Capítulo IV

SAINT-SIMON

DESPUÉS de la obra de Paine y de Godwin y de estallar el primer movimiento comunista moderno bajo la dirección de Gracchus Babeuf, los siguientes desarrollos de importancia de la teoría del socialismo se produjeron en Francia bajo el gobierno de Napoleón. Después de haber sido dominada la «Conspiración de los iguales», durante algún tiempo no fue posible ningún movimiento práctico basado sobre todo en un llamamiento a las clases obreras, y ninguno de los dos hombres que en general se consideran como fundadores del socialismo moderno hicieron intento alguno para iniciar un movimiento así o tal vez concebido como una llamada a un partido en el que predominarían los proletarios y obreros. Estos dos hombres, Claude-Henry de Rouvroy, Conde de Saint-Simon (1760-1825), y François-Marie-Charles Fourier (1772-1837) comparten con Robert Owen la denominación general de «socialistas utópicos» la cual, como hemos visto, también se ha extendido a algunos teóricos del siglo XVIII. Eran, sin embargo, esencialmente teóricos del período que siguió a la Revolución Francesa, a la cual consideraban, sobre todo Saint-Simon, como momento capital en el desarrollo histórico, que exigía plantear de una manera nueva todo el problema de la organización social. Es muy posible que se objete que ni Fourier ni Saint-Simon, como tampoco Godwin ni Paine, pueden propiamente llamarse «socialistas» en el sentido en que en general se emplea ahora esta palabra: Fourier, porque su doctrina se basa más bien en la asociación voluntaria que en la acción del estado, y fue más bien un precursor del cooperativismo que de las ideas socialistas modernas, y Saint-Simon porque, aunque exigía con gran fuerza una sociedad colectivamente planificada, nunca pensó que el socialismo implicase una lucha de clases entre patronos, capitalistas y obreros, sino que más bien consideraba estas dos clases, que reunía bajo el nombre de los industriales, por tener un interés común en contra de los ociosos, la clase rica, ociosa, representada en primer lugar por la nobleza y los militares.

Sin embargo, es completamente imposible prescindir de Fourier o de Saint-Simon al historiar el desarrollo socialista, porque, fuesen o no socialistas, es indudable que los dos inspiraron muchas ideas socialistas posteriores.

Empecemos con el más antiguo de los dos, con Saint-Simon. Importa poner en claro desde el principio que hay una gran diferencia entre Saint-Simon y los saint-simonianos, y la «escuela» fundada por Enfantin, Bazard y Rodríguez después de la muerte de Saint-Simon, y también, como veremos, entre algunos de los saint-simonianos, como, por ejemplo, entre Bazard y Enfantine y Pierre Leroux. La fase más «socialista» del saint-simonismo fue la que siguió inmediatamente a la muerte del maestro, y parece que se debió sobre todo al influjo de Bazard y Leroux. Bajo el influjo extraordinario de Enfantine el saint-simonismo, durante cierto tiempo, llegó a ser una religión mesiánica más bien que un credo político, y este elemento persistió hasta el fin, aunque más tarde la parte económica de la doctrina recobró su primera importancia. Respecto a lo que sigue a continuación téngase en cuenta que hablo sólo de Saint-Simon mismo, y no de lo que después de su muerte vino a ser su doctrina en manos de sus discípulos.

