SISMONDI
EN el Manifiesto comunista, Marx y Engels dicen de Sismondi que es el jefe de la escuela del «socialismo pequeño-burgués», y añaden que lo era «no sólo en Francia sino también en Inglaterra». Sismondi fue en realidad uno de los primeros escritores que atacaron directamente las doctrinas de los economistas clásicos, no antes de los primeros escritos de Owen, pero sí bastante antes de que los «antiricardianos» ingleses lanzasen sus ataques a mediados de la década de 1820. Los Nuevos principios de economía política de Sismondi aparecieron por primera vez en 1819, durante el período de trastornos económicos que siguió al final de las guerras napoleónicas. Sus doctrinas económicas, que al principio fueron las de un partidario de Adam Smith, fueron profundamente afectadas por la crisis, muy extendida, de falta de trabajo de los años posteriores a 1815, cuando observó los efectos de ésta tanto en Francia como en Inglaterra.
Jean-Charles-Léonard-Simonde de Sismondi (1773-1842) era suizo ginebrino de origen francés. Su familia emigró a Inglaterra en 1793, pero al año siguiente se traslado a Toscana, y regresó a Ginebra en 1800. De este modo vio, siendo joven, algo de la situación en que se hallaban Inglaterra e Italia, y también llegó a conocer bien Francia. Sus obras sobre Economía son sólo una pequeña parte de su inmensa producción. Además de su conocida Historia de las repúblicas italianas, que en su versión más extensa tiene dieciséis volúmenes, escribió una Historia de los franceses de treinta y un volúmenes y una Historia de la literatura del Sur de Europa en cuatro volúmenes. Sus obras económicas y sociales, además de sus Nuevos principios, incluyen un libio importante sobre la Agricultura de Toscana (1802), su tratado económico Riqueza (1803) y una colección de Estudios sobre las ciencias sociales (1836-8) en tres volúmenes. Con Madame Stael, gran amiga suya, fue un precursor de la crítica literaria moderna, basada en un punto de vista en gran parte sociológico. En historia fue también un precursor, especialmente al estuchar la evolución de la burguesía en las repúblicas italianas después de la Edad Media. Aquí, sin embargo, nos ocupamos de él sólo en su relación con el desarrollo del pensamiento socialista, sobre el cual ejerció un influjo muy considerable, aunque nunca fue un socialista en ninguno de los sentidos modernos de la palabra.
Sismondi volvió a visitar Inglaterra en 1818-19, después de una ausencia de veinticuatro años, y se quedó asombrado por lo que vio tanto en los distritos industriales como en el país en general. Sus Nuevos principios fueron el resultado inmediato de esta experiencia. Su obra anterior sobre teorías económicas, La riqueza, había sido sobre todo una interpretación de la Riqueza de las naciones de Adam Smith, acentuando la doctrina del laissez-faire y una arraigada hostilidad contra el monopolio. En sus Nuevos principios continuó defendiendo la libertad del comercio internacional y oponiéndose vigorosamente a toda forma de monopolio, incluyendo el sistema de latifundios. Pero había llegado a la conclusión de que la iniciativa capitalista ilimitada, lejos de producir los resultados que de ella habían esperado Adam Smith y su intérprete francés Jean-Baptiste Say, conduciría a la falta de trabajo y a la miseria. Por esto defendió la intervención del Estado para garantizar al trabajador un salario suficiente y un mínimo de seguridad social.
