Capítulo II

LA GRAN REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA CONSPIRACIÓN DE GRACCHUS BABEUF

AUNQUE el socialismo, en un sentido, empezó mucho antes, y en otro sentido algunas décadas después de la gran Revolución Francesa, hay, como hemos visto, razones suficientes para tomar el año 1789 como punto de partida para un estudio del desarrollo de las ideas socialistas modernas. Éste es el momento desde el cual es posible seguir, no sólo un desarrollo continuo en la esfera del pensamiento, sino también una conexión creciente entre el pensamiento y los movimientos que tratan de darle expresión práctica. A los teóricos socialistas y comunistas del siglo XVIII no siguió ningún movimiento, ni siquiera en el terreno de la teoría: fueron pensadores casi aislados, que se hallaban en la periferia de un vasto movimiento intelectual con un gran contenido democrático y liberal, pero sin nada específicamente socialista en sus ideas esenciales, en todo caso, nada más que una creencia en la felicidad humana como objetivo de la política social y en la perfectibilidad humana como posible objetivo que habría de ser alcanzado por el progreso continuo de «la Ilustración» (les lumières). Los «socialistas» del siglo XVIII fueron, en primer lugar y sobre todo, moralistas y reformadores morales. Denunciaron con gran fervor humanitario la coexistencia de riqueza y pobreza, de lujo e indigencia, y buscaron el origen de estos males y la corrupción, que debida a ellos, conducía a malas instituciones políticas y sociales. Sostenían que los hombres eran depravados, no por una maldad natural, sino porque vivían en un medio malo que fomentaba el lujo, el orgullo y la opresión, y condenaba a la mayoría a vivir en condiciones degradantes de servidumbre y necesidad. Estos críticos sociales no eran necesariamente en modo alguno revolucionarios y rebeldes: algunos de ellos hicieron sólo modestas propuestas prácticas de cambio, y la mayor parte de ellos puso su esperanza mucho más en la educación y en el desenvolvimiento de la racionalidad que en un levantamiento de los oprimidos. Tendían o a escribir «utopías» o a construir modelos de una sociedad perfecta y reglas para su conducción; pero las utopías del siglo XVIII no eran proyectos prácticos de organización social sino sueños agradables que daban una lección de actitud y conducta moral. Al principio no hubo ninguna relación entre estos proyectos de una sociedad nueva y algún movimiento popular, y mucho menos un movimiento proletario, que tratase de realizarlos. La noción misma del proletariado como una fuerza revolucionaria no es anterior a Babeuf. Las doctrinas «sociales» que prepararon el camino para los movimientos socialistas del siglo XIX eran, principalmente, exposiciones éticas no de cómo fueran las relaciones humanas, sino de cómo debían ser.

Pero durante los años que siguieron inmediatamente a la toma de La Bastilla y a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, «la cuestión social» apareció por primera vez en el primer plano, no sólo como un problema moral para un grupo de intelectuales y reformadores, sino como tema práctico reincidente que implicaba un conflicto real y amenazador entre los ricos y los pobres, entre los propietarios y los no propietarios, entre las clases privilegiadas de la antigua sociedad y los no privilegiados del «tercer estado» (Tiers État). El primer signo claro de esto vino del campo más que de las ciudades: fue la quema de los títulos de propiedad, el saqueo de los palacios campestres y la huida de muchos de los nobles feudales y de sus allegados. Pero en las ciudades también hubo indicaciones de la lucha que se aproximaba, en las demandas contenidas en los cahiers procedentes de las zonas obreras y en el desarrollo de clubes y de sociedades en los que predominaban los miembros de la clase obrera, o en todo caso los artesanos De estas dos manifestaciones la de los campesinos era por supuesto la mayor, y la de importancia más inmediata; y también fue la que tuvo más éxito, porque en general los campesinos consiguieron lo que exigían tierra, y verse libres de las exacciones feudales. No fue así para los artesanos: la revolución nada tenía que ofrecerles en el sentido de ventajas económicas inmediatas. Llegaron a ser ciudadanos, pero no propietarios; e incluso sus derechos de ciudadanía fueron pronto tema de sañudos debates entre las facciones rivales que discutían acerca de la nueva constitución de la república francesa. En 1793 parecían, por el momento, tener seguros al menos los derechos políticos; pero la constitución democrática de aquel año nunca llegó a implantarse. Los pobres de la ciudad quedaron defraudados por los frutos de la revolución; se les negó el reconocimiento anticipado de sus derechos como «hombres y ciudadanos». Parte de ellos reaccionaron adhiriéndose a los dirigentes que les prometieron la reivindicación de estos derechos y empezaron a unir la petición de igualdad política a la demanda de trabajo y de pan para los muchos obreros que se habían quedado sin trabajo por las dislocaciones económicas que acompañaron a la revolución.

