LAMENNAIS
PARA el historiador de las teorías socialistas es con frecuencia imposible fijar con precisión los límites de su materia. Hay escritores que aunque no son socialistas en el sentido corriente de la palabra, e incluso a veces se hayan declarado contrarios al socialismo, sin embargo, tienen tantos puntos de contacto con sus contemporáneos socialistas, que el no hacer referencia a ellos sería, además de imposible, causa de malas interpretaciones. Como hemos visto, uno de estos fue Tom Paine; y otros, más próximos a nuestro tiempo, fueron los «Distributivists», especialmente G. K. Chesterton e Hilaire Belloc. Este último tenía algo en común con la gran fuerza social a cuyas ideas, después de muchas dudas, he decidido dedicar este capítulo.
Hugues-Félicité-Robert de Lamennais (1782-1854) no fue, ciertamente, socialista[8]. Para afirmar esto no bastaría que hubiese atacado fuertemente a todas las escuelas socialistas contemporáneas; porque en su tiempo (y no sólo entonces), los socialistas se atacaban continuamente unos a otros. Lamennais no era socialista. No porque atacase a los owenistas, fourieristas, icarianos, saint-simonianos: en realidad, a todos los grupos socialistas y comunistas contemporáneos, sino porque nunca formuló claramente una teoría social, y se negó conscientemente a hacerlo. En algunos aspectos recuerda a Proudhon, quien también desdeñó a los que proyectaban sociedades ideales; pero, a diferencia de Proudhon, llegó a estar profundamente convencido de que la libertad política por el sufragio universal era un primer paso indispensable hacia la emancipación económica y social. Llegó a creer firmemente que el pueblo, teniendo voto, podría obtener de sus representantes las leyes que necesitaba para remedio de sus desdichas, y de acuerdo con esto su petición constante era la democracia política completa. Sin embargo, lo mismo que Proudhon, no esperaba que el Estado desempeñase un papel constructivo en la creación de la nueva sociedad. Creía que el pueblo podía y debía hacerlo por sí mismo, cuando hubiesen desaparecido las leyes restrictivas que coartaban su libertad. Pero mientras Proudhon esperaba que esto se hiciese, sobre todo mediante la acción individual, bajo condiciones de contactó libre y de «crédito voluntario», Lamennais insistía en la necesidad de la «asociación», tanto para la ejecución colectiva de tareas comunes como, aún más, para contratos colectivos, los cuales creía que podían utilizarse para obligar a que los salarios se elevasen hasta un nivel satisfactorio y para vencer el poder monopolizador del capital.
De este modo Lamennais fue uno de los defensores más enérgicos de los sindicatos obreros y de la cooperación; y fue también partidario de las demandas políticas de la extrema izquierda, excepto cuando éstas tomaban una forma revolucionaria, que las privaba de la simpatía de la mayor parte del pueblo. Sus escritos son una mezcla notable de la acusación total del orden existente y de llamamientos para un cambio completo de las bases de la sociedad, con advertencias moderadoras de que, un cambio social, sin caer en el desastre, nunca debe avanzar más de prisa que la opinión popular de la mayoría. Su filosofía social, a pesar de la frecuente violencia de su lenguaje, era esencialmente evolutiva. Pensaba que a los hombres había que convencerles, antes de que se pudiese esperar que actuasen o, incluso, que aceptasen los actos benéficos de los demás; y, creyendo en la libertad individual como objetivo último de los hombres, sospechaba que todo proyecto que implicara el ejercicio de la autoridad ocultaba el deseo de poder, que sería ejercido sobre el pueblo y no por el pueblo.
