Capítulo XXIII

MARX Y ENGELS: EL MARXISMO HASTA 1850

LA odisea intelectual de Carlos Marx hasta la redacción del Manifiesto comunista se narra en su prefacio a la Crítica de la economía política, que publicó en 1859. Allí cuenta que su estudio principal en la universidad fue la jurisprudencia, el cual siguió, sin embargo, en segundo lugar en relación con los estudios de filosofía e historia. Siguió estos cursos primero en Bonn y después en la universidad de Berlín, de la cual Fichte había sido el primer rector, pero que después había caído bajo el dominio de la poderosa personalidad de Hegel. En Berlín, Marx llegó a ser miembro de] círculo de los «jóvenes hegelianos», íntimo de Bruno Bauer, de Koppen y del resto del grupo que daba una interpretación «izquierdista» a la doctrina idealista de Hegel. En 1841 recibió, en Jena, el grado de doctor, y no en Berlín porque podía decir más libremente lo que quisiese en una universidad que estaba menos directamente dominada por la censura oficial. Estuvo entonces en relación estrecha con Bruno Bauer, y pensó reunirse con él en Bonn, en donde enseñaba, y colaborar con él en una nueva revista filosófica. Pero Bauer perdió su puesto a causa de sus ataques a la religión ortodoxa, y en lugar de ir a Bonn, Marx al fin se estableció como colaborador de Arnold Ruge, que desde 1838 había dirigido el Hattische Jahrbücher, en el cual había publicado todo lo que había emprendido sobre los escritos de los «jóvenes hegelianos» de izquierda. En 1841, las dificultades que tuvo con la censura hicieron que Ruge se trasladase a Dresde, en Sajonía, en donde publicó el Deutsche Jahrbücher en lugar de su obra anterior. Marx accedió a colaborar, pero el censor intervino de nuevo, y Ruge decidió publicar en Suiza un volumen de Anécdota Philosophica que contenía los artículos que no se había atrevido a publicar en Alemania. Entre éstos debería ir la aportación de Marx; pero Marx tardó en escribir lo que había prometido, y estuvo a punto de entregarse la Anécdota a la imprenta sin incluirle. Cuando todavía estaba trabajando en sus proyectados artículos, surgió otra oportunidad. En enero de 1842 un grupo de liberales de Colonia fundó la Rheinische Zeitung, y Marx fue invitado a colaborar. En octubre recibió el nombramiento de director, a la edad de 24 años. A principios del año siguiente el periódico se suspendió, y Marx se encontró nuevamente sin colocación; pero no sin que antes, como editor, hubiese reñido con los «jóvenes hegelianos» de Berlín por haberse negado a publicar algunos artículos de éstos en el periódico. En realidad tuvo muchas dificultades con el censor prusiano, con los liberales que le ayudaban financieramente y con los «jóvenes hegelianos», que estaban entonces interesados en seguir las huellas de la religión cristiana y también las de la burguesía alemana.

Después de dejar la Rheinische Zeitung, Marx decidió unirse a Arnold Ruge para publicar un sucesor del Deutsche Jarhbücher, que aparecería fuera de Alemania. Al fin fue elegido París como lugar, de la publicación y el título de Deutsche-französische Jahrbücher. Marx se casó con Jenny von Westphalen en junio de 1843, y en noviembre se estableció con ella en París.

Sólo un número del nuevo «Anuario» llegó a publicarse, en 1844, incluyendo escritos de Heine, Feuerbach, Herwegh, Hess y Bakunin, y así como de Engels y de Marx. En París Marx conoció a Proudhon y a otros jefes del socialismo francés, y fue cuando por primera vez llegó verdaderamente a conocer las doctrinas de los socialistas franceses. También conoció a Engels, que acababa de tener la experiencia de Manchester, y que estudiaba seriamente las doctrinas y la situación económica de Inglaterra. Después vino, en 1845, su expulsión de París por el gobierno francés y su traslado a Bruselas, donde trabajó, como hemos visto, en colaboración con Engels, en sus ataques contra los ideólogos alemanes, y conoció a Wilhelm Weitling. En Bruselas escribió la Miseria de la filosofía, atacando a Proudhon y ofreciendo por primera vez una exposición general de sus nuevas teorías económicas; y después fue, a ruego de Engels, a tomar parte en la fundación, hecha en Londres, de la Liga comunista.