En efecto, los acontecimientos del período comprendido entre 1779 y la derrota de la «conspiración de los iguales» dirigida por Gracchus Babeuf pocos años más tarde por primera vez, hizo de la lucha de clases, aunque en pequeña escala y momentáneamente, una realidad manifiesta en la sociedad moderna, y en el curso de la batalla entre ricos y pobres condujo a que fuesen formuladas las doctrinas socialistas que, no siendo seguidas nunca más que por un pequeño número de partidarios, representaban, sin embargo, un nuevo elemento en el desarrollo histórico de la sociedad occidental.

A fin de precisar el carácter de estos conflictos, en los cuales adquirieron forma por vez primera movimientos de acción precursores del socialismo moderno, es necesario decir algo del significado de la gran Revolución Francesa como una fuerza social, es decir, en lo que se refiere a algo más que a sus implicaciones puramente políticas. Se ha dicho con frecuencia que los dirigentes de la revolución, tanto los moderados, los girondinos, como los jacobinos, se proclamaron a sí mismos firmes mantenedores del derecho de propiedad, así como de la libertad civil y política, y que nada estaba más lejos de su pensamiento que desafiar la propiedad privada y tratar de sustituirla por una especie de propiedad común de los medios de producción. Esto es verdad si exceptuamos al pequeño grupo que pronto se reunió alrededor de Gracchus Babeuf. Los jacobinos, lo mismo que los partidos que se hallaban a su derecha, creían en la necesidad de la propiedad privada, y en la necesidad de extenderla a una parte mucho más grande del pueblo. Defendieron la división de los latifundios y, asimismo, la abolición de las exacciones feudales y la enajenación de los grandes privilegios y de los derechos de propiedad que llegaron a estar en poder de la Iglesia; pero aspiraban a difundir la propiedad más bien que a destruirla, y los ataques que hicieron contra los derechos de propiedad establecidos los justificaron basándose, sea en que las formas de propiedad que atacaban eran antisociales y violaban, de una manera que no podía defenderse los derechos del hombre; o, poco más tarde, después de estallar las guerras revolucionarias, basándose en que las necesidades de la salud pública tenían que sobreponerse, por el momento, a otras consideraciones. Al abolir los derechos feudales de la nobleza y al colocar la propiedad de la Iglesia a la disposición del nuevo Estado, los dirigentes de la revolución establecieron una distinción muy clara entre las «injusticias de la propiedad», que atacaban, y los derechos de propiedad que se preocupaban por defender y por hacerlos más sagrados, limpiándolos de las exigencias injustificadas que habían crecido alrededor de ellos. Los derechos feudales no les parecían formas legítimas de propiedad, sino interferencias intolerables con los derechos legítimos de propiedad, los cuales pertenecían, o deberían pertenecer a la masa de la población rural. Pensaban de sí mismos, que no estaban atacando la propiedad, sino liberando a la propiedad campesina al abolir aquellos derechos, y, al mismo tiempo, que estaban liberando, al derecho de propiedad de las clases productoras, de exacciones impuestas sobre ellas por una nobleza no productora y por una corte parásita. De modo análogo, en el caso de la Iglesia, creían que las obligaciones que exigía del resto de la nación, por medio de la propiedad que había acumulado, significaban una exacción ilegítima más bien que un derecho irrevocable. Educados en la tradición del antiguo régimen, heredaron la doctrina del absolutismo político del Estado sobre la Iglesia, y, en esto, fueron reforzados por el erastianismo de la doctrina social proclamada en el Contrato social de Rousseau, y también en la mayor parte de los escritos de la «Ilustración» del siglo XVIII. Creían que, al atacar las exigencias feudales de la nobleza y las exacciones de la Iglesia, marchaban a la par con la corriente de la opinión nacional. Ésta, en realidad, avanzó con el ímpetu de la revolución más de prisa que las leyes, las cuales, en gran proporción, no hicieron más que sancionar lo que ya había sido realizado por la acción directa del pueblo.

