RESUMEN
NO era más fácil hoy que hace cien años emplear las palabras «socialismo» y «socialista» con una significación precisa. Los rusos han definido con frecuencia el sistema bajo el cual viven ahora los pueblos soviéticos como «socialismo», en proceso de desarrollo hacia el «comunismo», forma social superior. El partido laborista inglés dice que el «socialismo» es su objetivo; pero no pretende que en seis años de gobierno laborista se haya avanzado más que una parte del camino que conduce a su establecimiento. En Francia existe todavía un partido importante: los «radicales-socialistas» o «socialistas-radicales», que son muy contrarios al partido socialista francés, el cual a su vez es muy hostil al comunismo. Hitler llamó a su partido en Alemania «nacional socialista». En cuanto al «comunismo», aunque la palabra ahora se la han apropiado casi por completo los partidarios de Lenin y Stalin, los partidos llamados «comunistas» no tienen adversarios más acres que los anarco-comunistas, que siguen a Kropotkin y detestan el Estado, no menos cuando propende a la dictadura del proletariado, que cuando esté dominada por las antiguas clases dirigentes. Muchos de los partidos socialistas de fines del siglo XIX se llamaban a sí mismos «social demócratas», y partidos que antes se hubiesen llamado «socialistas cristianos» ahora son «social cristianos» o «democrático cristianos». Todas las palabras siguen pasando de un significado a otro, y es inútil tratar de mantenerlo.
Sin embargo, las palabras significan algo, y lo significaron hace ya un siglo. Todas las teorías que se han examinado en este volumen tienen algo en común: todas tienen como punto de partida el reconocimiento de la importancia capital del «problema social», y la creencia de que el hombre debe tratar este problema mediante alguna acción colectiva. Todas son hostiles al laissez-faire, a la concepción de una ley natural, que, en ausencia de una intervención humana colectiva en su cumplimiento, de un modo u otro dará buen resultado, cualquiera que sea la manera en que se defina el bien. Todas se basan en una creencia de las virtudes de la colaboración y en contra de la competencia, o de la planificación en contra de lo que sus adversarios llaman «empresa libre». Todas exigen de los hombres una actitud y una conducta de mayor cooperación de las que son peculiares de la sociedad capitalista, o, mejor aún, de las que eran peculiares hace un siglo. El factor común más manifiesto en todos los «socialismos» descritos en este volumen es la censura del espíritu de competencia tal como se manifiesta en la industria capitalista y de sus consecuencias en el malestar y opresión humanos.
Esta actitud, en los puntos principales, la comparten incluso los pensadores en que se combina un profundo interés por el «problema social» con opiniones políticas reaccionarias. En realidad, la insistencia en la acción colectiva para resolver el «problema social» es más fácil para quienes creen en el Estado, no como expresión de una voluntad democrática, sino como el instrumento de orden y de disciplina sobre el pueblo. Los conservadores reaccionarios de la primera mitad del siglo XIX no sentían hostilidad hacia la acción económica del Estado, como la sentían los representantes de los burgueses. No confiaban en lo que Adam Smith llamaba mano oculta («hidden hand»), ni esperaban alcanzar su objetivo dejando que las cosas marchasen por sí solas. Desconfiaban de la clase media que se despertaba, tanto como de los obreros o aun más. Querían someter la industria a normas, temiendo que, de no hacerlo, sus dirigentes se desmandarían y empezarían a destruir el sistema de privilegio aristocrático, como había sucedido en Francia en 1789 y otra vez en 1830. Además, donde estaban influidos por el hegelianismo, se reforzaba la idea de que el Estado debiera tener la autoridad decisiva en todos los terrenos. El socialismo «feudal», acerca del que escribió Marx en el Manifiesto comunista, era un fenómeno completamente natural, ya apareciese entre los aristócratas alemanes, que deseaban ligar al pueblo con el antiguo régimen mediante un proteccionismo patriarcal, o ya entre los aristócratas de la «joven Inglaterra», que soñaban en una alianza del rey y el pueblo en contra de los perversos lores liberales («whigs») que estaban unidos a mercaderes e industriales desalmados. En nuestros días los reaccionarios «feudales» no se llaman a sí mismos «socialistas», ni les llaman así los demás. La mayor parte no se lo llamaban durante el período que abarca este volumen; pero otros le dieron este nombre, que entonces no tenía completamente el sentido moderno y proletario.
