.

Faye pescó la intención de la enigmática sonrisa de su marido.

—Así es —dijo poniéndose a tono.

—¡Formidable! —gritó Sorrenson.

—Todo fue perfecto —continuó Faye—, inclusive el sol.

—Ya me doy cuenta. Se la ve espléndida. Pero usted, Ben, se soleó demasiado.

Sonriendo, Faye le dio un codazo a Ben. Sorrenson carraspeó y empezó a acribillarlos a preguntas. Faye trató de contestarlas y luego le preguntó cómo había pasado él las últimas dos semanas.

—Lo de siempre —repuso doblando por la Setenta y Nueve hacia Broadway—. Tuvimos varios conciertos dedicados a Bach. Ensayé con el cuarteto para la temporada de verano. Y grabamos un álbum que les haré oír esta noche; invité a toda la gente del piso a tomar una copa para darles la bienvenida.

A Ben la novedad le hizo muy poca gracia; deseaba irse a la cama temprano. Claro que de algún modo el viaje había sido obra de Sorrenson, de manera que no podía negarse.

—¿Cómo están todos? —preguntó Ben al tiempo que la calle Ochenta y Nueve Oeste aparecía a la distancia.

—Muy bien. Max y Grace Woodbridge cenaron conmigo anoche. Él acaba de iniciar un nuevo negocio. Repuestos de plomería, o algo semejante.

—¿Volvió a Europa Ralph Jenkins?

Sorrenson movió la cabeza asintiendo.

—Hace unos pocos días. A decir verdad, me crucé con él en el hall y le dije que como ustedes volvían hoy pensaba organizar una reunión. ¡Y ya saben ustedes cómo es Jenkins!

—No… ¿cómo es? —De veras no tenía la menor idea de lo que quería dar a entender Sorrenson. Ralph Jenkins se había mudado a un departamento del mismo piso tres meses atrás, y no tuvieron muchas oportunidades de frecuentarlo, dado que integraba el consejo directivo de la Asociación Internacional de Anticuarios y viajaba a menudo a Europa.

—Pues bien —respondió Sorrenson—, a Jenkins basta con mencionarle cualquier fiesta, y allí estará sin falta.

Sorrenson detuvo el auto frente a la marquesina del edificio de veinte pisos donde vivía desde hacía doce años. El cacharro protestó enojado con otro ruido explosivo. Sorrenson aludió a su mal comportamiento y amenazó con llevarlo al taller.

Ben, que se apeaba en ese momento, estuvo de acuerdo.

—Quizá sea poca cosa, pero creo que es mejor no correr riesgos.

Con ayuda del portero Ben llevó el equipaje hasta el ascensor, seguido por Sorrenson y Faye. El ascensor se elevó con una pequeña trepidación y se detuvo en el piso veinte, donde los tres descendieron.

El departamento de Sorrenson era el primero a la izquierda; el de ellos se encontraba hacia el otro lado, dos puertas más allá. En total había ocho departamentos en el ala sur del edificio: además del de ellos, los de Sorrenson, Lou Petrosevic, Ralph Jenkins, el señor Woodbridge y señora, Daniel Batille, uno ocupado por dos secretarias y otro perteneciente a una monja anciana que nunca se movía de su casa.

Sorrenson y los Burdett entraron en el departamento de estos y penetraron en el living rectangular que se extendía en forma de martillo hasta una zona de comedor comunicada con la cocina. Mientras Faye encendía las luces, Ben le dio una propina al portero y llevó el equipaje al pasillo que conducía al dormitorio.

—¡Increíble la cantidad de polvo que se ha juntado! —exclamó Faye examinando los muebles.

—¿Qué esperabas? —preguntó Ben, sentándose en el sofá—. Bastante suerte tenemos de que esté todo razonablemente limpio.

Sorrenson se mostró de acuerdo y les recordó que de haber aceptado que él viniera a limpiar, tal como se había ofrecido a hacerlo, ahora hubieran encontrado todo inmaculado.