En los primeros años de la revolución los nuevos dirigentes de la nación no atacaron la propiedad de los ricos, salvo cuando tomaban las formas de exigencias feudales o de explotación eclesiástica. Muchos de ellos tenían, sin duda, una creencia profunda en las malas consecuencias de una desigualdad económica excesiva, una actitud heredada de los filósofos políticos desde Fénelon en adelante, y predicada oportuna e inoportunamente durante todo el siglo XVIII como una doctrina moral. Los filósofos del siglo XVIII que pueden ser considerados como precursores importantes de la doctrina socialista (como Mably y, en otro sentido, Rousseau) nunca se cansaron de denunciar los males del lujo o de proclamar las virtudes de la vida sencilla; y los dirigentes de la revolución estaban profundamente penetrados del fervor moral de estos reformadores intelectuales. Sin embargo, no atacaron a los ricos como tales, hasta que se vieron obligados a hacerlo por las necesidades del momento: en primer lugar por la escasez que prevalecía y que les forzó a fijar los precios de los artículos de primera necesidad y a prohibir la acumulación y acaparamiento, y otras exacciones monopólicas a fin de prevenir el hambre y, poco después, al añadirse las necesidades de la guerra, la cual obligó al Estado francés a hacer frente a sus gastos, que aumentaban rápidamente, apoderándose de todo lo sobrante de propiedad o de ingresos que parecía capaz de ser utilizado para satisfacer las necesidades inmediatas de la nación. En todo esto, los dirigentes del nuevo régimen no eran más que herederos de las tradiciones del antiguo; porque éste, del mismo modo que ellos, había mantenido la doctrina de que el Estado tenía, en caso de necesidad, un derecho absoluto a apoderarse de la propiedad de los individuos cuando era necesario para la salvación del reino. Los dirigentes de la Revolución Francesa habían heredado los conceptos de soberanía universal que habían dominado bajo el antiguo régimen. Se habían limitado a transferir estas concesiones a la nueva sociedad, que descansaba sobre la base de la soberanía popular. Pero los ataques al derecho de propiedad en interés de la salud pública habían sido considerados, y seguían siéndolo, como excepcionales, sólo basados en las necesidades temporales de una nación en guerra o sitiada por el hambre. Nada había en ellos, al menos conscientemente, que significase un ataque a los derechos fundamentales de propiedad, y desde luego nada que fuese un deseo inmediato de sustituir con un régimen de propiedad común el sistema de derechos de propiedad individual que las condiciones anteriores parecían haber frustrado en lugar de favorecerlas. La revolución estaba sobre todo dedicada a difundir los derechos de propiedad entre los campesinos, a librar los de los ilegítimos derechos feudales de acrecencia y a liberar al comercio e industrias urbanas de las trabas y exacciones del sistema corporativo. Se luchaba por el «verdadero» y «natural» derecho de propiedad contra el falso y «antinatural» sistema de privilegios y monopolio; y sus dirigentes, o la mayor parte de ellos, concebían esta batalla movida por el interés común de los no privilegiados: propietarios nuevos y antiguos; artesanos y obreros juntamente.

Sin duda, un gran número de los dirigentes más avanzados de la revolución habían asimilado nociones de comunismo utópico de los filósofos del siglo XVIII, sobre todo de Mably y Morelly, y se habían empapado en la doctrina del Discurso sobre el origen de la desigualdad de Rousseau, que atribuye los males de la civilización al desarrollo desordenado de los derechos de propiedad en los tipos más avanzados de sociedad civilizada. Sin embargo, aunque algunos de éstos pensaban en las utopías comunistas, basadas en una igualdad social completa, pocos de ellos incorporaban su ideal a la política práctica que pedían que fuese aceptada por las asambleas revolucionarias. Por ejemplo, Jean-Pierre Brissot, jefe girondino, a veces ha sido considerado como un socialista precursor, pero nada más lejos de su pensamiento que la idea de adherirse a cualquier clase de comunismo o de propiedad colectiva como base para la reconstrucción inmediata de la sociedad francesa. En realidad, muchos de los más influidos por las teorías utópicas de comunismo tipo Mably y más inclinados en sus discursos a exaltar las virtudes de Licurgo y de la antigua Esparta figuraban, respecto a la política social, entre los más moderados en sus reclamaciones inmediatas.

