GODWIN, PAINE Y CHARLES HALL
EN la Gran Bretaña del siglo XVIII no se produjo ningún movimiento comparable con el de Gracchus Babeuf. La época anterior a 1789 dio algunas señales de pensamiento liberal avanzado, pero no revolucionario. La Revolución Norteamericana produjo el efecto de estimular en Inglaterra las doctrinas radicales y la opinión radical, pero sin nada de socialismo en ellas. Nada hay ni remotamente socialista en los escritos y proyectos de John Wilkes, Majoz Cartwright, Richard Price o Joseph Priesdey, ni siquiera en la primera fase americana de Tom Paine. La cuestión planteada en la Gran Bretaña hasta 1789 se refería casi exclusivamente a derechos políticos, incluso a impuestos, y no a un cambio del sistema social. Sólo al llegar a la segunda parte de Rights of Man (Derechos del hombre) de Tom Paine hallamos el primer programa social fundamental expuesto en favor del pueblo después de la época de Winstanley y de Diggers. Además, como hemos visto, incluso la Revolución Francesa en sus primeras fases, aunque planteó el problema social de manera aguda en el campo, se preocupaba más bien de cuestiones de injusticia agraria que de todo el sistema social; y sólo cuando los trastornos causados por la revolución y por la guerra produjeron grave miseria en las grandes masas de las ciudades, se planteó directamente la cuestión de los derechos de propiedad como un todo, o cuando se expuso alguna solución comunista o socialista que no fuese en forma meramente utópica. Incluso la «Corresponding Society» de Londres y otras asociaciones que surgieron en la mayor parte de las grandes capitales de provincia inglesa inmediatamente después de la Revolución Francesa, aunque tenían objetivos sociales además de los políticos, carecían de una concepción clara de un nuevo sistema social. Sus esfuerzos principales estaban concentrados en las reformas políticas; y en las doctrinas de sus dirigentes, con una sola excepción, poco se halla que pueda ser llamado socialismo, ni siquiera una anticipación de éste. Es verdad que había mucho de común entre las ideas de Babeuf acerca de la propiedad de la tierra y las de algunos partidarios ingleses de la reforma agraria del siglo XVIII (Robert Wallace, 1697-1771, William Ogilvie, 1736-1813, y Thomas Paine, 1737-1809). Pero el único reformador que se aproxima a Babeuf por la amplitud de sus objetivos sociales es Thomas Spence (1750-1814), que participó en la «Corresponding Society de Londres» (y antes en Newcastle upon Tyne). Pero nunca durante su vida dirigió Spence un número considerable de partidarios, ni sus ideas atrajeron la atención de muchos. Spence defendía la propiedad colectiva de la tierra por comunidades locales, las cuales se apoderarían de la propiedad y arrendarían la tierra a los labradores mediante una renta. De esta renta se pagarían todos los gastos del gobierno. Spence pensaba que estos gastos serían reducidos, porque proyectaba un sistema muy sencillo de gobierno mediante comunidades locales, con una federación muy libre que proveería las necesidades poco complicadas de una administración coordinada en un territorio más extenso. Spence publicó por primera vez su plan en Newcastle en 1775, y después continuó publicando nuevas versiones del mismo. La más completa y la mejor, The Restorer of Society to its Natural State (el Restaurador de la sociedad a su estado natural), apareció en 1801. Pero sólo después de la muerte de Spence en 1811, adquirió alguna importancia política la Sociedad de «Spencean Philantropists», que se había formado en 1812. Incluso en los años borrascosos que siguieron a la paz de 1815 tuvo sólo algunos partidarios, aunque su influencia fue muy exagerada por el gobierno y el parlamento en su afán de presentar este movimiento