BRUNO BAUER, HESS Y GRÜN: LOS SOCIALISTAS VERDADEROS
AHORA podemos retroceder a las manifestaciones, principalmente de la década de 1840, del movimiento intelectual alemán de izquierda del que se separaron Marx y Engels. Este movimiento nació, como hemos visto, sobre todo de las tendencias de izquierda, en el terreno filosófico, que dividieron a la joven generación formada en la atmósfera de la adoración hegeliana del Estado. Hegel, desterrando el influjo de Kant y de Fichte, llegó a ser el filósofo oficial de Prusia y del movimiento, dirigido por prusianos, hacia la unidad de Alemania. Mientras que Kant y Fichte partían del hombre individual y del poder de la razón, que era fuente y garantía del progreso humano, Hegel insistía en que el individuo en sí mismo no era nada, y que la racionalidad no había de buscarse en los procesos mentales «subjetivos», sino en la totalidad «objetiva» del Estado. El Estado, tal como lo idealiza Hegel, trasciende el dualismo de sujeto y objeto, y representa la realidad y racionalidad más altas a que el individuo puede aspirar. El mero hombre se convierte sólo en una parte componente de esta gran unidad; sus juicios «subjetivos» acerca del bien y del mal fueron menospreciados: su misión no era juzgar, sino hallar su posición para el servicio de la gran totalidad. Esta totalidad no era, sin embargo, toda la humanidad; para el individuo, sus fronteras no pueden extenderse más allá de su propio Estado, y en el mundo en su conjunto, en cada época histórica, ha habido Estados, o por lo menos un Estado, con la misión de civilizar y dominar a los demás. A esta opinión va unida la Dialéctica, la concepción de un progreso en forma de conflicto continuo, en el cual cada condición o institución de la sociedad representa una «tesis», imperfecta porque no coincide con la razón absoluta, y por consiguiente, hace que surja la «antítesis», que representa otro aspecto de la racionalidad. Del conflicto entre estas dos nace algo diferente de ambas, pero que absorbe lo que de valor duradero había en ellas: una «síntesis» la que entonces se convertiría en una «tesis», contrarrestada por una nueva «antítesis», que conduce a una «síntesis» ulterior, y así ad infinitum. Esta confusión dialéctica ofrecía buenas oportunidades a los inteligentes, y fue irresistible para los jóvenes filósofos de los años que siguieron a 1815, incluyendo al mismo Marx. Sin embargo, admite más de una interpretación.
La interpretación del mismo Hegel era contraria a la de la democracia. Con su desdén por el individuo y por los juicios subjetivos, podía sin duda prescindir del sufragio, de las asambleas populares o de todo gobierno autónomo basado en la opinión pública. Su doctrina prescindía de la idea misma de los derechos del hombre, porque a los hombres, como individuos, no había que tenerlos en cuenta: su función consistía en adaptarse a las exigencias de un orden superior de racionalidad. Fijar las normas de esta racionalidad es, sin duda, cosa que sólo el hombre puede hacer; por esto tiene que haber una clase especial de hombres, el estadista por excelencia, que funda hasta tal punto su persona privada con el Estado que llega a ser su representante y su gobernante natural. A estos hombres no habría que elegirlos: la elección la harían ellos mismos al hacerse señores de los Estados que fuesen instrumentos elegidos de la historia (elegidos por Dios o por la Idea Absoluta, que era el Dios del Hegel). El Estado prusiano, especialmente, era uno de estos instrumentos.
Todo esto se adaptaba bien a una comente del nacionalismo alemán, pero no tanto a la otra corriente, menos favorable a las aspiraciones prusianas. Era posible construir una variante del hegelianismo, en la cual el Estado, tal como era, llegase a ser «la tesis», y el levantamiento liberal contra él, «la antítesis», con una «síntesis» venidera: el establecimiento de un régimen liberal basado en el gobierno constitucional. Algunos hegelianos de «izquierda» hicieron esto, mientras que otros procedieron partiendo de un planteamiento distinto. Para Hegel, la historia humana era el progreso de la «Idea»: el mundo de la materia y de los hechos tiene importancia sólo como materia en la cual se manifiesta el desarrollo de la racionalidad. La materia, en la medida en que es real, es una mera emanación del «espíritu». ¿Pero qué sucedería si se invirtiese esta concepción, dando a la materia el primer lugar en la realidad, y siendo las «ideas» (sin mayúscula) consideradas como meros epifenómenos de la sustancia material? ¿No puede considerarse el espíritu mismo como una sustancia material?
