Capítulo V

LOS SAINT-SIMONIANOS

SAINT-SIMON dejó a sus discípulos su Nuevo Cristianismo como su testamento. Al final de su vida tenía una confianza suprema en su misión para guiar a la humanidad hacia una era nueva industrial pacífica y de asociación internacional; y en las últimas líneas de este libro habla inequívocamente de sí mismo como de un inspirado, como si Dios hablase por su boca. Éste fue el aspecto de su mensaje que en seguida fue recogido por el grupo de sus discípulos, reforzados por otros recién venidos, y que en los años siguientes llegaron a tener una celebridad o notoriedad que el «Maestro» nunca había conseguido. El saint-simonismo apareció en el mundo como una religión y halló un jefe dispuesto a elevarlo hasta el límite de la fantasía religiosa, conservando al mismo tiempo, al lado de las mayores extravagancias, el núcleo de fe en la misión civilizadora de la industria científica, que era lo que más atraía a los ingenieros, sabios y autores de proyectos universales que estaban influidos por ella.

Saint-Simon mismo había elegido como sucesor principal suyo a Olinde Rodríguez, que fue su amigo íntimo, y que le había ayudado económicamente en sus últimos años. Pero Rodríguez no era un hombre enérgico, y dejó de ejercer con su asentimiento la dirección, y al poco tiempo pasó a manos del joven ingeniero Barthélemy-Prosper Enfantin (1796-1864). Bajo el influjo «magnético» de Enfantin, el pequeño grupo de saint-simonianos pronto empezó a constituirse como una jerarquía eclesiástica. Pero antes de ésta empezaron las conferencias y reuniones en las que trataron de exponer y sistematizar las ideas del «Maestro». Bajo la dirección de Saint-Amand Bazard (1791-1832), que antes había sido un radical relacionado con los carbonarios, el grupo publicó una exposición sistemática titulada La doctrina saint-simoniana (1826-8). Esta obra —basada en series de conferencias, en las cuales habían expuesto las enseñanzas del «Maestro»— contiene un desarrollo considerable de las ideas económicas de Saint-Simon hacia una especie de socialismo de estado, y defiende decididamente la abolición de la herencia de la propiedad, considerada incompatible con el principio de que cada hombre debe ser retribuido únicamente con arreglo a su capacidad para servir a la sociedad. Esto estaba enteramente de acuerdo con la opinión de Saint-Simon, pero él nunca se había dado cuenta completa de sus consecuencias. Si la riqueza no podía ser heredada con la muerte, las fortunas pasarían a la sociedad, es decir, en realidad, al estado, el cual de este modo llegaría a ser la única fuente de capital. Pero los saint-simonianos no querían decir con esto que el gobierno político debía encargarse de dirigir la industria. Querían un Banco Central, dirigido por «los grandes industriales», con bancos especializados que dependieran de él y que facilitarían capital a quienes estuviesen más capacitados para emplearlo productivamente. Saint-Simon ya había sostenido que la forma adecuada de la industria en la nueva sociedad sería la asociación o compañía, bajo la dirección técnica especializada; y los saint-simonianos aconsejaban ahora la organización de la industria en grandes compañías, que estarían financiadas por los bancos, y que serían las que ejecutarían los planes económicos trazados por un consejo compuesto de los jefes técnicos industriales y la gerencia. Insistían, repitiendo otra vez lo dicho por Saint-Simon, que estos planes tendrían que proporcionar trabajo a todos (creo que Saint-Simon fue el progenitor de la idea de «trabajar para todos») y tendrían que estar orientados conforme a los intereses de la clase trabajadora («la más numerosa y la más pobre»). En sus reuniones desarrollaron grandes proyectos de obras públicas, incluyendo no sólo la construcción de los canales de Suez y de Panamá (una antigua idea del Maestro) sino también cubrir el mundo entero con una red de ferrocarriles como medio para unir a la raza humana bajo la dirección de los hombres de ciencia. (Fueron en realidad, los precursores del «Punto Cuarto» del presidente Truman. Nada era demasiado grandioso para incluirlo en sus proyectos).

Esta primera exposición completa del saint-simonismo fue principalmente obra de Bazard, que fue sin duda el teórico más importante del movimiento durante los años que siguieron a la muerte del Maestro. Los elementos propiamente socialistas del saint-simonismo fueron debidos principalmente al influjo de Bazard y más tarde al de Pierre Leroux. Si Enfantin no hubiese quitado la dirección a Bazard, el movimiento saint-simoniano probablemente habría seguido una dirección muy distinta y mucho más sensata, y acaso hubiese influido mucho más directamente en la clase obrera.