Lamennais llegó a su radicalismo cristiano extremo por un camino extraño: porque había empezado su carrera como defensor ultramontano de los derechos de la Iglesia católica. Sus primeros escritos fueron sobre teología: se hizo sacerdote aunque su padre, propietario de barcos, le había destinado a una carrera mercantil. En su primer libro, anónimo, publicado en 1808, pedía un gran renacimiento religioso dirigido contra la supremacía del Estado sobre la Iglesia. Napoleón lo prohibió. Le siguió otro en 1814, escrito en colaboración con su hermano, en el cual atacaba la facultad del Estado a nombrar obispos sin la sanción del Papa. En aquel año acogió bien la primera restauración de los Borbones, y al volver Napoleón de la isla de Elba, huyó a Londres. Regresó a Parí después de Waterloo. Allí publicó por partes, de 1815 a 1824, el primer libro que le hizo destacarse: Essai sur l’indifférence en matiére de religion. Éste era un ataque tremendo contra la tradición del pensamiento liberal y contra el derecho al juicio particular, exaltado por el protestantismo y por la filosofía cartesiana. En este libro Lamennais censura la tolerancia, y pide sumisión universal a la autoridad de la Iglesia. Su obra fue aprobada por el Papa, y se le ofreció un lugar en el Sacro Colegio, que no aceptó. Fue aliado de Chateaubriand, colaborador en Le Conservateur y figura principal en la reacción romántica de los años posteriores a 1815. Pero muy pronto su hostilidad contra la monarquía absoluta y la autoridad absoluta del Estado secular le llevó a romper con los conservadores. Se retiró de la actividad política y reunió a su alrededor a un grupo de discípulos religiosos, entre ellos Lacordaire y Montalembert, con el objeto principal de iniciar, dentro de la Iglesia, un movimiento para acabar con su relación con el Estado. Pronto, sin embargo, enfermó, y salió de su convalecencia con las ideas muy modificadas. Entonces se declaró contra la monarquía y en favor de una democracia total, que concibió sobre bases teocráticas. Fundó un nuevo periódico, L’Avenir (1830), que apareció con el lema «Dios y Libertad», y, con un cambio completo, pedía absoluta libertad en religión. Con Montalembert, fundó la «Agence Général pour la Défense de la Liberté Religieuse», que tuvo muchos partidarios en toda Francia. Pronto su periódico y su agencia chocaron con los jefes de la Iglesia francesa; Lamennais, Lacordaire y Montalembert fueron a Roma para apelar personalmente ante el Papa. Éste se negó a recibirlos, y en una carta a los obispos polacos, les aconsejaba obediencia al poder secular. A esta carta siguió la encíclica Mirari Vos (1832), la cual condenaba expresamente la doctrina de Lamennais. Por el momento éste se sometió, y terminaron L’Avenir y la agencia. Pero en 1834 Lamennais, desde su lugar de retiro, publicó su famoso libro Paroles d’un Croyant (Palabras de un creyente), en el cual se manifestó, en prosa llena de entusiasmo y con frecuencia próxima en espíritu a la poesía, en completo acuerdo con el credo radical. Las Paroles son una declaración vehemente contra la opresión del pueblo, contra los reyes y los gobiernos dominados por la nobleza y los ricos, e igualmente contra todos los que se niegan a basar su radicalismo en los cimientos de la fe en la voluntad divina. Paroles d’un croyant es un libro extraordinario, vibrante de piedad hacia los sufrimientos de los pobres y de indignación contra las maldades de los poderosos, y una ferviente llamada a los obreros para que unan sus fuerzas a fin de romper el yugo de servidumbre a que los tienen sometidos, y que les priva de los derechos elementales del hombre. Clama por los derechos implícitos en la igualdad de todos los hombres ante Dios; y también es profundamente internacionalista en espíritu. Lamennais defiende la hermandad universal, como base para la soberanía igual de todo el pueblo, única forma legítima de soberanía bajo Dios.
Pero al insistir en los derechos del hombre, Lamennais pone el mismo énfasis en sus deberes. Los derechos, dice, son para el individuo, lo son en sí mismos, incompletos: los deberes unen a los hombres con lazos mutuos de amor y cooperación. El poder de asociación se basa en el reconocimiento natural por los hombres de sus obligaciones mutuas, y es el medio de que disponen para asegurar sus derechos. Si los pobres se asociasen con el espíritu del deber mutuo, nada podría oponérseles; porque el poder de sus opresores se basa sólo en su aislamiento, que es fruto del egoísmo, del poder satánico que desafía a la voluntad de Dios. Uníos, exclama Lamennais, para pedir el sufragio universal; uníos para obligar a que los salarios suban hasta un nivel de vida tolerable; uníos para ayudaros mutuamente contra todas las fuerzas opresoras.