Heri de Rouvroy, Conde de Saint-Simon, de la misma familia que el famoso duque, y que se consideraba a sí mismo descendiente directo de Cario Magno, empezó su carrera siendo un aristócrata amante de la libertad. Luchó al lado de los norteamericanos en su revolución, y, después, volviendo a Francia, dejó el ejército teniendo grado de coronel y emprendió lo que había de ser la obra de su vida. Ya en este momento estaba muy impresionado por lo necesario que es para el hombre aumentar su poder sobre su medio ambiente. Mientras estaba aún en América propuso al emperador Maximiliano de México un proyecto para comunicar los dos océanos mediante un canal, un tipo de proyecto que después de su muerte había de interesar mucho a sus partidarios. De regreso en Europa emprendió una serie elaborada de estudios y viajes, y estando en España, propuso la construcción de un canal de Madrid al mar. Cuando estaba dedicado a los estudios que se había propuesto dominar, estalló la Revolución Francesa. Su única participación fue hacer una fortuna especulando en la bolsa, a fin de disponer de dinero para llevar a cabo las experiencias que había proyectado. Había llegado a la conclusión de que, a fin de comprender el mundo adecuadamente, necesitaría pasar por las experiencias personales más diversas, permaneciendo mientras tanto como observador de la marcha de los acontecimientos públicos, hasta que estuviese preparado para influir en ellos. Estaba ya convencido no sólo de que tenía que realizar una misión, sino también de que estaba destinado a ser uno de los hombres más grandes y a variar el curso de la humanidad, tanto como lo había hecho Sócrates o cualquier otro filósofo de los que influyeron en el mundo. Creía que la raza humana estaba a punto de sufrir un nuevo y gran cambio en su evolución, el más grande desde el advenimiento de la cristiandad, del cual Sócrates fue el heraldo cuando proclamó la unidad de Dios, la del universo y la subordinación de éste a un principio universal. Pero todavía no estaba seguro de cuál era su misión, y se dedicó a descubrirla mediante el estudio de los hombres y de las cosas, sobre todo de las ciencias y de la marcha de los acontecimientos después de la revolución. Su tarea, según él la formuló, consistía en descubrir un principio capaz de unificar todas las ciencias, proporcionando de esta manera a la humanidad un conocimiento claro de su futuro, de tal modo que los hombres pudieran proyectar su propia marcha colectiva de acuerdo con el orden conocido de la ley universal. Su espíritu estaba dominado en este momento por la idea de unidad, que entonces la concebía sobre todo como unidad del conocimiento, una síntesis y ampliación necesarias en el gran avance que desde Bacon y Descartes se había hecho en las ramas especializadas y crecientes de las ciencias naturales y en la comprensión del hombre mismo. En esta fase debe mucho a D’Alembert y a Condorcet, de los cuales derivó su creencia en el empleo de la ciencia aplicada como base de la organización social y su concepción del desarrollo histórico, basándolo en los progresos del conocimiento humano.

Saint-Simon, cuando empezó a escribir, tenía 42 años, y Napoleón dominaba ya en Francia. Sus primeros escritos (Lettres d’un habitant de Genève, 1802; Introduction aux travaux scientifiques du 19e siècle, 1807-8; Esquisse d’une nouvelle encyclopedie, 1810; Memoire sur la science de l’homme, 1813; Memoire sur la gravitation universelle, 1813) son todos desarrollos de sus ideas acerca de la nueva era de la ciencia. Hace un llamamiento a los sabios de toda clase para que se unan en torno a una concepción nueva y más amplia de los problemas humanos, a fin de crear una «ciencia de la humanidad» y para emplear la inteligencia de todos en el aumento del bienestar humano. Su concepto de la «ciencia» ya se había ampliado partiendo del de las «ciencias» tal como se entendía corrientemente, para abarcar todo el campo del saber. Tiene que haber una ciencia de la moral que trate de los fines, del mismo modo que una ciencia natural útil que trate de los medios, es decir, del dominio del hombre sobre su ambiente. Además, gradualmente las bellas artes, y así como las artes aplicadas, llegaron a ocupar en su pensamiento un lugar al lado de las otras dos ramas del árbol del saber. Creía que se necesitaba un saber universal, expresado en tres grandes formas; las artes, las ciencias de la naturaleza y la ciencia de la moral. Era necesario unir las tres y sistematizarlas en una nueva enciclopedia, que fuese expresión del espíritu de la nueva era frente a la de D’Alembert y Diderot, y también se necesitaba materializarlas en instituciones, en grandes academias de artistas, sabios naturalistas y sabios morales y sociales. La forma que habían de tomar estas academias variaba de vez en cuando en los escritos de Saint-Simon, pero la idea esencial persistió sin alteración. Acudió a Napoleón, que ya había formado una academia de ciencias naturales, para crear una completa y nueva estructura. Estaba destinada, si no a reemplazar al gobierno completamente, a llegar a ser el verdadero poder directivo de la nueva sociedad.

