EL SOCIALISMO ALEMÁN: SUS COMIENZOS
HASTA el año revolucionario de 1848, Francia fue sin duda el centro del socialismo y del pensamiento socialista. El único gran pensador socialista anterior a Marx que no era francés fue Robert Owen. Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Enfantin, Leroux, Cabet Blanqui, Louis Blanc, Buchez y Proudhon, todos eran franceses. También lo fue Lamennais. Frente a estos nombres, con la única excepción de Robert Owen, hasta bien entrada la década de 1840, sólo pueden ponerse los de economistas anticapitalistas de la Gran Bretaña: Hall, Thompson, Hodgskin, Cray y J. F. Bray, el oweniano cristiano John Minter Morgan, y, en Alemania, o más bien de ella, porque estuvo allí poco tiempo, Wilhelm Weiding. Hay, sin duda, algunos otros en Alemania que es necesario tener en cuenta: J. G. Fichte, que era una especie de socializador, si bien no un socialista, en ningún sentido que le enlace con los otros pensadores estudiados en este libro; y, como precursores del marxismo, Feuerbach, y varios «jóvenes hegelianos»: los hermanos Bauer, Moses Hess, Arnold Ruge y varios más. Hubo también, en la década de 1840, grupos de emigrados en Londres, Bruselas y París que han quedado en un rincón de la historia, principalmente porque llegaron a ser colaboradores, y más tarde enemigos, de Marx. Y también tenemos, por supuesto, las grandes figuras de Godwin y de Paine que, siendo apenas socialistas, son, sin embargo, precursores de las doctrinas socialistas. Hay además, figuras menores como Thomas Spence y algunos otros de los primeros defensores de la reforma agraria, y los desconocidos, como Percy Ravenstone.
Ninguna de estas excepciones invalida la conclusión general. París, hasta 1848, fue el lugar en donde toda clase de teoría de organización social anarquista, socialista o comunista fue lanzada, largamente discutida y sometida al examen de los teóricos rivales, no sólo por rincones y por pequeños grupos de maniáticos y «abogados sofistas», sino coram populo, en los periódicos más influyentes, en clubes y sociedades que tenían muchos partidarios, en folletos, affiches y hojas volantes, en los cafés y en las calles, en general por todas partes. Esto fue así, porque Francia, y en especial París, había sido teatro de la gran revolución de 1789, y había sufrido a continuación un cambio profundo, tanto en las instituciones sociales como en las políticas. Se debía en gran parte a esto; porque ningún orden nuevo había establecido efectivamente para sustituir al Ancien régime y todo el futuro del país y de sus instituciones aún se debatía diariamente. También se debe a que la Francia del siglo XVIII había sido la patria principal de la especulación filosófica, tanto acerca de las facultades el desarrollo de la inteligencia aplicada, tal como se manifiesta en la ciencia, como acerca del hombre como animal social; del hombre en sus relaciones con los demás hombres y con la naturaleza; del hombre como objeto natural y como fuerza creadora que actúa sobre la naturaleza. Montesquieu y La Mettrie, Voltaire y Diderot, d’Holbach y Helvétius, Turgot y Condorcet, todos habían ayudado a iniciar el gran debate y a preparar el terreno para los conflictos entre girondinos y jacobinos, y todos los demás grupos que desde 1789 discutieron acerca del fu turo de Francia y de la humanidad y, como consecuencia de esto, para el renovado clamor de voces que siguió al eclipse de Napoleón. También en Alemania había habido, en el siglo XVIII, un gran debate acerca del hombre y de su lugar en el mundo de la naturaleza: entre los sucesores de Leibniz y entre los contemporáneos y sucesores de Kant. Pero había una diferencia. En Francia bajo el antiguo régimen, la discusión había tomado ya un sesgo político y social. En Alemania había permanecido en el plano de la alta especulación, y se había ocupado mucho más del proceso del conocimiento que de las bases de la acción.