En esto, por supuesto, no había nada nuevo: sólo una repetición de las filosofías materialistas del siglo XVII y del siglo XVIII de Hobbes, de La Mettrie y de d’Holbach. Pero el materialismo del período anterior surgía, o al menos así lo pensaban sus partidarios, sin su crudeza en la filosofía de Feuerbach. «El ser precede a la conciencia» era el grito de guerra de la reacción contraria al idealismo hegeliano, que consideraba la sustancia como mera derivación de la «Idea». El nuevo materialismo de Feuerbach, que Marx comparaba con frecuencia al crudo materialismo del siglo XVIII, trasladaba la especulación desde la razón pura a la observación de la marcha real de los hechos, como merecedora de ser examinada por sí misma. Y no es que Marx encontrase satisfactorio el materialismo de Feuerbach: al contrario, acusaba a Feuerbach de no ver las consecuencias de su propia doctrina. Marx completó la nueva doctrina introduciendo al hombre mismo como autor dentro de la esfera de la existencia material para considerarlo, no sólo como contemplador de la realidad, sino como agente activo, no fuera, sino dentro del mundo de la realidad material. La verdadera filosofía, decía, tiene que ocuparse no sólo de la mera contemplación sino también de la unidad del pensamiento y de la acción. No basta, decía, considerar al hombre como resultado de su medio. «La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente por los hombres y que el propio educador necesita ser educado» (tercera Tesis sobre Feuerbach 1845). Marx no trata de aceptar la opinión de que el hombre es mero resultado de las circunstancias externas: insistía en que el hombre mismo es parte de la naturaleza, y en que la acción del hombre forma parte de las fuerzas materiales, a diferencia de la fuerza de la «idea» de Hegel, en la formación de la historia humana. Esto le lleva a afirmar la unión fundamental de pensamiento y acción. «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformalo» (Tesis once).
Lo que Marx quiera decir exactamente por «unidad de pensamiento y acción» ha sido objeto de discusiones sin fin. Es claro que no creía que estuviera limitándose a expresar un lugar común. No se limitaba a afirmar —en el caso de que afirmase la existencia de una relación causal recíproca entre los dos, de tal modo, que si el pensamiento influye en la acción, del mismo modo la acción influye en el pensamiento—. Por el contrario, creo que afirmaba que el influjo del pensamiento sobre la acción es menos fundamental que el de la acción sobre el pensamiento, y que los pensamientos de los hombres habían de considerarse como derivados de lo que éstos hicieran, más bien que lo contrario. En la terminología de su teoría general, el pensamiento era parte de la «superestructura» que el hombre levanta sobre la estructura real básica de las condiciones en que tiene que actuar. Algunos filósofos idealistas arguyen que la acción es una mera exteriorización de un hecho ocurrido antes en la mente, de un acto mental de volición. En realidad, esto va implícito en la opinión de que conocer el bien es lo mismo que hacerlo, como creía Godwin. Creo que lo que decía Marx es que la verdadera relación entre pensamiento y acción es que la acción produce el pensamiento, o más bien, que el pensamiento es la acción traducida en términos mentales. Así pues, buscaba un programa de acción para cambiar el mundo y confiaba en que ese programa produciría por sí mismo la filosofía que los hombres necesitan para hallar sentido a lo que hacen a fin de satisfacer sus impulsos racionalizadores. Pero, por supuesto, lo que inmediatamente interesaba a Marx era oponerse a los filósofos que se contentaban con sólo «interpretar» el mundo para atender a sus necesidades subjetivas, y no sentía afán, o no lo mostraban, de mejorarlo, o incluso se abstenían de este intento, porque la acción implica transigencia con las fuerzas actuales y, por consiguiente, mancha la pureza ideal de la contemplación filosófica. Si todo valor ha de hallarse en el pensamiento correcto, y toda acción es una mera derivación del pensar, lo único que vale la pena es hacer que el hombre piense mejor, y lo que tiene valor no es impulsarles a la acción, porque actuarán rectamente sólo al aprender a pensar rectamente, y entonces la acción correcta se producirá naturalmente. Esto es lo que a Marx le interesa negar en primer lugar.
