INTRODUCCIÓN
LA imposibilidad de definir el socialismo ha sido puesta de relieve con frecuencia y considerada a veces como un reproche. Pero ni en política ni en moral hay ninguna idea o sistema importante capaz de ser exactamente definido. ¿Quién puede definir satisfactoriamente lo que es la democracia, la libertad, la virtud, la felicidad, el Estado, el individualismo o el socialismo? Lo más que puede intentarse en casos como éstos, con alguna probabilidad de éxito, es descubrir algún núcleo central del significado, que esté, presente con adiciones distintas, en todos o en muchos de los diferentes usos de las palabras de que se trate, pero que, casi seguramente, nunca se encontrará solo, sin alguna adición. El descubrimiento de ese núcleo central no bastará para que comprendamos estas palabras; porque los significados añadidos forman parte no menos esencial de los significados adquiridos. Una palabra significa lo que es costumbre que signifique, o, para fines prácticos, por lo menos, lo que es o ha sido generalmente costumbre que signifique para personas cuyas expresiones debemos tener en cuenta. Sin embargo, si podemos encontrar un núcleo central al significado, estaremos en mejores condiciones para comprender sus diferentes usos, y en la búsqueda de este núcleo es un primer paso valioso averiguar cómo empezó a emplearse la palabra.
No se sabe quién empleó por primera vez los vocablos «socialismo» y «socialista». Hasta donde se sabe, aparecieron impresos por primera vez en italiano en 1803, pero con un sentido que no tiene relación con ninguno de sus significados posteriores. Después no se encuentran huellas de ellos hasta 1897, cuando la palabra «socialista» fue empleada en el owenista Co-operative Magazine para designar a los partidarios de las doctrinas cooperativas de Owen. La palabra socialisme apareció, que se sepa, por primera vez impresa en el periódico francés Le Globe en 1832. Este periódico estaba entonces dirigido por Pierre Leroux, que había hecho de él el órgano principal de los saint-simonianos; y la palabra socialisme fue empleada como caracterización de la doctrina saint-simoniana. La palabra se empicó con frecuencia por Leroux y Reynaud durante la década de 1830 en su Nouvelle Encyclopédie y en otros escritos, y pronto llegó a usarse en un sentido más amplio para incluir un número de grupos que aspiraban a alguna clase de orden social nuevo, basado en una concepción económica y social de los derechos humanos. Después, tanto «socialismo» como «socialista» fueron empleados muy a menudo en Francia y en la Gran Bretaña, y pronto pasaron a Alemania, a otros países europeos y, también, a los Estados Unidos. Es muy probable que se emplearan oralmente antes de que las escribieran: las más antiguas acepciones que se conocen no hacen pensar en que se creyese que fueran palabras recientemente acuñadas, aunque acaso lo eran. Eran términos convenientes y muy naturales para describir ciertas actitudes y proyectos de reorganización social para los cuales, hacia la tercera década del siglo XIX, se hizo necesario en el lenguaje corriente una etiqueta de amplia identificación.
Es bastante fácil ver, de un modo general, lo que querían dar a entender con ellas quienes las usaban como lemas clasificadores. Estaban formadas con la palabra «social», y se aplicaban lo mismo a las personas que defendían doctrinas a las que se creía apropiada tal designación, como a las doctrinas profesadas por ellas. En este sentido la palabra «social» contrastaba con la palabra «individual». «Socialistas» eran los que oponiéndose a que se subrayaran en forma predominante las exigencias del individuo, hacían resaltar el elemento social en las relaciones humanas y trataban de poner en primer lugar ese aspecto en el gran debate acerca de los derechos del hombre que desencadenó en el mundo la Revolución Francesa y también la revolución simultánea en el campo económico. Antes de que se llegara a usar la palabra «socialismo», los hombres habían hablado de «sistemas sociales», queriendo decir poco más o menos lo mismo. La palabra «socialistas» denotaba a quienes defendían alguno de los muchos «sistemas sociales» que luchaban entre sí y que coincidían en la hostilidad contra el orden individualista que prevalecía en lo económico, y contra el predominio concedido a las cuestiones políticas sobre las sociales y económicas en las opiniones y actitudes contemporáneas acerca de las relaciones humanas y de la ordenación justa de los asuntos públicos.