Hasta aquí las Paróles d’un croyant, un llamamiento elocuente hecho por un escritor por esencia romántico para la acción en nombre de Dios, fue seguido en 1837 por Le Livre du peuple, el cual repite los mismos incitamientos, pero desciende a un lenguaje menos poético y a consejos más explícitos. El sufragio universal es el primer objetivo, para ser seguido inmediatamente por la derogación de todas las leyes que prohíban o limiten las coligaciones o que protegen los privilegios o los monopolios de cualquier clase. Por encima de esto, Lamennais pide la «difusión del capital», y que se ponga a disposición de todo crédito que permita el empleo universal de los instrumentos de trabajo. Estas medidas, declara, restablecerán «la circulación natural de la riqueza», que ha sido alterada por estar concentrada en las manos de unos pocos. Esas medidas con el tiempo acabarán tanto con la pobreza como con la opresión. «Liberados los trabajadores y dueños de sí mismos, serán los dueños del mundo, porque el trabajo es la acción propia de la humanidad, en cumplimiento de la obra pedida por el Creador». Bajo estas condiciones, los intereses privados se fundirán gradualmente hasta formar uno solo, en interés de todos; porque todos los hombres estarán influidos por el espíritu unificador del amor.
De l’esclavage moderne y Politique à l’usuage du peuple, los dos publicados en 1832, continúan desarrollando la misma actitud de Lamennais, pero dándole una base histórica más completa. En la primera de estas obras compara la situación del trabajador asalariado moderno con la del esclavo en la antigüedad y la del siervo en la Edad Media, y declara que no ha habido verdadero cambio en la situación fundamental del trabajador que está todavía a merced del amo, si bien la forma de su explotación y servidumbre ha cambiado. Sin embargo, se ha producido, gradas al cristianismo y a pesar de sus defectos, un cambio enorme en la teoría de las relaciones humanas. Ahora se reconoce, en teoría, pero no en la práctica, que todos los hombres tienen fundamentalmente derechos iguales, y este progreso del espíritu humano ha debilitado la voluntad, incluso de los privilegiados, para resistir las reclamaciones de los pobres, cuando los pobres están dispuestos a unirse para exponerlas. La esclavitud, en cualquiera de sus formas, es la destrucción de la personalidad humana, de la soberanía natural de todos los hombres, en la cual han creído en cierto modo, incluso los enemigos de la democracia, desde la revolución; y que una petición conjunta, en nombre de Dios, ante los gobiernos para que actúen de acuerdo con sus principios cristianos, tendrá eficacia sin recurrir a la violencia, con sólo que se insista lo suficiente. Lamennais, más adelante, en este impresionante ensayo, afirma la oposición completa entre el capitalista y el proletario, como no menos absoluta que el antiguo antagonismo entre el amo y el esclavo. Describe cómo el pobre está tan oprimido por la ley como por sus tiranos económicos. Su lenguaje, al describir estas relaciones sociales, con frecuencia no está muy alejado del que se emplea en el Manifiesto comunista. No es, ciertamente, menos vigoroso; pero no conduce a un llamamiento para la revolución, como parecía, al menos implícito en Paroles d’un croyant, sino a la afirmación de que los proletarios modernos no tendrán que recurrir a una rebelión de los esclavos a la manera de Espartaco, y no deben esperar el remedio de sus males más que mediante etapas que correspondan a los avances de la opinión bajo el influjo del derecho de sufragio universal.
A De l’esclavage moderne siguió en 1841 por Du passe et de l’avenir du peuple, en el cual Lamennais continúa desarrollando sus reflexiones históricas y también lanza sus ataques contra las distintas escuelas contemporáneas de socialismo y comunismo. Es imposible leer esta obra sin recordar una y otra vez a Saint-Simon, especial mente su Mémoire sur l’homnie y su Nouveau Christianisme. En estas obras encontramos las mismas concepciones acerca de la función histórica de la Iglesia medieval y de las razones de su descomposición, la misma insistencia en el servicio prestado a los hombres por el desarrollo del espíritu de investigación científica, y el mismo reconocimiento de las limitaciones de estas dos grandes influencias históricas; Lamennais, como Saint-Simon, insisten en la necesidad de enlazar los dos lados del progreso humano, el espiritual y el científico. La ciencia por sí misma, afirma, lleva a exagerar las fuerzas materialistas y determinadas, las cuales, no satisfechas con su esfera propia de conocimiento, invaden el territorio del espíritu humano y, declarando que se encargan de sus valores, en realidad los destruyen. Como Saint-Simon, quiere una Iglesia renovada, que no esté ya en oposición con la ciencia o con el aumento del conocimiento humano mediante la investigación libre, sino que coopere con estas fuerzas, y dé significación y dirección a los esfuerzos de los sabios para aumentar el conocimiento de los hombres acerca de la naturaleza y para poner estas fuerzas al servicio del hombre. Este último, dice, es en especial el objeto de los estudios sociales y económicos, los cuales, con las demás ciencias, han sido interpretados torcidamente al aceptar el utilitarismo como norma de juicio. Condena la doctrina utilitarista como esencialmente egoísta, y porque niega el deber y con ello a Dios. Pero no condena menos el «supernaturalismo», que se mantiene alejado de la ciencia, o le niega los derechos.