Esto se debía en gran parte a que, desde 1789 en adelante, la Francia urbana se había dado cuenta de la presencia en su seno de fuerzas poderosas y nuevas, capaces de una acción explosiva. Durante algún tiempo, bajo Napoleón, estas fuerzas se desviaron hacia las aventuras militares; pero se reafirmaron tan pronto como terminaron las guerras. Saint-Simon había intentado abarcarlas todas ellas dentro de la categoría única de «l’industrie», que comprendía tanto las fuerzas en desarrollo del capitalismo como la técnica industrial y la clase obrera. El campesino, habiendo obtenido la tierra o gran parte de ella, había dejado de ser un elemento explosivo: las ciudades, sobre todo París, fueron los centros tanto de acción como de conversación de la nueva era. Alemania, comparada con Francia, no tenía ni una poderosa clase capitalista ni un proletariado en efervescencia. La filosofía alemana, como Marx y Engels indican en La Ideología Alemana, se desarrollaba en un vacío social y económico, y se ocupaba de ideas más que de realidades materiales. Incluso cuando, como en Fichte y Hegel, se ocupó del pensamiento político, su punto de vista era el de la especulación idealista, no el del político práctico o del innovador social, con la vista puesta en el hombre de la calle y en sus preocupaciones económicas y sociales inmediatas. Fichte se esforzó por levantar el espíritu de la nación contra la agresión francesa; pero fue a la nación a quien se dirigió, no a los industriales o a la clase obrera. Hegel creó una teoría nueva totalitaria del Estado; pero en su teoría los factores económicos no desempeñan un papel importante, y no dio origen a una doctrina destacadamente diferente. Sólo en Francia el desarrollo de la filosofía y de las relaciones económicas y de clase llegaron a relacionarse hasta tal punto, que dieron lugar a la gran discusión acerca del socialismo, la cual llevó a los sabios a las barricadas y a los obreros reflexivos al estudio; hizo de los teólogos iconoclastas y de los ingenieros reformadores sociales, y dio lugar a la fascinadora acción mutua de fuerzas e ideas que el desterrado Heine, y más tarde Alexander Herzen, tan perspicazmente observaron y reseñaron.
Más adelante, en otro capítulo, veremos cómo la Gran Bretaña, mucho más avanzada económicamente que Francia, no mostró tal abundancia de teorías socialistas y comunistas. También en la Gran Bretaña hubo profundos descontentos sociales, incluso sociedades secretas, conspiraciones y levantamientos. Tuvo en Robert Owen uno de los grandes planeadores socialistas. Owen señaló el camino para el desarrollo de las teorías económicas anticapitalistas (con Sismondi como único rival en este campo), Pero Londres nunca fue como París: en la Gran Bretaña no había nada equivalente a los obreros de París que hiciese sentir constantemente la ansiedad por el centro mismo de la vida nacional. Ni los obreros ni los intelectuales eran bastante fuertes para conmover las columnas mismas de la sociedad británica, o para derribarlas, ni siquiera temporalmente. Francia estaba centralizada, e Inglaterra no, ni en lo político ni en lo económico. El gobierno aristocrático inglés se repartía por todo el país: Londres era la sede del gobierno, pero nunca fue la fuente del poder gubernamental. Además, el nuevo industrialismo se desarrolló en el norte y en los Midlands, lejos de Londres; y por esto los centros principales de influjo obrero no estaban en la metrópoli, de tal modo que pudiesen influir directamente en los políticos reunidos en el parlamento y en los ministerios, sino lejos de ella. En Francia, París era el centro principal de la actividad obrera, con sólo Lyon en las provincias, y en menos proporción, Marsella para apoyarlo; mientras que, en Inglaterra, Manchester, Birminghan, Newcastle, Nottingham, Leeds y una docena más de lugares proporcionaban la fuerza impulsora, y Londres contaba poco y, en la mayor parte de las ocasiones, podía ser fácilmente intimidado por la policía, que muy pocas veces necesitaba ser reforzada con poder militar. A la centralización francesa y a la concentración del proletariado francés en París se debe, en gran parte, que Francia fuese la patria de la «revolución permanente». Ningún otro país estaba situado de manera semejante. Sólo en Francia era la revolución una fuerza constantemente viva, que nadie podía desconocer u olvidar.