Detrás de estos proyectos se halla la Filosofía universal de la Historia, que Saint-Simon fue elaborando poco a poco. Miraba con espíritu crítico los resultados de la gran Revolución Francesa, que consideraba como la realización necesaria de una gran obra de destrucción de las instituciones anticuadas, pero que no había logrado nada constructivo por falta de un principio unificador. La historia humana, según la veía, pasaba por épocas alternativas de construcción y de crítica o de destrucción. En todas las etapas la humanidad necesitaba una estructura social que correspondiese a los avances realizados por la ilustración (les lumières); e instituciones adecuadas y beneficiosas en un estado del desarrollo humano se volvían perjudiciales cuando estaba cumplido lo que tenían en sí; pero se prolongaban después de terminada su labor, aceptando los cambios necesarios. Lo mismo que Turgot y que Condorcet, cuyo «Bosquejo» influyó profundamente en él, Saint-Simon creía firmemente que el progreso humano era algo cierto. Estaba seguro de que cada gran etapa constructiva en el desarrollo de la humanidad había llegado mucho más adelante que las anteriores. Su atención, como la de muchos otros filósofos de la historia, se había fijado solamente en el mundo occidental; prescindió del Oriente, como no merecedor de un estudio serio, porque allí los hombres estaban todavía en la «infancia» del progreso. En cuanto al Occidente distinguía dos grandes épocas constructivas: el mundo de la antigüedad clásica, representado por la civilización greco-romana, y el mundo medieval del cristianismo; y no dudaba de que el último, a causa de su concepción de la unidad cristiana, representada por la Iglesia, significaba un avance inmenso respecto a la organización principalmente militar del mundo antiguo. Elogiaba mucho a la iglesia medioeval por haber satisfecho admirablemente las necesidades de su tiempo, especialmente por su influjo social y educador; pero también consideraba su derrumbamiento como consecuencia necesaria por su fracaso en adaptarse a las necesidades de una nueva edad de progreso científico. En su opinión, estaba a punto de empezar una tercera gran época basada en los progresos científicos del hombre, y los siglos transcurridos desde la Reforma (el cisma de la Iglesia, como lo llamaba) había sido un período necesario de preparación crítica y destructiva para el advenimiento de la nueva sociedad.

Desde Lutero hasta los filósofos del siglo XVIII, siglo de «las luces», los hombres se habían dedicado a acabar con supersticiones anticuadas, que no podían compaginarse por más tiempo con las enseñanzas del conocimiento progresivo. Pero en esta época de destrucción, lo mismo que en la edad tenebrosa que siguió al apogeo del mundo, antiguo, la humanidad había perdido su unidad y su sentido de la unidad. El hombre ahora tenía que hallar una nueva concepción unificadora y construir sobre ella un orden nuevo. Durante algún tiempo Saint-Simon pensó que había encontrado esta concepción en la ley de la gravitación descubierta por Newton; éste fue el tema de su tratado sobre La gravitation universelle. Pero en seguida esta fraseología desapareció de sus escritos, y fue sustituida por una concepción más puramente social de la unificación del saber con arreglo a una única ley dominadora.

¡Una ley universal! ¡Ley y orden! Saint-Simon tenía pasión por ambos, y sentía fuerte adversión por los desórdenes de la revolución y de la guerra. Quería una nueva era de paz en la cual se haría manifiesto un orden mundial que se sujetaría a una ley común. Pero todavía no había llegado a formular con precisión los aspectos políticos de su doctrina. Meditaba en la filosofía sobre la cual debía basarse, tendría que ser positiva y científica, por oposición a la destructora metafísica de la época que estaba terminando. Durante algún tiempo pensó que Napoleón guiaría hacia ese orden unitario, aunque incluso en el momento culminante de su admiración por Napoleón le dijo que no podría fundar una dinastía o cimentar un nuevo orden duradero en las conquistas militares. En la etapa siguiente de su desarrollo, le hallamos formulando en su obra De la réorganisation de la société Européenne (1814), escrita en colaboración con el historiador Augustin Tierry, un proyecto de una federación europea, basada sobre todo en una alianza entre Francia e Inglaterra, como las dos naciones capaces de guiar a Europa; Francia en el campo de las grandes ideas y la Gran Bretaña en el de la organización de la industria, a fin de mejorar la suerte de la humanidad.