Aún antes de que saliese desterrado de Alemania, recibió ya el influjo profundo de Ludwig Feuerbach (1804-72), que publicó en 1839 su Crítica de la filosofía hegeliana, y en 1841 su obra más famosa, La Esencia del Cristianismo, que más tarde fue traducida al inglés por George Eliot (1854). Feuerbach fue, más que nadie, el filósofo que quitó al idealismo hegeliano el lugar de predominio en el pensamiento alemán, y lo sustituyó por el aspecto materialista, al insistir en que el punto de partida de toda filosofía y de todo pensamiento social no ha de ser ni Dios ni la «Idea», sino el hombre. No es el momento de hacer un examen completo de la contribución de Feuerbach a la filosofía. Es pertinente hablar aquí de él sobre todo por el influjo profundo que ejerció tanto en Marx como en el pensamiento socialista alemán en su conjunto. Como muchos otros filósofos, alemanes de las décadas de 1830 a 1840 Feuerbach se ocupó principalmente de la crítica de la religión y de juzgar el lugar que ocupa en la mente. Pensaba que la religión era esencialmente un medio para satisfacer profundas necesidades humanas; pero como hemos visto, consideraba su elemento teológico como una simple proyección por la imaginación del hombre mismo. El hombre, decía, ha hecho a Dios a su propia imagen[10], y el problema que se presenta a la humanidad es el de hallar un sustituto a la teología (anticuada por el progreso del conocimiento científico) que satisfaga la necesidad de un ideal. Este objeto de devoción creía encontrarlo en el hombre mismo concebido, no individualmente, sino en sus relaciones sociales, mediante las cuales trascendía sus limitaciones individuales y podía identificarse con algo a la vez más grande que su propia naturaleza y no exterior a él. El amor del hombre por la humanidad llegó a ser la proposición principal de la filosofía de Feuerbach. Su «materialismo» consistía, en esencia, en esta sustitución de Dios por el hombre, como el punto de partida de todo pensamiento filosófico realista. Feuerbach no dijo que el cuerpo y el alma fuesen lo mismo, o que el alma no era más que el cerebro; sino que afirmó que no podía haber espíritu sin cuerpo, y que era necesario partir de la concepción del hombre como una mente en un cuerpo, más bien que de cualquier dualismo de materia y espíritu. No llegó al punto de formular filosofía política determinada deducida de esta doctrina, y mucho menos un programa socialista; pero influyó profundamente para que fuesen hacia el socialismo muchos filósofos jóvenes que se habían formado en el medio hegeliano, y que adoptaron con entusiasmo su «materialimo» como medio para escapar de la metafísica antidemocrática de Hegel. La influencia profunda que ejerció sobre Marx puede verse en las Tesis sobre Feuerbach, que Marx compuso cuando trataba de poner orden en su propio pensamiento; y Engels, en su breve obra acerca de Feuerbach, más tarde afirma la importancia que la doctrina de éste tuvo en el desarrollo de su filosofía y en la de Marx.

Sin embargo, Marx no estaba destinado a encontrar su lugar permanente en el evangelio de Feuerbach de amor del hombre por sus prójimos. Este evangelio, tal como fue desarrollado por sus contemporáneos, le parecía que llevaba a un punto de vista completamente abstracto. «El hombre» y «la sociedad», como categorías generales, no le satisfacían tan pronto como, al salir del medio altamente filosófico en que se había formado, se vio obligado en 1842, como director del Rheinische Zeitung, a tratar problemas económicos concretos. En aquel tiempo, apenas sabía nada de economía, ni teórica ni práctica: incluso las ideas socialistas le habían llegado sobre todo en la forma abstracta en que las tradujeron los «jóvenes hegelianos». En 1842 apareció el importante libro de Lorenz von Stein Socialismo y comunismo en la Francia contemporánea, el primer estudio extenso de socialismo francés escrito por un alemán. Marx debió leerlo en seguida que se publicó. Stein daba gran importancia al desarrollo del proletariado como producto de la industrialización, y anunciaba que lo que había sucedido en Francia como resultado de su desarrollo se extendería a otros países a medida que el capitalismo se desarrollara más. Describía la marcha de la lucha de clases en la sociedad francesa, y presentó un bosquejo de una interpretación económica de la evolución histórica, con las clases como materalización de las fuerzas económicas. Stein, sin embargo, no obtuvo de su estudio las conclusiones a que Marx llegaría pronto. Stein miraba la reforma social desde arriba, como un medio de comprobar el crecimiento del malestar entre la clase obrera. Su objetivo era una monarquía que asegurase buenas condiciones a los obreros, consiguiendo de esta manera su lealtad. No era hostil a la burguesía ni al desarrollo del capitalismo. Creía en un «Estado Benefactor» organizado mediante la armonía entre las clases sociales, manteniéndose el Estado fuera de las diferencias de clase como un poder superior y conciliador. Éste era el tipo de doctrina que Marx, en el Manifiesto comunista, atacaría como «socialismo feudal». Pero el análisis que Stein hizo de las fuerzas sociales no era menos importante porque sus conclusiones fuesen conservadoras y antirrevolucionarias. Marx no lo menciona en la historia que hace de su propia evolución mental en el prólogo a la Crítica de la economía política; pero esto no quiere decir que la obra de Stein no contribuyese al desarrollo de sus ideas.