Sin embargo, todo esto era sólo un aspecto de «la doctrina»; y muy pronto los saint-simonianos, bajo el influjo de Enfantin, pasaron a una fase nueva y singular. En la exposición que hicieron de «la doctrina saint-simoniana», desde el principio hasta el fin hay un tono apócrifo. En ella se habla de Saint-Simon como si no hubiese sido sólo un hombre, ni sólo un filósofo, sino un inspirado intérprete de la voz de Dios, casi Dios mismo. El saint-simonismo fue presentado no sólo como una filosofía o una ciencia de las ciencias sino también como una nueva religión destinada a realizar la misión que la Iglesia católica había desempeñado en la Edad Media, uniendo al mundo mediante un nuevo principio espiritual, el del trabajo como deber y función de cada hombre. A base de esto los saint-simonianos procedieron a organizarse en una iglesia, con una jerarquía, no de Papa y Cardenales, sino de «Padre» y «Apóstoles», sacerdotes y fieles, con liturgia, himnos y ceremonial nuevo. El puesto de jefe supremo de la iglesia, ya al principio, por falta de acuerdo, tuvo que ser compartido por Enfantin y Bazard, las dos figuras principales; pero la dirección efectiva pronto quedó en manos de Enfantin. Los «Padres» y los «Apóstoles» vivieron en comunidad a la manera de los primeros cristianos. Su lenguaje se hizo cada vez más misteriosamente apocalíptico. Pronto descubrió Enfantin, de acuerdo con el principio que habían proclamado de la igualdad de los sexos (añadido por ellos a las doctrinas del Maestro), que la, nueva iglesia necesitaba de una «Madre» tanto como de un «Padre» para simbolizar la unión de la inteligencia y el sentimiento, o del espíritu y la carne, que estaba implícita en las últimas enseñanzas de Saint-Simon. Sostenían que era parte de su misión ir más allá del odio cristiano contra la carne, hacia una exaltación de ella como complemento necesario del espíritu. Enfantin, exaltado, proclamaba que la «Madre» en el momento oportuno se revelaría para unirse simbólicamente al «Padre». Pero había dos «Padres» y uno de ellos estaba casado y Mme. Bazard era miembro activo de la iglesia saint-simoniana, aunque se creía que difícilmente podría ser candidata adecuada para el trono vacante. Se produjo un cisma, dirigido por el matrimonio Bazard, y Enfantin quedó como «Padre» único, venerado ya casi como divino. Bajo su dirección, los principales miembros varones de la iglesia se retiraron a su casa de Ménilmontant para vivir juntos, sin criados y en celibato hasta que la «Madre» se presentase y les dijese lo que habrían de hacer después. Se retiraron del mundo, empleando el tiempo en compilar una obra extraordinaria, Le Livre nouveau (el libro nuevo); pero esperando la llegada de la «Madre» antes de formular su doctrina o de decidir cómo habían de aplicarla. Mientras tanto las autoridades habían chocado con ellos. Habían sido acusados de muchas enormidades, basándose en sus escritos y sermones: de atacar la propiedad (la herencia), de defender el amor libre (rechazaban el matrimonio cristiano y algunos de ellos eran partidarios de uniones que terminasen a voluntad) y de ser conspiradores políticos inclinados a derrocar el gobierno. Enfantin fue enviado a la cárcel por un año, mientras que sus partidarios continuaron esperando la señal. Pero ninguna «Madre» apareció; y más tarde, después de haber habido más disidencias se agotaron los fondos y «la familia» tuvo que dispersarse desde Ménilmontant. Enfantin, al ser enviado a la cárcel, renunció a su dirección apostólica; volvió a ejercerla al ser puesto en libertad. Pero al cerrarse Ménilmontant, sin «Madre», cuyos consejos viniesen a unirse a los suyos, se sintió perdido. Parecía como si la religión saint-simoniana hubiese llegado a su fin, pero no fue así. El episodio siguiente fue una vuelta a los antiguos proyectos de unir el mundo mediante grandes obras públicas (canales, ferrocarriles) y todo lo que pudiese poner a toda la humanidad en relación más estrecha, contribuyendo así a desarrollar su unidad espiritual. Después de que, buscando inútilmente a la «Madre», habían llegado hasta Turquía, como entrada al Oriente misterioso, cuyo matrimonio con el Occidente había de estar simbolizado por la unión del «Padre» y «la Madre», Enfantin llevó a