Por esta época Saint-Simon ya había desarrollado lo esencial de su Concepción acerca del nuevo orden social, el cual debe descansar, según su opinión, en las artes de la paz como medios para la mejora de la humanidad. Ése es el tema desarrollado como idea dominante en sus escritos posteriores a 1815. Las civilizaciones pasadas, en sus instituciones civiles, estuvieron dominadas por el elemento militar. Esto fue bueno mientras los militares fueron también, como bajo el feudalismo, los directores competentes de la producción, representada sobre todo por la agricultura. Pero después de la Edad Media aparece un divorcio entre los nobles interesados principalmente en la guerra y en la explotación negativa de los productores, y por otra parte los industriales, que desarrollaron las artes productoras mediante empresas privadas no reglamentadas, y sin que se les diese un prestigio social con arreglo a su talento. La edad crítica que acaba de terminar se ha señalado, sobre todo en Inglaterra, por la elevación de los industriales y por una contienda creciente entre los derechos sociales de los ociosos, es decir, las antiguas clases privilegiadas, y los servicios efectivos prestados a la sociedad por las clases industriales. Ha llegado ya el momento de que los industriales lleven la dirección de la sociedad y de acabar con la dominación de los ociosos o sea de la nobleza y los militares. La sociedad en adelante debe organizarse por los industriales para promover el bienestar de «la clase más numerosa y más pobre», y a cada uno debe retribuírsele con arreglo a su capacidad puesta de manifiesto en los servicios positivos prestados a la causa del bienestar humano.

En todo esto no había ningún elemento de democracia. Saint-Simon insiste constantemente en que la sociedad tiene que ser organizada para el bienestar de los pobres; pero desconfía profundamente del «gobierno del populacho», que supone el gobierno de la ignorancia sobre el del saber; y estaba asustado por los desórdenes a que había dado lugar ese gobierno durante los años que siguieron a 1789. Quería que gobernase el saber; insistía en que los guías naturales de los trabajadores pobres son los grandes industriales, sobre todo los banqueros, que proporcionan crédito a la industria, y de este modo desempeñan la función de planificar la economía. No le cabía duda de que los grandes industriales, ejerciendo el poder como dirigentes de la nueva sociedad, actuarían como tutores de los pobres, difundiendo la capacidad de compra, y mejorando de este modo el nivel general de bienestar. No hay la menor indicación de posible antagonismo entre capitalista y obrero; porque, aunque Saint-Simon admite que los patronos capitalistas se conducen con un espíritu de egoísmo individual, está seguro de que esto se debe a que actúan en una mala sociedad, entregándose al egoísmo teniendo en cuenta lo critico de su situación, y que los grandes industriales, si se les da responsabilidad y un saber unificado, actuarán movidos por un espíritu de solidaridad con la mayoría de la clase industrial. En la doctrina de Saint-Simon no entran las nociones de derechos o libertades del individuo. Siente reverencia por el orden como condición necesaria para una organización social científica, y está mucho menos interesado en hacer a los hombres felices que en que trabajen bien. Quizás pensaba que esto les haría felices; pero la creación más bien que la felicidad era su principal objetivo.

