MAZZINI: LAS REVOLUCIONES EUROPEAS DE 1848
EN los capítulos anteriores no he dicho nada acerca de Giuseppe Mazzini (1805-1872). Sin embargo, Mazzini en su tiempo estaba considerado por muchos como un dirigente muy próximo a socialistas y anarquistas, cuyas teorías he intentado definir; y, en efecto, había un elemento común, a pesar de la declaración reiterada y apasionada de Mazzini de su hostilidad contra el socialismo. El elemento común se halla en la palabra «asociación», que ocupa un lugar central en la concepción que Mazzini tenía de la sociedad futura, y que le enlaza con otros numerosos teóricos que aceptaban, en una forma u otra, la idea del «socialismo». La diferencia esencial entre él y la mayor parte de estos pensadores, aunque no de todos, es que, mientras ellos consideraban la asociación sobre todo como un medio de organizar a la clase obrera y de habilitarla para desempeñar el papel que se le exigía en el proceso del desarrollo histórico, el concepto de asociación en Mazzini estaba inseparablemente unido con el de nacionalidad y de unidad nacional (y sin duda también con el de unidad internacional) que trasciende las diferencias de clase. En nombre de la humanidad en general y en el de la nación como una especie del género humanidad, Giuseppe Mazzini pedía la asociación; y era sumamente hostil a cualquier forma de asociación que considerase contraria al espíritu de la unidad nacional, y a una fraternidad internacional que descansase en la cooperación de los grupos nacionales. De facto, podía haber excluido de esta unidad los elementos de cada país que se colocaban frente al espíritu nacional; pero no quería tener nada que ver con cualquier doctrina basada en la unidad de clases más bien que en la de la nación. Tal fue la causa de su gran hostilidad contra el socialismo, especialmente después de que el Manifiesto comunista había expuesto una doctrina socialista basada en la lucha de clases. Consideraba a la clase media y a la clase obrera, no como fuerzas esencialmente antagónicas, sino como constituyendo dentro de cada nación partes de un grupo nacional indisoluble, y pensaba que su misión era unirlas para conseguir un objetivo común.
Por supuesto, el nacionalismo de Mazzini era profundamente italiano. Se desarrolló como protesta contra la división de Italia y contra el sometimiento de ésta, consecuencia de lo anterior, al gobierno extranjero y despótico. En teoría, reconocía en las demás naciones los mismos derechos que en los italianos y, en efecto, trató, durante su residencia en Suiza, de crear un movimiento nacionalista suizo siguiendo el modelo del movimiento de la «Joven Italia» que inició en 1831; y trató también de constituir una organización análoga, la «Joven Europa», que había de reunir a los pueblos de las distintas naciones europeas para emprender juntos una cruzada común. Sin embargo, su nacionalismo tenía curiosas limitaciones. Se negó por completo a aprobar las reclamaciones de los nacionalistas irlandeses y a considerar a Irlanda como nación, fundándose en el argumento extraño de que no podía prestar una contribución nacional específica a la causa de la humanidad. Sentía desconfianza profunda hacia Francia, incluso hacia el nacionalismo francés; y nunca pudo librarse de la idea (que existió también en el pensamiento francés y alemán) que era misión de la nación italiana mostrar a las demás el camino hacia la cultura general del futuro. Acaso todos los nacionalistas tienen más o menos que ser víctimas de estas ilusiones románticas, y de la sospecha de que las demás naciones no alcancen el mismo nivel que la propia. Es indudable que Mazzini tuvo ese defecto, casi tanto como Hegel, aunque de una manera menos desagradable.