Había pues algo de común entre los elementos de una mentalidad social «del partido del orden», y los grupos de mentalidad social, que querían poner término al predominio de ese verdadero partido. Por otra parte, entre sus enemigos, había diferencias fundamentales. Los republicanos estaban unidos en su hostilidad contra la monarquía, pero entre los defensores de la «república social» y los defensores republicanos de la empresa libre y capitalista existía un gran abismo. Los «demócratas» podían unirse para pedir más amplio derecho de voto; pero algunos de ellos querían sólo una ampliación de este derecho que incluyese a la clase media o una parte de ella, mientras que otros exigían ruidosamente el sufragio universal o, por lo menos, para los varones. Algunos «reformadores» entendían por reforma sólo un gobierno responsable, el otorgamiento de una «constitución», otros insistían en que la constitución estuviese firmemente basada en los derechos del hombre. Algunos reformadores eran centralistas, tanto política como económicamente; otros eran ardientes descentralizadores en ambos terrenos. Algunos deseaban fortalecer el Estado, y consideraban la concesión del derecho de voto como una seguridad contra la tiranía; otros consideraban toda forma de Estado como un instrumento esencialmente tiránico, y trabajaban por su abolición y en favor de algún sistema de «asociación libre» o de «federación libre».
Las diferencias no eran menos señaladas en lo económico que en lo político. Sin duda la mayor parte de la izquierda estaba unida en censurar los «monopolios»; pero no estaban conformes en qué era un monopolio, pensando algunos que todas las grandes fortunas eran monopolistas, porque daban a algunos hombres un poder indebido sobre otros; mientras que para la mayoría el monopolio iba unido al privilegio legalizado, y lo asociaban con los antiguos sistemas de derechos feudales y de corporaciones económicas privilegiadas. Algunos, especialmente los saint-simonianos, eran partidarios de empresas en gran escala y de grandes proyectos de inversiones, especialmente ferrocarriles, canales y otras empresas de «servicios públicos»; otros eran antiindustrialistas y creían que los hombres no pueden vivir bien más que en pequeñas comunidades, o que no pueden realizar un trabajo satisfactorio más que en tenencias agrícolas para una familia o en pequeños talleres de artesanos. Algunos querían difundir la propiedad, otros concentrarla en una posesión común o en alguna otra forma colectiva. Algunos querían que todos los hombres tuviesen los mismos ingresos, y otros aspiraban a que la distribución se hiciera dándole a cada uno «con arreglo a sus necesidades»; sin embargo, otros insistían en que la retribución debiera ser proporcionada a los servicios prestados a la comunidad, y consideraban la desigualdad económica dentro de ciertos límites como estímulo necesario para una mayor producción, y sin embargo otros querían que todo se dejase a la libre oscilación del mercado, que los demás censuraban como algo que en realidad era poco libre a causa de la desigualdad en el poder de contrata. Algunos deseaban reducir la desigualdad de los ingresos, dentro de estrechos límites, mediante fuertes impuestos progresivos o mediante otros procedimientos; otros consideraban la acumulación de grandes fortunas como medio necesario para asegurar el ahorro y las inversiones adecuadas y con ello el progreso técnico y el aumento de la producción. Algunos querían abolir la herencia; otros consideraban ésta como indispensable para mantener la unión y continuidad de la familia y para que los negocios satisfactorios se vayan transmitiendo de una generación a otra. Algunos pedían que el Estado o la constitución garantizasen un nivel mínimo de vida y el derecho al trabajo para todos los ciudadanos, otros veían en esto la destrucción del estímulo para trabajar. Algunos deseaban que toda clase de empleo fuese posible a la mujer lo mismo que al hombre; otros, preocupados por la vida de familia y por la conservación de la raza, censuraban esas ideas como inmorales y como pasos hacia el suicidio de la raza. Algunos querían que se diese a los obreros la oportunidad de regir los asuntos económicos siguiendo líneas democráticas; otros preferían el gobierno de los técnicamente capaces sobre la multitud.