De este modo, Saint-Simon se propone unir las clases industriales en contra de los ociosos, y especialmente contra las «dos noblezas» de Francia: la antigua nobleza y la nueva creada por Napoleón, las cuales bajo la Restauración constituyeron una fuerza antisocial unida. Después de 1815, aceptando la restauración y favoreciendo la monarquía como símbolo de la unidad y del orden, trató de persuadir al rey para que se aliase con los industriales contra la nobleza y los militares, pidiendo a Luis XVIII que confiase el trabajo de hacer el presupuesto (dirección de las finanzas) a un consejo de jefes de la industria, que habrían de llegar a ser los que hiciesen grandes proyectos de obras públicas y de empleo productivo del capital. A esto iría unido un rápido avance hacia la unidad internacional, sobre la base de la cooperación del capital en el desarrollo económico del mundo.

Sin embargo, Saint-Simon se daba perfecta cuenta de que el desarrollo económico no era la única necesidad humana. Las artes y las ciencias morales desempeñan también una función esencial. Los industriales dirigirían las finanzas, y serían los que dirían la última palabra para decidir lo que debería hacerse; pero serían aconsejados por los sabios y los artistas, que habrían de colaborar para dar a la sociedad una dirección clara en la esfera de los fines. En este respecto, Saint-Simon dio gran importancia a la educación, la cual, según su proyecto, debía ser dirigida únicamente por los sabios, y debía basarse en una enseñanza primaria universal destinada a inculcar en todo el pueblo un verdadero sistema de valores sociales, de acuerdo con los progresos de «la Ilustración». Estaba convencido de que la sociedad, para funcionar adecuadamente, necesitaba una base común de valores, y a la ciencia moral le correspondía formularlos en un código de educación y de conducta social. En la Edad Media, esta función unificadora en la esfera de la moral había sido desempeñada por la Iglesia, la cual había creado una verdadera unidad en la cristiandad y había subordinado la vida secular a su dirección general gracias a su influencia penetrante en todos los pueblos cristianos. Los dogmas cristianos estaban ya anticuados; pero la sociedad necesitaba más que nunca una dirección espiritual común, la cual ha de hallarse en la universalidad del saber científico.

Esto nos lleva a la fase final de los escritos de Saint-Simon, representada en su última obra, el Nuevo Cristianismo, de la cual sólo llegó a escribir el principio. Se había dado cada vez más cuenta de que la inteligencia sola como motivo de la acción social es insuficiente, y de la necesidad de que los sentimientos contribuyan también al progreso social. Su nueva cristiandad había de estar formada por una iglesia que dirigiese la educación y que estableciese un código de conducta y creencia social sobre la base de una fe viva en Dios como legislador supremo del universo. Habría de haber una religión nueva, sin teología, basada en el estado al fin alcanzado por el desarrollo del espíritu humano, no sólo como inteligencia, sino también como fe en el futuro de la humanidad.

Aquí termina la obra de Saint-Simon mismo, quien en su lecho de muerte dejó esta concepción de una cristiandad nueva basada en la «ciencia», como su herencia a un pequeño grupo de discípulos que le habían rodeado hasta el fin de su existencia. Durante toda su vida, hasta el último momento, había trabajado realmente sin ser estimado, y durante mucho tiempo en una terrible pobreza. En la sociedad francesa desorientada de la década de 1820 empezó al fin a tener discípulos y quien le escuchase. Lo que éstos hicieron de su doctrina lo veremos pronto. Antes tenemos que decir algo más acerca de las propias ideas de Saint-Simon mismo en forma de resumen.

