El Comienzo

—¿Cómo estoy? —preguntó Ben Burdett, apartándose del espejo.

Faye Burdett, sentada en el sofá del camarote, se puso de pie.

—Ciérrate la chaqueta —repuso.

Ben se abrochó el botón del medio y permaneció de pie, erguido, los brazos caídos a los lados del cuerpo. Era alto, de tez morena y rostro agradable.

Faye le alisó las solapas del smoking, inspeccionó los pliegues de la camisa y le enderezó la corbata de lazo un poco ladeada a la derecha.

—Te ves espléndido, querido —dijo.

Lo besó y se acercó al tocador para arreglar un detalle de su propio atuendo, un traje de pantalón negro y gris con blusa de seda negra. A sus espaldas, Ben se examinaba en el espejo moviendo la cabeza con aire aprobatorio. Luego se volvió, e inclinándose sobre la cuna de su hijo de ocho meses, pasó los dedos orgullosamente sobre la pechera de su camisa de vestir.

—¿Qué tal Joey, te gusta?

Joey lo miró y golpeó las manos gozosamente contra el colchón. Ben lo besó y se sentó en el sofá dispuesto a esperar que Faye terminara de arreglarse. Bostezó, fatigado. Dos semanas de barco habían acabado por embotar sus sentidos. Estaba echando panza, tenía la piel despellejada por el sol y su expresión de ocio aburrido clamaba a gritos por un poco de actividad ciudadana. Todo lo cual no significaba que no hubiera disfrutado el crucero. Al contrario; lo había disfrutado… hasta el hartazgo. Claro que afortunadamente, atracarían en Nueva York a la mañana siguiente. Sólo le quedaba soportar el banquete de despedida —el padre McGuire les había dicho que él no asistiría— y todo habría terminado.

Faye hizo girar su silla y se volvió sonriente hacia Ben; los hoyuelos que lucía a ambos lados de la boca se ahondaron destacándose contra la piel bronceada. El traje le caía a la perfección. Era muy delgada, de piernas largas. Busto chato, pelo rubio y rizado. Y un rostro que sus admiradores consideraban bonito, armonioso y un tanto exótico.

—¿Qué hora tienes? —preguntó.

Ben levantó el puño de su camisa y apretó el botón del reloj digital.

—Las ocho menos diez.

Faye lanzó una mirada impaciente a la puerta de la cabina.

—La señorita Iverson llegará de un momento a otro.

—No seas tan optimista —aconsejó él.

Veinte minutos más tarde llegó la niñera, una mujer de treinta y cinco años empleada durante el día en la peluquería del barco. Se excusó por la media hora de demora aduciendo que el pedido había sido mal anotado. El banquete estaba anunciado para las nueve, de modo que ya se habrían perdido los mejores hors d’oeuvres y una o dos vueltas de cócteles.

El barco se mecía suavemente cuando ambos salieron de la sección de popa, corredor B, y subieron a la cubierta principal para dirigirse al salón de baile. La noche era más fría que todas las anteriores; claro que ya no estaban en el trópico. Oían el rítmico embate de la proa cortando las olas. El cielo estaba claro y una fresca brisa soplaba a babor. Salvo dos camareros y una solitaria gaviota gris que anunciaba la proximidad de tierra, todo estaba desierto.

Caminaron de prisa dejando atrás las tumbonas vacías y entraron al bar. Como había previsto Ben, ya quedaba muy poca cosa en el buffet. Por las puertas abiertas del salón podían ver las mesas del banquete que se llenaban rápidamente. El decorado era brillante y abigarrado, como si sólo faltasen algunas horas para Año Nuevo. Gallardetes y globos de colores pendían del cielo raso y una orquesta de diez músicos ocupaba el escenario.

Ben pasó de largo delante del buffet y urgió a Faye a seguirlo. Ella se había servido un bocadillo de caviar.

—Vamos. Podemos comer adentro.