los fieles que quedaban a Egipto, con el propósito de unir la mitad occidental y la oriental del mundo abriendo un canal al través del istmo de Suez, como Saint-Simon había propuesto mucho antes. Sin embargo, el gobierno egipcio pronto perdió interés en el proyecto del canal, y empleó las energías de los saint-simonianos en la construcción de una presa en el Nilo. Ésta empezó a construirse; pero otra vez, al poco tiempo, el gobierno cambió de opinión, y de nuevo quedaron suspendidos los trabajos. Unos pocos quedaron en Egipto encargados de varias obras públicas; porque, como hemos visto, muchos de los saint-simonianos eran ingenieros procedentes de «l’Ecole Polytecnique». Los demás regresaron a Francia, donde Enfantin, durante algún tiempo, languideció en una inactividad irritante hasta que en 1839 le nombraron, mediante la influencia de sus amigos, uno de los comisarios del gobierno en el desarrollo de Argelia, que entonces trataban de conquistar totalmente los franceses. Permaneció allí dos años, con poco poder, y, al regresar en 1841, presentó un informe, en el cual instaba a la unión de franceses y árabes para desarrollar el país mediante un sistema de colonias colectivas de agricultura como primer paso de la unión del Oriente con el Occidente, haciendo penetrar en el Oriente la técnica y la cultura francesas. De regreso en Francia, donde todavía le quedaban algunos fieles discípulos, volvió a trabajar en el proyecto del canal de Suez, formando una compañía para fomentarlo, con el único resultado de que prescindiese de él De Lesseps, que había estado asociado con los saint-simonianos durante la estancia de éstos en Egipto; pero que no quiso tenerlos como socios, cuando se dio cuenta de que le era más fácil obtener la concesión sin su ayuda. Derrotado en esto, Enfantin dirigió su atención a otro de los antiguos proyectos saint-simonianos. Con la ayuda de financieros que habían estado influidos por el saint-simonismo en las primeras fases de éste consiguió llegar a ser impulsor de la unión de compañías de ferrocarriles que creó la línea París-Lyons-Mediterráneo, y fue durante el resto de su vida una de las figuras principales. Sin embargo, no abandonó su doctrina. Las esperanzas de los saint-simonianos crecieron otra vez durante las revoluciones de 1848, para quedar nuevamente reducidas a la nada; después Enfantin y su grupo pretendieron en vano en favor de Napoleón III. Pero para entonces la secta casi había muerto, sus miembros se habían dispersado, y la mayor parte ya no se interesaba por ella. Algunos, como Michel Chevalier, que negoció el tratado Cobden de 1860, ocuparon altos puestos; los hermanos Pereire llegaron a ser grandes banqueros industriales, y Enfantin, como hemos visto, a dirigir ferrocarriles. Sin embargo, sólo era Enfantin el que se ocupaba todavía de la doctrina. En 1858 publicó la Science de l’ho-mme, una exposición nueva de las ideas de Saint-Simon, y en 1861 La Vie éternelle, un ensayo todavía exaltado para dar a conocer la religión saint-simoniana. Murió en 1864. Indudablemente Enfantin era una persona notable. Tenía una capacidad asombrosa para inspirar afecto y veneración, y para que la gente oyese con respecto sus puros disparates. Era completamente sincero; creía en la religión saint-simoniana, en que era un inspirado de Dios, y en la llegada de la «Mujer», que con él había de salvar el mundo. Creía que el proyecto del canal de Suez, y los otros grandiosos planes que él y sus colegas habían trazado, eran expresión esencial de la nueva religión del trabajo, la cual habría de desterrar a los ociosos y mejorar la suerte de los pobres acabando con toda explotación y con todo antagonismo de clases. Es indudable que estaba trastornado y enterró las fecundas ideas de Saint-Simon bajó la broza que amontonó sobre ellas. Saint-Simon quedó olvidado, mientras los franceses, y sin duda una gran parte del mundo occidental, observaban las rarezas de los saint-simonianos, a quienes calificaron de chiflados, o los denunciaron como enemigos de la moral y la sociedad. Y, sin embargo, su visión del futuro del capitalismo fue asombrosamente acertada en muchos puntos. Inter alia, fueron los primeros en ver y aprobar lo que ahora se llama la «revolución de la empresa».