Por supuesto, no todas estas opiniones las compartían personas que pudiesen en ningún sentido llamarse «socialistas», o que se lo hubiesen llamado a sí mismas, pero todas eran compartidas por grupos que hacían o trataban de hacer revoluciones o por lo menos se agitaban para producir un cambio político y oponerse a los gobiernos y al orden establecido de su tiempo. Toda revolución, toda presión para reformar la maquinaria política era obra combinada de hombres de opinión y actitud muy diferentes, tanto respecto a las cuestiones políticas como a las económicas, y así tenía que ser; porque, incluso aparte de las diferencias entre la burguesía y los trabajadores, había grandes diferencias dentro de la misma burguesía, en parte económicas entre los grandes y los pequeños burgueses, pero también ideológicas, que se cruzaban con las divisiones económicas.
Marx, en su análisis de esta compleja situación social, como era natural en él, daba poco valor al elemento ideológico, y ponía todo el peso en los factores económicos, que eran los únicos, según él, que en último lugar contaban. Atacaba a los ideólogos por ineficaces y no realistas, como mostraron serlo en Alemania. Creía que el efecto producido por estos ideólogos era dividir las fuerzas primitivas en sectas de utopistas, en lugar de contribuir a unirlas para peticiones realizables. Como deducción lógica de su realismo vio que la tarea de la revolución, al menos en Alemania, era la de conseguir que el poder pasase en primer lugar del régimen antiguo a la burguesía, porque, mientras esto no se hiciese, sería imposible que el proletariado llegase a la madurez o luchase por sus propios objetivos con alguna esperanza de éxito. Con respecto a los asuntos ingleses quería que los «cañistas» siguiesen una política puramente proletaria y evitaran toda clase de pactos con la clase media. Esto era porque pensaba que en la Gran Bretaña ya se había realizado la revolución burguesa, de tal modo que el camino estaba ya abierto para la lucha entre burgueses y proletarios. En lo cual estaba en parte equivocado, como los hechos mostraron más tarde. La ley de reforma de 1832 no había colocado en el poder a la burguesía británica: sólo le había permitido participar en él, pero aun bajo la jefatura política del antiguo régimen, y se necesitaba otro alzamiento unido de una considerable parte de la clase media y de los obreros para ganar la segunda ley de reforma, la de 1867. En Alemania, por otra parte, Marx quería que el proletariado, tal como estaba, se uniese a la burguesía en la lucha por un cambio constitucional, y se diese cuenta de que no era posible una revolución proletaria sino después de una revolución burguesa. En Francia la situación era mucho más complicada, a causa de lo contradictorio de su historia a partir del año 1789 y de la existencia, al lado de los elementos que aún quedaban del régimen prerrevolucionario, de la tradición de la nueva aristocracia establecida por Napoleón, lo cual suponía dos aristocracias; una de las cuales era sobre todo burguesa en carácter y temperamento, y dos «partidos de orden», que sólo la amenaza de la revolución podía unir por largo tiempo.
Además, ni en Francia ni en Alemania, aunque más en Francia, estaba el proletariado todavía realmente desligado de la pequeña burguesía en medida suficiente para constituir una fuerza [11] nacional independiente. Los proletarios a quienes Blanqui se dirigió no eran más numerosos que aquellos a quienes se dirigió Babeuf una generación anterior, verdaderos proletarios en el sentido de Marx. Los obreros parisienses que formaban el apoyo principal de los centros revolucionarios no trabajaban, en su mayoría, para grandes patronos sino indirectamente. Muchos eran empleados de pequeños patronos de los que no se diferenciaban mucho, hasta el punto de que, con mucha frecuencia, eran miembros de la misma familia o tenían el mismo origen familiar; aún más trabajaban con pequeños contratistas, que a su vez eran empleados de los grandes negociantes, de tal modo que estos pequeños contratistas constituían un grupo intermedio, y a la vez explotaban y eran explotados, y que unas veces se ponían al lado de sus patronos y otras en contra de ellos, al lado de los obreros empleados suyos. El capitalismo francés todavía se hallaba más bien en la etapa negociante («merchant») que en la industrial, aunque estaba en momento de transición.