Además de la idea de la unidad nacional, otras dos dominaron el pensamiento de Mazzini: el republicanismo y el deber. Detestaba la monarquía, temporal o espiritual, en todas sus formas, desde la legítima hasta la autocrática, y desde el poder temporal del Papa hasta el espiritual. Pero esta hostilidad hacia el gobierno de uno solo no procedía de ninguna fe en el gobierno de muchos. Rechazaba la democracia como una idea «inferior a la concepción de la época futura que los republicanos hemos de iniciar». Procedía así basado en su creencia de que la democracia era un evangelio de rebelión y no de construcción social, porque se apoyaba en la noción de derechos individuales más bien que en la de deberes, y estaba, por consiguiente, influida por el egoísmo y por el materialismo utilitarista. Como Kant, rechazaba toda la filosofía utilitarista, sosteniendo que la misión de la sociedad no era procurar la felicidad general, sino ayudar a los hombres a cumplir con su deber en la sagrada causa de la humanidad. Su filosofía estaba fundada en la idea de Dios como símbolo de la humanidad, y en servir desinteresadamente a Dios y a la humanidad como la única norma válida de la conducta social. Aunque reconocía el gran servicio prestado por la Revolución Francesa al establecer el principio de los derechos del hombre, consideraba esto como una mera preparación del camino para llegar a la idea más alta de los deberes del hombre, y sentía desconfianza hacia la Francia de su tiempo, porque le parecía que aún estaba dominada por la filosofía del egoísmo, en lugar de procurar superarlo. Esto lo aplicaba tanto a los grupos franceses de la oposición como a los que ocupaban el poder; no quería tener relación con quien sostuviese que era necesario establecer el nuevo orden a base de una organización colectiva que persigue sobre todo fines egoístas o de grupo. Quería que la «asociación», que había de ser la creadora del nuevo orden, se basase exclusivamente en motivos de pureza extrema y sin egoísmo alguno; y creía que en el concepto de nación podrían encontrarse los medios para inspirar a los hombres este idealismo. En esto se parecía a Fichte, cuya concepción del «deber» como «servicio» estaba también influida por la identificación de sí mismo con la «causa» nacional.
Sin embargo, Mazzini creía que esta concepción del deber no podría realizarse a menos que las ideas de «nación» y «república» fuesen unidas firmemente bajo la idea, no en el sentido de democracia, sino de devoción y obediencia a esas mismas ideas. Como él se consideraba servidor desinteresado de estas ideas unidas (como en efecto lo era) pudo, como jefe, exigir de sus colaboradores una obediencia absoluta a sus órdenes, considerándolas como expresión no de su propia voluntad sino de los dictados del deber. En nombre del deber no dudó en enviar a hombres a una muerte segura o a embarcar a la gente en conjuras revolucionarias sin preparación adecuada o sin esperanzas de éxito. Suave en sus relaciones personales, era duro en su propia rectitud respecto a todo asunto político, y estaba dispuesto incluso a aprobar el asesinato, aunque sólo en raras circunstancias, si la causa lo exigía. Como revolucionario fue sin duda tan duro como Marx; yo diría que aún más. Era inevitable que los dos chocasen, porque los dos trataban de organizar la revolución, pero sobre principios enteramente incompatibles. «La clase» versus «la nación» era una oposición de ideas fundamentales que no admitía transacciones.
Sin embargo, por lo que se refiere a las propuestas sociales efectivas, en las ideas de Mazzini había mucho tomado directamente de las distintas teorías socialistas que aquí han sido expuestas y estudiadas. Pensando en el futuro, Mazzini puso gran parte de sus esperanzas en la producción cooperativa. Sintió gran simpatía por la clase obrera, y censuró las teorías de los economistas clásicos con tanto rigor como los socialistas. «El trabajador —escribió— no tiene libertad para contratar; es un esclavo; no tiene más alternativa que aceptar la paga, por pequeña que sea, que le ofrece el patrono. Y su paga es un jornal, un jornal a menudo insuficiente para sus necesidades diarias, y que casi nunca corresponde al valor de su trabajo. Sus manos pueden multiplicar tres o cuatro veces el capital del patrono, pero nunca su propio salario. De aquí su incapacidad para ahorrar; de aquí la miseria sin alivio, irreparable, de las crisis económicas». Mazzini tomó gran parte de esto de Sismondi, que era amigo suyo, y también le gustaba repetir a Lamennais, del cual decía que era el único verdadero sacerdote de su generación y destinado a ponerse al frente de una gran cruzada espiritual.