El objeto de este capítulo es examinar el desarrollo de las ideas socialistas en Alemania y entre los alemanes, hasta el momento en que Marx creó el socialismo característicamente alemán, que pronto había de dominar la ideología de la mayor parte del continente, apartando de sí las formas anteriores de socialismo como el viento aparta la paja. No es que el marxismo llegase nunca a desterrar las doctrinas más antiguas: lo que hizo fue lanzar la mayor parte fuera del movimiento socialista, lo cual obligó a que éstas buscaran lugar en otra parte: en el cooperativismo, en las varias formas de anarquismo, incluso en el llamado «socialismo radical» (que sería mejor llamar «radicalismo social») y en el llamado «socialismo cristiano» en el seno de la Iglesia católica. Los socialismos antiguos siguieron viviendo, incluso después que Marx había tomado prestada la designación de «utopismo» para aplicársela. Pero el marxismo los lanzó fuera del centro, tanto de la discusión, como de la organización. Entonces ¿en qué se basó el marxismo, en qué antecedentes en el terreno de la teoría y en el de la práctica?
Que el marxismo es una doctrina característicamente alemana, nadie que lea a Marx puede dudarlo. La relación con el hegelianismo es bien manifiesta, no sólo en la terminología de Marx, sino en el contenido mismo de su pensamiento. Al describir la evolución de su doctrina, él mismo insiste en su fundamentación alemana, al mismo tiempo que reconoce lo que debe a los franceses por haberle enseñado las consecuencias sociales económicas de su herencia filosófica.
Sin embargo, el más importante de los pensadores premarxistas, que ha sido considerado como uno de los fundadores del socialismo alemán, fue también prehegeliano, y profesaba una filosofía idealista radicalmente diferente de la de Hegel. Johann Gotdieb Fichte (1762-1814) basaba su punto de vista filosófico en el de Kant, del cual se separó completamente la filosofía de Hegel. Fichte ha sido a veces considerado, por ejemplo, por Bertrand Russell, en su History of Western Philosophy (Historia de la filosofía occidental), como precursor, con Hegel, de la concepción metafísica y totalitaria del Estado; pero en realidad no lo es en modo alguno. Lejos de ser un admirador del Estado, sostiene una teoría que pone a la sociedad por encima de éste, y, cuando exalta lo «colectivo», lo concibe como un espíritu nacional incorporado a todo el complejo de instituciones y tradiciones sociales, y no en una autoridad gobernadora suprema. Incluso su nacionalismo, aunque entusiasta, no fue exclusivo. Pensaba que toda nación, de acuerdo con su tradición y su espíritu, contribuiría conforme a su propio carácter a la realización del espíritu humano. En sus famosos Discursos a la nación alemana (1807-8) hace un llamamiento a la unión del pueblo alemán en contra del imperialismo de Napoleón, y no por la supremacía política de Alemania sobre los otros pueblos.
Aquí tratamos de Fichte, de su filosofía, y de su política, sólo en lo que se refiere al problema de si debe ser considerado antecesor del socialismo alemán. Esta opinión se apoya sobre todo en dos de sus numerosos libros, Der geschlossene Handelsstaat (El estado comercial cerrado, 1800) y sus conferencias de 1813 sobre Staatslehre (Teoría del Estado). En estas obras Fichte basa su teoría ética, que da mucha importancia a la actividad creadora del individuo que se expresa mediante la conducta social «inter-personal», en la exigencia de que a todo hombre se le den los medios para expresar su personalidad en el trabajo realizado asociándose a sus prójimos en una ocupación adecuada a sus inclinaciones naturales. Esto, afirma, implica el derecho de acceso a los medios de producción que garantizarán el derecho del trabajador a su producto. El método de la sociedad para asegurar esto consiste en establecer un sistema de corporaciones productoras autónomas que coordinen sus esfuerzos y cambien sus productos mediante mutuo acuerdo. Estas corporaciones deben ser dueñas de los medios de producción, y deben dirigir la vida económica de la sociedad aparte del Estado político, como órganos autónomos de la sociedad en su conjunto. En su obra posterior Fichte modificó su doctrina, atribuyendo al Estado la tarea de crear esas proyectadas corporaciones y de definir sus facultades; pero nunca propuso que el Estado mismo se encargase de la producción. Sus propuestas, en esta última forma, eran análogas tanto a la concepción de Louis Blanc acerca de las relaciones de sus «talleres nacionales» con el gobierno, como a la de la escuela nacional para socios de los gremios de Orage-Hobson en el siglo XX; porque la última propone que los gremios nacionales que habrían de controlar la industria deberían constituirse y actuar mediante reconocimiento del Estado. La gran diferencia está, por supuesto, en que Fichte no pensaba que sus corporaciones se basaran en los sindicatos obreros o en cualquier movimiento militante obrero, ni, en realidad, en ninguna forma de asociación que fuese predominantemente obrera. No pensaba en una lucha por el poder entre dos clases rivales, o en un levantamiento contra la explotación, sino sencillamente en establecer el derecho social del individuo a todo lo necesario para asegurar la posibilidad de expresar su personalidad en un servicio útil para la sociedad. En términos modernos, tenía la idea de un «mínimo social» asegurado a todos; pero no era un demócrata, y no propuso que sus corporaciones estuviesen democráticamente controladas.