El capitalismo alemán, excepto en algunos centros, estaba entonces mucho menos avanzado. Así sucedía también al capitalismo italiano, con el resultado de que en Italia prácticamente no había ningún movimiento proletario, e incluso las sociedades secretas de Mazzini estaban en su mayor parte formadas por personas de la clase media, con sólo unos obreros en puestos directivos locales, excepto algunos centros, tales como Génova y Milán.
Marx sostenía que las incontables variantes del socialismo ideológico francés debían su fama, y su habilidad para atraer a pequeños grupos de obreros adheridos, principalmente a la ausencia de un punto central común para los obreros descontentos. El Manifiesto comunista fue un intento de proporcionar ese punto central prematuro para la masa de alemanes a quienes primeramente fue dirigido, incluso también para la mayoría de los obreros franceses. Si había un país en el cual la situación estaba en sazón para un llamamiento como el de Marx, era seguramente la Gran Bretaña; pero Ernest Jones tuvo aún menos éxito para unir a los obreros británicos del que tuvo Marx en Alemania. Se podría decir que en la Gran Bretaña el proletariado no sólo estaba a punto sino demasiado maduro. El momento psicológico para la revolución inglesa, aun en el caso de que hubiese existido, ya había pasado al rechazarse las «leyes sobre trigo» de 1846 o incluso con las medidas más moderadas de Peel de 1842.
Hasta 1848, en gran parte porque en el terreno político los obreros estaban mezclados en los movimientos de la clase media en favor de la «Reforma», el socialismo hizo sus llamamientos sobre todo con el carácter de proyectos económicos o sociales, más o menos apartados de la política. El fourierismo, el owenismo, el icarianismo de Cabet, el cooperativismo de Buchez y el socialismo cristiano inglés eran todos ellos movimientos que se proponían realizar un comienzo constructivo que no necesitase la ayuda del Estado. Los políticos radicales acusaron a todos de que trataban de distraer a los obreros de la necesidad de establecer una democracia política como base necesaria para un cambio económico. Generalmente hasta 1848 la palabra «socialismo» no sugería en la mente de los hombres la idea de movimiento político, excepto hasta que Louis Blanc y Pecqueur en la década de 1840 le dieron en Francia esta significación. Hacía pensar en un «sistema social» más bien que en una exigencia política, aunque, por supuesto, muchos de los jefes socialistas, y muchos de sus partidarios, eran también políticos radicales.
Esto aparece muy claramente en el famoso capítulo de los Principios de Economía política de John Stuart Mill, publicados por primera vez en 1848, capítulo muy alterado en las ediciones siguientes. En la segunda (1849) y en la tercera (1852), Stuart Mill amplía considerablemente el examen de las doctrinas socialistas y comunistas modificando muchas de sus críticas y hablando más favorablemente de su posibilidad práctica sobre todo respecto a los fourieristas. En todas estas exposiciones, Mill habló sólo del owenismo en la Gran Bretaña y de los principales teóricos franceses. Parece que no sabía nada del socialismo alemán, ni sus comentarios tienen ninguna relación ni con éste, ni con doctrinas como las de Babeuf o las de Blanqui. Trata sólo las formas utópicas del comunismo y socialismo sin referencia alguna a la lucha de clases; y no parece conocer las obras de Proudhon, con el cual, en varios puntos, hubiese advertido que coincidía.
Mill señala dos diferencias principales entre las doctrinas socialistas y comunistas que analiza. Algunos, dice, proceden a base de una igualdad estricta en la distribución, así como de la posesión y utilización en común de los instrumentos de producción; otros admiten la desigualdad, pero tratan de limitarla a diferencias proporcionadas al valor del trabajo individual. En segundo lugar, algunas doctrinas se basan en la defensa de pequeñas comunidades autónomas, federadas libremente en asociaciones más amplias; mientras que otras suponen la centralización de la propiedad y el control de la producción y distribución en las manos de una dirección controladora que opera sobre un extenso territorio y abarca muchas industrias y establecimientos.