«La economía —escribió en alguna parte— tiene que ser la expresión, no del apetito humano, sino de la misión industrial del hombre», es decir, del servicio que preste al prójimo. Anunció la próxima desaparición del capitalismo, y su sustitución por la «asociación». Para Italia aconsejó un gran plan de «colonización interior» para las tierras abandonadas. Quería que el Estado, el Estado nacional regenerado, se incautase de las tierras de la Iglesia, de los ferrocarriles, de las minas y de «algunas grandes empresas industriales», y que dedicase los ingresos así obtenidos a crear un «fondo nacional», que se emplearía para contribuir al desarrollo de la producción cooperativa, a organizar un sistema de educación popular y a ayudar a cualquier pueblo europeo que todavía estuviese luchando por su libertad. Pero a esto unía, como Sismondi y Lamennais, una firme creencia en las virtudes de la propiedad privada como acicate para el esfuerzo productor y como una necesidad para la libertad humana. Pero la propiedad privada no significa necesariamente propiedad individual: pensaba que la propiedad está destinada a tener cada vez más un carácter asociativo.
En último término, su doctrina social, aunque no completamente igualitaria en un sentido económico, estaba basada en la idea de una disminución constante de la desigualdad económica. Era partidario de los impuestos directos progresivos, que habrían de destinarse a fomentar el bienestar del pueblo. También quería la máxima producción posible, como medio de mejorar el nivel de vida. Aprobaba el deseo de mejora de las condiciones materiales de los demás, pero le parecía injusto empezar por la mejora de las propias. Todo lo que es bueno debe ser cuestión de deberes, y no de derechos o exigencias basados en intereses egoístas.
Por esto Mazzini sentía necesariamente horror ante la filosofía materialista de Marx y ante la idea de organizar a los obreros a base de egoísmo de clase, aunque fuese acompañada del sentido de misión histórica. En este punto era completamente intransigente, y también lo más contrario a un realista. Esperaba siempre que la masa del pueblo correspondiese a sus llamamientos idealistas y, cuando no sucedía así, le sorprendía, pero nunca se desilusionaba. Y su idealismo extremo hacía que a veces no tuviese ningún escrúpulo en cosas que extrañaba a sus admiradores. No ha de olvidarse que la primera agrupación política a que perteneció fue la de los carbonarios, y que se formó en una atmósfera de conspiración secreta y de obediencia ciega a una jefatura secreta. Cuando se aparto de los carbonarios, fundándose en que no tenían ideas claras y que eran sólo destructivas, no abandonó sus métodos: sólo trató de precisar los objetivos. Y estaba tan seguro de sí mismo que en realidad nunca pudo cooperar con otros. Sólo podía dar órdenes en nombre de la «causa». Así sucedió cuando, después de 1848, trató de trabajar con Kossuth y con Ledru-Rollin en una especie de Triunvirato europeo republicano; pero esta fase de su carrera no pertenece al período que ahora examinamos.
De los movimientos revolucionarios europeos de 1848 se ha dicho bastante aunque incidentalmente en los capítulos anteriores. No es ésta la ocasión para examinar despacio estos movimientos, en los cuales el socialismo, de una u otra clase, desempeñó sólo un papel secundario. Pero es necesario decir algo para indicar en términos generales su relación con el socialismo, en las diversas formas en que se ha presentado al estudiar a sus principales representantes. El movimiento revolucionario europeo estalló en los primeros meses de 1848, empezando en Sicilia. En Francia se inició con el levantamiento de París de febrero, que dio por resultado la abdicación del rey burgués Luis Felipe, y el establecimiento de un gobierno provisional que abarcaba a muchos grupos republicanos, con Louis Blanc como representante socialista y Ledru-Rollin como jefe de los inflexibles demócratas republicanos. Apenas habían formado los revolucionarios un gobierno provisional cuando los clubes de obreros, dirigidos por Blanqui, amenazaron con la rebelión, a no ser que se encontrase trabajo para los desocupados, y que se aplazasen las proyectadas elecciones para una asamblea nacional. El gobierno prometió reconocer el derecho al trabajo, pero retrasó las elecciones sólo unos pocos días. Celebradas en abril, resultó una mayoría reaccionaria, pues los partidos de izquierda tenían poca fuerza fuera de París. En mayo estalló la revuelta aplazada, dirigida por Barbes.