De este modo, Marx, construyendo sobre cimientos colocados por la crítica del idealismo que hizo Feuerbach, trató de ir más allá de los «jóvenes hegelianos» quienes, hasta la aparición de la obra más importante de Feuerbach, La esencia del cristianismo, en 1841, había permanecido la mayor parte de ellos dentro de las líneas generales de la filosofía idealista. Desde el punto de vista del pensamiento socialista, los más importantes de estos «jóvenes hegelianos» fueron Bruno Bauer (1809-82) y Moses Hess (1812-75), y también, en cierto sentido, Karl Grün (1813-87), a quien va hemos visto como antagonista de Marx entre los socialistas alemanes de París. Iniciado como crítico «realista» o «materialista» de la religión y de la establecida filosofía idealista alemana, este hegelianismo de «izquierda», bajo el influjo del cual se formó Marx, amplió su modo de pensar, bajo el influjo francés, hasta internarse en el «socialismo científico». Las etapas primeras de este proceso pueden ser estudiadas en las primeras obras de Marx y Engels, especialmente en su Ideología alemana, que es un estudio crítico del desarrollo del idealismo alemán desde el punto de vista del materialismo de Feuerbach. Sobre la base de estos estudios críticos Marx y Engels procedieron a formular su concepción materialista de la historia, la cual fue por primera vez expuesta claramente el año 1848 en el Manifiesto comunista, aunque en gran parte estaba ya implícita en la obra de Marx Miseria de la filosofía, publicada en 1847 como réplica a la Filosofía de la miseria de Proudhon.
Pero Marx, antes de llegar a esta discusión con Proudhon, había roto con el idealismo en el que se había formado. Este rompimiento se produjo en dos etapas: en la primera, Marx estaba todavía, en gran medida, bajo el influjo de Feuerbach, aunque ya había empezado a apartarse de él. En la segunda etapa se había alejado definitivamente de Feuerbach y, con Engels, había llegado a un punto de vista propio, claramente definido. La primera etapa está representada por su ataque contra los Bauers en La sagrada familia y por su mayor embestida contra los neohegelianos en La ideología alemana. Para los fines de este libro no es necesario de ningún modo tratar con profundidad esta fase del desarrollo de Marx. Sólo necesito ofrecer, en líneas generales, la sustancia de esta discusión con los Bauers.
Bruno Bauer y sus hermanos, al separarse de Hegel, no habían abandonado en modo alguno el idealismo de éste. Continuaron considerando las ideas, incluso la «Idea», como la fuerza impulsora de la historia, y trataron la tarea de la filosofía como si nada tuviese que ver con la práctica o con la base material de los acontecimientos. Concebían su tarea como la de poner de manifiesto las ideas falsas mediante la aplicación de una lógica crítica implacable a las defensas filosóficas del orden social existente en la Iglesia y en el Estado, pero sin que esto implicase ninguna acción excepto en el terreno del razonamiento lógico hacia el cambio social. En realidad, el ataque de Marx contra ellos estaba en gran parte basado en que tendían a no dar importancia a los proyectos de reforma porque las reformas parciales eran ilógicas, al implicar la aceptación del orden social existente en lugar de acabar con él por completo, mientras que Marx creía que las reformas parciales debían ser apoyadas como medio de debilitar ese orden y de preparar de este modo el camino para derrocarlo. A este purismo lógico iba unido, en los Bauers y en otros de los «jóvenes hegelianos», una fuerte desconfianza en el «interés» como estímulo para la acción. Habían recibido de Hegel la creencia en la fuerza dominadora de la pura razón; y no podían aceptar ningún intento para mejorar la situación recurriendo al interés egoísta de los hombres, o, incluso, poniéndose ellos mismos al lado de movimientos que estaban influidos por motivos interesados. Esto condujo a los Bauers, y a los que pensaban como ellos, a mantenerse alejados del movimiento obrero, en cuanto animados por esos motivos, y a desdeñar la democracia, al representar una fuerza guiada, no por la razón o la concepción filosófica, sino por divisas que ocultaban objetivos materialistas e intereses egoístas. De aquí se sigue que, en la medida en que eran socialistas, su concepción del avance hacia el socialismo implicaba una conversión previa de los hombres para buscarlo en un espíritu purgado de toda aspiración egoísta. Su llamamiento, en la medida en que tenía un lado práctico, iba dirigido por completo a los hombres de buena voluntad, y principalmente a los hombres de voluntad ilustrada y racional. Era parte de su credo el pensar que un obstáculo importante para esta ilustración lo constituía el poder de la religión sobre la mente de los hombres. De acuerdo con esto, se dedicaron a interpretar la religión como una superchería clerical impuesta a los hombres con la ayuda del poder secular; pero, a diferencia de Feuerbach, no trataron de buscar las causas de la creencia religiosa en el medio ambiente material de los pueblos. Marx, por otra parte, halló en la teoría materialista de Feuerbach acerca de la religión a la vez un arma con que combatir a los idealistas y un punto de partida general para su concepción materialista de la historia.