El «socialismo» de Fichte fue formulado en una Alemania que no estaba preparada para prestarle atención. Su influencia, que fue grande, estaba basada en su nacionalismo y en su desarrollo en la filosofía kantiana como esfera de la teoría del conocimiento y de la moral, y no en sus propuestas para una nueva forma de organización económica. En realidad, el influjo de Fichte se realizó en la dirección de un desarrollo fuertemente subjetivista de la filosofía ética de Kant, y aparte de aquellos elementos del pensamiento de Kant que se derivaban más directamente de Rousseau. Fichte, en la esfera de la moral y de la especulación, hizo resaltar, casi tanto como después lo hizo Marx Stirner, la importancia preeminente de la racionalidad del espíritu humano individual, y sus discípulos, lejos de desear la absorción de su identidad personal en el «alma universal», estaban muy preocupados con adaptar su moral individual al mundo de la razón. El «socialismo» de Fichte era esencialmente individualista en su base moral; y a causa de esto sus ideas «socialistas» se prestaron muy fácilmente a que las arrebatase el torrente del ataque metafísico de Hegel contra toda posición subjetivista. Para Hegel el Estado estaba sobre la sociedad, mientras que para Fichte la sociedad estaba sobre el Estado. Hegel también propuso un sistema de corporaciones para dirigir la industria; pero las corporaciones de Hegel serían meramente una parte de la estructura de la «sociedad civil», situada en el nivel más bajo de la realidad, y sujeta a la ley universal de obediencia a la suprema voluntad del Estado. La opinión de Fichte, tal como la formuló más tarde, no tenía este contenido metafísico; la finalidad de sus corporaciones no era otra que atender las necesidades de los individuos en sus relaciones sociales, y no a ninguna unidad superior que los trascendiese como poderes individuales que cooperaban en su propio derecho.
Sin embargo, Fichte era un idealista, aunque no un totalitario. Creía en la nación como una unidad real, que no absorbía a los individuos que la formaban, pero que les inspiraba un propósito ético que les permitía alcanzar un nivel más alto de cumplimiento y realización personales. Con este espíritu insistía en la necesidad de una sociedad ordenada y planeada, organizada como un sistema subsistente por sí mismo y subordinando sus relaciones con otras sociedades a las exigencias de su unidad autárquica. En sus obras aparece claramente la idea, no sólo de un proteccionismo nacionalista dirigido a asegurar esta subsistencia propia, sino también la de una especie de colectivismo como medio para su realización ordenada. Esto hace considerarle como el antecesor, no del «nacionalsocialismo» en su sentido nazista, sino de la política nacional que se propone realizar el «socialismo en un país». Es tan acentuadamente nacionalista como organizador, y, por consiguiente, cree en el «héroe» nacional como autor de su historia. Este aspecto de su doctrina es el que más profundamente influyó en Carlyle.