En su crítica de las escuelas socialistas es donde aparecen con más claridad sus ideas acerca del futuro. Acusa a los owenianos, de los que no parece que sabe mucho, de que niegan totalmente a Dios, y que se pierden completamente en la obscuridad cimeria del naturalismo, de tal modo que convierten al hombre en una mera máquina dominada por las fuerzas exteriores. De los saint-simonianos dice que aceptan a Dios, pero niegan la creación, cortando así el nexo entre Dios y el hombre, y sustituyendo el fatalismo de los naturalistas por un fatalismo abstracto, que tiende a degenerar en materialismo, y no proporciona ninguna concepción del deber como base para la acción moral. Los fourieristas, dice, se apartan del buen camino considerando todos los deseos y pasiones del hombre igualmente legítimos, negando de este modo toda distinción entre el bien y el mal: así caen en un individualismo absoluto, y comparten, con los partidarios de Bentham, la aceptación de la norma falsa de la utilidad y la identificación de la moralidad con el interés. Sin embargo, otras sectas, dice, sin especificarlas, no se preocupan acerca de las ideas fundamentales, sino que permiten que sus proyectos estén gobernados por pasajeras nociones del momento. Afirma que a todos los «sistemas» les faltan dos elementos esenciales para la solución verdadera del problema social, porque no basan el derecho y el deber sobre cimientos firmes en la relación entre el hombre y Dios. Acusa a los defensores de ser, sin saberlo, meros tradicionalistas; de tomar la idea de igualdad humana del cristianismo sin aceptar sus bases cristianas, dando de este modo a la idea una forma abstracta y absoluta, derivada completamente de la naturaleza. Añade, que de la naturaleza no puede derivarse ese principio; porque la naturaleza ofrece pruebas abundantes tanto de desigualdad como de igualdad. La concepción de Dios como padre de todos los hombres es el único fundamento adecuado para una posición igualitaria que no caiga en contradicciones infinitas. Confiar en la naturaleza como luz orientadora, no conduce al reino del amor o de la justicia, sino al de la fuerza. Conduce a hacer resaltar sólo los derechos, sin hacer resaltar paralelamente los deberes, y lo cual exige invocar la fuerza para armonizar los derechos en conflicto. Esto implica una concepción de gobierno establecido sobre el pueblo para mantenerlo en orden, en lugar de un gobierno colectivo autónomo del pueblo para el pueblo mismo. Por consiguiente, las sectas caen en una concepción del control social mediante jerarquías, lo cual no es más que una nueva clase de tiranía.
La mayor parte de las sectas, continúa diciendo, cometen el error de volver la espalda a la política, y en lugar de trabajar en favor de la soberanía popular basada en el sufragio universal, se concentran en proyectos para regular las relaciones de propiedad. Por eso ataca al comunismo de Cabet y de sus partidarios los icarianos, que sostienen que toda propiedad sea común. Nada, dice, más absurdo que esto; porque la propiedad es indispensable para la libertad humana, y debe estar difundida y no concentrada. Lo que es propiedad de todos deja de ser por completo propiedad: la noción misma de propiedad (proprium) implica posesión individual. Los hombres no pueden tener libertad sin propiedad, porque la propiedad es el medio para el ejercicio libre del trabajo y a la vez estímulo para el esfuerzo A fin de proporcionar el derecho efectivo al trabajo, tiene que ser acumulable, de tal modo que pueda ser utilizada como medio de producción; y también tiene que ser trasmisible porque la verdadera unidad de la sociedad es la familia, y la familia sigue viviendo a través de las generaciones. La concentración de la propiedad en las manos del Estado significa, por consiguiente, la tiranía del Estado sobre la familia y el individuo. El verdadero problema no consiste en abolir el proletariado, sino en hallar la manera de establecer un sistema en el cual «toda persona sea propietaria». El comunismo no conducirá a la libertad y la hermandad, sino al «restablecimiento de las castas», las castas gobernantes dominando sobre un pueblo esclavizado.