Cuando Sismondi volvió a visitar Inglaterra en 1818, se acababan de publicar los Principios de economía política de Ricardo; y se sostenía que este libro había logrado fundar la economía como ciencia exacta, basándose en leyes naturales inflexibles, que sería desastroso tratar de alterar. Sismondi atacó esta opinión con toda su energía. Negó que el fin que postulaban los economistas: el máximo posible de producción acumulada, coincidiese necesariamente con el fin al cual debe dirigirse toda actividad económica y social: la mayor felicidad posible del pueblo. Una cantidad menor de productos, mejor distribuida, podría causar mayor felicidad y bienestar. Por consiguiente, al Estado le correspondía, en lugar de abandonar la distribución de la riqueza a la fluctuación del mercado, implantar leyes que regulasen esta distribución con arreglo al interés general. Esto, por supuesto, suponía aceptar algún criterio para decidir cuál es la mejor distribución de la riqueza y de los ingresos; y a Sismondi no le cabía duda de que debía preferirse una amplia difusión de la propiedad de los medios de producción entre quienes fuesen capaces de emplearlos personalmente para un buen fin. Su estudio de las condiciones agrícolas de Francia, Suiza e Italia había arraigado en él la creencia en las virtudes de las granjas de propiedad familiar, con la seguridad para el labrador de que los beneficios por mejoras los recibiría su familia y no el propietario no agricultor. Mostró gran admiración por el éxito con que los aldeanos franceses habían mejorado el cultivo y aumentado el valor duradero de producción de sus propiedades, cuando se les dio la posesión de la tierra y se les liberó de las exacciones feudales gracias a la revolución; y también habló con elogio de lo conseguido por los pequeños agricultores aldeanos de Suiza y de algunas partes de Italia cuando habían podido trabajar bajo condiciones razonables de libertad. Admiraba, hasta cierto punto, el sistema de arriendo de la tierra llamado en francés sistema métayer, con arreglo al cual los productos de la tierra se repartían en proporciones determinadas entre el cultivador y el terrateniente, al cual le correspondía principalmente proporcionar el capital; pero elogiaba estos sistemas más bien por contraste con el sistema feudal, como el de Francia antes de la Revolución, más bien que en sentido absoluto. A quien defendía de una manera absoluta era al pequeño agricultor, capaz de labrar la tierra con arreglo a sus propias ideas y de recoger con seguridad los beneficios de su trabajo e inteligencia.
La defensa que Sismondi hacía de la agricultura de los aldeanos estaba estrechamente relacionada con sus opiniones acerca de la población. Como a muchos de sus contemporáneos, Malthus le había asustado, y en algún caso llegó a proponer leyes que limitasen los nacimientos entre quienes no pudiesen probar que podían sostener a una familia. Pero consideraba el aumento irregular de la población, no como una ley de la naturaleza, sino como una consecuencia de condiciones económicas malas y no naturales. Sostenía enérgicamente que, siempre que a los aldeanos se les había asegurado la propiedad de la tierra y habían podido disfrutar de sus productos, era un hecho comprobado por la historia que se habían mostrado capaces de mantener a su familia, en los límites que la tierra podía soportar un nivel satisfactorio de vida en relación con el estado de los conocimientos agrícolas. La tendencia hacia un aumento rápido indebido de la población se manifestaba, decía, sólo cuando el equilibrio natural de una economía aldeana libre estaba perturbado por un desarrollo irregular de la industria. Criticó duramente la ley inglesa de beneficencia («Poor Law») bajo el sistema Speenhamland porque conducía al crecimiento desproporcionado de la población (de acuerdo por consiguiente con Malthus), pero los remedios que propuso descansaban en la reforma agraria y la reglamentación pública del desarrollo industrial.
Marx llamó a Sismondi el «socialista pequeño-burgués» y le acusaba de tener opiniones reaccionarias, precisamente porque quería que el Estado regulase las condiciones económicas en beneficio del productor en pequeña escala. Respecto a las ciudades, Sismondi quería una situación correspondiente a la que deseaba para el campo, es decir, quería el tipo de ciudades y de industrias que sirviesen para las necesidades de una población compuesta principalmente de aldeanos prósperos que cultivaran tierras de propiedad familiar. Pensaba que, tan pronto como se alterase este equilibrio natural, aparecería la tendencia hacia la superproducción industrial, y llevaría a crisis periódicas, cuando los mercados llegasen a estar abarrotados con productos industriales no necesarios, que no necesitaban los aldeanos, y que los obreros de las ciudades no podrían comprar, porque sus salarios bajarían a causa de la competencia para obtener trabajo. Negaba completamente lo que entre los economistas es conocido por «ley de Say», la pretendida ley económica de que todo acto de producción crea el poder de compra necesario para que el producto salga del mercado. Decía que se podía demostrar la falsedad de esto en relación con el aumento constante de productos en el nuevo sistema industrial: si fuese verdad ¿por qué se producen las crisis periódicas de sobreproducción?