Después del periodo que sigue a la derrota final de Napoleón no hubo en Alemania ningún desarrollo de las ideas socialistas, ni siquiera de la organización revolucionaria, como lo hubo en Francia. Hubo movimientos liberales en los distintos Estados alemanes, cuando se reconstituyeron después de 1815; pero no tenían nada de socialismo, y la clase obrera representaba en ellos un papel poco importante. En realidad, las ideas «sociales» hallaron expresión, como en la obra de Franz von Baader, en general unidas con principios políticos muy conservadores o incluso reaccionarios. Baader, por ejemplo, al abogar porque se reconociera la necesidad de asegurar a los «proletarios» (la palabra es suya) un nivel de vida tolerable, consideraba esa seguridad como el equivalente moderno de la responsabilidad paternal del señor feudal respecto al bienestar de sus subordinados, y defiende la conservación del sistema de estados o clases sociales (Stände) y gremios como medio de rechazar el avance de las ideas democráticas y liberales. Baader y otros políticos reaccionarios, que estaban también dominados por una conciencia social, seguían pensando en una sociedad dominada por la agricultura y por una producción artesanal en pequeña escala. En realidad no existía en Alemania un movimiento obrero aparte de las antiguas sociedades de artesanos especializados; y éstas, si tenían algún carácter político, se unían a los movimientos liberales para la reforma constitucional. Sólo en 1830 la Revolución Francesa, que estableció la monarquía «burguesa», tuvo algunas repercusiones, que pusieron de moda ciertas ideas socialistas francesas. Los saint-simonianos enviaron misioneros que difundiesen su evangelio en Alemania, pero con poco resultado. Lo que hubo de nuevo en el pensamiento tuvo su origen principalmente en los conflictos entre los filósofos y los literatos; e incluso para ellos, bajo la censura, había una libertad de discusión muy limitada. Sin embargo, en estas controversias abstractas estaba la semilla de la rebelión intelectual; y, especialmente, dentro de la escuela de pensamiento hegeliana, que era la dominante, empezaron a producirse las interpretaciones izquierdistas, que llegaron a tener más fuerza en la década de 1830, pero que no alcanzaron su apogeo hasta el comienzo de la década de 1840, cuando se extendió el influjo de Feuerbach.
A falta de nuevas ideas alemanas acerca del orden económico y social, las ideas francesas empezaron a infiltrarse después de 1830 y a encontrar partidarios entre los obreros alemanes, al principio sin mucho contacto con los filósofos de «izquierda». El más importante de los apóstoles de este socialismo alemán de inspiración francesa fue Wilhelm Weitling (1808-71), hijo ilegítimo de un oficial francés y de una criada alemana. Weitling se hizo sastre (los clubes de sastres eran los más influidos por ideas radicales) y llegó a ejercer un influjo considerable. De acuerdo con la costumbre en este oficio, viajó a través de muchas partes de Alemania haciendo prosélitos, pero pronto tuvo que salir de Prusia para escapar del servicio militar. Se estableció en Francia hacia 1836, llegó a estar bajo el influjo de los grupos que rodeaban a Blanqui y a Cabet, y se unió con los exilados alemanes de París dirigidos por Félix Schuster, para quien escribió su manifiesto, El hombre tal como es y tal como debiera ser (1838). Comprometido en el levantamiento de Blanqui de 1839, escapó a Suiza, y allí publicó su obra más importante: Garantías de la armonía y la libertad (1842). Fue aprehendido en Suiza en 1843, y entregado al gobierno prusiano, el cual, a fin de librarse de él, le permitió emigrar a los Estados Unidos. En camino se detuvo algún tiempo en Londres, en donde estableció contactos con el grupo organizado de socialistas alemanes exilados, a cuya cabeza estaban Moll, Schapper y Lecarius, y consiguió ejercer un influjo considerable. También pasó algún tiempo en Bruselas, donde tuvo algunas discusiones con Marx. En 1846 fue a los Estados Unidos, pero regresó en 1848, para volver otra vez a América después del fracaso de la revolución alemana, y pasó el resto de sus días haciendo propaganda entre los obreros de los Estados Unidos.
Marx al principio elogió mucho a Weitling, como la primera voz autorizada del proletariado alemán, pero después chocó con él en el curso de la lucha entre ideologías rivales, que dividió a las sociedades de socialistas alemanes exilados durante la década de 1840. Según la opinión de Marx, Weitling era sobre todo un «utopista». Había tomado de Babeuf, Blanqui y Cabet la doctrina de una igualdad social absoluta, y en sus escritos trató de enlazar esta idea con el cristianismo primitivo. Fue un completo comunista utópico, a la manera de Cabet, y un creyente en la concepción de Blanqui del golpe de Estado como medio de obtener la sociedad de sus sueños. Marx consideraba esta actitud completamente impropia para las condiciones de la Alemania contemporánea: era contrario a las revueltas destinadas a fracasar y partidario de apoyar a los liberales alemanes como un paso necesario para el desarrollo del movimiento obrero alemán. De acuerdo con esto se puso a combatir el influjo de Weiding; pero sólo después de la marcha de Weitling a América consiguieron Marx y Engels tener ascendiente sobre las sociedades de exilados alemanes de Londres, París y Bruselas.