Marx no habría llegado a esta oposición completa contra los «jóvenes hegelianos» sin pasar a través de una fase de estrecha asociación con ellos. Fue amigo íntimo de Bruno Bauer y estaban unidos en la filosofía antes de que Marx se volviese contra toda la escuela idealista. Incluso cuando rompió con los Bauers, muchos elementos del hegelianismo quedaron contenidos en su manera de pensar, y habían de continuar así hasta el fin de su vida. Especialmente, conservó de su formación hegeliana, a pesar de su insistencia en comenzar con los hechos y no con las ideas y en tratar las ideas como surgidas de los hechos y no lo contrario, el hábito de considerar los hechos observados como «fenómenos» que ocultan una realidad básica. Esto aparece una y otra vez en El Capital, cuando trata de capitales y trabajadores determinados como meros casos de un capital y un trabajo universales y en cierto sentido más reales, los cuales toman parte en la historia casi como entidades colectivas más reales que las unidades particulares de las cuales están compuestas. Como veremos más tarde esta concepción metafísica, porque de esto se trata, continuó dominando el pensamiento de Marx, incluso cuando ya había roto completamente con el elemento idealista de la doctrina hegeliana.
Moses Hess (1812-75) fue una persona mucho más importante que Bruno Bauer, y fue realmente el creador principal de la doctrina alemana del «Verdadero socialismo» que Marx y Engels atacaron en el Manifiesto comunista. Pero cuando lanzaron este ataque, Hess había modificado en esencia sus opiniones anteriores y estaba colaborando estrechamente con Marx y su grupo. Había llegado a aceptar gran parte de la doctrina y la política de Marx, sin abandonar nunca su punto de vista fundamental, que era esencialmente ético. Hess era un pensador profundamente honesto, y un hombre incapaz de animosidad, que gozaba de simpatía y respeto universales, una especie de santo judío que había caído entre los revolucionarios. Educado en la doctrina de Spinoza y de Hegel, pero muy influido también por Fichte y por Feuerbach, al principio desarrolló su socialismo sobre una base puramente filosófica, sin reconocimiento alguno del lugar de los factores económicos en la determinación de las actitudes sociales y sin ningún conocimiento de la clase obrera. Leyó las obras de los distintos socialistas franceses, pero se puso en contacto con el socialismo y el comunismo obrero sólo cuando tuvo que salir de Alemania, su país nativo, y marcharse a Francia, en donde se relacionó con los grupos de obreros alemanes que vivían en la ciudad de París durante la década de 1840.
Hess fue uno de los fundadores y directores, y más tarde corresponsal en París, de la Rheinische Zeitung (184243), en la cual apareció la mayor parte de sus primeros escritos. Fue él quien convirtió a Engels al comunismo, y a su vez fue inducido por Marx y Engels a que estudiase economía y a que llegase a comprender los movimientos obreros del momento. Su socialismo, antes de que estuviese bajo el influjo de ellos, y en gran parte también más tarde, cuando rompió con ellos, se basaba en la concepción de la solidaridad humana como una gran fuerza natural, que no podía manifestarse en una estructura adecuada de las relaciones humanas a causa de las malas instituciones sociales. En esto continúa la actitud característica de la «Ilustración» del siglo XVIII, y llega a una opinión que, en muchos respectos, se asemeja a la de Owen. Como Owen, consideraba la competencia como raíz de la mayor parte de los males de la sociedad (no sólo la competencia económica, sino la competencia en todas sus formas), porque favorece los impulsos egoístas de los hombres, y de este modo los aparta de su fraternidad natural. Sin embargo, la teoría ética de Hess se parece más a la de Rousseau que a la de Owen. Vio en los hombres dos impulsos principales, el egoísmo y el amor fraternal, y pensaba que era el segundo el que verdaderamente representaba la naturaleza fundamental de los hombres. Mientras que en Rousseau el amour de soi y la pitié son igualmente partes de la naturaleza humana, y son amorales hasta que las transforman las instituciones sociales, Hess pensaba que el egoísmo era el principal resultado de relaciones mal adaptadas, y deseaba que desapareciese, o que por lo menos fuese eficazmente dominado, mediante el establecimiento de una estructura social basada por completo en el principio de la fraternidad de los hombres. Esto le condujo a pedir un comunismo completo, a la manera de Cabet, como consecuencia directa de su concepción acerca de la naturaleza humana. No obstante, se distingue de Bauer y de su grupo en que él era esencialmente activista. No estaba dispuesto sólo a denunciar todas las instituciones sociales existentes sin intentar alterarlas; se daba cuenta de que no podían ser alteradas sino mediante la acción unida de todos los que creían en un orden social radicalmente nuevo, basado en la fraternidad y en la justicia.