Blanqui consideraba el momento inoportuno. Pero él y sus partidarios se unieron cuando fracasaron en sus intentos para impedirla. El levantamiento fue fácilmente dominado: el gobierno provisional tomó medidas de represión, que provocaron un segundo intento por los jefes de izquierda que no estaban detenidos ni habían huido. En los «Días de junio» el general Cavaignac, a quien se le habían dado poderes dictatoriales, ahogó en sangre este segundo levantamiento, y la derrota de los izquierdistas fue completa. Los socialistas y los radicales de izquierda que quedaban pasaron a la oposición, bajo la jefatura de Alexander-Auguste Ledru-Rollm (1807-74), abogado y orador republicano. En diciembre de 1848 Luis Napoleón Bonaparte fue elegido presidente de la república por una gran mayoría sobre Cavaignac, habiéndole votado la mayoría del centro y de la izquierda, confiadas en sus promesas democráticas. La Asamblea Nacional, que se reunió en mayo de 1849 para hacer una nueva constitución, estaba dominada por elementos de derecha, y las manifestaciones populares que contra ella hubo en París fueron fácilmente disueltas. Los restantes socialistas y radicales hicieron todo lo posible para oponerse a que Luis Napoleón subiese al poder y especialmente a su política de intervención contra la república romana de Mazzini; pero todo fue inútil. Ledru-Rollin, como antes Louis Blanc, fue a Inglaterra como emigrado: Luis Napoleón afirmó su influencia, y a fines de 1851 estaba en condiciones de dar su golpe de Estado y de proclamarse emperador con el título de Napoleón III.
Mientras tanto, la revolución había seguido su marcha calamitosa en otros varios países. En Italia, al levantamiento de Sicilia siguieron en los primeros meses de 1848 levantamientos y demostraciones en otros Estados y regiones, incluyendo Nápoles, Toscana, Lombardía, Venecia y la misma Roma. Presionado por el sentimiento popular, Carlos Alberto de Piamonte declaró la guerra a Austria, pero fue derrotado en julio, y concertó la paz. El rey de Nápoles y de Sicilia revocó las constituciones napolitana y siciliana, que se había obligado a otorgar. La Toscana se mantuvo firme, proclamando una república; el Papa huyó de Roma, y una asamblea constituyente, a la cabeza de la cual estaban Mazzini y Garibaldi, declaró que había acabado con su poder temporal. Carlos Alberto reanudó la guerra contra Austria, pero a principios de 1849 fue completamente derrotado en Novara: abdicó en favor de su hijo, Víctor Manuel, que tuvo que hacer la paz. El general austríaco Haynau reprimió brutalmente un levantamiento en Lombardía. Los austríacos se apoderaron de Venecia, y el levantamiento de Sicilia fue dominado por el rey de Nápoles. Mientras tanto, en Roma, Mazzini y Garibaldi habían proclamado la república; pero los franceses, a pesar de sus promesas de no intervención, enviaron un ejército contra los romanos, y Roma se les rindió en julio de 1849, después de un sitio largo y heroico. La revolución italiana había terminado.
En Alemania la revolución empezó en Badén en marzo de 1848. En Berlín hubo desórdenes. El rey de Baviera tuvo que abdicar. La asamblea nacional de Frankfort, convocada para dar una nueva constitución a Alemania, se reunió en mayo y continuó abierta hasta mediado 1849, pero no realizó nada. En septiembre de 1848 los levantamientos que se produjeron en Prusia y en Baden fueron derrotados. La asamblea prusiana, que había trabajado en una nueva constitución, quedó disuelta en noviembre. En abril de 1849 la asamblea de Frankfort ofreció la corona de Alemania al rey de Prusia. Cuando se negó a aceptarla, desapareció el ala derecha de la asamblea. En los meses siguientes hubo sublevaciones en Sajonia, en el Rhin, en el Palatinado y en Baden, pero todas fueron derrotadas totalmente. El «Rump» de la asamblea de Frankfort se retiró en mayo de 1849 a Württemberg, y al mes siguiente se trasladó a Suiza. Esta evacuación señala el final de la revolución alemana.