En el prólogo, Marx dice: «En 1842-43 siendo redactor de la Rheinische Zeitung me vi por vez primera en el trance difícil de tener que opinar acerca de los llamados intereses materiales». La forma misma de la frase indica su alejamiento filosófico. Continúa diciendo que, al mismo tiempo que como director tenía que ocuparse de cuestiones concretas referentes a asuntos como la situación de los aldeanos del Rhin y la controversia nacional acerca del librecambismo y el proteccionismo, «la Gaceta del Rhin dejaba traslucir un eco del socialismo y del comunismo francés, teñidos de un tenue matiz filosófico». Marx desdeñaba estas vagas ideas, pero tuvo que admitir, al ocuparse de ellas, que no conocía lo bastante el asunto para aventurar un juicio independiente. Al llegar a este punto no dice cuánto le ayudó a poner en claro sus ideas el haber sido presentado a Engels y la visita que hizo a Inglaterra guiado por Engels, aunque, pocas páginas después, rinde tributo a la colaboración de Engels para ajustar cuentas con los ideólogos alemanes y al dirigir su atención hacia el estudio de la teoría económica. Pero lo que sobre todo había hecho Engels era abrir de una vez los ojos de Marx a los hechos de la vida.

Sin embargo, Marx no lo veía así. Le parecía mucho más importante que durante los años que van de 1843 a 1846 había «ajustado cuentas» con los ideólogos, entre los cuales se había formado, y, especialmente, que había hallado una posición que le permitiría librarse de la concepción hegeliana del Estado. Dice en el prólogo a la Crítica de la economía política, que empezó con una revisión crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, que contiene la exposición de Hegel de] Estado como manifestación de la razón y como dueño de un derecho ilimitado sobre los hombres. La primera parte de la crítica que Marx hizo de Hegel apareció en el número único del Deutsch-französische Jahrbücher de 1844. Estos estudios, dice, lo llevaron, al «resultado de que tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden comprenderse por sí mismas ni por la llamada evolución general del espíritu humano», como los jóvenes hegelianos, incluyendo entonces a Moses Hess, trataron de explicarlas. Por el contrario, llegó a la conclusión de que esas formas radican, por el contrario, en las condiciones materiales de vida, cuyo conjunto resume Hegel… bajo el nombre de «sociedad civil». Ésta es una alusión a la distinción que hace Hegel entre «el Estado», como cosa puramente racional, y todo el resto de la estructura social, que según la opinión de Hegel obedece a una ley inferior de utilidad, excepto en la medida en que el Estado le da un objetivo y dirección racionales. De este modo Marx iba apartando sus ojos del «Estado» de Hegel y dirigiéndolos hacia la estructura real de la sociedad como un mecanismo en marcha: «La anatomía» de esa «sociedad civil», sigue diciendo, «hay que buscarla en la Economía política».

Engels, dice Marx luego a sus lectores, «llegó a las mismas conclusiones que yo por caminos diferentes», y prueba de ello es su libro sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra. En Bruselas los dos trabajaron juntos, fijando lo esencial de su doctrina común, siendo frecuente que Hess examinase cuestiones con ellos, y que, en gran parte, coincidiese con sus opiniones. Marx, en el prólogo tantas veces citado, resume estas conclusiones en un par de páginas memorables, pero demasiado breves, páginas tan concentradas que lo único que se puede hacer es copiarlas completas, aunque hayan sido citadas antes.

En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica, se revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas revoluciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. Y del mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí, no podemos juzgar tampoco a estas épocas de revolución por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues, bien miradas las cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso, en la formación económica de la sociedad, el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por tanto, la prehistoria de la sociedad humana.