Los grupos a los que de este modo se llamó originalmente «socialistas» fueron principalmente tres, aunque hubo muchos grupos menores que representaban tendencias en gran parte similares. En Francia eran los saint-simonianos y los fourieristas, y en la Gran Bretaña los owenianos, que, en 1841, adoptaron oficialmente el nombre de socialistas. Saint-Simon, Fourier y Robert Owen coincidían, a pesar de sus muchas diferencias, en el punto de vista esencialmente social. Esto era verdad por lo menos en tres sentidos diferentes, aunque relacionados. En primer lugar, los tres consideraban la «cuestión social», con mucho, la más importante de todas, e insistían en que, por encima de todo, la tarea de los hombres de bien era promover la felicidad y el bienestar generales. En segundo término, los tres consideraban esta tarea completamente incompatible con la continuación de cualquier orden social que se basara en una lucha de competencia entre los hombres por obtener los medios de vida, o que la fomentase. En tercer lugar, los tres desconfiaban mucho de la «política» y de los políticos, y creían que la dirección futura de los asuntos sociales deberían ejercerla principalmente no los parlamentos o los ministros, sino «los productores», y que si el aspecto económico y el social de los asuntos humanos pudieran organizarse de manera adecuada, las formas tradicionales del gobierno y de la organización política serían pronto invalidadas, y un mundo nuevo de paz y colaboración internacional reemplazaría al antiguo de los conflictos dinásticos e imperialistas. Esta desconfianza hacia la «política» y esta creencia en que el orden «político» estaba destinado a ser reemplazado pronto por una dirección mejor de los asuntos humanos las compartían, desde luego, muchos pensadores de principios del siglo XIX que no eran socialistas en sentido estricto, como Victor Hugo, por ejemplo. El contraste entre la actitud «política» y la «social» ante los problemas de la humanidad penetra mucho del pensamiento del período que sigue a las guerras napoleónicas.
Dentro de esta coincidencia había diferencias considerables. Los fourieristas y los owenianos eran creadores de comunidades; se propusieron invalidar las sociedades antiguas y cubrir la tierra con una red de comunidades locales fundadas en una base verdaderamente social, y creían que estas nuevas fundaciones podían, sin violencia o revolución, reemplazar las estructuras existentes por el mero efecto de su superioridad para promover el bienestar de los hombres. Por otra parte, los saint-simonianos creían firmemente en las virtudes de una organización y una planificación científica en gran escala, y aspiraban a transformar los Estados nacionales en grandes corporaciones productoras dominadas por hombres de ciencia y de gran capacidad técnica y a enlazar estos Estados regenerados mediante grandes planes de desarrollo económico y social de amplitud mundial. Los owenianos y los fourieristas en su mayor parte evitaban la actividad política en el sentido corriente del término, mientras que los saint-simonianos tendían a apoderarse de los Estados y gobiernos y a transformarlos de manera conveniente a sus nuevos propósitos.
Asimismo, mientras los discípulos de Fourier pensaban sobre todo en un cultivo intensivo de la tierra y relegaban la industria y el comercio a posiciones inferiores, los owenianos se dieron cuenta de la importancia de la Revolución Industrial y pensaban en una nueva sociedad basada en un equilibrio de la agricultura y la industria, y los saint-simonianos fijaron principalmente la atención en grandes obras de ingeniería (apertura de canales, irrigación, construcción de caminos y ferrocarriles) y en la organización de los bancos y de las finanzas como instrumentos de planificación económica en gran escala.
Había, pues, grandes diferencias; pero el elemento común a las tres doctrinas bastaba, sin embargo, para darles en el lenguaje popular el mismo nombre. Las tres eran enemigas del individualismo, del sistema económico de la competencia y de la idea de que una ley económica natural por sí misma produciría el bien general, sólo con que los políticos se abstuviesen de seguir regulando los problemas económicos a la vez que reforzaban los derechos de propiedad. Las tres defendían, en contra del laissez-faire, la opinión de que los asuntos económicos y sociales necesitaban una organización colectiva de carácter positivo para fomentar el bienestar, y que esta organización habría de basarse, en cierto modo, en un principio de cooperación y no de competencia. En 1839, el economista Jérôme Blanqui, en su precursora History of Political Economy, los denominaba a todos «socialistas utópicos», nombre que había de quedar permanentemente unido a ellos por haberlo adoptado Marx y Engels en el Manifiesto comunista.
Así pues, socialismo, tal como la palabra se empleó primero, significaba ordenación colectiva de los asuntos humanos sobre una base de cooperación, con la felicidad y el bienestar de todos como fin, y haciendo resaltar no la «política», sino la producción y la distribución de la riqueza y la intensificación de los influjos «socializantes» en la educación de los ciudadanos a lo largo de toda su vida mediante formas cooperativas de conducta, en contra de las de competencia, y mediante actitudes y creencias sociales. De aquí se sigue que todos los «socialistas» estaban profundamente interesados en la educación, y consideraban una buena educación social como un fundamental «derecho del hombre».