En general, es justo decir que la mayor parte de los dirigentes de la Revolución Francesa, incluyendo tanto a los jefes jacobinos como a los más moderados, pensaban que la misión de la revolución era difundir los derechos de propiedad de tal manera que disminuyesen las desigualdades sociales más notorias y abolir las antiguas formas de privilegio, y esperaban, haciendo esto, liberar fuerzas económicas que, bajo un régimen de competencia sin privilegios, y de acuerdo con las doctrinas de los economistas, darían por resultado el máximo de producción de la riqueza y con ello el mayor bienestar para el mayor número de personas. Esto no impidió que los jacobinos, sobre todo, denunciasen continuamente los males de la desigualdad y las exacciones de los ricos, y que pidiesen reformas drásticas en el sistema de impuestos para librar a los pobres de todas sus cargas, y que todo el costo del Estado recayese sobre el sobrante de los ingresos y la propiedad de los ricos. Pero estas denuncias representaban en parte una reacción contra la verdadera conducta antisocial de los ricos bajo la presión de la revolución y contra el predominio de las fuerzas antirrevolucionarias de los propietarios, y en parte representaban, también, un deseo por una igualdad social mayor, la cual se pensaba fundar en la distribución de la propiedad más bien que implicar un ataque a los derechos fundamentales de propiedad.

Es la tensión de la guerra, el exceso de sufrimientos y la derrota y decapitación del partido jacobino lo que se halla detrás de la aparición de la conspiración comunista de Babeuf y de su grupo. Antes de Babeuf se habían oído algunas voces que predicaban en el desierto, en favor de la aplicación inmediata de los principios de comunidad y de propiedad común. Chappuis, especialmente, había presentado a la Asamblea constituyente proyectos que anticipaban una parte de la doctrina social de Fourier, incluyendo un proyecto de comunidades colectivas, que eran muy parecidas a los falansterios de Fourier; pero Chappuis, y algunos más que habían expuesto ideas semejantes, seguían siendo desconocidos, excepto para muy pocos, y sus proyectos no ejercieron ningún influjo en el curso de los acontecimientos. Correspondería a Babeuf y a su grupo presentar, después del eclipse del partido jacobino y de la fuerte reacción contra el ímpetu de la revolución que se produjo bajo el Directorio, un plan casi completo de comunismo proletario, el cual puede considerarse como el precursor no sólo de doctrinas socialistas posteriores de propiedad y explotación colectiva de los medios de producción, sino también de la idea de la dictadura del proletariado como manera de someter a las demás clases sociales y de derrotar los intentos de contrarrevolución.

A pesar del carácter esencialmente nuevo de la «Conspiración de los iguales» de Babeuf, como el primer movimiento peculiarmente socialista del pueblo, como ya se ha dicho con frecuencia, había poco o nada que fuese nuevo en las aspiraciones sociales de los conspiradores. Estaban reproduciendo y aplicando a la situación social contemporánea doctrinas de comunismo y de igualdad social que habían aprendido de Mably y de otros filósofos utopistas del siglo XVIII. Lo nuevo era la transformación de estas ideas utópicas en una forma de movimiento social que aspiraba al cambio inmediato de la sociedad existente y de sus instituciones, tanto económicas como políticas. Y no es, por supuesto, que el movimiento de Babeuf llegase nunca a ser una campaña revolucionaria de proporciones nacionales. Halló apoyo, como les había sucedido a los jacobinos, más bien en las grandes ciudades y especialmente en París, en donde tuvo partidarios sobre todo por la situación de carestía y de falta de trabajo que siguió a la revolución y a la resistencia de los campesinos emancipados para abastecer de lo necesario a las ciudades. Ni nunca pasó de dirigir más que una pequeña parte, incluso, del proletariado urbano. Fue una conspiración de pocos que trataba de atraerse a los numerosos elementos urbanos descontentos principalmente a causa del hambre. Nunca tuvo el carácter de un movimiento de masas, ni siquiera de los obreros urbanos. Ésta es parcialmente la razón de por qué fue tan fácilmente destruido al brotar; pero incluso si hubiese arrastrado a muchos más partidarios urbanos, probablemente no habría podido triunfar frente al estado de opinión en el campo, que todavía era, en último término, el factor social dominante. Los campesinos, más afortunados, habiendo llegado a emanciparse de los derechos feudales y eclesiásticos y habiendo, por consiguiente, afirmado sus derechos de propiedad, no estaban ciertamente en disposición de unirse a un movimiento que tenía por fin establecer la comunidad de bienes y la explotación en común de los medios de producción. Este divorcio entre los habitantes del campo y las clases pobres de las ciudades se había acentuado demasiado a consecuencia de los primeros actos del régimen revolucionario, de modo que ningún movimiento de masa basado en ideas comunistas o socialistas tendría probabilidades de éxito. Por consiguiente, no sólo el «babouvismo» sino también las ideas de la extrema izquierda jacobina eran inaplicables por el triunfo mismo de la revolución en el campo, y el proletariado urbano, incluso reforzado por muchos artesanos y maestros, era demasiado débil para servil de cimiento a una Francia nueva.