—Muy bien, muy bien. —Se lamió los dedos y bebió rápidamente un sorbo de la copa de champagne que tenía en la mano.

Ben la tomó del brazo.

—Y después de comer nos pescaremos la borrachera del año. ¿De acuerdo?

Ella asintió con una sonrisa picara.

—Es la mejor propuesta que me han hecho en los últimos días.

Abrazados y riendo entraron al salón y desaparecieron en el mar de globos y gallardetes.

La comida terminó a las once y media. Mientras la mayoría de los pasajeros permanecía en el salón, Faye y Ben fueron a tomar una copa a un pequeño bar ubicado cerca de la proa.

Allí, junto a la barra, los aguardaba el Padre James McGuire bebiendo un vaso de vino.

—Hola, Padre —saludó Ben.

El sacerdote dejó su vaso sobre el mostrador y los abrazó.

—Lo extrañamos durante la cena —dijo Faye brindándole una cálida sonrisa y echándose hacia atrás una mecha rebelde. Le gustaba el Padre McGuire: la forma del mentón, los ojos azules, los clásicos rasgos irlandeses.

—Tendrán que disculparme —dijo el Padre McGuire mientras los conducía a una mesa—. No quería perderme el banquete, pero me di cuenta de que me sería imposible terminar el libro antes de desembarcar si no me aislaba.

—No tiene por qué disculparse —le aseguró Ben.

—Por supuesto —confirmó Faye tocando la mano del Padre McGuire—. Nos encanta que por lo menos haya podido venir a tomar un trago con nosotros.

Lentamente el bar empezaba a llenarse. Ben se acercó al mostrador y volvió con dos vasos de Amaretto.

—¿Cómo estuvo la comida? —preguntó McGuire arrellanándose en su silla.

—¡Excelente! —respondió Ben y procedió a describir el menú, aunque sin decirle que su ausencia había convertido el banquete en un hecho olvidable.

Ben tenía muy poco en común con los pasajeros de la mesa diecisiete, en su mayoría gente de pequeños pueblos del Medio Oeste. Había sido una gran suerte que al segundo día de navegación transfirieran al Padre McGuire a esa mesa, en reemplazo de una pareja de Billings, Montana. El sacerdote, profesor del Seminario Teológico Católico de Nueva York, resultó ser uno de los mejores conversadores que él y Faye hubieran conocido jamás. Y el hecho de que ambos fuesen escritores profesionales no afectó la relación, dado que el Padre McGuire escribía tratados teológicos en tanto que Ben se hallaba sumergido en su primer libro, una novela de tema político. Por otra parte, el trabajo de redactora publicitaria de Faye también era un terreno de interés común, ya que al Padre McGuire le preocupaban profundamente los medios de comunicación, sobre todo en lo concerniente a los temas religiosos.

—Pues la comida que me mandaron al camarote no era tan atractiva —dijo McGuire cuando Ben terminó su monólogo. Encendió un cigarro y ofreció otro a Ben—. En realidad, quizás haya sido una suerte. En lugar de perder un tiempo precioso en devorar manjares, casi no me moví de la máquina.

—Ha de saber, Padre —dijo Ben echando un brazo sobre los hombros de Faye—, que me hace sentir usted muy culpable.

—¿Cómo es eso? —preguntó McGuire.

—No he conseguido escribir una palabra, mientras que usted ha terminado un libro en dos semanas.

—Ben, lo suyo es obra de narración —sonrió el sacerdote—. Usted crea ideas, y eso es muy difícil. Yo no hago más que transcribir conclusiones a las que he llegado en años de estudio e introspección.

—Vamos, Padre, no sea tan modesto. —Ben agitó un índice admonitorio en el aire—. Su trabajo es importante, y sus alumnos sabrán apreciarlo. Yo sería el último en minimizar las dificultades y no permitiré que lo haga usted. En cuanto a «crear ideas»…, lo mío no es más que arena que se escurre entre los dedos.