La dificultad de la posición de Hess en esta etapa era que, sosteniendo que la acción era esencial y que la unión era el medio necesario, consideraba injusto recurrir a los hombres para que actuasen, excepto si se hacía basándose en la moralidad más elevada. Los movimientos que observaba a su alrededor le repugnaban, porque le parecían estar movidos casi exclusivamente por el egoísmo. Pensaba que esto era lo que sucedía, tanto en los movimientos obreros, si es que conocía algo de ellos, como en los de la burguesía liberal, acerca de los cuales sabía mucho más.
Basándose en esto se negó a apoyar las demandas de los últimos en favor de reformas constitucionales, y censuró la tendencia del capitalismo avanzado a asegurar aún más firmemente sobre la sociedad el principio egoísta de la competencia. Acerca de esta cuestión Marx chocó con él, como le sucedió con los demás «jóvenes hegelianos». Pero la desconfianza que Hess sentía hacia la clase obrera vio que podía ser modificada más fácilmente que su hostilidad al capitalismo y la oposición que se derivaba de ésta a las reformas liberales. Cuando Marx lo acusó de carecer de sentido de la realidad, al suponer que era posible avanzar hacia el comunismo por medio de un llamamiento puramente idealista, se dio cuenta de esto, se puso a estudiar el movimiento obrero, y se adhirió a la teoría de Marx del papel histórico del proletariado, y a su insistencia en la necesidad de luchar por sus demandas. Después estuvo dispuesto a apoyar las demandas del proletariado, aunque estuviesen adulteradas por el egoísmo, porque marchaban en la dirección debida y porque había llegado a creer que en el fondo de ellas existía un verdadero impulso hacia la fraternidad humana. Lo que no pudo hacer fue apoyar la opinión de Marx de que los socialistas debían ayudar a que la burguesía alemana llegase al poder y destronase las antiguas clases gobernantes privilegiadas; porque seguía pensando en el afianzamiento de la competencia, que consideraba sería el resultado de una victoria burguesa, que reforzaría con seguridad el egoísmo en el alma tanto de los capitalistas como de los obreros, envenenando de este modo a la sociedad más aún.
Durante algún tiempo, al final de la década del 40, Hess escribió en lenguaje casi marxista; pero nunca fue marxista. Sin embargo, se dedicó por completo a la causa obrera, y esto le indujo por algún tiempo a aceptar la dirección de Marx en 1848. Más tarde, en la década de 1840, colaboró con Lassalle; y en la Internacional volvió a chocar con el predominio de Marx.
En realidad Hess nunca hubiera podido trabajar con Marx durante mucho tiempo. Como los demás «socialistas verdaderos», sentía una repugnancia y desconfianza profundas por la violencia y sostenía que el empleo de la fuerza conduciría necesariamente a pervertir el fin, por muy valioso y deseable que éste fuera. Estas inhibiciones éticas siempre indignaban a Marx, a cuyo «realismo» iba unida la voluntad de emplear todas las fuerzas históricas disponibles, sin examinar su carácter moral. Según Marx, las normas éticas son relativas, y es completamente ilegítimo invocar la moral de la sociedad existente contra las fuerzas destinadas a transformarla e imponer sus propias normas morales a la nueva época. Por otra parte, los «socialistas verdaderos» sostenían que los valores éticos son absolutos, y temían que la imposición del socialismo mediante la fuerza Jo convertiría en un nuevo autoritarismo no menos opresor y egoísta que el antiguo. Este abismo nunca pudo salvarse: era tan ancho entre Marx y los anarquistas de la primera internacional como Marx y los «verdaderos socialistas»; y más tarde llegó a formar parte de la línea divisoria entre el comunismo y el socialismo democrático del Occidente.