En realidad, el babouvismo fue esencialmente un producto de la decepción revolucionaria. Se había esperado demasiado de la revolución; y lo que parecía haberse logrado para la parte más pobre de la población urbana, fue mayor miseria y sufrimiento. Los campesinos habían obtenido tierra, los obreros sólo hambre y falta de trabajo. Alguien sería culpable de esto; la revolución tenía que haber sido traicionada por alguno. ¿Por quién? Seguramente por los ricos, que habían seguido viviendo con lujo mientras la inmensa mayoría sufría, y por quienes en nombre de la propiedad habían permitido que sucediesen estas cosas. Pero las protestas no fueron muy eficaces, a pesar de las calamidades; porque dividían a los revolucionarios, incluso en las ciudades, y no hallaban ningún eco en las aldeas.

Así pues, el socialismo, que había aparecido rápidamente en la «Conspiración de los iguales» en 1796, no fue más que algo marginal, en relación con el desarrollo principal de la Revolución Francesa. Su importancia estriba no en lo que realizó o pudo haber realizado bajo las circunstancias de aquel tiempo, sino en que se anticipa a movimientos posteriores, que se produjeron después de que la Gran Revolución había gastado su fuerza, y que fueron consecuencia principalmente de desarrollos posteriores del capitalismo y de los nuevos derechos de la burguesía. Lo que hizo la Revolución Francesa no fue crear el socialismo como movimiento social vivo y continuo, sino, más bien, convertir por primera vez en una lucha política el antagonismo entre ricos y pobres, y sustituir con este antagonismo los anteriores entre las clases privilegiadas y las no privilegiadas, preparando el terreno para las prolongadas luchas sociales de la Europa del siglo XIX, de las cuales nació el movimiento socialista moderno.

Ya he dicho algo acerca del carácter general de la conspiración de Babeuf. Su historia se conoció por primera vez de una manera completa en el relato publicado en 1828 en Bruselas por Phillippe-Michel Buonarroti (1761-1837), un descendiente de Miguel Ángel, quien desempeñó un papel importante en su desarrollo. Esta obra de Buonarroti vino a ser considerada casi como un «manual de revolucionarios» durante los agitados años que siguieron a la Revolución Francesa de 1830, y más tarde durante la conspiración revolucionaria que culminó en 1848. Traducida por Bronterre O’Brien, con interpolaciones del mismo, tuvo alguna influencia en el pensamiento de la izquierda «cartista» en la Gran Bretaña, como también en el desarrollo de las teorías de la dictadura revolucionaria en la, mayor parte de Europa. Más tarde, esa historia fue relatada de nuevo y de manera más completa, por haberse podido usar documentos adicionales por Advielle, cuyo libro sigue siendo hoy la fuente más útil para quienes desean estudiar el «babouvismo». Su influencia perduró. Tengo en mi poder el ejemplar del libro de Advielle que William Morris regaló a Ernest Belfort Bax, con esta dedicatoria: «Dedicado a E. Belfort Bax por William Morris con la condición de que el mencionado Bax escriba un claro relato del episodio de Babeuf»; cosa que se dispuso a hacer «el mencionado Bax». La conspiración de Babeuf continuó siendo considerada por los socialistas revolucionarios, y es hoy considerada por los comunistas como la primera manifestación clara del proletariado en una acción revolucionaria, proclamando con gran anticipación la nueva revolución que estaba destinada a completar la obra empezada en 1789.