—Ya lo sé, John —dijo Faye—, pero si le permitiéramos hacer todas las cosas que usted se ofrece a hacer, nunca tendría tiempo para sí mismo.

—No necesito tiempo para mí mismo —afirmó Sorrenson sentándose junto a Ben.

Ben le palmeó el brazo.

—No les contaré a sus compañeros del cuarteto de cuerdas lo que acaba de decir.

—Puede contarles lo que quiera. Lo que quiera.

Mientras Ben y Sorrenson encendían cigarros, Faye llevó a Joey al dormitorio; luego preparó café y se acercó al sofá para servirlo, pero Sorrenson se apresuró a informarle que debía irse a la una para un ensayo.

—Pues entonces tiene media hora, justo lo necesario para echar un vistazo a las fotos.

—¿Ya las revelaron?

—Son instantáneas.

Cuando terminaron de mirar el montón de fotos que Faye sacó de una de las maletas, faltaban pocos minutos para la una. Sorrenson miró el reloj, se puso de pie de un salto y les dio instrucciones para la noche.

—Nada de ropa formal —les advirtió—. Es una reunión de amigos. Serviremos unos bocaditos y haremos música. A las nueve en punto. No vengan tarde. Sería muy feo que los homenajeados lleguen cuando toda la comida haya desaparecido.

Ben y Faye lo acompañaron hasta la puerta.

—¿Acaso alguna vez llegamos tarde a sus reuniones? —preguntó Faye.

—No…, pero no conviene empezar a sentar malos precedentes.

Faye besó las mejillas arrugadas de Sorrenson y le acomodó el cardigan para que quedara bien ubicado en los hombros.

—Es bueno tenerlos de vuelta —dijo Sorrenson.

—Sobre todo cuando nos aguardan amigos como usted —replicó Ben.

Ruborizándose, Sorrenson caminó apresuradamente hacia la puerta.

Poco después de la partida del anciano, Faye consiguió echar a Ben del departamento y le ordenó que no regresara hasta las seis. Luego empezó a desempacar, convencida de que así trabajaría mucho más cómoda que con Ben dando vueltas por ahí.

Juntó un montón de ropa que llevaría más tarde al lavadero de la casa, dedicó una hora a guardar todo en los armarios y otra hora a la limpieza. Cumplida esta tarea, salió de compras con Joey y volvió cuarenta y cinco minutos más tarde con un carrito desbordante de provisiones.

Al regresar se topó con Joe Biroc, que salía del cuarto donde se guardaban los artículos de limpieza.

—¡Señora Burdett! —saludó él con una leve traza de acento eslavo.

Faye sonrió.

—¡Joe!

Se abrazaron.

—Y Joey… mi pequeño Joey.

Biroc tomó al niño y lo acunó en sus brazos.

—¿Puede subir a tomar un café? —invitó Faye.

Biroc miró su reloj.

—Tomo mi turno a las cinco. Pero si tiene café instantáneo, dispongo de un par de minutos.

—Muy bien, entonces.

Ya en el departamento, Biroc se sentó en un sillón con el niño y aguardó mientras Faye se afanaba en la cocina. Era un hombrón de más de un metro ochenta, espaldas anchísimas, manos enormes y músculos poderosos. En sus brazos Joey casi desaparecía.

Faye regresó de la cocina con dos tazas llenas.

—Y bien, ¿qué hay de nuevo?

—No hay grandes novedades, salvo que… mi hija tuvo un bebé.

—¿Un nieto? ¡Qué maravilloso!

Biroc asintió con aire de pedir disculpas, como si vacilara en hablar de su vida privada con la gente del edificio.

—¡Cuánto me alegro por usted! ¿Es el primero?

—Claro. ¿Parezco tan viejo como para tener más de uno?

Ambos rieron.

—Se llama Todd. Todd Melincek. Lindo nombre, ¿verdad?

—Espléndido. La verdad es que Ben y yo casi lo elegimos para nuestro hijo. Joey estuvo a punto de ser un Todd.