En relación con la primera de estas diferencias, los saint-simonianos y los fourieristas quedan agrupados juntos de un lado, y del otro los partidarios de Cabet y otros grupos «comunistas». En relación con la segunda, los fourieristas y los owenianos están de un lado, y los saint-simonianos están a la cabeza del grupo centralista. Mill habla de Louis Blanc como si perteneciese esencialmente a los icarianos, poique pide igualdad de ingresos, y porque va más allá que ellos, cuando espera una época futura en que cada individuo no recibirá por igual, sino «con arreglo a sus necesidades». No repara en que Blanc insiste en la descentralización y en el gobierno autónomo de cada fábrica. Parece también que trata a los owenianos como partidarios de una igualdad completa en los ingresos, y la verdad es que algunos lo eran y otros no; y del saint-simonismo examina sobre todo la forma en hacer descansar su gobierno «industrial» en la elección popular, y no aquel aspecto según el cual la dirección deben ejercerla por derecho «los grandes industriales», es decir, los hombres de más capacidad técnica y administrativa.
Incluso al hablar de los comunistas, Mill, en 1849, había llegado a sostener que la lucha de acuerdo con sus planes era impracticable porque destruiría el estímulo para el trabajo y produciría un aumento irregular y rápido de la población; carecían de valor, si se hacían a base de comparar el comunismo con el orden existente. Respecto al problema del aumento de la población, había llegado a sostener que todos los planes socialistas y comunistas, o por lo menos la mayor parte de ellos, lejos de llevar a un aumento excesivo de la población, pondrían mucho más obstáculos efectivos que el capitalismo, porque cada persona vería, directamente en su propio nivel de vida y en el de sus semejantes más próximos, el resultado del aumento de bocas que habría que alimentar. En cuanto a la cuestión de los estímulos, advertía que bajo el sistema existente la inmensa mayoría de los obreros no tenía verdadero estímulo para aumentar la producción, y que, en realidad, hacía sólo lo necesario para mantener el ritmo establecido por los grupos en los cuales trabajaba, un ritmo que el patrono no podía aumentar mediante despidos, porque de este modo lo único que conseguiría, en lugar de los obreros despedidos, serían otros que se conducirían de la misma manera. Dice a continuación que los socialistas de ninguna manera desechan la emulación como una razón, y que hay muchas pruebas en el sistema existente entre hombres cultos que reciben un ingreso fijo y que trabajan bastante. Como los socialistas, era partidario de la educación general tanto como pudiera esperarse de la mayoría de las personas en una comunidad socialista. Además, argüía Mill, hay bastantes pruebas históricas de la posibilidad de llevar grandes masas de hombres hacia grandes acciones y entusiasmos movidos por estímulos no económicos, como lo atestigua la obra de los jesuitas en el Paraguay; y sería excesivo descartar la idea, por incompatible con la naturaleza humana, de que en el futuro la humanidad pueda adelantar lo bastante para prescindir por completo de los estímulos que los críticos del socialismo consideran quintaesenciales. En este punto, decía, es bueno estar bien alerta.
Sin embargo, Mill consideraba mucho más realizable las formas de socialismo que, con sacrificio del idealismo, aceptaban un cierto grado de desigualdad. Basándose en esto elogia a los fourieristas, o más bien al fourierismo, que asigna en primer lugar un ingreso básico para todos, y después distribuye el sobrante de la producción entre el capital, el talento o la responsabilidad y la cantidad de trabajo realizado. Al hablar de los saint-simonianos, criticó su idea de un directorio que asigne a cada uno un ingreso proporcionado al valor de su trabajo, y lo hizo por dos razones: porque no había un principio claro en el cual basar ese cálculo, y porque el intento de llevarlo a la práctica daría lugar a continuas disputas. Acerca del problema de la herencia, con la cual deseaban terminar los saint-simonianos, coincidía con ellos en negar que los hijos tuviesen ningún derecho natural a heredar la riqueza de sus padres; pero afirmaba que el derecho de legar era parte esencial del derecho de propiedad privada, porque un hombre puede desprenderse de lo que posee, y esto se extiende al derecho de disponer para después de morir. Lo cual significa, en efecto, que sólo la propiedad intestada pasaría a la comunidad, aparte de los impuestos sobre la herencia que el Estado pueda implantar.