como una extensa conspiración que amenazaba la seguridad pública. Los informes de los «Committees of Secrecy» (Comités del Sigilo) establecidos por las dos cámaras del parlamento después de las revueltas de 1816, cuando un pequeño grupo de spencianos organizaron en Londres una manifestación semitumultuosa, fueron el pretexto para descubrir un complot muy secreto de insurrección que parece que de hecho nunca existió en forma organizada. Que había insurrectos entre los spencianos puede considerarse como probado por la conspiración de la «Cato Street» de 1820, en la cual un pequeño grupo de éstos, dirigidos por Arthur Thisdewood, proyectó el asesinato de todo el Gabinete mientras estuviese reunido y adueñarse del poder mediante un golpe de sorpresa. Pero este acto de violencia, que fue revelado a las autoridades con anticipación, se ha demostrado que, al menos en parte, fue obra de agentes provocadores. De todos modos este asunto fue de proporciones muy pequeñas y de ninguna manera abarcaba más que a un puñado de fanáticos, incluso entre los spencianos. Por supuesto, en ningún sentido fue ayudado por los jefes principales del movimiento de reforma radical, como William Cobbett y Henry Hunt. Los escritos de Thomas Spence son interesantes para estudiar el origen del socialismo británico; pero tuvieron poco influjo práctico en el desarrollo contemporáneo del pensamiento inglés radical o en el de las clases obreras. Muchísimo más importantes por su influencia práctica fueron las teorías de William Godwin (1756-1836) y de Thomas Paine (1737-1S09); pero ninguno de ellos puede ser propiamente considerado como socialista, salvo en un sentido muy amplio de la palabra, aunque cada uno, a su modo, tiene importancia por anticipar doctrinas que contribuyeron al movimiento socialista.
La Enquiry into Political Justice (1793) de William Godwin, es la obra, usando términos modernos, de un filósofo anarquista más que de un socialista. El ideal que Godwin presenta ante sus lectores es que la humanidad debe empezar a prescindir de todas las formas de gobierno y a confiar por completo en la buena voluntad espontánea y en el sentido de justicia de cada hombre, guiado por la norma final de la razón. Creía en la razón como guía infalible hacia la verdad y el bien, presente en todos los hombres, aunque obscurecida en las sociedades actuales por convenciones irracionales y prácticas coercitivas. Verdadero discípulo del siglo XVIII, siglo de «las luces», creía absolutamente en la perfectibilidad de la raza humana, no en el sentido de que los hombres llegasen alguna vez a ser perfectos, sino en el de un continuo e infinito avance hacia una racionalidad superior y un aumento de bienestar. Puso toda su fe en esta seguridad del progreso humano, que era concebido por él esencialmente como un desarrollo continuo de los individuos en el saber y en la capacidad para razonar utilizando este conocimiento. Le parecía indudable que conocer el bien y realizarlo eran una y la misma cosa: la razón que exaltaba era una razón moral, la cual conduciría a los hombres, por su misma naturaleza, a actuar rectamente en la medida en que comprendiesen las leyes de la justicia. Le parecía evidente que todos los hombres, aunque se diferencien por su capacidad natural o por su saber, tienen los mismos derechos entre sí, y, respecto a los medios de vida, censuraba no sólo que algunos hombres se apropiasen de los recursos naturales que debieran pertenecer a todos, sino también de la retención por cualquier hombre de un sobrante, incluso de sus propios productos, siempre que otro cualquiera lo necesitase más. Su doctrina era un puro «comunismo» en el goce de los frutos de la naturaleza y del trabajo del hombre sobre lo proporcionado por la naturaleza.