Adviértase que en esta definición de las características comunes de la de la doctrina «socialista» primitiva no se habla para nada del proletariado o de una lucha de clases entre éste y la clase capitalista o patronal. No se hace referencia alguna a estos conceptos porque, salvo muy secundariamente, apenas tiene cabida entre las ideas de estas escuelas socialistas, aunque, por supuesto, fueran preponderantes en el movimiento de Babeuf, y pronto volverían a serlo en las luchas sociales de las décadas de 1830 y de 1840. Ni Saint-Simon, ni Fourier, ni Robert Owen pensaron para nada en una lucha de clases entre capitalistas y trabajadores como clases económicas rivales, ni creyeron que realizar sus proyectos implicaba una gran batalla entre el proletariado y la burguesía. Todos coincidían en que, tal como las cosas estaban, los trabajadores eran víctimas de una explotación; todos se presentaban como defensores de los derechos de la que Saint-Simon llamó «la classe la plus nombrense et la plus pauvre»; todos atacaron la indebida desigualdad de la propiedad y de los ingresos, y exigían la regulación y limitación de los derechos de propiedad. Pero más bien pensaban que los abusos del sistema de propiedad nacían de las exigencias excesivas de les oisifs —los ociosos— (otra expresión de Saint-Simon) y no de la explotación del obrero por su patrono, lo cual más tarde consideraron, en general, como una consecuencia secundaria del sistema de privilegios oligárquicos. Ni ha de olvidarse que «la clase más numerosa y más pobre» todavía la formaban, en todas las naciones, principalmente campesinos y no obreros industriales. Saint-Simon esperaba que les industriels, tanto los patronos como los obreros, se unieran en la lucha contra las antiguas clases privilegiadas y los Estados antiguos que mantenían el poder de que disfrutaban. Deseaba que los hombres fuesen retribuidos estrictamente de acuerdo con sus verdaderos servicios, doctrina de la cual sus partidarios sacaron la deducción lógica de que la herencia debía ser suprimida. Estaba completamente dispuesto a que les grands industriels obtuviesen grandes ingresos en pago de grandes servicios al público. Fourier deseaba limitar la participación de los capitalistas y de los gerentes a una proporción determinada del producto total, y también a establecer un impuesto progresivo sobre los ingresos debidos a la propiedad; pero no trataba de suprimir los derechos de propiedad o de imponer igualdad en los ingresos. Owen quería que el capital recibiese sólo un dividendo fijo o máximo, y que todas esas ganancias excedentes se dedicasen al desarrollo de los servicios sociales, en beneficio general. Y también creía que, con el tiempo, a medida que las instituciones de la nueva sociedad se desarrollasen, el deseo de ser más ricos que los demás desaparecería y que los dueños del capital renunciarían voluntariamente a su parte. Ni él ni Fourier, coincidiendo en esto con Saint-Simon, concebían sus planes como invocación a una lucha de masas entre la clase patronal y la obrera.
Así sucedió que Fourier, día tras día y año tras año, esperó en vano a que los capitalistas que estuviesen dispuestos a financiar las comunidades propuestas por él respondiesen a sus demandas; mientras Owen gastó su dinero y el de sus amigos en sus «aldeas cooperativas» y anduvo siempre en busca de hombres ricos capaces de comprender la belleza de sus ideas. Saint-Simon también soñaba en ricos que le ayudasen; y sus sucesores a veces los encontraron. En realidad, su discípulo más conocido, Enfantin, llegó a ser director de un ferrocarril, y otros saint-simonianos, como los hermanos Pereire, representaron papeles principales en el mundo financiero. El socialismo, en sus primeros tiempos, y tal como entonces se entendía esta palabra, desde luego no fue una doctrina de lucha de clases entre el capital y el trabajo.