Según la interpretación que Saint-Simon daba a la historia, la revolución política y la revolución en la esfera del pensamiento humano iban unidas, de tal modo que cada gran trastorno político iba seguido rápidamente de una revolución en la actitud del hombre respecto a los problemas morales y científicos. Así, Saint-Simon indicaba que la revolución política y la filosófica atribuidas respectivamente a Lutero y a Descartes siguieron a la descomposición política del mundo medieval. Newton formuló su filosofía científica a continuación de la guerra civil de la Gran Bretaña, y Locke fue, en filosofía, el intérprete de la revolución inglesa de 1688. Saint-Simon tenía por seguro que la Revolución Francesa fue un cambio aún más importante en la historia y requería para ser completada una revolución científica de dimensiones análogas. Cuando escribió su Introducción a la obra científica del siglo XIX (1807-8) era un defensor entusiasta de Napoleón, y vio en la conquista del mundo por Napoleón, como misionero de la Revolución Francesa, la base esencial para el desarrollo del nuevo orden científico. Estaba seguro de que los ingleses serían vencidos por los franceses, y consideraba la derrota de Inglaterra como el final cierto de toda oposición a que el mundo fuese dominado por Napoleón. Sin embargo, no creía que la dominación del mundo por Napoleón se prolongaría, o que le sucedería otro emperador. Por el contrario, pensaba que cuando Napoleón, hubiese terminado su labor de barrer los restos del mundo antiguo, se iniciaría una época nueva para la humanidad, con los «productores», los «hombres de ciencia» y los «artistas» (las tres clases «útiles») como organizadores, más bien que como gobernantes, de la nueva sociedad científicamente cimentada. Por «artistas» Saint-Simon entendía mucho más que los que practican las bellas artes. Incluía, por ejemplo, a todos los literatos y sabios de todo orden, excepto los que se dedican a la ciencia natural. Pero en la nueva sociedad asignaba el papel principal más bien a los industriales que a los artistas. Consideraba al siglo XIX como el comienzo de la gran era de la ciencia natural aplicada. Pensaba que en esta época las artes sólo podían desempeñar una función secundaria, aunque importante. Como hemos visto, Saint-Simon estaba muy influido por las ideas de Condorcet acerca del progreso del espíritu humano y la perfectibilidad final de la sociedad humana. No obstante, se diferencia de Condorcet en que pensaba no en una sociedad mejorada en todos sus aspectos, sino más bien en una en que la pérdida en poder imaginativo sería compensada con el desarrollo del espíritu científico. Esto, sin embargo, no parece compaginarse por completo con su insistencia en que la misión de los artistas es precisar los fines que los hombres de ciencia han de perseguir o con su exaltación del espíritu creador del hombre como la verdadera fuente de progreso. Yo creo que, en realidad, consideraba a los inventores y a las personas dedicadas a la ciencia aplicada como artistas creadores dentro de su esfera propia, y que en la nueva era ocuparían en gran parte el terreno que en un período anterior del desarrollo humano se consideraba como propio de los de las artes imaginativas.

Esto era la base del «socialismo» de Saint-Simon, en la medida en que fue socialismo. En la raíz misma de su doctrina se halla la idea de que la tarea y deber esencial del hombre es el trabajo, y que en el nuevo orden social no se tendría consideración a ningún hombre sino en proporción al servicio que, mediante su trabajo, prestase a la comunidad. Con esta idea prescinde de todos los privilegios del mundo antiguo que había aceptado el derecho de algunos hombres a vivir en la ociosidad, y en su lugar pone de manifiesto la idea de que el prestigio sería reconocido sólo de acuerdo con los servicios prestados. Con este espíritu consideraba que el derecho de propiedad sobreviviría sólo en la forma de derecho a tener la dirección de la propiedad en la medida en que se emplease para un fin bueno. El técnico y el organizador especializado tendrían poder sobre la propiedad con arreglo a sus diversas capacidades puestas al servicio del público, y todos los productores, descendiendo desde éstos a los trabajadores no especializados, gozarían de derechos cívicos en virtud del trabajo que hubiesen realizado. Como hemos visto, Saint-Simon no hace un llamamiento a la clase obrera en contra de sus patronos. Por el contrario, su llamamiento va dirigido a todos los productores, para que acepten las condiciones de la producción científicamente organizada, y para que colaboren activamente con arreglo a su diferente capacidad en el desarrollo de la producción social. Insistía constantemente en que la dirección de la clase industrial la tendrían «los grandes industriales», los que hubiesen mostrado su capacidad como organizadores de la producción; y entre éstos asignaba el papel principal a los banqueros, a quienes consideraba como los más capaces para trazar los planes económicos. Pensaba en los banqueros principalmente en su capacidad de financieros industriales haciendo adelantos de capital a los productores y determinando de este modo el nivel y distribución del capital invertido. Saint-Simon no tenía noción alguna de un antagonismo fundamentalmente entre obreros y patronos; hablaba siempre de ellos como constituyendo juntos una sola clase con un interés común frente a todo el que se consideraba con derecho a vivir sin realizar un trabajo útil; y también contra todos los gobernantes y jefes militares que mantienen el reino de la fuerza contra el de la industria pacífica. Sólo después de su muerte sus discípulos sacaron de estos principios la conclusión de que la propiedad debe ser colectiva a fin de que el estado pueda encargar de su dirección a quienes puedan utilizarla mejor.