Pero Godwin no era solamente un discípulo de los filósofos franceses de la «razón», sino también un descendiente de los puritanos ingleses. Su anarquismo se basaba en una completa exaltación de los derechos de la conciencia individual, comprendiendo un repudio total de cualquier obligación de obedecer más que a las exigencias de aquélla. Esto era resultado de su creencia en la razón universal como mentor infalible. No podía reconocer ningún derecho en ninguna colectividad, por muy democrática que fuese para ordenar a un individuo, a comportarse, más que como le pidiese su conciencia ilustrada por la razón. Además, el puritanismo de Godwin tenía un fuerte matiz de ascetismo, o por lo menos de desdén hacia toda forma de consumo personal innecesario. Cantó, con amare, los elogios de pensamiento elevado y de una vida frugal, y, aún más que cualquiera de sus mentores franceses, excepto quizás Rousseau, consideraba el lujo en todas sus formas como sumamente destructor de las condiciones de la vida buena. Esta opinión hizo sostener que todos los hombres podían vivir bien y ser felices, repartiéndose el fruto de sus trabajos combinados, con sólo una cantidad tan pequeña de esfuerzo, que para nadie sería difícil prestar. Al decir esto pensaba sobre todo en el cultivo de la tierra, afirmando que es abundante y que su producción aumentaría muchísimo tan pronto como la abolición de su propiedad restaurase el libre acceso a ella para cualquier ciudadano. Su hostilidad a la multiplicación de las necesidades no le condujo, sin embargo, a ninguna oposición al progreso de los inventos; por el contrario, esperaba que algún día el avance de la mecanización llegaría prácticamente a hacer innecesario el trabajo manual. Sí se oponía a la clase de mecanización que obligaba a muchas personas a trabajar juntas bajo una disciplina impuesta, o que conducía a la acumulación de productos innecesarios, para los cuales había que buscar mercados después. Consideraba como bueno el progreso mecánico que ayudaba a cada obrero a hacer menos dura o más breve su tarea, y pensaba como ideal el día en que fuera posible a un individuo, ayudado por máquinas adecuadas, ejecutar él solo los grandes trabajos que ahora exigen la labor colectiva de grandes grupos que trabajan siguiendo órdenes.
Para Godwin el hombre ideal era el que confiaba en su propio esfuerzo, sin necesidad de jefe. Consideraba no sólo el gobierno, sino toda clase de colaboración impuesta a los hombres, como un mal, que lleva consigo la sujeción del hombre al hombre. Reconociendo la necesaria interdependencia de los seres humanos que viven en sociedad, y considerando como base misma de su doctrina moral el deber en cada individuo de seguir el camino de la felicidad con la misma devoción que la de cualquier persona de la Tierra, Godwin, sin embargo, consideraba la asociación, a lo más, como un mal necesario. Negaba que la sociedad misma, como distinta de los individuos que la componen, pueda exigir la lealtad del individuo o su deber moral, y su mejor concepción de las relaciones humanas era la de un número de individuos independientes, cada uno de los cuales buscaría el bienestar de los otros sin ninguna atadura entre ellos, excepto los derechos y deberes mutuos. Sin embargo, sabía que el hombre, en realidad, no puede prescindir de la organización social o incluso completamente de la coacción, aunque esperaba que algún día esto fuese posible. Mientras tanto, estaba dispuesto a aceptar cierta asociación en una proporción pequeña; pero quería mantenerla dentro de los límites más estrechos y basarla en las relaciones naturales de vecindad de pequeños grupos locales, sin más lazo entre ellos que la facilidad de movimiento y comunicación de los individuos. Deseaba suprimir por completo los gobiernos nacionales; porque según su opinión conducían a originar guerras entre las naciones, e implicaban la separación entre gobernantes y gobernados, lo cual era fatal para la libertad. Quería ver un mundo de pequeñas comunidades locales independientes, gobernando cada una sus propios asuntos con el mínimo de coacción y descansando lo más posible en la discusión libre como camino para un acuerdo, y sin un poder coactivo o federal superpuesto. Aceptaba que a estas pequeñas comunidades se les permitiese el mínimo necesario de poder coactivo para reprimir a los malhechores, bajo la condición de que por reprimir nunca debe entenderse un castigo retributivo o medidas que atemoricen, sino que deben limitarse estrictamente a prevenir que el malhechor haga más daño, y, si es posible, reformarle, haciéndole reflexiones y ofreciéndole buenos consejos.