Este notable pasaje es casi todo lo que Marx dijo a sus lectores (aparte de lo que escribió en el Manifiesto comunista) acerca de las bases absolutas de su doctrina. Sobre él, para servimos de su misma expresión, se ha construido sin duda una enorme «superestructura». Aunque las frases de Marx están definidas con rigor, dejan abierta a la duda gran parte de su significado. Lo que él quiere decir es claro hasta cierto punto. En primer lugar insiste en que lo que el hombre piensa y como lo piensa está muy influido por las condiciones en las cuales vive. Esto que parece claro ahora no lo era para los filósofos alemanes que Marx rechazaba, los cuales buscaban respuestas absolutas (no dependientes del tiempo ni del espacio) a la cuestión de cómo debería estar organizada la sociedad perfecta y cuál debería ser el contenido de las creencias morales y del código de conducta del hombre racional. En segundo lugar, Marx decía que, de las condiciones en las cuales vive el hombre, las que con mucho son las más importantes y sin duda las determinantes de las otras son las condiciones económicas, a las cuales, con su carácter fundamental, les da el nombre de «fuerzas de producción». Hasta cierto punto, esto es ahora también un lugar común que todo antropólogo acepta, o quien se dedique a estudiar historia universal. No sucedía así en la época de Marx, aunque muchos pensadores, por lo menos desde el siglo XVIII, habían puesto de manifiesto el influjo del medio sobre las instituciones y sobre los mores de diferentes pueblos. En lo que Marx iba más allá de esos predecesores (Montesquieu, Rousseau, Owen y muchos otros) era al aislar el medio económico de los demás factores del medio como determinante fundamental. Esto era una negación de que fuesen acertadas afirmaciones como la de Owen de que las instituciones sociales malas daban lugar a malos caracteres. Las malas instituciones, decía Marx, no son la causa original, sino ellas mismas productos de fuerzas económicas. Es inútil, afirmaba, limitarse a llamarlas malas: lo esencial es comprender por qué existen.

Las instituciones existen, sostiene Marx, porque las «fuerzas de producción» provocan su nacimiento quiéranlo o no los hombres. En cualquier etapa del desarrollo de las «fuerzas de producción» debe existir alguna clase de organización social que controle su uso. Los hombres tienen que establecer reglas acerca de esto y tratar de que se cumplan. Tienen que llegar a organizarse en grupos de cooperación para realizar la obra de la producción; y esto supone un orden regularizado para las relaciones de trabajo entre hombre y hombre. Tienen que establecer quién ha de hacer uso de los medios de producción incluyendo la tierra con sus campos, pastos, minas y bosques, así como los instrumentos que los hombres mismos han hecho. Es necesario que haya un sistema de las relaciones de propiedad, lo mismo que un sistema para organizar el trabajo. Estos sistemas, dice, no están determinados por la libre voluntad del hombre, sino, en general, por la naturaleza de los medios de producción de que dispone el hombre en un lugar y en un tiempo determinados. Las «fuerzas de producción» determinan las «relaciones de producción».

Pero las «relaciones de producción», determinadas de este modo, deciden además otras muchas cosas. La forma en que los hombres están organizados para el trabajo, la forma en que tienen propiedad, da lugar a una estructura social que decide cuáles han de ser las relaciones mutuas de los hombres no sólo mientras trabajan, sino en otros aspectos de su vida en común. Estos factores elevan a algunos y rebajan a otros no sólo en su trabajo, sino también en su situación y lugar en la vida común. Dan lugar a las clases, las cuales Marx sostiene que pueden ser definidas sobre todo desde el punto de vista de sus diferentes relaciones con la estructura de la producción. Las que aparecen como diferencias sociales son fundamentalmente diferencias económicas, que dependen y que varían con las condiciones en las que se realiza la producción.

Ésta es una opinión discutible. Es claro (claro para nosotros, que vivimos en el siglo XX) que contiene mucho de verdad. No parece fácil que en nuestros días haya alguien que niegue que las estructuras de clase, características de las comunidades modernas, son en gran parte producto de las fuerzas económicas; por ejemplo, que la clase media y la clase obrera, tanto por su carácter general como respecto a los subgrupos que las componen, son hijas de lo que llamamos la revolución industrial y de las transformaciones que ha causado en el trabajo y la técnica que es necesario conocer para controlar las nuevas fuerzas de producción. Lo que es menos cierto es que las estructuras de la edad preindustrial sea posible explicarlas por causas económicas, e incluso, si, en los tipos más primitivos de sociedad, la categoría «económico» puede, sin anacronismo, distinguirse de otras, tanto como puede serlo en las sociedades modernas, y también si a los factores militares no se le ha de atribuir más de lo que Marx pensaba como influjos formativos en la estructura de clases. Ni, por supuesto, aceptarían todos la interpretación de Feuerbach de que las creencias religiosas son resultado de un proceso de «proyección» de la mente humana, o el desarrollo de la opinión de Marx, que considera a la religión, lo mismo que a las demás partes del complejo social, como debida en último término al influjo de las condiciones económicas.

