Capítulo VII

CABET Y LOS COMUNISTAS ICARIANOS

UN hombre menos importante que Saint-Simon y que Fourier, incluso que Pierre Leroux, debe mencionarse en este momento en una historia de las ideas socialistas. Si en el Paris de fines de la década de 1830 o de la década de 1840 alguien hubiese hablado de los comunistas, lo probable es que estuviese refiriéndose a los partidarios de Étienne Cabet (1788-1856). Los icarianos, como se les llamó después de haber publicado Cabet en 1840 su Voyage en lcarie, era una tercera «escuela» de socialistas utópicos, que hacían su propaganda como rivales de los saint-simonianos y de los fourieristas y de una manera mucho más decisiva que estos dos partidos, proclamando un evangelio de socialización completa.

Cabet, como otros jefes de utopistas, entre ellos Bazard, Chevalier y Buchez, había hecho su aprendizaje en favor de la causa popular como miembro de la famosa liga secreta de los carbonari o Charbonnerie. La historia de los «carbonarios» como organizadores de conspiraciones y de movimientos clandestinos de resistencia en Italia y en Francia, desde su origen en el Franco-Condado antes de 1789 y su renacimiento en el reino de Nápoles hacia 1806, no pertenece a la historia del socialismo. Los «carbonarios» no tenían una teoría o política clara o consistente, aparte de la oposición revolucionaria, tanto en sus manifestaciones italianas como en las francesas. Les unía únicamente su hostilidad, primero hada Napoleón y los gobernantes satélites suyos, y después hacia la restauración legitimista y la Santa Alianza, que trató de dominar en Europa después de 1815. Su importancia para el socialismo estriba sólo en que proporcionaron un entrenamiento a los revolucionarios, algunos de los cuales, después de su fracaso en la década de 1820, ingresaron en alguno de los grupos socialistas, y en que sus métodos para organizar conspiraciones proporcionaron un modelo a muchas de las sociedades secretas que nacieron en Francia antes y después de la revolución de 1830.

Cabet por su formación era abogado. Tomó parte en la revolución de 1830, y fue nombrado procureur-général de Córcega, bajo las órdenes del gobierno. Pronto fue destituido dé este puesto a causa de sus ataques radicales contra la política de la monarquía «burguesa». En 1831 fue elegido miembro de la cámara de diputados, y fundó un periódico, Le Populaire, que hizo un llamamiento especial a las clases trabajadoras. Le Populaire fue pronto suprimido por sus vehementes ataques al gobierno; y Cabet pasó a continuación algunos años en Inglaterra, como exilado, donde recibió el influjo de las ideas de Owen durante el gran levantamiento de los sindicatos obreros de 1833-4. Volvió a París, no sólo como un «socialista» convencido, sino convertido a las ideas más extremas del ala izquierda de los radicales ingleses, y un creyente decidido en la socialización completa de los medios de producción y en una forma de vida completamente «comunista». Le influyeron mucho los elementos comunistas de la Utopía de Tomás Moro, y empezó a elaborar su nueva doctrina en un amplio sistema, dándole la forma de una novela utópica. Con sus partidarios continuó predicando este sistema durante la década de 1840; y Cabet, como otros, tuvo la idea de ensayar su utopía en el territorio, aún poco poblado, de la República Norteamericana. En 1848 un grupo de sus partidarios partió de Francia para fundar «Icaria» en Texas, siguiendo el modelo expuesto por Cabet en su novela. Partió al año siguiente con otro grupo de discípulos; e Icaria fue establecida, no en Texas, sino en el antiguo centro mormón de Nauvoo, en Illinois. Pero la Icaria de Illinois nunca fue más que una pálida sombra de la ciudad imaginada por Cabet. Había pensado en un millón de habitantes, y su colonia nunca pasó de 1500. Tuvo que empezar no a base de la comunidad completa concebida por Cabet, sino con un arreglo intermedio que combinaba la propiedad individual y un elemento considerable de vida en común y de disciplina colectiva, y resultó mucho más duradera que la mayor parte de las otras colonias de utopistas fundadas durante el mismo período. Cabet mismo salió de ella, por desacuerdos acerca de la política a seguir, precisamente en el año en que murió; pero la colonia se prolongó algún tiempo más. La colonia que le sucedió, la Nueva Icaria, no desapareció hasta 1895.