Así pues, Sismondi fue el primero en formular claramente, aunque Owen y otros la habían ya formulado en parte, la teoría del sub-consumo que había de tener tanta importancia en el pensamiento socialista. Marx, aunque atacó a Sismondi, indudablemente tomó mucho de esta parte de su doctrina. Según Sismondi, la cantidad del poder adquisitivo disponible para comprar los productos industriales, dependía de la cantidad de capital circulante empleado para contratar trabajo, o, en otros términos, de la cantidad del «fondo de salarios». El descenso de los salarios al nivel de mera subsistencia, que fue admitido como un hecho por los economistas clásicos, necesariamente reducía la demanda de la producción industrial en grande de las nuevas fábricas, y al mismo tiempo aumentaba los fondos de capital empleado en máquinas, y de este modo aumentaba la existencia de los artículos fabricados. Consecuencia de esto, sostenía Sismondi (y Marx lo repitió más tarde) era que el sistema sólo podía ser mantenido liquidando en repetidas crisis una gran parte del capital empleado con exceso en la industria a gran escala; y estas crisis aumentaban la miseria del pueblo.
La defensa que Sismondi hizo de la agricultura rural incluye un ataque al sistema de cultivo mediante arrendamiento bajo condiciones que no aseguren al aldeano la posesión garantizada de la tierra y de las mejoras tanto para sus herederos como durante toda su vida. También se declaró en contra del derecho de progenitura fundándose en que éste conduce a gastar poco capital en la mejora de la tierra, porque el mayor estimulo para mejorar el cultivo es dividir la propiedad. Creyendo que la tierra con un cultivo más intensivo produciría muchísimo más, sostenía que era posible dividir mucho la propiedad entre los hijos, cada uno de los cuales podría, consiguiendo pequeñas parcelas, producir lo suficiente para un nivel satisfactorio de vida. Esta opinión, por supuesto, descansaba en su creencia de que los obstáculos naturales para el desarrollo de la población en la economía prevista por él impedirían que la división de la propiedad marchase más de prisa que la mejora de los métodos agrícolas.
En política Sismondi no era un radical. En sus Estudios acerca de las constituciones de los pueblos libres (1836), se declara contrario al sufragio universal y a una democracia completa, basándose en que ni la clase trabajadora ni la clase media inferior estaban preparadas para ello. Defendía los derechos de las minorías, especialmente de los elementos intelectuales de la sociedad y de la clase media culta de las ciudades. Pensaba que estos dos grupos eran los más ilustrados y progresivos y también los mantenedores necesarios de las tradiciones nacionales. Su origen y su experiencia ginebrinos aparecen claramente en esta parte de su doctrina.
Esta exposición de la actitud de Sismondi demostrará que nunca fue «socialista», salvo en el sentido en que esta palabra puede aplicarse, como con frecuencia lo fue, a todo el que diese capital importancia a «la cuestión social», y que se pusiese del lado de los obreros en su demanda de que el Estado aceptase la responsabilidad de promover su bienestar. Fue llamado socialista sólo porque fue un defensor de la legislación social, sentía gran simpatía por los trabajadores y creía en la posibilidad de asegurarles un salario suficiente y condiciones razonables de seguridad social y porque era enemigo decidido del capitalismo industrial, como lo vio desarrollarse sobre todo en Inglaterra. No era anticapitalista: tenía gran consideración por la burguesía comercial, acerca de cuyo desarrollo escribió mucho bueno en su Historia de las Repúblicas Italianas. El capitalismo a que se oponía era el nuevo industrialismo basado en las máquinas movidas por fuerza motriz y en el sistema de las fábricas, con su tendencia irresistible a multiplicar las necesidades y los productos inferiores, a eliminar al artesano independiente y a los patronos dueños de pequeños talleres, y a crear un proletariado urbano sin conocimientos técnicos ni moralidad, y a suprimir, con las condiciones naturales de la vida de familia, todo lo viejo que reduce el aumento ilimitado de la población. También se dio cuenta, antes de Marx, de la tendencia inherente a este tipo de capitalismo de buscar continuamente nuevos mercados extranjeros, a fin de hallar salida a los productos sobrantes de una industria en gran escala, y a la vez de las consecuencias de esta tendencia a las rivalidades y disputas internacionales. Su ideal era una población estable de aldeanos que trabajasen la tierra con cultivos intensivos, sirviendo a un número suficiente de artesanos y comerciantes urbanos y siendo servidos por ellos, y gobernada políticamente por una clase culta de comerciantes, administradores e intelectuales burgueses que identificase su propio interés con el de los pobres y tratase de mantener un orden económico que a la vez fuese técnicamente progresivo dentro de sus límites y estuviese de acuerdo con las tradiciones nacionales y con las exigencias de la felicidad humana.