A esto iba unido que Godwin quería, no tanto hacer la propiedad colectiva, como abolir su concepción misma. Este derecho de la posesión que él permitía, descansaba por completo en la capacidad y en la voluntad de hacer buen uso de la cosa poseída conforme al interés general de los individuos que formasen la sociedad; y no proponía más medio de regular esta posesión que el sentido común y la buena voluntad de los individuos. Se oponía a todas las leyes que regulasen estas cuestiones: sostenía que cualquier pleito que surgiese debería ser resuelto como un caso individual mediante la buena voluntad y el sentido común, y, hasta donde fuese posible, mediante acuerdo general. De hecho negaba que los hombres pudiesen legítimamente hacer leyes: siendo las únicas leyes válidas las de la razón, los hombres deben a lo más tratar de aplicar las leyes de la razón a casos particulares, con la menor cantidad posible de meras reglas de interpretación convenientes para guiar su juicio.
Godwin basaba esta oposición a las leyes y reglamentos en su convicción de que la bondad de una acción depende de la intención, y que, por consiguiente, carecía de valor el tratar de hacer a los hombres buenos ordenándoles que hiciesen cosas buenas. El hecho de darles órdenes, sostiene, apagaría en ellos la natural inclinación a seguir la luz de la razón, destruiría el sentido de responsabilidad, y así pondría obstáculos a la tendencia natural en el hombre de llegar a ser más razonable mediante el desarrollo del conocimiento. No afirmaba que esta tendencia pudiera dar resultado por sí misma en la conciencia de un individuo sin la ayuda de los demás; por el contrario, pensaba que necesitaba la ayuda de una discusión libre y constante. Quería que sus pequeñas comunidades mantuviesen continuas discusiones acerca de sus asuntos, a fin de llegar a nociones cada vez más claras de la conducta buena y razonable, y de inclinarse cada vez más a actuar de mutuo acuerdo conforme al interés común sin necesidad de llegar a una votación o de establecer reglas o dar órdenes.
Esta insistencia en que la bondad de la conducta del individuo depende por completo de la intención que la inspira, en Godwin se combina paradójicamente con un determinismo absoluto y con la negación de responsabilidad moral al obrar mal. El malhechor, decía, no es más responsable de su acción que la daga que clava en su víctima; porque los dos están determinados para actuar como lo hacen. Lo que Godwin quiere decir con esto es que el malhechor puede actuar como lo hace sólo porque está equivocado, y no porque desee hacer el mal. Conocer el bien es quererlo; y a un hombre no se le puede hacer responsable de su ignorancia, y mucho menos en una sociedad que no ha tomado las medidas necesarias para instruirle. Así pues, esta curiosa doctrina de Godwin no se contradice si se admite, como él hace, la identificación de conocer y hacer el bien. Pero, por supuesto, en esto es precisamente en lo que está equivocado.
Éste fue el evangelio de la razón que, en los años que siguieron a la Revolución Francesa, inspiró al joven Coleridge y al joven Wordsworth con sus ideas de «pantisocracia». Éste fue el evangelio que, más tarde, el joven Shelley convirtió en la dorada poesía de Helias y de Prometheus Unbound (Prometeo desencadenado).
En el mundo de las ideas era un evangelio muy revolucionario; en el de la acción, tal como lo formulaba Godwin, no lo era en absoluto. En realidad Godwin afirmó el deber de resistir hasta lo último a la autoridad maléfica e incluso llegar al martirio, en caso extremo. Insistía en que el hombre no debe hacer nada contra la conciencia y la razón; pero también insistía en que la razón sólo podía servir como arma adecuada para favorecer el tipo de sociedad concebido por él, y que el uso de la fuerza con este fin era inútil, porque la fuerza nada puede hacer para cambiar la mentalidad de los hombres. La revolución que se necesitaba era en primer lugar la del espíritu de los hombres, y la transformación de sus instituciones sólo podía conseguirse después de este proceso de aclaración en la inteligencia.