Weiding, aunque estaba muy influido por los utopistas franceses, unía a su comunismo una acentuada desconfianza hada los «intelectuales». Al final se «devorarán unas a los otras», dijo de las sectas socialistas rivales. Se daba clara cuenta de su situación como obrero, quizás más aún a causa de su origen no proletario por el lado de su padre, y siempre insistía en que la emancipación de los obreros tenía que ser obra de ellos mismos. Su comunismo era en realidad una doctrina muy sencilla de fraternidad humana, sin ninguna sutileza intelectual; y no le interesaban los filósofos hegelianos que estaban ocupados en desarrollar el socialismo alemán como teoría completamente desligada de la práctica política. Quería acción por parte de los obreros, acción en el espíritu del cristianismo del Nuevo Testamento; entre los jóvenes hegelianos se hallaba fuera de su centro y reaccionaba desconfiando de ellos como analistas lógicos que se deshacían a sí mismos y que no sentían realmente nada respecto a las masas.
Weitling, además de su comunismo utópico, era fuertemente internacionalista y antimilitarista. Daba mucha importancia a la fraternidad entre todos los hombres y al carácter necesariamente cosmopolita del movimiento obrero. Como propagandista, se excitaba fácilmente, y con frecuencia era confuso. Pero su sinceridad y la hondura de sus sentimientos eran indudables, y, aunque le gustaba representar el papel de «gran hombre», fue muy querido y respetado. En los Estados Unidos fundó la «Liga de la emancipación» y un periódico, La república de los trabajadores (1850-55), publicado en alemán y dedicado en gran parte a abogar en favor de los bancos obreros. En Europa su influjo terminó después de 1846, y durante mucho tiempo su nombre casi quedó en el olvido.
La organización de los obreros socialistas alemanes fuera de Alemania empezó en París hacia 1832. Había muchos obreros alemanes especializados que trabajaban en el extranjero, en París, Bruselas, Londres y otros centros, incluyendo entre esos trabajadores a algunos que huyeron después de la revuelta de 1830. El primer grupo parece que se formó alrededor del zapatero Efrahen, que publicó hacia 1833 un notable folleto en que pedía la unión de todas las sociedades de artesanos. Este grupo pronto se unió a la «Liga de los desterrados», fundada en 1834 bajo la jefatura del abogado Theodor Schuster, que había sido muy influido por los saint-simonianos y por Sismondi. La Liga incluía, además de muchas clases de socialistas, una ala moderada de no socialistas; y en 1836 los socialistas se separaron de ella, estando todavía bajo la dirección de Schuster, y formaron una nueva organización, la «Liga de los justos», que se puso en relación estrecha con la «Société des Saisons» de Blanqui. Ésta fue la organización que pronto recibió el influjo de Weitling; pero todavía contenía grupos rivales, uno principalmente comunista, en el sentido de que aspiraba a una república con igualdad completa mediante un levantamiento revolucionario, mientras que el otro era partidario en primer lugar de una campaña en favor del sufragio universal. Para esta liga escribió Weitling su folleto de 1839 El hombre tal como es y tal como debiera ser.
La «Liga de los justos» se deshizo a causa del fracaso del golpe de 1839 intentado por Blanqui. Engels, escribiendo muchos años después, decía que había mantenido secreta su existencia hasta el establecimiento de la «Liga comunista» en 1847. Si efectivamente fue así, su actuación fue tan secreta que no quedan datos acerca de ella. Lo que es mucho más probable es que se mantuviesen las relaciones entre los miembros que se habían dispersado por varios centros en 1839 y 1840, sin que hubiese quedado ninguna organización formal. El grupo mayor de miembros de la Liga fue a Londres, donde se unió con otros alemanes que trabajaban allí. Karl Schapper, Josef Moli y Heinrich Bauer, al establecerse en Londres, hallaron su aliado más importante en el sastre Georg Eccarius, quien ya se estaba abriendo camino dentro del movimiento obrero inglés, y que más tarde sería un aliado muy próximo de Marx y secretario de la Primera internacional, para separarse luego del influjo de Marx y dedicarse por completo a las cuestiones sindicales. En 1842 Engels, al llegar a Inglaterra, se puso en contacto con este grupo, que había fundado en Londres una «Sociedad educativa de obreros alemanes», dedicada a enseñar las ideas socialistas.