Sería una gran equivocación suponer que los saint-simonianos, durante los años en que Enfantin los dirigió, no hicieron más que cosas absurdas. Por el contrario, al lado de sus extravagancias religiosas, hicieron una activa propaganda en todo el campo de la política y economía contemporáneas. Así sucedió sobre todo durante los primeros años que siguieron a la Revolución Francesa de 1830, una revolución de que ellos hablaban despectivamente porque había dejado intacta la defectuosa estructura social que había encontrado. Atacaron constantemente a los partidos que apoyaban la monarquía burguesa de Luis Felipe, y también a quienes se oponían a ella en nombre de la legitimidad o en representación de las exigencias de la Iglesia católica. Atacaron a los economistas que sostenían el principio del Laisser-faire, con la misma energía con que denunciaban al partido del orden. A su alrededor veían por todas partes «impotencia» y «anarquía», como resultados naturales de una incapacidad para comprender las transformaciones que se estaban produciendo en los cimientos mismos de la sociedad, o la necesidad de que la autoridad pasase de los políticos y de los militares a los industriales, que eran los únicos que podían dirigir el desarrollo de las fuerzas económicas.

Desde 1830 en adelante, el puesto principal en las campañas periodísticas de los saint-simonianos fue ocupado por Pierre Leroux, director del antiguo periódico liberal Le Glóbe, y que se había convertido recientemente al saint-simonismo. Los saint-simonianos compraron Le Glóbe, designaron a Michel Chevalier y a otros miembros de su grupo para que colaborasen con Leroux e hiciesen del periódico un defensor de sus opiniones menos esotéricas. Leroux mismo había sido atraído por el Nuevo Cristianismo de Saint-Simon y también por los aspectos más seculares de la doctrina del Maestro, pero no cayó en los excesos y absurdos de Enfantin y de su círculo inmediato. Con Chevalier, aplicó las ideas esenciales del saint-simonismo a la crítica diaria de la política francesa después de haber subido al trono Luis Felipe, de tal modo que presentaron un programa coherente, si bien no del todo satisfactorio.

Los saint-simonianos, tal como los presentaba Le Globe, aparecían como defensores de un sistema completo de tecnocracia. Manifestaron un profundo desprecio por la complicación de democracia parlamentaria, y por el procedimiento de contar cabezas como manera de elegir un gobierno. El guía verdaderamente competente, el hombre enterado y que es capaz de dirigir el proceso de la producción no espera, decían, a ser elegido por la multitud ignorante; se elige a sí mismo por el hecho manifiesto de su capacidad superior. Los saint-simonianos no explicaron completamente cómo estos hombres habían de ocupar el poder que les correspondía por derecho; así sucedería cuando la nación, cansada de políticos incompetentes y de ociosos explotadores, se volviese instintivamente a las únicas personas que sabían cómo acabar con el desorden. Los saint-simonianos desdeñaban los gritos de «libertad» tanto como la democracia de urnas electorales. «La libertad», exclamaban, no es más que la anarquía con título artificioso; lo que la sociedad necesitaba no era libertad, sino orden. Esto era, por supuesto, lo que también decían muchos reaccionarios; pero los saint-simonianos se apresuraron a explicar que el «orden» que ellos defendían no era el mismo que podía conseguirse disparando metralla o mediante la institución de una «policía de estado». Su «orden» era el orden pacífico de una organización industrial, científica y económica, un orden que, una vez establecido, no necesitaría ningún poder militar o policíaco para asegurar su marcha.