Esta opinión equivalía a dar la importancia máxima a la libertad de palabra y a la enseñanza. En defensa del derecho de libre expresión, Godwin se mostró capaz de luchar valientemente con ocasión de los llamados «procesos de traición» (Treason Trials) de 1794. Pero por lo que hace a la enseñanza su hostilidad a toda coacción y su fuerte individualismo le condujeron a oponerse a todos los reformadores que querían un sistema público de enseñanza como medio para desarrollar el poder razonador de las nuevas generaciones. A ningún niño, y a ningún adulto, decía, se le debe enseñar nada que no quiera aprender: la enseñanza impuesta es tan mala como el gobierno impuesto, e inevitablemente produciría los mismos resultados. Degeneraría en inculcar una determinada doctrina, ya fuese errónea o verdadera, de tal manera que destruiría la confianza del alumno en su capacidad para llegar a la verdad. Así pues, la clase de educación que Godwin quería descansaba en la enseñanza y el aprendizaje espontáneo de los individuos dentro de los grupos de la comunidad local. Quería en gran escala esta educación voluntaria y natural: en realidad descansaba en ella para que mantuviese continuamente en marcha sus comunidades hacia el saber y el sentido común racional.
De este modo Godwin, en nombre de la razón, negaba la legitimidad de toda forma de gobierno y de coacción, y ponía sus esperanzas enteramente en un futuro de cooperación libre, amistosa e ilustrada de individuos agrupados en pequeñas comunidades y viviendo sencilla y frugalmente, sin pobreza y sin deseo de riqueza. En Political Justice puso su confianza en la pura luz de la razón, hasta el punto de prescindir completamente del sentimiento y la emoción como guías de la conducta, y a sostener que es irracional y, por consiguiente, injusto, que un individuo muestre en sus actos preferencia por un ser humano respecto a otro, y no sólo entre sus vecinos, sino en toda la raza humana. Más tarde, se retractó de esta concepción intelectualista extrema de la conducta racional, y admitía la necesidad de contar con los sentimientos y las emociones, además de la razón, para fomentar la conducta social justa. Pero fue la forma primera, la más extremada, de su doctrina la que ejerció profunda influencia en los jóvenes intelectuales de los últimos años del siglo XVIII.
Godwin tomó de los filósofos franceses de la «Ilustración» la creencia de que el medio era el factor principal en la formación de la conducta humana. Creía que los hombres se conducían irracionalmente porque las instituciones convencionales de la sociedad organizada los apartaba de la luz natural de la razón. Nunca llegó a los extremos de escritores como Helvetius, que pensaba que todos los niños nacían con la misma disposición para el bien y el mal, y que todo podía ser explicado por su crianza. Admitía desigualdades congénitas, pero no les daba importancia, y consideraba que todo ser humano nacía con la misma inclinación hacia una conducta razonable, y que esta inclinación daría frutos si los hombres pudiesen vivir en condiciones no desmoralizadoras de sencillez. Esta importancia dada al influjo del medio en la formación del carácter fue tomada de Godwin por Robert Owen y llegó a ser parte integrante del socialismo oweniano. También Owen, como veremos, creía en la simplificación de las necesidades humanas, en las facilidad de producir, con poco trabajo general, lo bastante para que todos los hombres viviesen bien, y en la virtud de la pequeña comunidad como unidad esencial del bienestar social. Pero en Owen no había nada de la adversión extremadamente individualista de Godwin contra la organización, y en modo alguno compartía su temor acerca de los resultados de inculcar en los jóvenes buenos hábitos e ideas sociales. Hay mucho de común en Godwin el anarquista y Owen el socialista, pero también diferencias fundamentales.