La teoría de Marx a veces es llamada «materialista» y a veces «económica». Las dos palabras indican una prioridad de las necesidades satisfechas con bienes físicos: alimentos, vestidos, habitación, etc., con relación a las necesidades que exigen una satisfacción no material, como la necesidad de conciliar un medio posiblemente hostil y que se considera puede ser influido practicando un rito o la necesidad de confraternidad. Por supuesto, en cierto sentido, los hombres tienen que alimentarse para vivir; pero ¿y en el caso de que prefieran morir a vivir sin la satisfacciones de ese segundo tipo? Los antropólogos modernos están mucho menos dispuestos que Marx a aceptar explicaciones económicas para toda la conducta fundamental de los pueblos primitivos, y del mismo modo los psicólogos modernos se niegan a aceptar el «hombre económico». No es evidente por sí mismo, ni lo prueba la inducción que, según la expresión de Engels, «el hombre come antes que piensa». Se puede con razón preguntar: «¿Cuánto necesita comer antes de ponerse a pensar?»; e incluso: «¿Podría comer sin haber pensado absolutamente nada?». En todo caso el problema de prioridad es mucho más complejo de lo que creían Marx y Engels. Actualmente los marxistas suelen preferir la palabra «materialista» a la palabra «economía» para designar la concepción marxista de la historia: acaso esto se debe a que la palabra «materialista» permite con más facilidad tener en cuenta factores no económicos, cuando se entiende que incluye a los hombres y la mente de los hombres, dentro del mundo de fuerzas materiales.

Sin embargo, estas cuestiones, en relación con la parte principal de la teoría marxista, sólo son secundarias, aunque plantean problemas fundamentales en relación con toda la actitud de Marx respecto a los «valores». Lo que la exposición que hace Marx de su teoría general deja muy incierto se refiere a la significación precisa que ha de darse a la expresión «fuerzas de producción», y al proceso mediante el cual se supone que estas fuerzas se desarrollan. En primer lugar, parece que Marx supone que las «fuerzas de producción» actúan con independencia de la voluntad humana. ¿Pero sucede así? ¿Es verdad que los hombres no pueden poner ningún obstáculo al desarrollo del conocimiento humano, del cual depende evidentemente el avance de las «fuerzas de producción»? Una «fuerza de producción» no surge espontáneamente del medio no humano que rodea al hombre, ni Marx suponía que fuera así. Es el resultado de que los hombres aprenden algo acerca de las fuerzas naturales y de la manera de dominarlas y de aplicarlas para usos humanos. El avance de la fuerza de producción es el avance del conocimiento humano en la adquisición y uso de las cosas que existían antes de que el hombre aprendiese a utilizarlas, pero no fueron «fuerzas de producción» hasta que el hombre las descubrió como tales. En realidad las cosas llegan a ser fuerzas de producción sólo cuando el conocimiento de su empleo se ha difundido lo bastante para que sea posible su aplicación, y sólo si ese conocimiento o los medios de utilizarlo no se lo impiden al hombre mediante el poder de la superstición o de arraigados prejuicios o de intereses dotados de fuerza suficiente.

Marx parece suponer que esos obstáculos serán dominados, como lo han sido cada vez más en el Occidente desde el siglo XVI en adelante. ¿Pero fueron vencidos en China o en la India o en gran parte del mundo salvo por el influjo del Occidente en estos países? ¿No existe en Marx, respecto a la marcha de la historia universal en su conjunto, la tendencia a personificar la fuerza del proceso económico y a dotarla de una especie de voluntad propia independiente de la voluntad de los hombres? Y si no es esto ¿no tiende a la confusión al considerar a veces la mente humana como parte de la fuerza de la naturaleza y a veces como una cosa movida desde el exterior por esa misma fuerza? Más crudamente: ¿no concibe a veces «las fuerzas de producción» como carbón y hierro, vapor y agua y otras cosas exteriores al hombre, y otras veces, sin cambio de significado franco y consciente, como el poder del hombre sobre el carbón y el hierro, el vapor y el agua y las otras cosas externas que maneja para sus fines?

Estas cuestiones están en relación estrecha con el carácter del «materialismo» de Marx. Él y Engels se llamaban a sí mismos «materialistas», sobre todo, porque querían rechazar la doctrina idealista de los hegelianos, los cuales consideraban las cosas como menos reales que las «ideas» e incluso, a la manera de Platón, como sus copias imperfectas. Querían afirmar, de acuerdo con Feuerbach, que el ser es anterior a la conciencia, y no lo contrario. Pero el «ser» para el cual piden prioridad incluye al hombre, no sólo como cuerpo, sino también como mente. Feuerbach había tratado de superar el antiguo dualismo de cuerpo y alma, materia y espíritu, afirmando la unidad esencial de los dos, la unidad cuerpo-espíritu, y negando, no la existencia del alma o espíritu, sino la posibilidad de que exista si no es en un cuerpo. Ésta era también la posición de Marx; tanto él como Engels, por consiguiente, se esfuerzan una y otra vez en distinguir su doctrina de la que llaman «crudo materialismo» y también de la opinión de Spinoza que concibe la materia y el espíritu como atributos infinitos de la realidad que obedecen a leyes diferentes. Eran acentuadamente «monistas»; pero eran materialistas sólo en este sentido especial de negar la existencia independiente del espíritu sin la materia.