Un segundo grupo se había establecido en Bruselas; y un número considerable de socialistas alemanes había permanecido en París o llegó allí después de 1839. El grupo de París en la década de 1840 recibió en gran parte el influjo de Karl Grün, que estaba en relación estrecha con Proudhon, algunas de cuyas obras tradujo al alemán. Pero de 1843 a 1845, Marx, expulsado de Alemania, también estuvo viviendo en París; y entre él y Grün pronto existió una fuerte animosidad. Marx, que entonces estaba en buenas relaciones con Proudhon, trató de que éste rompiese con Grün, pero fue rechazado terminantemente, y poco después tuvo también una grave disputa con Proudhon. En 1845, Marx fue expulsado de Francia y se trasladó a Bruselas, en donde permaneció hasta 1848, excepto el poco tiempo que pasó en Inglaterra con Engels en 1845. En Bruselas Marx se propuso captar al grupo de exilados alemanes, formando una Sociedad educativa obrera con arreglo al modelo de la organización londinense.
Marx y Engels habían estado trabajando en unión estrecha desde 1844, cuando se reunieron en París. Engels había presentado para que se publicase en los Anales Franco-alemanes, que publicaba Marx, un artículo criticando la economía política clásica ortodoxa, artículo del cual puede afirmarse que sigue mucho a los economistas ingleses contrarios a Ricardo y que es una anticipación de las doctrinas que Marx desarrolló en su folleto-conferencia sobre Trabajo asalariado y capital y más tarde en su Crítica de la economía política y en El Capital. Marx indudablemente debió a Engels su primer conocimiento de las teorías económicas socialistas que ya circulaban en la Gran Bretaña; y fue también Engels quien le enseñó que sus especulaciones filosóficas, en aquella época todavía muy divorciadas de las cuestiones prácticas, necesitaban completarse con un buen conocimiento de los desarrollos económicos y de los movimientos de la dase obrera de la Gran Bretaña, que entonces era, con mucho, el país capitalista más adelantado. Engels estaba entonces escribiendo La situación de la clase obrera en Inglaterra, que apareció, en alemán, en enero de 1845; y la visita de Marx a Inglaterra fue con el propósito de completar lo que Engels le había dicho y ver con sus propios ojos la situación de Inglaterra.
Desde un principio Engels, aunque aportará tanto como Marx a esta asociación en sus primeras fases, aceptó con gusto la jefatura de éste. Fue Engels el que acabó con el aislamiento de Marx respecto al lado práctico del movimiento obrero y socialista, y a él se debe principalmente el llevar a Marx a la lucha para crear una nueva organización, bajo jefatura alemana, pero con objetivos internacionales, a fin de reemplazar y superar la difunta Liga de los justos. Los dos iniciaron su colaboración con una serie de polémicas contra los principales grupos de socialistas filosóficos alemanes y contra las ideologías alemanas de izquierda que prevalecían entonces. La sagrada familia, dirigida contra los «jóvenes hegelianos» Bruno y Edgar Bauer, y los dos volúmenes de la Ideología alemana (inéditos durante mucho tiempo), son los monumentos erigidos en el curso de este proceso de aclaración intelectual, del cual salieron, reforzados por el conocimiento que Engels tenía de las fábricas y de la situación de Inglaterra, dispuestos a dirigir un nuevo movimiento proletario y muy seguros de que ellos y sólo ellos sabían darle forma y dirección.