Faye se inclinó hacia Ben y lo besó en la mejilla.

—Tu libro será un éxito, querido.

El Padre McGuire se mostró de acuerdo.

—Se lo he dicho muchas veces, Ben. Si todos los escritores hicieran lo que hago yo, el mundo de la literatura sería muy aburrido. El deseo de entretener es tan válido como el afán de enseñar. ¿Cómo juzgar quién presta un mayor servicio a la humanidad?

—Ustedes son muy amables —replicó Ben bebiendo con aire ausente un sorbo de Amaretto.

En ese momento llegaron al bar dos guitarristas y empezaron a tocar.

—Faye y yo —dijo Ben— queremos que sepa cuánto hemos disfrutado con su amistad, Padre. Y no le decimos esto sólo porque el crucero llegue a su fin y corresponda intercambiar gentilezas.

Incómodo, McGuire se tironeó el cuello blanco del clergy.

—Les aseguro que el sentimiento es mutuo. Debemos estarles agradecidos a la pareja de Montana que pidió cambio de mesa, ya que fue la partida de ellos la que nos permitió conocernos.

—¿Ellos pidieron que los cambiaran de mesa? —preguntó Faye encendiendo un cigarrillo.

—Eso tengo entendido. Uno de los camareros mencionó algo acerca de un incidente y un pedido. No estoy muy seguro.

Ben se encogió de hombros.

—Quizá sólo buscaban un cambio de escenario. —¿Debía decir algo?, se preguntó devorado de pronto por la curiosidad. Según el camarero de la noche, el cambio se había hecho a petición de McGuire, quien le preguntó si alguno de los pasajeros de la mesa diecisiete estaba dispuesto a aceptar. ¿Por qué, entonces, decía ahora otra cosa?

Los pensamientos de Ben se vieron interrumpidos por la charla y las risas de Faye, que se dirigió al mostrador en busca de otro Amaretto. A la una de la mañana ya había despachado tres más y Ben advirtió que estaba bastante mareada.

—¿Estás bien? —preguntó con un gesto de complicidad a McGuire.

Faye compuso una expresión juiciosa.

—Sí, por supuesto.

Ben miró su reloj. Antes de salir a comer habían convenido en no quedarse hasta muy tarde, ya que el barco atracaría a las siete de la mañana y debían estar listos para desembarcar a las ocho.

—¿Por qué no caminamos un poco por cubierta? —sugirió Ben.

—Cómo no —dijo McGuire y se puso de pie.

—Usted me gusta mucho, Padre McGuire —dijo Faye—. No soy católica practicante y nunca he sentido gran simpatía por los curas, pero usted es diferente.

—Agradezco sus palabras, Faye… pero recuerde que antes de ser cura fui un ser humano.

—¡Bien dicho! —exclamó Ben.

McGuire se mantuvo en su lugar, erguido.

—En la universidad hasta jugué al fútbol. Y no fui de los menos revoltosos.

Faye sonrió.

—Permítame decirle. Padre, que a los ojos de una mujer usted es un hombre muy apuesto y deseable.

McGuire rio.

—¡De veras! —insistió ella pasándose la lengua por los labios.

McGuire se ruborizó, lo mismo que Ben.

—¿Qué puedo decirle? —murmuró Ben sacudiendo la cabeza.

McGuire le respondió con una sonrisa nada sacerdotal.

—Vamos, Faye. —Ben parecía dirigirse a una niña malcriada—. Volvamos al camarote.

—Bueno, bueno.

Caminaron junto a la borda; Faye iba entre los dos hombres con paso vacilante. Al llegar al corredor B se detuvieron antes de separarse.

—Nos encontraremos por la mañana frente a la cubierta de la piscina —dijo el Padre McGuire.

—¿A las ocho? —preguntó Ben.