Así pues, Saint-Simon afirmaba que las nuevas fuerzas sociales que tenían su origen en la revolución política y en el progreso científico exigían imperativamente una organización planificada y una dirección de la producción en beneficio del interés general. Fue el primero en ver claramente la importancia dominante de la organización económica en los problemas de la sociedad moderna y en afirmar la posición capital de la evolución económica como factor de las relaciones sociales. Fue también el primero de los muchos pensadores que trataron de continuar la obra de los grandes enciclopedistas del siglo XVIII con una «Nueva Enciclopedia», que reuniera todas las enseñanzas de la nueva ciencia y mostrara sus consecuencias para la moral social. Esta noción de una gran «enciclopedia nueva» domina la obra de Saint-Simon. Esta reintegración intelectual habría de ir acompañada de la restauración de la unidad de la sociedad de Occidente que se había perdido desde la Reforma. A base de esto trabajó Saint-Simon en su proyecto de una unidad internacional mediante la federación europea, y elaboró en sus últimas obras la tesis de su «Nueva Cristiandad», que había de sustituir a las religiones anticuadas del pasado. En este punto sus ideas habían sufrido un cambio considerable; pero de todos modos su pensamiento tenía una base sólida. En su fase primera había aspirado a una religión científica, enteramente positiva, basada en un puro fisicismo en contraste con el deísmo del pasado, una religión no sólo sin teología, sino también sin Dios, aunque, por supuesto, dominada todavía por la idea capital de lo «Uno» tal como se manifiesta en la ley universal de la naturaleza. Más tarde este pensamiento fue alterado en dos sentidos. Pensó que la mayor parte de los hombres, a diferencia de los pocos que son instruidos, no estaban todavía preparados para prescindir de la idea de un Dios personal, y que para ellos debe permitirse que continúe el deísmo como un símbolo de la unidad de la naturaleza. Pero también él mismo empezó a apreciar lo inadecuado de la nueva religión de la ciencia tal como él la había concebido al principio, como puramente intelectual, como «la ciencia» (la de la moral tanto como la de la naturaleza); y a hacer resaltar la importancia de la ciencia de la moral como la esfera de los fines, comprendiendo los sentimientos y no sólo la inteligencia. Este cambio de opinión le preparó para aceptar el deísmo no sólo como símbolo transitorio, sino por su valor propio, y para asignar a los artistas un lugar más amplio al lado de los sabios, si bien reservando el puesto más elevado en las cuestiones prácticas a los industriales.

Se verá que el Saint-Simon de las primeras opiniones fue precursor de Augusto Comte, el Comte de la Filosofía Positiva, más bien que el posterior de la «Política Positiva». El positivismo de Comte fue en realidad, y esencialmente, un desarrollo de las ideas de Saint-Simon, y la primera obra de Comte fue escrita bajo la vigilancia de Saint-Simon, cuando Comte era su amanuense y alumno. A Comte le desagradaba que le recordasen esto. Se apartó pronto de Saint-Simon, sobre todo por su oposición al aspecto religioso de la doctrina última de Saint-Simon. No obstante, Comte mismo, en sus fases posteriores, llegó a una opinión que tenía mucho de la doctrina del «nuevo Cristianismo» de Saint-Simon, y también reflejó la concepción de Saint-Simon acerca de los sabios como dirigentes de la educación y consejeros del Estado.