«Los hombres hacen su historia», dice Marx, además de afirmar que las relaciones de producción en que entra el hombre y que dan forma a su historia se establecen con independencia de su voluntad. ¿Pueden ser verdaderas las dos afirmaciones? Sólo si concibe a los hombres de manera que hagan su historia bajo una ley necesaria impuesta sobre ellos y que regula la marcha de su conocimiento y de la aplicación de éste a las artes prácticas de la vida. Sólo si existe una necesidad, que es madre universal de la invención, de tal manera que todo lo que produce el hombre se considera como respuesta necesaria a las condiciones que plantean el problema. Pienso que Marx creía que existía esa necesidad; y con respecto a la historia de la sociedad occidental a partir del Renacimiento, tenía razón al menos en general. Por otra parte, ésta era la historia que realmente le interesaba, porque de ella deriva la situación actual en la cual fue llamado a actuar. A base de esto generalizaba acerca de toda la historia. No es de extrañar que lo hiciese así; porque de las leyes universales de la historia se ha hablado mucho desde el siglo XVIII, y era como un aire que intoxicaba. Hegel había sido el autor de una de estas vastas generalizaciones, la más vasta de todas, al representarse la «historia» como la marcha de la Diosa razón en la tierra. Marx quería apartarse de Hegel hallando una generalización igualmente amplia que lo librara de este idealismo, y que le permitiese pensar con fruto acerca de los problemas actuales de la sociedad como defensor de los oprimidos y no para deificar la opresión. Elaboró esa generalización y le dio resultado para sus fines prácticos. Si se le hiciese la objeción de que no era verdadera ni sub specie aeternitatis ni para todos los tiempos y lugares, podría contestar que el pensamiento es válido sólo dentro de las limitaciones de la situación histórica del pensador, y como una interpretación de la experiencia actual y guía para la acción en circunstancias especiales, y que en este respecto su generalización era bastante verdadera, porque respondía a la cuestión que necesitaba ser contestada en el tiempo y en el lugar en que él vivía.

En otros términos, Marx lo que realmente buscaba era una «hipótesis útil», más bien que un dogma. Aunque era con frecuencia «dogmático», en el sentido popular del término, no creía en dogmas en sentido propio. Decía a sus contemporáneos no tanto «esto es verdad» sino cómo, con el espíritu de un investigador social, «ésta es la manera de hacerlo». Trataba de encontrar una fórmula a fin de organizar y disciplinar para fines prácticos el poder de clase del proletariado. Como grito de guerra, la idea de la «misión histórica» del proletariado era indudablemente muy atractiva; y Marx comprendió que debía hacer uso pleno de ella.

Pero no quitó fuerza a su llamamiento su creencia en que la victoria del proletariado era inevitable. ¿Por qué se han de esforzar los hombres para defender una causa que ha de triunfar aunque no hagan nada por ella? ¿No lleva la opinión de Marx al fatalismo y no a la acción? Él no pensaba así. Por el contrario, censuró como fatalistas a los filósofos cuyas opiniones combatía. Lo que conducía al fatalismo, en su opinión, era la doctrina que exaltaba la «Idea» por encima del hecho, la razón por encima del movimiento de los hombres en relación con sus asuntos diarios. Los ideólogos, indicaba, están siempre echando agua fría a las reformas que suponen transacción y a los movimientos que consideran que están mezclados por motivos egoístas. Esto les lleva a mantenerse al margen de las luchas contemporáneas, en lugar de tomar parte en ellas y de tratar de utilizar toda la fuerza social efectiva que pudiesen dirigir hacia fines buenos. A Marx no le importaba actuar con armas imperfectas: era lo bastante realista para saber que no había otra manera de llegar a hacer las cosas. Y también era lo bastante realista para comprender que la creencia en la seguridad de la victoria hace que los hombres luchen más, y que no se retiren del combate. Esto, sin duda, es ilógico, pero, no obstante, parece psicológico. Toda la historia posterior del marxismo lo muestra; y mucha gente lo sabía antes que Marx. Los guerreros antiguos no se marchaban a casa cuando creían que el «Dios de las batallas» luchaba en favor de ellos, sino que luchaban aún más.