—Sí. —McGuire abrazó a Faye—. Que duerma bien. Y un beso para Joey.

—Se lo daré. Buenas noches, Padre.

—Buenas noches, Faye. —Le dio un apretón de manos a Ben—. Hasta mañana.

El Padre McGuire se volvió y a paso rápido se alejó por la cubierta. Caminaba a trancos largos, el torso muy erguido, transmitiendo una sensación de fuerza y seguridad. Sin duda había sido un atleta en su juventud. Y acaso aún lo fuera.

—Y ahora, jovencita —dijo Ben con una curiosa expresión en la cara—, usted se me va derechita a la cama.

Ella asintió entre hipos, moviéndose insegura, y juntos traspusieron la puerta que conducía a los camarotes.

Un sueño que terminó al comenzar se esfumó en el olvido cuando Ben abrió los ojos y echó una mirada al reloj. Las cuatro de la mañana. Cambió de posición, con la esperanza de volver a dormirse. Junto a él dormía Faye con la cabeza hundida en las almohadas y casi toda la manta enrollada alrededor de las piernas. Ben tiró de una punta para cubrirse y trató de arreglar la sábana de arriba. El barco se movía mucho más que unas horas antes. Frustrado en su intento de retomar el sueño, trató de relajarse. Pero no pudo. Oyó pasos en cubierta. Alguien caminaba silenciosamente. Casi se hubiera dicho que trataba de no ser oído. Eso lo inquietó. Pero qué diablos, pensó. ¡Olvídalo! Hay que dormir. Y ahora no le resultaría difícil. La modorra lo iba invadiendo.

De pronto sintió girar el picaporte.

Se incorporó.

Alguien trataba de entrar en el camarote.

Saltó de la cama, se echó encima la bata, abrió la puerta y salió al corredor.

No había nadie.

Subió a cubierta y respondiendo a una corazonada tomó hacia la proa bordeando la piscina para acortar camino. Al llegar al extremo opuesto alcanzó a distinguir la silueta de un hombre que desaparecía detrás del salón principal. Se lanzó en su persecución por la banda de estribor hasta que, exhausto y jadeante, las manos temblorosas, se detuvo junto a la borda y trató de pensar. Al cabo de unos minutos dio media vuelta decidido a regresar al camarote.

En la cubierta superior había un hombre contemplando el cielo.

¡Era el Padre McGuire!

Sobresaltado, Ben trepó por la escalera.

—¡Padre McGuire! —llamó.

El sacerdote se volvió lentamente.

—¡Ben! —exclamó sorprendido—. ¿Qué hace aquí a estas horas?

—Lo mismo podría preguntarle a usted.

—No podía dormir —replicó con voz calma McGuire—. El aire me hace bien. Di un paseo y estuve meditando.

—Entiendo.

McGuire tocó el brazo de Ben.

—Lo veo perturbado. Y jadeante.

—Sí, estuve corriendo.

—Ben… ¿ocurre algo?

Ben asintió; su expresión se hizo más tensa.

—Alguien trató de entrar en mi camarote.

McGuire pareció perplejo.

—Me desperté y oí girar el picaporte. Abrí la puerta, pero no vi a nadie. Subí a cubierta y alcancé a ver a alguien que huía. Corrí en su persecución… ¡Y lo encontré a usted!

—¿Y cree que el merodeador nocturno era yo?

Ben se quedó mirándolo. ¿De veras creía eso? No, claro que no. ¿Por qué diablos habría de hacer algo semejante el Padre McGuire? Eran amigos.

—No, Padre —dijo.

McGuire sonrió.

—Como usted verá, mi respiración es normal, Ben. Por lo visto, no estuve huyendo de ningún perseguidor.

—Lo siento, Padre —repuso Ben tras una breve vacilación.

—No se preocupe. Yo estaría tan inquieto y desconcertado como usted.

Apoyado en la borda, Ben fijó la mirada en las columnas de humo gemelas que como poderosos obeliscos negros se alzaban al cielo.