Respecto a la oposición entre localismo y centralización, Mill se coloca decididamente del lado de los fourieristas y owenianos, y en contra de los saint-simonianos y comunistas. Negaba abiertamente la posibilidad misma de una planificación económica centralizada, ya fuese de los ingresos o de la producción, considerando la propuesta sólo en la forma extrema en que entonces era defendida. Creía que el socialismo tenía muchas más probabilidades de marchar bien, si estaba organizado en comunidades pequeñas y autónomas de vecinos, que si fuera centralizado. Indicó también que la idea de comunidades locales no implicaba como necesidad la vida en común: ésta era enteramente compatible con hogares separados para cada familia, gastando cada uno sus ingresos como les pareciese bien, a la vez que se desarrollasen en comunidad las actividades productoras. Elogiaba a los fourieristas, en contra de los owenianos, por aceptar esto; y también hablaba favorablemente de los experimentos franceses de producción cooperativa, que no exige vivir en comunidad fuera de las horas de trabajo. No menciona a Buchez; pero pensaba en sus ideas y en las de la comisión de Luxemburgo en su obra en favor de las «associations ouvrières» de cooperación voluntaria.
Mill también habló con simpatía, aunque no aceptándola completamente, de la idea fourierista de que la mayor parte, si no todas las formas de trabajo, pudiesen disponerse de tal manera que llegasen a ser atractivas por sí mismas. Atacaba casi todos los proyectos comunistas a base de que, a fin de resolver el problema de que se realizase el «trabajo desagradable», proponían que todos los hombres se turnasen en los trabajos necesarios. Esto, decía, acabaría con los beneficios de la división del trabajo. No creo que comprendió bien la idea fourierista de que, una vez eliminado el trabajo innecesario, toda la labor de la sociedad podría hacerse a base de elegir cada uno su ocupación con entera libertad, pasando los individuos de un trabajo a otro por su propia elección, sin estar obligados a encargarse de un empleo no adecuado a su manera de ser. Esto, por supuesto, iba unido a la opinión de Fourier de que a nadie se le debía exigir que trabajase mucho tiempo sin interrupción en la misma ocupación: no era incompatible con la división del trabajo, a no ser que se piense que esto implica el dedicarse exclusivamente a un solo oficio.
En general, Mill, en la segunda edición de su libro, habló con simpatía del socialismo. Su afirmación de que el socialismo era en gran manera preferible a la sociedad presente, ha sido citada muchas veces. Por supuesto, no significaba que Mill, cualquiera que fuese su opinión en sus últimos años, se hubiese convertido entonces al socialismo. Quería que se les diese una oportunidad a los fourieristas y a los owenianos, y a otros planeadores cuyos proyectos pudieran ser ensayados en pequeña escala; pero al mismo tiempo afirmaba que el esfuerzo principal de la sociedad debiera dedicarse a mejorar el sistema de propiedad privada y no a sustituirlo, al menos por el momento. Lo más que hubiese admitido en favor
del socialismo como remedio económico aplicable a los hombres tal como son, es que, bajo él, los obreros y todas las demás personas, si era bien aplicado, podrían disfrutar de un nivel de vida tan bueno como el alcanzado por los obreros en una situación capitalista bien dirigida, de tal modo que todo aquello de que, por encima de ese nivel, disfrutasen las clases superiores había que atribuirlo económicamente al sistema de empresa privada, no tal como era, sino tal como podía llegar a ser bajo normas y administración más inteligentes. Admitía la explotación del obrero por el mal patrono, y en realidad de la mayor parte de la clase trabajadora, bajo el régimen existente; pero creía que los males de la empresa privada podrían ser remediados, y que un sistema reformado, basado en la propiedad privada, ofrecería más ventajas a la mayoría de la gente que una solución socialista, la cual exigiría un nivel general de instrucción y moralidad más alto que el existente o el que pudiera conseguirse pronto.