El camino quedó allanado con la marcha de Weitling, con la cual desapareció el antagonista más poderoso que tenían, aunque Grün seguía en París haciéndoles oposición. En una primera etapa Engels había sido invitado a ingresar en el grupo de Londres, pero no aceptó. En 1847 Moll fue de Londres a Bruselas para invitar a Marx a fin de que cooperase en la unión de las sociedades alemanas de varios centros en un movimiento «comunista» único; y Marx y Engels accedieron, al percibir las señales de la revolución que se aproximaba en Europa. En el verano de 1847 Engels asistió en Londres a una reunión en la cual se decidió dar pasos para establecer una liga comunista, principalmente alemana en sus comienzos, pero con la aspiración de crear un movimiento internacional. Se acordó también preparar y publicar un manifiesto que proclamara los principios y objetivos de la nueva organización. Pocos meses más tarde Marx mismo fue a Londres, donde habló en una manifestación en favor de Polonia organizada por los «Demócrates fraternales», y participó después en una conferencia preparatoria de los grupos socialistas, en la cual se le confió la tarea de redactar el proyectado Manifiesto comunista, después que sus puntos fueron examinados y trazadas las líneas generales que habían de servirle de orientación. Tenía borradores de Engels y otros para iniciar el trabajo; y, de regreso a Bruselas, lo terminó en enero de 1848, precisamente en el momento oportuno para su publicación, o sea cuando la revolución estaba estallando por gran parte de Europa.
El análisis de este famoso documento se hará en otro capítulo. Antes debemos todavía examinar tanto sus antecedentes ideológicos como el camino recorrido por Marx, desde sus comienzos hegelianos hasta el «hegelianismo invertido» de su concepción materialista de la historia.
Como hemos visto, los ideólogos socialistas alemanes que precedieron al período de predominio de Marx habían limitado sus especulaciones al terreno de la filosofía y la teología, o se habían alimentado principalmente de ideas francesas de segunda mano cuando se aventuraron por el campo económico y social. Existía un divorcio, no completo, pero sí considerable, entre las especulaciones de los «jóvenes hegelianos» y de las escuelas de Feuerbach y por otra parte los obreros alemanes influidos por Weitling o los que, trabajando en el exilio, se convirtieron en discípulos de Blanqui o de Cabet o de Louis Blanc o de algún otro jefe socialista francés. Perdida la esperanza de un cambio pacífico en su propio país, los obreros alemanes emigrados tendían naturalmente hacia la revolución, tendencia que con facilidad se fundía con las aspiraciones utópicas hacia un orden social totalmente nuevo. Marx, por otra parte, estaba convencido de que esas especulaciones eran inútiles y de que, después del fracaso de 1839, había desaparecido la oportunidad de un golpe de Estado victorioso, producido por una minoría pequeña y decidida. Por consiguiente, él y Engels tenían que oponerse tanto al utopismo de los grupos en que querían influir como a la tendencia de éstos a pensar en una insurrección proletaria. Marx y Engels, por supuesto, eran también revolucionarios: no se oponían a la revolución, sino a la idea de que el sector obrero con conciencia de clase fuera bastante fuerte para llenarla a cabo por sí solo. En todo caso, estaban seguros de que en Alemania la revolución habría de iniciarse principalmente como una revolución burguesa en contra de la autocracia. Esperaban que, cuando esto sucediese, los obreros serían bastante fuertes para conservar a su vez su independencia mientras ayudasen a la burguesía a derrocar el antiguo régimen, y para volverse rápidamente contra sus aliados para continuar la victoria y convertir la revolución burguesa en una segunda revolución bajo la dirección de los elementos conscientes del proletariado y de sus partidarios en las clases intelectuales.
Así pues, a fin de crear el movimiento que deseaban, tenían que apartar las «sociedades de trabajadores alemanes» de su adhesión a los varios tipos de utopismo, y también controlar su tendencia a pensar en levantamientos puramente proletarios. Tenían que luchar contra el blanquismo (Blanqui estaba en la cárcel) así como contra el comunismo icariano, y todas las demás doctrinas sectarias de las distintas escuelas. Pero si daban la batalla abiertamente en los dos frentes no tendrían probabilidad de obtener el apoyo que necesitaban. Podrían permitirse atacar las varias clases de utopismo sólo si conseguían presentarse lo bastante revolucionarios para que los blanquistas no se les opusiesen. Parte del clamor y furia del Manifiesto comunista es, sin duda, producto de esta necesidad. La Liga comunista de 1847 quería un llamamiento abierto a la revolución; y en aquellas circunstancias, con la revolución hirviendo en la mayor parte de Europa, Marx y Engels estaban dispuestos a proporcionárselo, y a no hacer resaltar en el Manifiesto en qué gran medida la revolución, en la práctica, tendría que hacerse bajo la dirección burguesa, sobre todo en Alemania.