El tratado filosófico de Godwin, que costaba tres guineas, iba dirigido a un público intelectual y poco numeroso. Los escritos de Tom Paine ejercieron un influjo mucho más extenso y popular. Fueron leídos sobre todo no por intelectuales sino por los espíritus más despiertos en personas corrientes. Paine había empezado por hacer suya la causa de los que pagaban impuesto, en defensa de los cuales había escrito un folleto pidiendo que se reparasen los daños que se les causaban; pero lo primero que le hizo famoso fue la parte que tomó en la revolución norteamericana. Sus escritos de Norteamérica The Crisis y Common Sense (Sentido común) tuvieron un influjo enorme para formar la opinión pública en la América del Norte en favor de la independencia y para establecer un nuevo estado democrático completamente apartado de la Gran Bretaña. Actuando algún tiempo como secretario de relaciones exteriores en el «Continental Congress», Paine adquirió gran fama, no sólo como propagandista sino también como agudo pensador político partidario de la democracia. En muchos puntos, sus opiniones eran la antítesis de las de Godwin, aunque también él aspiraba en algunos de sus escritos a la desaparición gradual de la coacción gubernamental a medida que aumentase la capacidad de los hombres para una conducta racional voluntaria. Esto, sin embargo, no era más que un ideal lejano: mientras tanto Paine tenía una fe profunda en las virtudes del gobierno representativo basado en una igualdad democrática completa, como medio de resolver las relaciones sociales. Al mismo tiempo, creía que la coacción del gobierno era un mal necesario que debía mantenerse dentro de límites estrechos, siempre que hubiese peligro de que afectase al ejercicio de los derechos naturales del hombre. Como lo proclama el título de su libro más famoso, era un firme creyente en los «derechos del hombre», y los consideraba anteriores a toda norma legal. Sin embargo, a diferencia de Godwin, hacía resaltar el aspecto colectivo de los problemas humanos, y consideraba al gobierno como un instrumento necesario para el reconocimiento y desarrollo efectivo de los derechos y oportunidades del individuo. Quería que el estado (por supuesto, un estado reformado y democrático) estableciese un fuerte marco de instituciones políticas dentro del cual el individuo sería libre para ejercer sus derechos naturales. Todo derecho que hubiese sido reconocido públicamente debiera ser considerado, a su parecer, como «un derecho natural canjeado o permutado», es decir, la forma dada de acuerdo con las condiciones necesarias de vida en una sociedad organizada. Estos derechos naturales básicos los consideraba como absolutos e inalienables aunque pudieran ser «canjeados» por derechos legales no incompatibles con su carácter fundamental.
Entre los derechos naturales Paine, no menos que los jefes de la Revolución Francesa, estaba dispuesto a incluir el derecho de propiedad. No era socialista, si el socialismo implica la creencia de que los medios de producción no deben ser de propiedad privada. Pero, como los jefes más radicales de la Revolución Francesa, establecía una clara distinción entre las formas legítimas e ilegítimas de propiedad, atacando enérgicamente en su Agrarian Justice y en otras obras el monopolio ejercido por los grandes terratenientes. Cuando estalló la Revolución Francesa, estaba dispuesto a apoyar plenamente los ataques de sus jefes a todas las formas de] derecho de propiedad que se basasen en un privilegio exclusivo, y a afirmar su fe en la revolución que prometía un sistema completamente democrático.
Queda fuera del alcance de este libro el exponer las doctrinas principales de la obra Rights of man (derechos del hombre), en la cual Paine desarrolla su conocida controversia con Burke. La defensa que Paine hace de la revolución, como la revolución misma, no es asunto que pueda resumirse en un libro acerca del desarrollo de las doctrinas socialistas. Pero su libro Rights of man no puede olvidarse, porque habiendo defendido la revolución y habiendo formulado su propia concepción de la democracia en su aspecto político, Paine pasa de su franca afirmación de los derechos políticos de los hombres a exigir, también para ellos, derechos económicos, y a examinar cómo en las sociedades organizadas democráticamente sería posible conceder de una manera justa derechos económicos garantizados por la ley, en compensación de hallarse en suspenso el derecho natural que tienen de usar libremente los frutos de la tierra.
Éste es el asunto principal de la segunda parte de Rights of man, publicado un año después de la primera parte, y tan notable como ella en su doctrina social. En la segunda parte Paine presenta el bosquejo de una política económica y social que consideraba indispensable y justa para una sociedad democráticamente ordenada. El programa que expuso puede, con razón, ser considerado como el precursor de todos los programas posteriores para utilizar los impuestos como instrumento para la redistribución de ingresos en beneficio de la justicia social. Especialmente aconsejaba un sistema de pensiones para ancianos, que la educación se prestase como servicio público y otras reformas sociales que tienen un decidido carácter moderno. En su obra Agrarian Justice, desarrollando más sus ideas, Paine basa su opinión en estas materias sobre la comunidad natural del derecho a la tierra, que fue anulado por la institución de la propiedad privada y que, por consiguiente, reclama una compensación en la forma de un derecho social de que pueda gozar todo ciudadano. Sobre esta base pedía un impuesto sobre toda clase de propiedad de la tierra, que debía exigirse a la muerte del dueño.