En Austria-Hungría la revolución empezó en marzo de 1848 con un levantamiento popular en Viena. Mettemich huyó, y el emperador prometió una constitución y aceptó las peticiones de los húngaros para realizar reformas amplias. Un ministerio húngaro, presidido por Louis Kossuth, abolió el feudalismo, y se dispuso a establecer un régimen constitucional. Los croatas, temiendo la opresión magiar, se opusieron a los húngaros: Jellacic fue nombrado gobernador federal, y atacó a Hungría, pero fue rechazado. Viena se sublevó otra vez, en ayuda de los húngaros, pero cayó en manos de Jellacic, y el emperador, que había huido, regresó. Jellacic marchó otra vez en contra de Hungría, y Viena se sublevó de nuevo, pero fue recobrada. El emperador abdicó en favor de su sobrino Francisco José; y la reacción volvió a dominar en Austria. Un intento de rebelión checa fue dominado en el verano; y un levantamiento en Cracovia tuvo el mismo fin. Los húngaros, todavía sin someter, proclamaron en abril de 1849 la república, bajo la jefatura de Kossuth, pero fueron derrotados. Kossuth dimitió en agosto, y huyó a Turquía, desde donde se trasladó más tarde a Inglaterra y después a América. A Hungría se le privó de todos los derechos constitucionales. La revolución de Austria-Hungría también había terminado.
En Holanda, Bélgica y Suiza hubo reformas constitucionales moderadas, sin revolución. En Irlanda hubo un levantamiento tan pequeño y que tan fácilmente fue dominado, que apenas merece tenerlo en cuenta. En la Gran Bretaña no hubo más que una manifestación «cartista», que señaló el final del «cartismo» como fuerza popular efectiva. A fines de 1850 todo había terminado, y en todas partes las fuerzas de la revolución estaban derrotadas.
¿Cuánto socialismo hubo en las revoluciones europeas de 1848? Excepto en Francia, casi nada; e incluso en Francia, los socialistas nunca pudieron representar más que un papel secundario. Por supuesto, en todos los países en donde hubo un levantamiento o una mera manifestación, la clase obrera proporcionó la mayor parte de las masas que salieron a la calle, o de los contendientes cuando se produjeron verdaderos combates. Pero, salvo en París, donde los socialistas solos, de varios matices, dominaban gran parte de la clase obrera, los trabajadores que tomaron parte en los levantamientos no eran más socialistas que los jefes de la revolución. En todas partes los grandes movimientos de 1848 fueron sobre todo constitucionalistas, con una fuerte mezcla de nacionalismo en Italia, Alemania y Austria-Hungría. La clase obrera apenas estaba organizada como una fuerza distinta, excepto en París y en Lyon, y no en el resto de Francia.
El movimiento húngaro y el italiano fueron casi solamente nacionalistas, excepto en el Sur de Italia, en donde fueron más constitucionalistas que antiaustríacos. Los movimientos alemanes fueron muy confusos; pero en ninguno de ellos desempeñó parte muy importante el influjo obrero o socialista, ni siquiera en el Rhin, a pesar de los esfuerzos de Marx para dar al ala proletaria conciencia de su diferencia con la burguesía. Marx, cuando vio que las revoluciones europeas se aproximaban, pensó que en la mayor parte de Europa la revolución burguesa, ayudada por la pequeña burguesía y por los obreros, conseguiría derrocar las formas antiguas de autocracia y de aristocracia feudal; pero que la burguesía triunfante pronto tendría dificultades con la vacilante pequeña burguesía y con la clase obrera. La oportunidad para los obreros de hacer una segunda revolución de carácter proletario, esperaba Marx que se presentase muy poco después de la victoria de los burgueses. Pero en realidad la revolución burguesa fracasó pronto, en parte por su propia incompetencia, y así la oportunidad que Marx esperaba nunca se presentó. No tiene objeto ponerse a pensar hasta qué punto su victoria, en el caso de haberla habido, habría preparado el camino, como Marx esperaba, para un levantamiento victorioso del proletariado contra los nuevos dueños del Estado.