Sin embargo, insistieron, al menos Chevalier, en que el orden necesario en la sociedad no podía asegurarse sin la centralización del poder. Cuando fueron acusados de trazar planes para un dirección burocrática centralizada, acogieron bien la mitad de la censura, porque ¿no era la centralización indispensable en una planificación económica cabal y para asegurar que, después de acabar con la herencia, el estado podría designar para el empleo del capital a los más capaces, con el objeto de utilizarlo en beneficio de todos? Le Globe exaltaba el proyecto de acabar con el poder de los ociosos mediante la abolición del derecho a la herencia de la propiedad. Atacaba, por infundada, la idea de que la propiedad era un acicate necesario para el esfuerzo productivo. ¿No tiene mucho más cariño el labrador arrendatario a la tierra que cultiva que el dueño de ella, que no hace más que cobrar renta? Los jefes de industria ¿no trabajarían con mucha más energía si la permanencia en sus puestos dependiera de los buenos resultados que obtuviesen del capital que se les confía? ¿Y en tales condiciones, no podrían estos jefes industriales ofrecer toda clase de estímulos a los obreros bajo sus órdenes a fin de que diesen el rendimiento máximo? Nunca fue muy claro cómo concebían los saint-simonianos cuál había de ser en la práctica la organización de las empresas industriales establecidas conforme a su sistema; pero evidentemente pensaban en equipos de técnicos que darían empleo a obreros, y éstos participarían en las ganancias de las distintas empresas, y pensaban también en el nombramiento y dirección superior de estos técnicos por alguna especie de autoridad planificadora que actuaría en nombre del gobierno, y que se formaría con industriales (técnicos de alto rango, banqueros, administradores de industria y expertos en economía) y no con políticos. Estos últimos, en el caso de que sobreviviesen, tendrían que hacer lo que les dijesen los jefes industriales.

Después de los problemas de organización política y económica, los asuntos en que más se interesaba Le Globe eran la política internacional, la religión y la familia. En cuestiones de política internacional los saint-simonianos eran de una actividad agresiva. No les cabía duda de que era misión de Francia y de los franceses dirigir al mundo entero hacia el nuevo orden, en el cual el gobierno ejercido por los políticos sería sustituido por una administración económica; y a pesar de su hostilidad hacia los jefes militares y su clamor continuo en favor de la paz entre las naciones, en 1830 se declararon en pro de la anexión de Bélgica, pues de este modo podía unirse a Francia para la gran cruzada. Desdeñaban a Alemania, que consideraban como un país entregado a la anarquía en todos los terrenos. Admiraban la preeminencia industrial de la Gran Bretaña; pero despreciaban sus instituciones políticas y su devoción por el laisser-faire, que consideraban como causa principal de los grandes sufrimientos de la clase obrera inglesa. Esperaban que Francia extendiese su influjo civilizador por el Norte de África y después por todo el Oriente tan necesitado de regeneración. La falta de valor en los problemas internacionales era una de las censuras principales que Le Globe dirigía contra el gobierno de Luis Felipe.

Respecto a la cuestión religiosa Leroux afirmaba constantemente que la nueva sociedad había de estar organizada sobre una base cristiana. Pero su concepción de la cristiandad era, por supuesto, la del Nuevo Cristianismo de Saint-Simon más bien que la de la Iglesia católica. Respecto a la familia, Le Globe se ocupaba de refutar la censura, hecha con frecuencia contra los saint-simonianos, de que querían acabar con ella, o, en todo caso, que se proponían minar sus cimientos al abolir la herencia de la propiedad. El grupo que rodeaba a Enfantin es verdad que había atacado repetidamente a la institución del matrimonio, tal como entonces existía, y había expuesto ideas acerca de un contrato de matrimonio que podía terminar por la voluntad de cualquiera de las partes. Pero esto no era una doctrina corriente en la escuela; ni formaba parte del sistema expuesto por Le Globe. Leroux puso gran interés en negar que la abolición de la herencia contribuiría a la disolución de la familia. Preguntaba si era la familia una institución reservada para los que podían trasmitir propiedad a sus hijos. ¿No es verdad que la familia es tan numerosa entre las clases pobres como entre las acomodadas o aún más?

Le Globe no vivió mucho tiempo: sólo dos años; pero Leroux, menos estrechamente relacionado con la escuela oficial saint-simoniana a medida que ésta se fue disolviendo, continuó, en otros periódicos y en varios libros, predicando su versión del evangelio saint-simoniano. Quiso especialmente que se realizase el proyecto de Saint-Simon de una «Nueva Enciclopedia» que serviría de medio para unificar el saber en el cual tendrían sus cimientos intelectuales la nueva era. Con Jean Reynaud fundó la Encyclopédie Nouvelle; y cooperó con George Sand en la Revue Indépendante. Con estas publicaciones introdujo por primera vez la palabra «socialista» como de uso corriente en Francia, y en 1833 en su Revue Encyclopédique (precursora de su Encyclopédie Nouvelle) escribió un artículo titulado De l’individualisme et du socialisme en el cual apareció impreso el primer intento conocido de definir el «Socialismo». Parece que también se debe a Leroux la primera concepción del socialismo «funcional». «La función» principal, decía, es el trabajo útil; la organización de la sociedad debe basarse en este principio funcional. En una comunidad debidamente organizada, todos los hombres deben ser funcionarios; no debe haber una clase especial de servidores del estado a los cuales únicamente se aplique este nombre. Su otras obras principales son De l’egalité (1838), De l’humanité (1840) y D’une religion nationale (1846). Murió en 1871.