Con este impuesto se constituiría un fondo con cargo al cual todo ciudadano recibiría una suma en compensación por la parte que había perdido del derecho natural a la tierra. La compensación consistiría en una única entrega de quince libras a los 21 años de edad, y más adelante en una anualidad de 10 libras, que se pagarían a partir de los 50 años. El impuesto ascendería al 10% del valor de la tierra, y a esto se añadiría otro 10% cuando el heredero no fuese descendiente directo del propietario anterior. Paine más tarde propuso que este impuesto se impusiese tanto sobre la propiedad personal como sobre la propiedad de la tierra, basándose en que una parte de toda forma de riqueza debería considerarse esencialmente como un producto social. Sin embargo, nunca propuso en modo alguno abolir o limitar la propiedad privada, excepto en la medida implicada en los impuestos que aconsejaba. Hasta el punto en que el socialismo puede indentificarse con la institución del «Estado benefactor» o de servicio social, basado en las contribuciones redistributivas como instrumento de democracia, Paine puede, sin duda, ser considerado como el primero que tuvo ideas prácticas acerca de este tipo de legislación. Sólo en este sentido puede considerársele como un precursor del socialismo; sus escritos tienen sobre todo importancia para la evolución de las ideas modernas sobre una completa democracia política.
Aparte de Paine, Godwin y Spence, que empezaron a escribir bastante antes de la Revolución Francesa, la última década del siglo XVIII no presenta pensadores ingleses que ocupen un lugar importante en el desarrollo de las ideas socialistas. Las sociedades radicales de aquel tiempo dieron a conocer hombres que podían haber llegado a ser jefes notables si su carrera no hubiese sido cortada bruscamente. Así sucedió con Thomas Muir of Huntershill, el radical escocés, cuya labor quedó cortada por los «Treason Triáis» (procesos por traición) de 1793; Joseph Gerrald y Maurice Margarot, delegados de la «Corresponding Society» de Londres, que tuvieron el mismo fin que el anterior; John Thelwall, que habló elocuentemente acerca de los asuntos contemporáneos bajo el disfraz de historia romana. Pero todos estos jóvenes fueron oradores más bien que pensadores originales, cualquiera que hubiese sido su suerte bajo condiciones más favorables. En la Gran Bretaña, por la represión que comenzó después de 1792 ante la doble influencia de la guerra en el exterior y el temor de una revolución en el interior, el movimiento radical fue sofocado, hasta el punto de que hacia el final de la década de 1790 de hecho no quedaba nada. No se había producido en el país ningún acontecimiento que sacudiese los cimientos mismos de la sociedad, como habían sido sacudidos en Francia por la revolución; ni la revolución industrial había avanzado todavía lo bastante para originar nuevas concesiones acerca de la estructuración de las clases sociales y de la organización económica. Había mucho descontento tanto antes como después de 1789; pero se trataba más bien de dificultades económicas especiales (escasez, carestía, falta de trabajo o la sustitución de obreros especializados por máquinas nuevas), o estaba concentrado en el problema de la reforma parlamentaria (la extensión del sufragio, la reforma de los burgos podridos, la abolición de pensiones y sinecuras, etc.). Sin duda, existía un pequeño grupo de izquierda revolucionaria después de 1789, inspirado en parte por irlandeses; pero era débil y el gobierno tuvo mucho éxito al anularla. Además, la izquierda inglesa había aplaudido la Revolución Francesa y había enviado una multitud de felicitaciones a las sociedades revolucionarias del otro lado del canal de la Mancha, pero pronto se dividió al pasar la nueva república francesa del terror a la dictadura militar y a la agresión imperialista. Algunos de los radicales ingleses, como Thomas Hardy, de la «Corresponding Society» de Londres, continuaron defendiendo la obra de la Revolución Francesa a pesar de estas derivaciones; pero muchos quedaron muy desilusionados, y pocos estaban dispuestos a sentir por Napoleón algo más que aversión. Las ideas expuestas por Tom Paine y por Godwin parecieron olvidadas hasta que de nuevo cobraron vida por el descontento que produjo la larga guerra y la desilusión de la paz victoriosa.