Ésta era la opinión que acerca del socialismo tenía el principal economista inglés de la tradición clásica en una época en que el socialismo había sido, en sus formas utópicas, un problema candente durante una generación en Francia, o quizás debiera decirse en París y Lyon, pero no en otros sitios. A Stuart Mill no se le ocurrió examinar, en relación con su crítica de las teorías socialistas, ni la obra de los economistas ingleses socialistas de 1820 a 1840 ni el significado de movimientos obreros de masas como el «cartismo». Y es que las dos ideas no estaban relacionadas en su mente, ni en la mayor parte de sus contemporáneos de la Gran Bretaña. Y en la medida en que pudiera pensar que estaban de algún modo relacionados, las consideraba como antagónicas, teniendo en cuenta las controversias entre owenianos y fourieristas ingleses por una parte y por otra políticos radicales y «cartistas» que insistían en que la concesión del voto político era un antecedente necesario para la transformación económica de la sociedad. Del marxismo y de otras formas de determinismo histórico y de doctrina de lucha de clases, tal como se habían desarrollado en el continente y entre los desterrados en Londres, París y Bruselas, no sabía nada o casi nada; y lo que acaso conociera, no le pareció importante en el problema de los méritos del socialismo o comunismo como un posible sistema económico.
Hemos visto que los promotores de la «Liga Comunista» de 1847 eligieron este nombre, en lugar de «Socialista», sobre todo porque la palabra socialismo estaba demasiado asociada según ellos con sueños de utopías y demasiado poco con las luchas de la clase obrera. Los «socialistas» habían hecho casi todos un llamamiento en primer lugar a la fraternidad de los hombres y no al espíritu de solidaridad de clase. En opinión de Marx no todos los hombres eran hermanos: eran enemigos a causa de su clase, luchando cada uno por el poder. Mientras que los «socialistas» habían pensado en ideales, Marx había pensado en el poder, y la palabra «comunismo», aunque también tenía algo de idealismo por el uso que de ella habían hecho los icarianos de Cabet, era en todo caso mucho más inquietante. Sugería, como hemos visto, no sólo la propiedad común y el goce común de los frutos del trabajo, sino también la «comuna», una palabra que ya mucho antes de 1871 tenía cierto sabor revolucionario. La Liga Comunista tomó el nombre de Cabet y sus partidarios y se propuso darle un nuevo significado. Quisieron asustar con ella a las clases ricas, y lo consiguieron. Deseaban hacer sentir que se trataba de un movimiento surgido entre los explotados, dentro de los grupos locales de su vecindad, para poner término a la propiedad y para acabar con las injusticias, no como suplicantes, sino empleando la fuerza colectiva de los trabajadores. El proletariado, en el Manifiesto comunista, exigía no sólo igualdad con las otras clases, o el reconocimiento como clase que Flora Tristán había pedido, sino supremacía, poder sobre las otras clases, como el poder que esas otras clases habían ejercido sobre él hasta entonces. Sin duda, en cuanto a los hechos el proletariado no había realizado nada de esto; y las revoluciones europeas pronto mostrarían que el proletariado estaba lejos de poseer el poder que la Liga Comunista reclamaba para él. Su poder era potencial, no actual, y había de tardar mucho tiempo en convertirse en una realidad, en la medida que lo ha logrado. Pero la demanda se hizo, y de tal modo que parecía prescindir de toda cuestión moral y fijarse por completo en el poder; en el poder como el resultado necesario de las circunstancias y el desarrollo histórico de las fuerzas económicas que son base de las instituciones sociales.