En las cuestiones económicas Saint-Simon, sin pensar en que se aproximase una lucha entre los capitalistas y los obreros, era partidario de una comunidad formada por las clases productoras en contra de los parásitos no productores, basada en un dominio de los instrumentos de producción y de la administración de éstos por medio de la necesaria capacidad para la ciencia y para los negocios. Creía en retribuciones desiguales que correspondiesen a diferencias reales en la calidad de los servicios, y proponía la concesión de poderes amplios a una autoridad directora y planificadora constituida a base del mérito. Como Babeuf, sostenía que la sociedad tenía obligación de proporcionar trabajo a todos, y que todos tenían la obligación de trabajar para la sociedad con arreglo a su capacidad, siempre en interés de la clase más numerosa y más pobre. Aunque no concibió una doctrina de lucha de clases, atacó enérgicamente la explotación a que los labradores estaban sujetos bajo el sistema existente de derechos de propiedad, y se anticipó a Marx al sostener que las relaciones de propiedad mantenidas por cualquier orden social daban a éste su carácter esencial en todos los demás aspectos. Creía también, como Marx, que la sociedad humana tendía en la marcha de la historia hada un sistema de asociación universal, y sostenía que este nuevo sistema de asociación universal sería la garantía de la paz y del desarrollo progresivo.

Sin embargo, es una gran equivocación suponer que la opinión de Saint-Simon acerca del desarrollo histórico es análoga a la de Marx. Aunque acentúa la importancia de los factores económicos, no los considera esencialmente como causas sino como consecuencias. Opinaba que los cambios económicos son resultado de los descubrimientos científicos, y que las raíces del progreso humano se hallan en el avance del conocimiento, con los grandes descubridores como los agentes supremos de la historia. Marx fue, sin duda, muy influido por Saint-Simon al formular su teoría del determinismo histórico, pero era una teoría radicalmente distinta.

De este modo la gran contribución de Saint-Simon a la teoría socialista consiste en afirmar que la sociedad, a través del estado, transformado y controlado por los productores, debe planificar y organizar el uso de los medios de producción a fin de marchar a la par con los descubrimientos científicos. Por consiguiente, su doctrina se anticipa a las ideas modernas de tecnocracia al considerar como función principal la de los expertos y organizadores industriales, en perjuicio tanto de los políticos como de las demás clases no productoras, que quedarían relegadas a un lugar secundario en la sociedad del porvenir. Para Saint-Simon lo que le importa a la humanidad no es la política sino la producción de riqueza, en un sentido suficientemente amplio para incluir los productos del arte y de la ciencia tanto como los de la industria y la agricultura. Rechazaba la doctrina de la mayor felicidad de los utilitaristas basándose en que tendría por resultado dejar a los gobernantes como jueces de qué es lo que hace a los hombres felices, y pedía que se considerase la producción abundante como el fin de la organización social, basándose en que, conseguido esto, existiría el máximo de libertad para que los hombres encontrasen satisfacción en su trabajo, y en que la elección de los gobernantes no se basaría ya en llamamientos sin sentido o inapropiados, sino que sería sencillamente cuestión de seleccionar con arreglo a una competencia técnica comprobada. Existiendo esta organización, decía, la abundancia quedaría asegurada para todos. Como su concepción de los derechos económicos descansa exclusivamente en el servicio, aunque excluye la validez de la herencia, deja naturalmente oportunidad abierta para grandes ganancias a los dirigentes productores. Este aspecto de su doctrina atrajo a muchos productores en general, a ingenieros y a hombres de ciencia en apoyo de sus ideas, y los saint-simonianos incluyeron una gran proporción de los hombres que más tarde habrían de dirigir el desarrollo económico e industrial de Francia.

Pero a pesar de la insistencia de Saint-Simon en lo que se refiere a la primacía de los derechos de la clase más numerosa y más pobre, este mismo llamamiento, dirigido a los hombres expertos en los negocios, hizo imposible que los saint-simonianos pudieran contar con ayuda importante de las clases obreras.