La doctrina ética de Hess le condujo naturalmente a una posición internacionalista. Pero fue también nacionalista, pues insistió fuertemente en que la hermandad de los hombres había de hallar expresión mediante las distintas aportaciones hechas por los grupos nacionales a base de sus culturas y actitudes sociales diferentes, Hess era judío y, a diferencia de Marx, creía profundamente en el valor y en la individualidad de la cultura judía. Fue uno de los grandes precursores del sionismo. Quería que el pueblo judío tuviese un lugar nacional, e hizo propuestas para la colonización de Palestina, con el propósito de establecer allí un centro de influjo judío que serviría no sólo como punto de unión para todo el mundo judío, sino que permitiría también al pueblo judío contribuir nacionalmente al desarrollo del socialismo. El Israel de hoy debe mucho a su influencia intelectual, aunque no se dio mucha importancia a sus enseñanzas hasta después de su muerte. Fue además el primer socialista que desarrolló una teoría clara de la importancia de la nacionalidad en el movimiento socialista mundial. Escribió mucho acerca de cómo la nacionalidad se pervierte en un nacionalismo agresivo, que él consideraba como una expresión, en el plano mundial, del principio egoísta y de competencia, y juzgaba que sólo podría extirparse mediante un cambio en las instituciones nacionales que las librase del egoísmo que es la base de los antagonismos colectivos. Concebía la futura sociedad socialista como una federación de grupos nacionales que cooperan, elaborando cada uno su forma especial de socialismo de acuerdo con su tipo nacional de vida. En esta concepción acentuó sobre todo las diferencias culturales más bien que las económicas, aunque en sus últimos escritos dio a los factores económicos no poca importancia.
Lo que Hess debe a Marx y Engels aparece claramente sobre todo en su ensayo Die Folgen der Revolution des Proletariats (1847), que es anterior al Manifiesto Comunista, y se anticipa a algunas de sus avanzadas doctrinas. Sus estudios más importantes se reprodujeron en sus Sozialistische Aufsätze (Estudios acerca del socialismo). En una de sus primeras obras, Die europäische Triarchie, propuso, a la manera de Saint-Simon, una federación de Alemania, Francia y la Gran Bretaña, como base para una nueva sociedad europea.
Marx y Engels respetaban a Hess pero detestaban al otro representante principal de lo que fue llamado el «socialismo verdadero». Éste fue Karl Theodor Ferdinand Grün (1817-87), a quien ya hemos encontrado como rival de Marx en la dirección de los emigrados alemanes de París. Grün era, mucho más que Hess, el representante típico del «socialismo verdadero». Como Marx, estaba profundamente influido por Feuerbach, en cuya teoría acerca de la verdadera naturaleza de la religión estaba basada en gran parte su concepción del socialismo. Feuerbach consideraba la religión como la base de la proyección del hombre fuera de sí mismo: según su teoría todo lo sobrenatural en realidad era sencillamente un producto imaginado por el hombre mediante este proceso de «exteriorización de sí mismo». Grün aceptó esta noción y la aplicó a la estructura social. Decía que la propiedad es también algo que el hombre ha exteriorizado de la comunidad a la cual naturalmente pertenece. Esta exteriorización ha destruido la base de la fraternidad humana y de la comunidad; y la solución del problema social se hallará volviendo la propiedad a ser común. Grün, como Marx, aceptaba la naturaleza de la lucha de clases como la clave para comprender la historia humana, que él consideraba como una serie de luchas por la posesión de la propiedad privada. Aceptaba la necesidad del desarrollo industrial y de la producción en gran escala, que esperaba hiciese posible la abolición de la propiedad tan pronto como quedase bajo dominio y dirección comunes. Pero en su teoría de las «contradicciones del capitalismo» siguió a Proudhon más que a Marx; y sostenía, como Hess en sus primeras obras, que la manera de avanzar hacia el socialismo tendría que ser más bien la de una conversión filosófica de los hombres, mediante la exposición del verdadero carácter del proceso de «proyección» en la mente humana, y no la de una lucha diaria por el poder y las ventajas materiales. Fue muy atacado por Marx y Engels en La Ideología alemana, y así como en la sección acerca del «socialismo verdadero» del Manifiesto comunista. Pero, más que Hess, se oponía a cooperar con los liberales burgueses o a ayudarles, y llegó a oponerse francamente a las propuestas liberales, en cuanto tendían a reforzar y asegurar el sistema antisocial de propiedad privada. Se opuso al movimiento que trataba de obligar al gobierno alemán a convertirse en constitucional, e insistía en que la tarea de los socialistas era educar al pueblo, sin mezclarse en la política del día, hasta que estuviese preparado para tomar el poder en sus manos. El proletariado, decía, no quiere una constitución; no quiere nada; los «verdaderos socialistas» tienen que ser fieles a sus principios, y no han de permitir que su doctrina se desnaturalice uniéndose a una lucha diaria en la cual no se trata de ningún principio verdadero, sino sólo de un ciego conflicto de intereses.