Lamennais pasa después a la cuestión de la igualdad de los ingresos. Se refiere a las disputas entre las sectas acerca de este punto, en que algunas defienden la distribución con arreglo al «trabajo» y otras con arreglo a las «necesidades». Dice que todas las leyes naturales ponen obstáculos insuperables a la igualdad de distribución; y los que la defienden se encuentran por consiguiente luchando contra estas leyes tratando de abolir la propiedad, la cual es natural en la vida del hombre como resultado de que éste incorpora su trabajo a las cosas externas a fin de que le sirvan. Además, Dios y la naturaleza han hecho a los hombres desiguales, y ningún arreglo social puede abolir su desigualdad natural. Pero el principio de retribuir al hombre con arreglo a su capacidad no es mejor: Porque ¿quién ha de juzgar esta capacidad? Las sectas partidarias de esta solución acaban por establecer una casta superior, la de los que juzgan —ataque dirigido a los saint-simonianos— y así volvemos a la tiranía de unos pocos sobre los muchos.
Después Lamennais trata de su propia solución, la cual consiste en una completa igualdad política mediante el sufragio universal y la sujeción constante de los representantes y administradores a la voluntad del pueblo, en rechazar todas las leyes que limiten la libre acción económica y en conceder el máximo de libertad de asociación. «Qui dit association dit liberté» (Quien dice asociación dice libertad), exclama. Las condiciones que faltan en la sociedad existente son tres, aparte la fe religiosa, sin la cual no hay ni salvación social ni salvación eterna. Estas tres condiciones esenciales son: participación del pueblo en el gobierno, participación en la administración de los asuntos comunes y la «condición material de la propiedad». A la posesión de la primera de ellas seguirá la conquista de las otras dos.
A fin de que lleguen a ser propietarios, sigue diciendo Lamennais, no es necesario que los pobres ataquen la propiedad actual de los ricos; porque la propiedad, en su mayor parte, no está almacenada, sino que es un producto en circulación del trabajo. Las clases desposeídas, teniendo poder político y el derecho de asociación, podrán adquirir propiedad por sí mismas y reducir la propiedad actual de los ricos a una proporción sin importancia. El trabajador, libre para contratar con su patrono de igual a igual, se negará a aceptar condiciones explotadoras. Podrá insistir en su derecho a una educación gratuita y para todos, y a aprender las artes y las ciencias que sea capaz de dominar. El rico perderá su monopolio de acceso al saber y a las técnicas superiores de producción; los trabajadores llegarán a ser dueños de sí mismos y capaces, mediante la asociación, de reunir el capital que necesiten. Todo esto no podrá suceder en un día, pero una vez que el poder político haya pasado a las manos del pueblo, lo demás vendrá por sí mismo a su debido tiempo como consecuencia natural.
Todo esto lo escribió Lamennais en la década de 1830, durante los años turbulentos que siguieron a la revolución francesa de 1830. En 1840 su libro La Pays et le gouvernement le costó ser condenado a un año de prisión por los ministros de Luis-Felipe. En la cárcel compuso Une Voix de prison (publicada en 1840), en un tono apocalíptico como el de Paroles d’un croyant; y también escribió un Esquisse de philosophie [Bosquejo de filosofía] (1840), que incluye un estudio notable acerca de las relaciones entre el arte y la religión. En la década de 1840 continuó su propaganda, con dificultades financieras, y colaboró en la Revue du Progrès de Louis Blanc escribiendo artículos que muestran gran simpatía hacia el socialismo de tipo «asociacionista», que Blanc había defendido en Organisation du travail. Al acercarse la nueva revolución, fue presidente de la «Sociedad de solidaridad republicana», que en seguida tuvo muchos partidarios. Después de la revolución de 1848 le eligieron miembro de la Asamblea Constituyente, en la cual se sentó entre los republicanos de izquierda, y redactó una constitución que fue rechazada por demasiado radical. También fundó un periódico, Le Peuple Constituant, el cual suspendieron después que los días de junio destrozaron el poder de los obreros parisienses. El golpe de Estado de Napoleón puso término a su carrera política; sus últimos años, hasta su muerte en 1854, los dedicó sobre todo a traducir al Dante. Murió sin reconciliarse con la Iglesia católica: una multitud inmensa acompañó su cadáver hasta el cementerio del Père La Chaise, en el cual fue enterrado sin ritos religiosos.