—¿De veras?

Faye asintió.

—¿Dónde vive su hija?

—En Long Island.

—¿Y el esposo trabaja en el centro?

—No… tiene un taller cerca de la casa. Fabrica ropa tejida para damas.

—¿Ropa tejida? Es un gran negocio, Joe. Si todas las mujeres del país fuesen como yo, su yerno sería millonario. Si es que ya no lo es, claro.

—Todavía le queda mucho camino por recorrer —admitió Biroc—. Pero aunque nunca se haga rico, eso no importaría. Es muy bueno con mi hija. Y eso es lo principal.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted.

Biroc sonrió y bebió un sorbo de café.

—Ah, casi se me olvidaba —exclamó Faye de pronto poniéndose de pie y dirigiéndose al dormitorio—. Le trajimos un regalito.

Biroc protestó y le advirtió que debía bajar a tomar su turno, pero en unos instantes Faye volvió a la habitación.

—Ben y yo no pudimos resistirnos… Usted ha sido tan increíblemente amable…

Le tendió un paquete y él se lo acercó a la oreja.

—No parece una bomba.

—¡Ábralo!

Biroc desenvolvió el paquete y se encontró con un pequeño estuche de madera. Levantó la tapa. Sacó del estuche una pipa tallada a mano y murmuró:

—No debieron molestarse.

—Sabemos cuánto le gustan las pipas, y nunca habíamos visto una tan bonita.

Biroc se llevó la pipa a la boca, movió la cabeza, y volvió a guardar la pipa en el estuche y abrazó a Faye.

—La pondré sobre el escritorio de recepción para tenerla siempre a la vista.

Momentos después, abandonó el departamento y Faye volvió sonriendo a la cocina para guardar las provisiones.

Era una suerte que le hubiera gustado el regalo.

Ben regresó a las seis. Se detuvo en el hall de entrada para hablar con Biroc; luego subió al piso veinte y golpeó a la puerta de Max Woodbridge.

Le abrió la puerta Grace Woodbridge, una cincuentona menuda, de pelo gris, incurablemente adicta a las blusas estampadas y las faldas largas. Llevaba en las manos un molde con un pan de maíz recién horneado.

—¡Ben! —gritó—. Max, es Ben.

Max Woodbridge se acercó a la puerta.

—Ben, muchacho, me alegro de verlo.

Ben sonrió.

—Sólo quería saludarlos y agradecerles por haber regado las plantas.

—No tiene nada que agradecernos —protestó Grace—. Fue un placer. Y además Faye ya nos lo agradeció. De modo que basta con eso. Vamos, pase. Siéntese. Sírvase un trozo de pan de maíz. Le gusta el pan de maíz, ¿verdad?

—Me encanta. Pero acabo de picar algo.

—Un pedacito.

—Tráigalo a casa de Sorrenson.

—Para eso lo hice.

Con una sonrisa, Max Woodbridge se pasó la mano por su rala cabellera y ajustó el cinturón de su bata.

—¿Seguro que no necesita nada?

—Seguro. Ya les dije que sólo vine a decir hola y gracias.

—Muy bien, si necesita algo ya sabe dónde encontrarnos.

—Por supuesto. Nos veremos donde Sorrenson. A las nueve. ¡En punto!

—El bueno de Sorrenson —dijo Woodbridge riendo—. Sí… ¡el bueno de Sorrenson!

Ben encontró a Faye dormida en el sofá, con los pies recogidos. Junto a ella había un vaso de vino medio vacío.

La tomó en sus brazos y la condujo al dormitorio, donde la depositó sobre la cama. Luego volvió al hall y sacó el crucifijo de su mochila. Pensándolo bien había decidido no desprenderse de él; abrió un cajón del escritorio y lo guardó bajo una pila de papeles.

Volvió al dormitorio, se quitó la camisa, la arrojó sobre el tocador, besó al bebé dormido en su cuna, se acostó junto a Faye y se quedó dormido.