Por consiguiente, ese poder se concebía como surgiendo, según la frase de Marx, «independientemente de la voluntad de los hombres», pero no de su capacidad para formar parte de él y para contribuir a su desarrollo. Esto lo distinguía del concepto de poder en la filosofía social de Blanqui, según el cual el poder depende menos de las fuerzas productoras que de la iniciativa y decisión de pequeños grupos de hombres. Él concepto de poder de Marx era mucho más impersonal, y por consiguiente más temible. A muchos liberales y «socialistas» liberales les hacía pensar en una multitud ciega en marcha, que no conocía más que su opresión y sus penalidades, y que avanzaba y presionaba para echar abajo toda la estructura de la sociedad existente; y, aunque muchas de estas personas habían censurado con dureza la sociedad existente, la mayor parte de ellos la consideraban como un progreso con respecto a la que la había precedido, y como una etapa en la evolución de la humanidad bajo el influjo de la creciente «ilustración» del progreso del hombre en las artes y en las ciencias y en el dominio de su medio. La idea de la fuerza que representaba no a los más ilustrados sino a los elementos menos instruidos de la sociedad, derrocando toda la estructura levantada durante siglos de esfuerzo, les asustaba. Pero, por supuesto, no era con esta luz como Marx veía la cuestión. Creía, tan firmemente como ellos, en una teoría progresiva de la historia —que el presente, aunque malo, es mejor que el pasado— y en el valor de la tradición cultural, especialmente en sus aspectos alemanes. En realidad, ni por un momento supuso que el proletariado, en su hora de victoria, echaría abajo y destruiría las grandes realizaciones del pasado. Pensaba en que transformasen, mucho más en que destruyesen, cuando hubiesen acabado con las fuerzas actuales que obstruían el proceso de transformación. Marx no veía al proletariado como un populacho hambriento y furioso que ciegamente destruía la civilización[12], sino que veía una vanguardia de personas inteligentes procedentes de clases sociales distintas, que guiaría al proletariado y le diría lo que habría de conservarse y lo que debería ser aniquilado. Disentía de Blanqui, no en la necesidad de una jefatura, sino en la necesidad de que los jefes consiguiesen una masa de partidarios antes de estar en condiciones de dar el golpe. No esperaba que las masas leyesen el Manifiesto comunista. Esperaba que lo leyesen los hombres que, ayudados por el manifiesto mismo, llegarían a ser los dirigentes de aquéllas; y tenía más fe en la inteligencia de los dirigentes naturales que existían entre los obreros educados, que en los ideólogos que trataban de ganar una batalla con la fuerza de una idea más bien que con la de un movimiento creado por la necesidad económica. Por supuesto, él era también un ideólogo, y nadie lo era más que él; pero se consideraba a sí mismo como un intérprete de fuerzas que existían independientemente de sus ideas, y poseía esa convicción completa de tener razón, que se manifiesta fácilmente en los hombres convencidos de que Dios o la naturaleza están de su lado.
En el próximo volumen, examinaré las consecuencias de este desvío en el desarrollo del pensamiento socialista durante la segunda mitad del siglo XIX. El gran factor nuevo que entró en juego durante ese período fue la difusión, en la mayor parte de la Europa occidental, del gobierno representativo basado en una ampliación del derecho al voto para dar a los Estados afectados por ella, al menos superficialmente, un elemento de democracia política. Esto planteó a los socialistas un nuevo problema. Hablando en general, antes de 1850, y en realidad también durante algún tiempo después, sólo hubo dos caminos posibles de avance hacia el socialismo como uno de los órdenes sociales a elegir. Uno de ellos era la revolución violenta; el otro la acción cooperativa voluntaria aparte del Estado. Aunque Louis Blanc entre otros lo entrevió, no había ninguna verdadera posibilidad de persuadir al Estado, sin una revolución social, para que actuase como patrocinador de los proyectos socialistas. A medida que el derecho al voto fue extendiéndose, la posibilidad de un «Estado Benefactor» basado en la presión democrática ejercida sin violencia llegó a verle poco a poco. En el volumen siguiente, veremos que Marx, en 1875, reaccionó violentamente contra esta idea, en cuanto se refería a Alemania, pero mi deseo aquí no es anticipar el examen de estas controversias posteriores, sino sencillamente indicar que, para los «socialistas», acerca de quienes he escrito en este libro, no existía realmente esta tercera solución. Paine, en la década de 1790, pudo escribir un admirable programa para el Estado Benefactor, y lo mismo Louis Blanc medio siglo más tarde, pero estos proyectos no eran sólo utópicos como las repúblicas y comunidades ideales del hombre concebidas por Fourier, Owen y Cabet: eran mucho más utópicas. Los «utopistas» podían al menos recurrir a hombres de buena voluntad, para que les ayudaran a fundar oasis de justicia y fraternidad dentro de la sociedad existente o en un Nuevo Mundo todavía en gran parte no contaminado y de posibilidades infinitas (New Harmony, Icaria, etc.). Los partidarios del «Estado Benefactor» no podrían conseguir nada sin haber democratizado antes el Estado, y en la primera mitad del siglo XIX no parecía que hubiese otra manera de conseguirlo que con la revolución social.