Feuerbach, al decir que lo característico de la religión era que tomaba sus formas de la proyección de sí mismos que los hombres hacían fuera de sí mismos, de ningún modo negaba que la religión, en una forma u otra, fuese necesaria a los hombres. Hubiese querido, como Comte más tarde, poner la religión de la humanidad, del hombre como ser social, en lugar de la religión teológica. Mane, al considerar que las formas religiosas dependían de los factores económicos, ni afirmaba ni negaba la necesidad del impulso religioso. Se limitaba a decir que las religiones existentes eran religiones de clase, formadas a imagen de las estructuras económicas de clase. En su llamamiento a los trabajadores del mundo para que se uniesen, formulaba, si no una nueva religión proletaria (eso es cuestión de terminología), en todo caso un evangelio que habría de satisfacer al elemento del espíritu humano que ya antes había recurrido a la religión, de tal modo que reconciliase este elemento con las necesidades de la nueva sociedad que se estaba convirtiendo en una superestructura, indicada y necesaria, de las «fuerzas de producción» nuevas y en desarrollo. Se ha dicho con frecuencia que el llamamiento mesiánico de Marx lógicamente es irreconciliable con su intento de dar al socialismo un carácter «científico», pero desde el punto de vista de Marx no había ninguna contradicción; porque no pensaba que la lógica formal proporcionara un método válido para interpretar el mundo real y cambiante. Marx seguía siendo lo bastante hegeliano para considerar como fundamental que una cosa puede ser «A» y «no-A» al mismo tiempo; y creía, con Feuerbach, que la acción precede a la idea, y que las ideas, en la medida en que tienen validez, son expresiones de la acción. De este modo, su determinismo no era, como él creía, una determinación de los asuntos humanos por las cosas, sino una determinación de las cosas mediante la acción. Los actos de los hombres hacen del mundo lo que es; pero no son actos sin causa o casuales sino determinados, de los cuales la voluntad de actuar es una parte determinada. Esto no quiere decir que yo acepte esta opinión; digo que ésta era la opinión de Marx, y que es una opinión claramente posible, que no puede ser excluida por razones meramente lógicas.

Este asunto de las limitaciones de la lógica aristotélica, y de la «lógica dialéctica» expuesta por Hegel, no como sustituto de aquélla, sino como una forma superior y complementaria, indispensable para comprender la realidad racional, origina gran confusión. Ni Hegel ni Marx niegan la validez de la lógica formal dentro de su esfera propia: lo que Hegel decía era que es útil cuando se trata de la dinámica del mundo en desarrollo. Marx hace suya esta opinión, y la emplea al formular su concepción materialista de la historia; pero en modo alguno es responsable de la absurda afirmación de «la lógica dialéctica» como sustituto de la lógica formal, afirmación que algunos de sus admiradores le han atribuido sin fundamento. No existe contradicción entre la opinión de que «A» no puede ser al mismo tiempo «no-A», y la opinión de que «A» puede llegar a ser algo diferente de «A». La confusión se produce sólo cuando el concepto esencialmente negativo de «no-A» se identifica con un positivo «algo diferente de A»; y esta confusión entre «contrario» y «contradictorio» domina no sólo el pensamiento hegeliano sino también buena parte del pensamiento marxista.

¿Pero por qué, se ha preguntado con frecuencia, quería Marx que triunfase el proletariado? Acaso la ciencia le dijese cuál era el destino del proletariado; pero ¿por qué había de preocuparle? ¿Podía la ciencia determinar su voluntad? Él hubiese considerado esto como una cuestión sin sentido. Quería que el proletariado venciese a la burguesía; quería una sociedad sin clases. Este deseo era un hecho acerca del cual tenía que actuar: era un «acto-hecho» al mismo tiempo: una praxis, para emplear la palabra griega adoptada para expresar esta unidad. Si algunas personas, quisiesen algo distinto, actuarían de manera distinta; y habría una lucha, al final de la cual estaba seguro de que su praxis vencería. En caso de haberle preguntado si él y sus contrarios estaban igualmente decididos a pensar y querer como lo hacían, creo que no habría contestado la pregunta. Creo que por lo menos nunca la contestó. No le interesaba el problema de la determinación individual: sólo la determinación social, sólo la determinación de la acción de las clases mediante las «fuerzas de producción». Después de su ruptura con los hegelianos, no fue un teórico moralista sino social.

Ahora no me propongo exponer más allá de este punto el desarrollo del pensamiento de Marx o el de Engels. En este volumen escribo acerca del socialismo hasta 1850 poco más o menos; y habrá que decir mucho más sobre el marxismo cuando en un volumen posterior llegue a examinar desarrollos y consecuencias suyos posteriores. Aquí, sólo necesito resumir en pocos párrafos lo esencial de la opinión de Marx acerca del influjo determinante de las «fuerzas de producción» en la historia humana.