La doctrina de la lucha de clases, sin embargo, no sólo existió mucho antes de que se emplease la palabra «socialista», sino que tuvo sus escuelas doctrinales propias y variantes de opinión, que fueron consideradas como distintas de las del «socialismo». Los principales exponentes de la lucha de clases en las décadas de 1820 y 1830 fueron aquellos que, en la extrema izquierda del radicalismo, volvían la vista atrás buscando inspiración en Gracchus Babeuf y en la Conspiración de los Iguales (Conspiration des Égaux) de 1796. Las palabras babouvisme y babouviste fueron de uso frecuente en Francia, especialmente después de la revolución de 1830; y la palabra prolétarien estaba especialmente asociada con la tradición babouviste. Los partidarios de Babeuf, como los owenianos, los fourieristas y los saint-simonianos, hacían resaltar la «cuestión social», y a veces se mezclaban estos grupos bajo el nombre general de «socialistas». Pero hasta mucho después de 1830 era más frecuente establecer una diferencia, sobre todo a causa de que, mientras los saint-simonianos y los fourieristas eran grupos organizados y reconocidos (como lo eran los owenianos en la Gran Bretaña), el babouvisme era una tendencia más bien que una secta, y sus exponentes se hallaban entre los miembros de sociedades y clubes democráticos y revolucionarios que públicamente no hadan profesión de él, como una doctrina, sino que lo consideraban más bien como una expresión importante de la izquierda jacobina y como un primer intento de llevar la revolución de 1789 hasta su última conclusión lógica.
«Comunismo» fue otra palabra que empezó a usarse en Francia durante la fermentación social que siguió a la revolución de 1830. No es posible decir exactamente cómo y cuándo surgió; pero la advertimos por primera vez en relación con alguna de las sociedades revolucionarias secretas de París durante la década del 30 y sabemos que se hizo de uso corriente hacia 1840 principalmente para designar las teorías de Étienne Cabet. Tal como la usaban los franceses, evocaba la idea de la commune, como la unidad básica, de la vecindad y el gobierno autónomo, e indicaba una forma de organización social basada en una federación de «cumunas libres». Pero al mismo tiempo sugería la noción de communauté, la de tener cosas en común y de propiedad común; bajo este aspecto fue desarrollada por Cabet y sus partidarios, mientras que el otro aspecto la relacionaba más bien con los clubes clandestinos de extrema izquierda y, a través de ellos, con los de revolucionarios exiliados, por medio de los cuales pasó a ser empleada en el nombre de la Liga Comunista de 1847 y en el del Manifiesto comunista de 1848. Parece ser que en la Gran Bretaña la palabra «comunista» se empleó por primera vez en 1840, importada de Francia por el oweniano John Goodwyn Barmby, en sus cartas de París publicadas en The New Moral World. La usaba sobre todo refiriéndose a los partidarios de Cabet, que habían sido muy influidos por el owenismo. En la década de 1840 se la empleó con frecuencia en relación con «socialismo», pero generalmente como distinta de éste, y con significación algo más militante. Fue deliberadamente elegida por el grupo para el cual Marx y Engels prepararon el Manifiesto comunista, porque implicaba más que la palabra «socialista» la idea de lucha revolucionaria y tenía al mismo tiempo una conexión más clara con la idea de propiedad y goce comunes. Era, según ha explicado Engels, menos «utópica»: se prestaba mejor a ser asociada con la idea de la lucha de clases y con la concepción materialista de la historia.
Hasta ahora, hemos hablado de palabras y de ideas y escuelas de pensamiento y acción a las que designaron cuando fueron empleadas por primera vez. Pero, por supuesto, muchas de las ideas habían existido mucho antes de que esas escuelas naciesen. No había nada nuevo en acentuar las exigencias de la sociedad en contra del individuo; tampoco en denunciar las desigualdades sociales o en acusar a los ricos de explotar a los pobres, ni en afirmar la necesidad de una educación de todos los ciudadanos en los principios de la moralidad social o en proponer la comunidad de bienes. Desde luego, tampoco había novedad en escribir utopías sociales, o en reclamar para todos los hombres tanto derechos económicos como civiles y políticos. Por consiguiente es muy natural que las palabras que se emplearon para designar a fourieristas, saint-simonianos, owenianos, icarianos (partidarios de Cabet) y las demás sectas de principios del siglo XIX se aplicasen antes de mucho tiempo a pensadores y proyectistas cuyas ideas, en cierto modo, parecían análogas a las de aquéllos. Las etiquetas de «socialista», «comunista» y más tarde «anarquista» vinieron a emplearse con referencia a toda clase de doctrinas periclitadas que daban especial importancia a la vida en común, a la propiedad colectiva, a Ja educación en la moralidad social o a la planificación social colectiva y al control del medio ambiente cuyos hábitos e instituciones moldeaban la vida humana.