Sólo encontramos un escritor en el período que se extiende entre la generación de Paine y Godwin y la de Robert Owen, William Cobbett y Richard Carlile; y es significativo que casi no sabemos nada acerca de su vida, excepto que ejerció la medicina en el oeste de Inglaterra y que murió hacia 1820 en los «Rules»[3] de la «Fleet Prison» a la edad de 80 años. Charles Hall dejó un libro, The Effects of Civilisation, que fue publicado en 1805, pero que prácticamente permaneció desconocido hasta que John Minter Morgan, que le había conocido, publicó una segunda edición en 1850.
El libro de Hall es notable en muchos sentidos, dada la fecha en que se publicó. Su punto de vista es el del hombre del siglo XVIII opuesto al lujo y defensor de las virtudes de la vida sencilla. Detesta el desarrollo del sistema de fabricación, pues piensa que aparta del campo a los trabajadores necesarios para el cultivo de la tierra, haciendo que los alimentos escaseen y aumenten de precio, y creando una masa de obreros empobrecidos que se ven obligados a trabajar en beneficio de los ricos. Por «civilización» entiende un sistema bajo el cual sucede esto, de modo que los intereses de los ricos y de los pobres llegan a ser cada vez más opuestos. La fuerza que hace posible esta clase de civilización es la acumulación de la propiedad en manos de unos pocos, que pueden entonces emplearla para explotar a los que carecen de propiedad. Hall ataca la opinión de los economistas según la cual puede haber contratos verdaderamente libres entre los ricos y los pobres: les acusa de ignorar los efectos del sistema de fabricación en la distribución de la riqueza, y de concentrar toda su atención en los efectos directos que esto causa en la producción industrial. Las clases ricas, dice, pueden explotar a los pobres porque su riqueza les permite comprar el trabajo a menos de su verdadero valor. La diferencia es lo que constituye las ganancias, que son la maldición de las sociedades «civilizadas». El obrero trabaja para sí sólo un día de cada ocho, y siete en beneficio de las clases no productoras.
¿Cuál es el remedio? Hall ve la raíz del mal en la propiedad privada de la tierra. La tierra debe convertirse en propiedad pública y debe entregarse a pequeños agricultores para un cultivo intensivo. La producción industrial debe limitarse lo bastante para satisfacer las exigencias de una población que viva frugalmente de lo que produce la agricultura.
Como se ve, Hall no ofrece solución. Otros antes que él han defendido la propiedad pública de la tierra y han considerado la propiedad privada de la misma como la raíz de la desigualdad y del empobrecimiento sociales. Lo que era nuevo en el libro de Hall era la afirmación de una oposición completa de intereses entre los propietarios y los trabajadores, sobre todo en la industria, lo cual, indudablemente, había observado sobre todo en las formas muy capitalistas de manufactura «doméstica» bajo el dominio comercial, que prevalecía en la industria de la lana en el occidente de Inglaterra. También era nueva su denuncia de que las ganancias nacían de comprar el trabajo por menos de lo que valía lo producido por él, una clara anticipación de la doctrina de la plusvalía, que apareció 20 años más tarde en los escritos de los economistas contrarios a Ricardo, como Thomas Hodgskin, y que fue desarrollada por Carlos Marx. Pero estas opiniones atrajeron poco la atención cuando fueron expuestas por primera vez. Francis Place y el oweniano George Mudie, y también Mienter Morgan conocían las obras de Hall; y Place y Spence mantuvieron correspondencia con él; pero ninguno se fijó en esta parte de su doctrina que ahora parece, con mucho, la más importante. Fue Max Beer, en su History of British Socialism, quien puso de manifiesto la verdadera importancia de esta contribución al desarrollo de las ideas socialistas.