Es necesario tener en cuenta que en las controversias de 1840, que precedieron a la publicación del Manifiesto comunista, Marx y Engels se manifestaron con frecuencia moderados, oponiéndose a socialistas que tomaban una actitud más extrema. Se diferenciaban de los blanquistas, que siempre estaban tramando levantamientos revolucionarios, cualesquiera que fuesen las probabilidades de éxito; de los puristas del «socialismo verdadero» que, en modo alguno se pondrían de acuerdo, aun temporalmente, con nadie que no estuviese guiado por los más altos principios morales; y de los utopistas, que deseaban o retirarse del mundo tal como era, a comunidades modelos que proporcionarían a los hombres ejemplos vivos del mundo tal como debiera ser, o suponían que era posible pasar mediante la revolución a una sociedad completamente comunista. Tenían, por supuesto, también muchos enemigos en la derecha: los socialistas que esperaban avanzar hacia el socialismo dentro del marco de los privilegios políticos y sociales (los socialistas «feudales» del Manifiesto); meros «asociacionistas», que lo esperaban todo de la cooperación voluntaria; «socialistas de Estado», como Louis Blanc, que pensaba que el sufragio universal pondría los cimientos de la sociedad nueva y haría fácil realizar todo lo demás; los socialistas cristianos, que hacían de la religión el resorte de la acción social y no el «opio del pueblo»; y los puros radicales, que no veían el papel que el proletariado había de representar en la construcción del orden nuevo. Pero, entre los grupos sobre los cuales trataban de imponer sus ideas, aparecían como moderados a causa de su insistencia, al menos en Alemania, sobre la necesidad de ayudar a que la burguesía tomase el poder y de espolearla constantemente para que hiciese mayores demandas a los gobiernos autoritarios del antiguo régimen. Los hombres con quienes se reunían en las sociedades revolucionarias, compuestas principalmente de obreros, hallaban difícil reconciliar las censuras tremendas que Marx hacía de la burguesía con su insistencia en la necesidad de contribuir a que ésta subiese al poder, y no tenían menos dificultad en comprender su desdén por la pequeña burguesía, con la cual muchos de ellos, como obreros especializados, tenían estrechas relaciones familiares y personales. Es curioso que, frente a estas dificultades, Marx y Engels consiguieran en 1847 apoderarse de la nueva Liga comunista e imponerle su propio Manifiesto. Ya he indicado que no hubieran podido hacerlo sin haber adoptado con este fin un estilo y una fraseología, c incluso en parte una política, que se adaptasen a los oídos de las masas revolucionarias; y, sin duda, eran los más preparados para hacer esto, porque como se veía que la revolución de 1848 era inminente, cambió su propio sentido de lo que era necesario. En una situación realmente revolucionaria, si bien se necesitaba seguir ayudando a la burguesía para que subiese al poder, no era menos necesario hacer resaltar el papel propio del proletariado y ayudarle a que tuviese su parte independiente; para evitar que actuase como mero instrumento de la burguesía, según había ocurrido en París en 1830 y sucedió efectivamente otra vez en 1848, y prepararle para la acción por entero independiente, que, según creían, estaba destinado a tomar al día siguiente del triunfo de la burguesía. Por esto el Manifiesto comunista fue en gran medida producto de una situación especial, más bien que una exposición completa del evangelio según Marx. Veamos ahora lo que verdaderamente dice este gran documento revolucionario.