En Francia, donde se originó gran parte de la teoría socialista, el pensamiento de los hombres se volvió naturalmente en primer lugar a todos los precursores inmediatos de Saint-Simon y de Fourier, a aquellos que, como los filósofos de la Ilustración del siglo XVIII, habían escrito, a menudo en forma de utopías, las críticas más mordaces de la sociedad coetánea. Hallaron anticipaciones de socialismo y de comunismo en las obras de Morelly (Códe de la Nature, 1755, alguna vez atribuido a Diderot), del abate Bonnot de Mably (Entretiens de Phocion sur les rapports de la moral avéc la politique, 1763, y otras obras), y, antes aún, en el Testament del cura Meslier (muerto hacia 1730), que entonces sólo se conocía en una versión incompleta publicada por Voltaire. Encontraron elementos de la doctrina socialista en el Discours sur l’origine de l’inégalité (1755) de Rousseau, con su apasionada denuncia de los peligros que nacen de la propiedad privada, e incluso en el estatismo del Contrato social (1762). Volvieron su atención a la defensa de Ja educación hecha por Condorcet considerándola como un derecho humano, y también a su profético Esquisse del progreso del espíritu humano.
Esta vuelta hacia el siglo XVIII necesariamente les llevó a mirar aún más atrás. Mably había construido conscientemente sobre la República de Platón; y él, Rousseau, y otros muchos habían vuelto a las explicaciones de Plutarco sobre la constitución de la antigua Esparta. A través de estos intermediarios, la genealogía de Socialismo y del Comunismo fue rastreada hasta el mundo clásico; mientras que otros redescubrían la Revuelta de los campesinos de 1381, u otras insurrecciones campesinas, o daban gran importancia al «Comunismo» de la iglesia cristiana primitiva y a los elementos comunistas en la vida monástica de la Edad Media. Por otra parte, otros buscaban el Socialismo en la Utopía (1516) de Moro, la Ciudad del Sol (1623) de Campanella y otros escritos del Renacimiento. En la Gran Bretaña, Robert Owen vio atraída su atención por Francis Place hacia el tratado de finales del siglo XVIII sobre Colledges of Industry, del cuáquero John Bellers, donde Owen encontró una anticipación de algunas de sus propias ideas acerca de los problemas de la pobreza y el desempleo; y no fue necesario un largo recorrido de Bellers a Peter Chamberlen, o a los grupos más radicales entre los puritanos de la Guerra Civil y de los períodos de Commomwealth —los Niveladores y Cultivadores—, aunque esta búsqueda no Fue muy desarrollada hasta mucho después[1]. Los Anabaptistas de Münster también fueron declarados, por amigos y enemigos, contribuyentes a la genealogía de las doctrinas socialistas y comunistas.
En este volumen, no me propongo tratar de la historia de estas anticipaciones, reales o imaginarias, de los movimientos socialistas y comunistas del siglo XIX. Las hago a un lado, no porque no tengan importancia, sino porque caen fuera del tema que en este momento me dispongo a tratar. De todos modos, me propongo remontarme a una fecha anterior en unos cuarenta años a la época en que los términos «socialismo» y «socialista» se hicieron de uso corriente, porque la historia de los movimientos del período anterior a las guerras napoleónicas no puede entenderse del todo sin considerar la gran Revolución Francesa y los cambios políticos, económicos y sociales causados por ella. Es ya un lugar común decir que desde 1789 en adelante Europa sufrió tres clases de cambios revolucionarios: el político y social, simbolizado por los acontecimientos de Francia y su repercusión en otros países; el industrial, señalado por la introducción de la máquina de vapor y la aplicación difundida de técnicas científicas a la fabricación y a la ingeniería civil y mecánica, y el agrario, que aplicó grandes cambios en los métodos de cultivo de la tierra, en la crianza del ganado y en el carácter de la vida rural. Claro que estas tres revoluciones enlazadas no empezaron todas en 1789. La revolución industrial y la agraria no pueden ser referidas a un solo año o a un solo acontecimiento: la máquina de vapor, tal como Watt la dejó, fue el resultado de una larga serie de inventos y mejoras, y la nueva agricultura se desarrolló gradualmente, sin Ningún acontecimiento que señale su comienzo. Sólo de la revolución política puede decirse en qué año determinado empezó; y su contenido social se había ido preparando mucho antes de que la caída de la Bastilla proclamase al mundo el final del antiguo régimen.
Por consiguiente, 1789 no es ni puede ser un punto de partida exacto; pero en general servirá bastante bien para mi propósito, porque en este libro me ocupo sobre todo de ideas y sólo secundariamente de acontecimientos y movimientos. En el terreno de las ideas, 1789 es la línea divisoria, porque los hombres lo creyeron así, y en su mente, desde entonces, dieron a sus ideas y proyectos una forma diferente, como adelantados que se adentran por un nuevo mundo en formación.