¿Eran los saint-simonianos socialistas? Bajo el influjo de Bazard se inclinaron mucho hacia esta dirección; pero al ser desplazado y al encargarse Enfantin de la dirección, otros aspectos de la doctrina atrajeron principalmente la atención de la escuela. No obstante, el elemento socialista no desapareció; pero fue una especie de socialismo que exaltaba la autoridad, y que se parecía mucho a lo que ha venido a llamarse en nuestros días «revolución de la empresa». Por consiguiente la contestación no puede ser sólo en un sentido. Del lado afirmativo tenemos: a) la exaltación del trabajo y de los derechos de los productores; b) su oposición a la ociosidad y a toda riqueza heredada y no merecida; c) su insistencia en la necesidad de una planificación económica central, en una économie dirigée como dicen los franceses; d) su defensa de la igualdad de los sexos; y e) su insistencia en que el principio director de toda acción social ha de ser la mejora «de la clase más numerosa y más pobre». Del lado negativo; a) su desprecio por la capacidad política de la inmensa mayoría, es decir, por la democracia; b) su reconocimiento de los grandes industriales y banqueros como guías naturales de los trabajadores y c) su buena disposición a trabajar al través de cualquier gobierno monárquico, imperialista, burgués, cualquiera que sea porque la forma del gobierno político les parece de muy poca importancia al lado de la organización de los asuntos económicos. Acaso deba añadirse su falta de escrúpulo acerca de la imposición de ideas del Occidente, sobre todo de Francia en pueblos que repudiaban por no civilizados. Por último, hemos de tener en cuenta su totalitarismo y su insistencia en una sociedad, en la cual se ha inculcado como verdad la suya, y también emplear su sistema de enseñanza, y todo otro medio disponible como arma para esa propaganda.

Aparte las actividades directas de la «escuela», el influjo intelectual de los saint-simonianos fue indudablemente muy extenso. En Alemania ejercieron una influencia considerable, aunque allí tuvieron pocos partidarios, y es indiscutible que Marx aprendió mucho de ellos. En Francia misma influyeron mucho en el desarrollo del pensamiento socialista, sobre todo a través de los numerosos disidentes que salieron de sus filas para ingresar en varios grupos socialistas. Philippe-Benjamin-Joseph Buchez (1796-1865), otro saint-simoniano, que pronto se apartó de ellos, presidió la asamblea constituyente de 1830, y defendió con Louis Blanc el desarrollo de la producción cooperativa ayudada por capital del Estado. Auguste Comte desarrolló su «Filosofía Positiva», que durante algún tiempo ejerció un influjo enorme y tuvo repercusiones considerables en Inglaterra y en todo el Continente. En efecto, la contribución de Saint-Simon al pensamiento socialista no fue ni un movimiento socialista determinado ni una teoría socialista precisa, sino la concepción de una economía planificada, organizada para dar «trabajo a todos» y para difundir la capacidad de compra; una insistencia en que las retribuciones deben corresponder a los servicios prestados, y que, por consiguiente, toda herencia de la propiedad es incompatible con una sociedad industrial; el reconocimiento de la prioridad de las fuerzas económicas respecto a las políticas y la idea de un desarrollo histórico de la sociedad pasando de una fase política a otra «industrial». Con esta última contribuyó a sugerir una concepción materialista de la historia, tal como la formulada más tarde por Marx, aunque él no la compartiese. Saint-Simon concebía el desarrollo histórico como tecnológico, pero no como materialista. Según él, los inventores y no las «fuerzas de la producción» eran las fuerzas básicas que actuaban en el mundo. Saint-Simon y sus partidarios fueron llamados con frecuencia «los industriales», y la verdad es que a él le debemos la introducción de la palabra «industrial» en la terminología moderna para definir las nuevas condiciones debidas a lo que más tarde se llamó la revolución industrial.