—Maldito sea —murmuró—. Alguien trató de entrar en mi camarote.

McGuire asintió; no podía contradecirlo.

—No sé qué buscaba, pero de todos modos no lo consiguió. —Ben posó la mano sobre el brazo del sacerdote—. Siento haberlo molestado, Padre.

—No es nada.

Ben volvió a la cubierta principal y se internó en el corredor B. Algo colgaba del picaporte de su cabina. Se acercó. ¡Era un crucifijo!

Lo tomó en la mano y lo examinó. Era un crucifijo grande, de metal oscuro y brillante. Y muy pesado.

¿Quién lo habría dejado allí? ¿Y con qué objeto?

Entró al camarote, dejó caer su bata en el sofá, echó una ojeada al bebé y se metió en la cama. Faye dormía profundamente.

Se enrolló la cadena del crucifijo alrededor de la mano y lo alzó hasta sus ojos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Tuvo una premonición. Nada concreto… pero algo.

Lo puso bajo su almohada y volviéndose de costado decidió olvidarlo hasta la mañana siguiente.

El Padre McGuire examinó cuidadosamente el crucifijo y riendo se lo devolvió a Ben.

—No se me ocurre por qué se lo habrán dejado, pero creo que no vale la pena perder tiempo en especulaciones. Olvídelo. Ahora es dueño de un hermoso crucifijo. Y ojalá lo ayude a ganar el favor de Dios. —Palmeó a Ben en la espalda—. En serio.

Ben miró con recelo al sacerdote y guardó el crucifijo en su mochila. En ese momento se aproximó un mozo para informarles que ya había descargado el equipaje del Padre McGuire.

—¿Se lo dijo a su mujer? —preguntó el sacerdote.

—Por supuesto. —Ben alzó la mano para saludar a Faye que había aparecido de pronto entre la multitud trayendo a Joey.

—Todo resuelto —dijo al llegar junto a ellos—. Los mozos ya se están ocupando del equipaje.

Con un gesto de asentimiento, Ben tomó en brazos al bebé y preguntó.

—¿Qué le parece, Padre? —Acercó la cara del niño a la suya—. Igualito a mí, ¿verdad?

La mirada de McGuire pasó de Ben a Faye y de esta a Joey.

—Los ojos —replicó—. En lo demás, como ya se lo he dicho, se parece a Faye. ¡Idéntico!

El bebé expresó su aprobación con una serie de gorgoritos. Riendo, Ben se lo devolvió a Faye, que lucía un elegante traje gris con blusa de seda blanca.

Dos mozos pasaron con una carretilla cargada de maletas.

—¿Puedo acercarlos? —preguntó el Padre McGuire cuando se dirigían a la salida—. El seminario mandó un auto.

—Gracias, Padre —dijo Ben—, pero uno de nuestros vecinos viene a buscarnos.

Ya en la calle, McGuire se limitó a reír cuando Faye le interrogó acerca del crucifijo y nuevamente le restó toda importancia.

—Me pone histérica —dijo Faye—. Quiero que Ben lo tire.

McGuire asintió con aire pensativo.

—Comprendo su reacción.

Faye miró a Ben, quien sonrió con aire defensivo.

—Muy bien, lo tiraré. O haré algo mejor: lo donaré a algún hospital católico.

El auto de McGuire se acercó a la acera. El chofer guardó el equipaje en el baúl y abrió la puerta trasera. McGuire concertaba un próximo encuentro con Ben y Faye. Abrazó a los dos y al pequeño Joey y dijo sonriendo:

—Los echaré de menos a los tres. No dejen de llamarme pronto.

—Lo haremos —le aseguró Ben.

McGuire subió al coche y los saludó por la ventanilla de atrás.

Ben y Faye respondieron sonrientes al saludo y enseguida se dirigieron a recoger su equipaje.