En los relatos de Buonarroti y de Advielle es fácil ver cómo se desarrolló la conspiración. La derrota de los jacobinos y la ejecución de sus jefes principales habían dejado una numerosa masa de partidarios descontentos sin nadie que la guiase, y la combinación de estos simples soldados del partido jacobino con la dirección proporcionada por el pequeño grupo de «conspiradores de Babeuf» incluyendo algunos militares, aportó el material para la sublevación. En la primitiva sociedad de Babeuf, la «Union du Pantheón», había elementos sociales e ideológicos diversos, de los cuales el pequeño grupo íntimamente asociado con Babeuf se retiró para una conspiración secreta después de ser suprimida la «Union» por el Directorio. Este grupo, después de negociaciones difíciles, se puso de acuerdo con los jefes clandestinos de los jacobinos que quedaban, con el único fin de que fuesen traicionados la víspera de la proyectada revuelta por uno de sus asociados militares, que desde el principio trabajó como espía en favor del Directorio. Babeuf y los otros jefes compañeros suyos fueron arrestados y la conspiración se vino abajo. En el juicio se les acusó de toda clase de intenciones sanguinarias; pero los documentos que se pueden considerar como auténticos prueban que sólo habían proyectado apoderarse del poder con un grupo pequeño de jefes revolucionarios, que entonces establecerían un gobierno revolucionario apoyado por los partidarios que tenían en las sociedades locales de París, con la intención de convocar tan pronto como fuese posible una asamblea nacional, que habría de ser elegida con arreglo a los derechos políticos concedidos por la abortada constitución de 1793, que nunca llegó a ser implantada.

En espera de que esta constitución llegase a regir, Babeuf y sus partidarios se propusieron establecer una dictadura temporal, apoyada principalmente en los obreros de París; pero carecían de una teoría de la dictadura revolucionaria, menos aún de la proletaria, salvo el considerarla como un expediente transitorio durante un breve período, hasta llegar a una constitución completamente democrática cimentada en el sufragio de los varones. Sin embargo, trataron de tomar inmediatamente, sin esperar a que la constitución fuese implantada, medidas muy importantes para la expropiación y redistribución de la propiedad, a base de la posesión y goce común de todos los bienes. «La naturaleza —proclamaron en la primera sección del Manifiesto de los iguales— ha dado a todos los hombres el mismo derecho a gozar de todos los bienes», y sobre esta base proponían la expropiación inmediata de toda propiedad que perteneciese a las corporaciones y enemigos del pueblo, y al mismo tiempo la abolición de todos los derechos de herencia, de tal modo que la propiedad que todavía quedase en manos privadas pasaría en el transcurso de una generación a propiedad comunal. Con arreglo a los planes preparados por Babeuf, Francia habría de dividirse en nuevos distritos administrativos, en los cuales la propiedad que pasase a ser pública sería socialmente administrada por funcionarios de elección popular que recibirían los mismos salarios que los trabajadores. El trabajo sería obligatorio para todos, y sólo las personas ocupadas en un trabajo útil tendrían derecho al voto. La enseñanza se pondría al alcance de todos y estaría dirigida a instruir al pueblo en los principios de la nueva sociedad basada en la propiedad común. En los proyectos de Babeuf la propiedad de la tierra estaba aún especialmente estudiada como tenía que suceder; pero la expropiación de las grandes compañías industriales también se proyectaba, y se hizo un llamamiento especial a los obreros urbanos que, mientras tanto, proporcionaron al movimiento el apoyo principal.

El proceso de Babeuf y de sus asociados terminó, como era de esperar, condenando y ejecutando a los principales conspiradores: Babeuf y Darthé. Sin embargo, muchos quedaron libres, cuando el peligro había pasado; y a algunos no se les llegó a ejecutar, y fueron únicamente deportados. Entre los deportados estaban Sylvain Maréchal, que redactó el Manifiesto de los iguales, y Bounarroti. Boufiarroti probablemente debió la vida a su antigua amistad con Bonaparte, que más tarde le ofreció puestos administrativos bajo el Imperio. Vivió hasta 1837, principalmente en Bélgica; publicó su libro en Bruselas en 1828, y más tarde volvió a Francia, después de la revolución de 1830.

El Manifiesto de los iguales de Babeuf, o mejor dicho, de Sylvain Maréchal[2], fue, en efecto, la primera declaración política socialista. Babeuf y sus partidarios consideraban la socialización tanto de la tierra como de la industria necesaria para completar la revolución empezada en 1789. Proclamaban el derecho natural, igual en todos los hombres, a gozar de todos los bienes producidos por la naturaleza, la obligación universal de trabajar, el derecho universal a la educación y la necesidad de abolir tanto la riqueza como la pobreza en interés de la felicidad humana. Pero después de ser derrotada la conspiración de Babeuf, el socialismo igualitario como Un movimiento político revolucionario desapareció durante el gobierno de Napoleón y la tensión de la guerra, para no reaparecer hasta que la revolución francesa de 1830 liberó las fuerzas que estuvieran reprimidas bajo Napoleón y bajo los primeros períodos de la Restauración.