Lamennais, desde el principio hasta el fin, fue un «romántico», un hombre de un enorme fervor moral y de una elocuencia al escribir, lo cual ha dado a su obra un lugar perdurable en la literatura francesa y también en la historia de la Francia democrática. Su pensamiento fue siempre profundamente religioso: no podía comprender ninguna moralidad que no estuviese basada en la fe en Dios. Creía firmemente en la certeza del progreso humano, porque creía en Dios como creador bienhechor y padre de todos los hombres. Aunque censuró con vehemencia los males de su tiempo, no dudaba, después de convertirse a la democracia, que era mejor que cualquier tiempo anterior de la historia humana; y estaba seguro de que la humanidad se hallaba muy próxima a otro gran avance. Esta confianza, que estuvo muy lejos de sentir en sus primeros años, estaba basada en su creencia en la eficacia invencible de las ideas. En su tiempo, vio a hombres que aceptaban la idea de igualdad humana ante Dios sin llevarla a la práctica; y estaba seguro de que esta contradicción no podía durar mucho y que, en el conflicto entre la idea y el interés egoísta, la idea estaba destinada a prevalecer, porque Dios así lo quería. Su fe en la bondad de Dios le condujo a atribuir los males del mundo a Satán, que, según su opinión, era una fuerza viva que aparta a los hombres de su deber hacia Dios y hacia el prójimo. Pero estaba seguro de que el reino de Satán se hallaba cerca de su fin; y la tarea con que se enfrentaba la humanidad en el nuevo orden en que se implantaría haciendo al puebla dueño de sí mismo, era sobre todo de instrucción. La esclavitud, incluyendo la esclavitud de los asalariados, había mantenido al pueblo en la oscuridad y en la ignorancia; no tardaría mucho tiempo en ver una gran luz. De aquí su insistencia en el derecho a la educación y también en la necesidad de la asociación como medio para mejorar lo material. Lamennais, a pesar de su insistencia en la libertad del individuo y de la familia, no sentía los temores de Proudhon hacia la asociación, que para éste implicaba la tiranía de «lo colectivo» sobre lo individual. Justamente del mismo modo en que creía en la posibilidad de una constitución que pusiera el verdadero poder (verdadera participación en el gobierno y la administración) en las manos del pueblo, así creía en las asociaciones autónomas como medio de ampliar la libertad, no de limitarla, siempre que estuviesen firmemente basadas en el derecho de sufragio universal. Proudhon también creía en el pueblo, pero sospechaba que perdía su buen sentido tan pronto como trataba de actuar a través de representantes. Lamennais, con no menos devoción hacia la libertad individual, vio que podía realizarse en muchas esferas sólo con que los hombres actuasen juntos. Creía que los peligros de la acción colectiva nacían de que los hombres unían su fuerza con espíritu de egoísmo, al cual llamaba espíritu de «utilidad». Mantenía que la verdadera base de la asociación era el reconocimiento, no menos natural en el hombre que el propio interés, del deber hacia sus semejantes. Ya vimos que esta concepción del deber era en Lamennais completamente internacional: aunque exaltaba los derechos de la patria, siempre se negó a considerarla como algo más que un conjunto de individuos que formaban familias, e insistía en que los derechos de aquélla estaban subordinados a los de una colectividad más grande constituida por toda la humanidad. La paternidad universal de Dios hizo a todos los hombres hermanos. Por consiguiente, la guerra es extremadamente injusta, porque conduce siempre a la exaltación de los derechos de Estado y sus gobernantes, en perjuicio del pueblo.
Dije al principio de este capítulo que Lamennais no era un socialista. No lo era; pero de él derivan muchas doctrinas socialistas cristianas, y estaba mucho más cerca del socialismo, que muchos que más tarde se llamaron a sí mismos, o fueron llamados, socialistas cristianos. Me da la impresión de que sus escritos de carácter histórico y su presentación de las condiciones del proletariado, influyeron en su día en Marx mucho más de lo que Marx mismo pensaba. De l’esclavage moderne es, sin duda, uno de los grandes documentos en la historia de la idea de la lucha de clases. Constituye un eslabón importante entre Saint-Simon, que tenía la idea de una evolución histórica, pero no del conflicto entre capitalistas y trabajadores, y Marx, que fue más allá de Lamennais, uniendo las dos ideas en la concepción materialista de la historia. Pero, por supuesto, en Lamennais la concepción de la historia era idealista, y la lucha de clases, tal como la concebía, habría de ser emprendida con Dios como inspirador de la cruzada proletaria.