Según la teoría general de Marx, la evolución de la sociedad depende del carácter variable de las «fuerzas de producción», es decir, en realidad, del dominio del hombre sobre el resto de la naturaleza y sobre sí mismo. Toda etapa en este desarrollo, afirma, tiene por consecuencia una organización correspondiente de las fuerzas humanas para su explotación, un arreglo especial de las relaciones humanas y de los derechos de propiedad, que a su vez requiere mantenerse por la fuerza mediante una organización política adecuada y, también, mediante su influjo en la mente de los hombres producido por las expresiones ideológicas correspondientes. De este modo, tanto el sistema político como toda la estructura de ideas y valores existentes en una sociedad, aunque se empleen para reforzar la obediencia a las condiciones de clase requeridas por el desarrollo contemporáneo de las «fuerzas de producción», no son la causa del sistema de clases sino el resultado de las fuerzas económicas básicas. Son, según la expresión de Marx, una «superestructura». La verdadera fuerza impulsora se halla en las «fuerzas de producción» mismas; y a medida que estas fuerzas cambian, a causa del desarrollo ulterior del conocimiento humano y de la capacidad práctica, necesariamente se produce una adaptación, tanto de la estructura social y política como de las estructuras ideológicas que determinan la «forma de vida» de la sociedad.

Sin embargo, los intereses de la clase gobernante tenderán a que esta adaptación no se produzca en todo lo que amenace su predominio; y con arreglo a ello estas clases emplearán su poder para mantener la estructura política tal como es y para reprimir innovaciones «peligrosas», tanto económicas como ideológicas, incluso cuando éstas son adecuadas para el desarrollo ulterior de las relaciones de producción, a fin de hacer posible que las «fuerzas de producción» progresivas se utilicen completamente. De este modo, en todo sistema social que está sometido a un desarrollo económico, se producirá una falta de armonía entre el constante movimiento de avance de las «fuerzas de producción» y la superestructura estática y resistente de las instituciones políticas e ideológicas de la sociedad respectiva. El desarrollo de las «fuerzas de producción» creará nuevas fuerzas económicas reales, en manos de los hombres que tratarán de conseguir el dominio de la sociedad; y este choque se manifestará en la forma de lucha de clases entre la clase gobernante y la clase cuyo poder económico aumenta a causa de su dominio de las nuevas formas de las fuerzas de producción. A medida que se acentúa la falta de armonía, luchas de clases cada vez más intensas preparan el camino para la revolución social; y la revolución, cuando llegue, destruirá rápidamente la anticuada superestructura de instituciones sociales y la sustituirá por otra superestructura nueva que esté en armonía con la cambiada situación de las «fuerzas de producción».

Esas revoluciones sociales incluyen y suponen revoluciones tanto en las instituciones como en las ideas: son las crisis principales de la historia humana. Marx y Engels en modo alguno suponían, como algunos de sus críticos afirman, que todo acontecimiento histórico podía explicarse directamente con arreglo a esa fórmula. La fórmula misma la aplicaban directamente a las grandes revoluciones de la historia, como la Revolución Francesa, que consideraban no sólo como francesa sino parte de un movimiento general de la civilización occidental. No intentaron aplicar su amplia fórmula a los hechos diarios, excepto a aquellos relacionados directamente con el movimiento general de la historia. Ni siquiera llegaron a decir que su fórmula era aplicable a todo acontecimiento o desarrollo importante en la historia de un país determinado; porque pensaban en un movimiento general mundial, del cual admitían que podía haber considerables variaciones en la historia de cualquier país. Sin embargo, sostenían que la manera «materialista» de considerar los acontecimientos de cualquier país podía aclarar un gran número de hechos que eran inexplicables si se estudiaban tomando el camino de otro punto de vista; y Marx y Engels mismos mostraron, en su exposición de los acontecimientos de 1848 y de los años siguientes, qué fecunda podía ser esta manera de considerar la historia contemporánea. Prueba de esto son sus publicaciones Las luchas de clases en Francia, El 18.º Brumario de Luis Bonaparte y Revolución y contrarrevolución en Alemania, los tres ejemplos muy ilustrativos de la utilidad práctica de su método.

Tampoco implicaba su doctrina la creencia de que cada hombre se mueve sólo por motivos económicos o egoístas. Creyese Marx esto o no (y creo que no, porque es más propio de Bentham que de Marx), esta creencia quedaría al margen de su teoría general, que se refiere, no a los motivos de los individuos, sino al movimiento general de las fuerzas históricas. Cualesquiera que sean los motivos que mueven a los hombres individuales, dice Marx, los hombres en masa son impelidos por una necesidad histórica a adaptar sus estructuras sociales y sus ideas a las exigencias de «las fuerzas de producción». «El hombre siempre hace su propia historia»; pero hace esto sólo dentro de las condiciones limitativas establecidas por la realidad material de su tiempo y de su lugar, y por los problemas que surgen de esta realidad.