Étienne Cabet no era un pensador original. Casi todas sus ideas las tomó de otras utopías, incluyendo las utopías «comunistas» de la Francia del siglo XVIII, como la de Mably, y la de Tomás Moro. Su importancia estriba en el intento de establecer, o al menos de contribuir al establecimiento, de una sociedad completamente comunista, en la cual la dirección suprema de todas las actividades principales habría de estar en manos del Estado. En su Icaria fantástica, a diferencia de la Icaria real, que fue una transacción, no habría absolutamente ninguna propiedad privada. Todos los ciudadanos serían estrictamente iguales, y darían su trabajo a la comunidad en las mismas condiciones. Se insistía en la uniformidad del traje, como una garantía contra pretensiones de superioridad. Habría una igualdad casi completa de sexos, salvo que Cabet deseaba conservar la institución de la familia como unidad básica de su sociedad, con el padre como jefe. Todos los funcionarios y magistrados serían elegidos popularmente y sujetos en todo tiempo a revocación por voto popular. Los instrumentos de producción serían empleados colectivamente y habría un amplio sistema de servicios públicos sociales. La comunidad trazaría cada año un plan detallado de producción basado en el cálculo de sus necesidades, y delegaría en grupos organizados de ciudadanos las diferentes participaciones en la ejecución de la tarea común, poniendo a disposición de estos grupos el equipo necesario y los materiales requeridos. Los productos se depositarían en almacenes públicos, de los cuales cada ciudadano retiraría con libertad lo que necesitase. Cabet no pensaba, como Fourier, que su comunidad sería esencialmente agrícola; era partidario del desarrollo industrial, aunque daba por supuesto que una gran parte de sus ciudadanos se ocuparían en cultivar la tierra con maquinaria y conocimientos técnicos modernos.

Para los icarianos la política, en el sentido corriente de la palabra, no tenía gran importancia. Su asamblea de delegados tendría que hacer poco más que asignar las tareas correspondientes a cada grupo funcional descentralizado encargados de las distintas Tamas de producción y servicio colectivo. Habría pocos periódicos, y éstos se limitarían a informar sobre hechos, y no serían órganos de opinión, porque el objetivo de Cabet era establecer una sociedad en la cual no habría conflictos de partido o disensiones acerca de actividades públicas. Creía firmemente que no había más que una manera de hacer bien las cosas, y que cuando esta manera se descubriese no habría por qué discutir. De acuerdo con esto, prescindía de la libertad de discusión, era partidario de establecer una censura estricta de las noticias y controversias, y confiaba en que, al inculcar la doctrina en las masas, quedaría asegurada la buena marcha de la sociedad icariana.

¿Cómo habría de nacer la sociedad icariana? Cabet, en sus primeros escritos, anteriores a su emigración, no concebía la transición como resultado únicamente de] esfuerzo voluntario. Quería preparar el terreno persuadiendo al Estado para que impusiese fuertes impuestos progresivos sobre el capital y la herencia y para emplear lo así obtenido y los ahorros realizados al abolir el ejército, en establecer comunidades icarianas. Al mismo tiempo, esperaba ir acabando con la producción capitalista mediante la acción del Estado al fijar y elevar los salarios mínimos, de tal modo que fuese impasible obtener ya beneficio con la explotación privada del trabajo. Como un paso hacia su utopía, defendía la acción del Estado para asegurar casas mejores y más baratas, educación general y trabajo para todos.

Así pues, Cabet tenía ideas sociales radicales avanzadas; pero, después de su convivencia con los Carbonari, dejó de ser un partidario de la revolución en cualquier sentido que implicase violencia. En realidad reaccionó hacia el extremo opuesto. Escribió: «Si yo tuviese una revolución en la mano, mantendría esa mano cerrada, incluso si eso significase para mí la muerte en el exilio». La nueva sociedad, insistía, tiene que producirse mediante el razonamiento y la convicción, no por la fuerza. Este pacifismo le condujo, después que sus esperanzas en Francia fracasaron, a su intento de establecer su comunidad en América del Norte sin la ayuda del Estado. Pero él no era, como Fourier, partidario de la acción voluntaria privada: quería la ayuda del Estado, sí podía obtenerla sin violencia, y buscando este fin fue un decidido defensor de la democracia como medio.

Como tantos otros utopistas, Cabet creía en Dios, y consideraba que una cristiandad regenerada era necesaria para la realización de sus sueños. Su libro Le Vrai Christianisme (1846) es un llamamiento para que las iglesias siguiesen el ejemplo de Jesucristo y que practicasen el «comunismo» de los cristianos, en sus primeros tiempos, al establecerse como iglesia de los pobres. En esta parte de su doctrina hay algo de Saint-Simon, pero aún más de Lamennais, cuyas Paroles d’un croyant (1834) es indudable que influyeron en él. Sin embargo, los influjos más profundos en su doctrina social fueron los de Tomás Moro y Robert Owen, el Owen de los años posteriores a 1832, cuando los dirigentes de la «Grand National Consolidated» (Gran alianza nacional de sindicatos obreros) anunciaban el próximo advenimiento del «Nuevo mundo moral», que se realizaría, no mediante una revolución violenta, sino negándose toda la clase obrera a continuar trabajando en las antiguas condiciones, y uniéndose todos los oficios para establecer un nuevo sistema de producción y distribución cooperativa bajo su control colectivo. El comunismo de Cabet se acercó mucho más que el de Owen a una comunidad completa de vida: unió el milenarismo de Owen con aspiraciones comunistas tomadas de los cristianos primitivos, del radicalismo social de la Edad Media y del catolicismo del Renacimiento.