Capítulo XIII

LA CARTA DEL PUEBLO

EN la Gran Bretaña, después de la derrota de los sindicatos obreros en 1834, el centro del interés volvió otra vez de la agitación social a la política. La «Carta del Pueblo», redactada por un grupo de obreros de Londres, que pidieron consejo a algunos miembros radicales del parlamento, y la «Petición de Birmingham», redactada por Thomas Attwood y su grupo de reformadores radicales del sistema monetario, compitieron durante algún tiempo por ocupar el primer lugar. Pero el grupo de Londres pudo reunir tras de sí a la mayor parte de los obreros radicales de las provincias, de Gales y de Escocia; y los reformadores de Birmingham, sin renunciar a sus demandas especiales, aceptaron unir su movimiento a la campaña en favor de la «Carta», la cual, de este modo, llegó a ser el grito generar de guerra de los reformadores radicales. La «Carta del Pueblo» fue publicada en mayo de 1838, después de más de un año de preparación. Procedía de la London Working Men’s Association (Asociación Obrera de Londres), una agrupación formada sobre todo por hombres que habían intervenido tanto en las primeras luchas en favor de la reforma [parlamentaria], a través de la Unión Nacional de la clase obrera, como en varias formas del movimiento oweniano y cooperativista. Entre sus jefes estaban William Lovett, Henry Hetherington, James Watson, Robert Hartwell y Henry Vincent; y tanto Francis Place como Joseph Hume estuvieron en relación estrecha con estos directivos de la clase obrera. Lovett había participado activamente en el movimiento cooperativo y en la campaña para libertar a los mártires de Tolpuddle; Hetherington era otro oweniano entusiasta y la figura principal, como propietario del The Poor Man’s Guardian, en la lucha por la libertad de prensa. Había tomado parte importante en la unión nacional de trabajadores y en la defensa de los sindicatos. Asimismo Watson, otro periodista obrero, que también había trabajado con Richard Carlile en defensa del pensamiento libre y en la propaganda antirreligiosa y republicana. Hartwell y Vincent eran impresores, hombres jóvenes que empezaban a actuar en primera fila. Todos pertenecían al grupo de los mejores obreros especializados, pobres, pero no miserables, y a los que no afectó en su experiencia personal el sistema de fábricas. Eran autodidactos, de inteligencia superior, entregados al razonamiento, y que no se dejaban impresionar fácilmente por la retórica, si bien Vincent tenía una gran capacidad oratoria para impresionar a los demás, y se halló en su elemento cuando salió de Londres y fue el principal propagandista del movimiento en Gales del Sur y en el Sudoeste.

Esos hombres estaban profundamente contrariados porque en 1832 no concedieron el voto a los obreros y por la derrota en 1834 de los sindicatos y de las cooperativas. Convencidos de que la acción sindical sola no podría triunfar en contra del parlamento dominado ahora por una combinación de las nuevas y antiguas clases acomodadas, volvieron a la idea de unir a toda la clase obrera, en primer lugar, para pedir que se concediese a todos los varones el derecho de sufragio y conseguir otros cambios puramente políticos. Este programa creían que serviría para unir las principales fuerzas descontentas y, que si triunfaban, proporcionaría una base firme para presionar sobre las peticiones de carácter económico. Por consiguiente, la «Carta del Pueblo» (People’s Charter), tal como la redactaron, se reducía a cuestiones puramente políticas. Sus «seis puntos» eran todos constitucionales, aunque el motivo que había detrás era también económico y la manera como el pueblo reaccionaría respecto a ellos dependía principalmente por el malestar económico. Los «seis puntos» eran: derecho de sufragio para los varones, voto secreto, que no fuese necesario ser propietario para pertenecer al parlamento, que a éstos se les pagase un sueldo, distritos electorales iguales y parlamentos anuales. La «Petición de Birmingham», dada a conocer el mismo año, tenía sólo cinco puntos: derecho de sufragio para los cabezas de familia, voto secreto, parlamentos de tres años, dietas de asistencia para los representantes en el parlamento y supresión del requisito de ser propietario para formar parte del parlamento. No incluía la igualdad de distritos electorales (lo cual, sin embargo, no era una gran diferencia), y era más moderado en el sentido de que pedía parlamentos de tres y no de un año de duración, y el voto para los cabezas de familia y no para todos los varones. La «Petición nacional», redactada en 1838 en un intento para combinar los esfuerzos reformadores de Birmingham y de los varios grupos «cartistas», se refirió al malestar económico e incluía una breve referencia a la reforma monetaria, pero limitó su petición positiva al sufragio universal y secreto.

Queda fuera del tema de este libro, que trata del socialismo y de sus ideas más bien que de la historia general de los movimientos obreros, el relatar la historia del «cartismo». Hablamos de él aquí sólo en relación con el desarrollo del pensamiento socialista. En este sentido es importante señalar que los hombres que redactaron la «Carta» eran sobre todo socialistas, conforme al uso que entonces tenía esta palabra. Eran owenianos, que deseaban y esperaban que la reforma parlamentaria prepararía el camino para conseguir sus aspiraciones cooperativistas. El owenismo tenía también muchos partidarios en Birmingham, aunque no predominase, y un número considerable en Manchester, en algunas de las ciudades de Yorkshire, en Glasgow y en algunos distritos; pero en ninguna parte, después de 1834, hubo un movimiento de masas, o una unión para el resurgimiento de clase. Fue un movimiento contrario a la lucha de clases, y tenía poca fe en la acción política. Los owenianos que pasaron al cartismo en gran medida estaban abandonando, no sus ideas socialistas y cooperativistas, pero sí su adhesión a lo que quedaba del movimiento oweniano, dedicado cada vez más a establecer comunidades ideales y a la «religión racional», que iba ocupando cada día más el pensamiento de Owen.

Incluso en Londres, el grupo que rodeaba a Lovett y Hetherington no era uno de tantos. James Bronterre O’Brien, el irlandés que había dirigido el periódico de Hetherington Poor Man’s Guardian y traducido el relato de la conspiración de Babeuf escrito por Buonarroti pronto estuvo a la cabeza de un grupo rival en Londres, con un periódico llamado The Operative y trabajando también con Feargus O’Connor. George Julián Hamey estuvo muy unido a él y contribuyó a fundar la «Asociación Democrática de Londres» (London Democratic Association) en oposición a la «Asociación Obrera de Londres» (London Working Men’s Association). Estas dos se inspiraban en la Revolución francesa y, en especial, en Robespierre y en Babeuf. Eran revolucionarios más bien que reformadores radicales, y tenían un marcado carácter internacionalista. Su socialismo era esencialmente proletario y no oweniano; en todo caso estaba basado en la idea de un levantamiento de la clase obrera en contra de los ricos. Desdeñaban la respetabilidad del grupo de Lovett, así como la tendencia de los partidarios de Attwood a favorecer la alianza entre la clase media y la clase obrera. No eran «socialistas» a la manera de Owen o de Fourier, sino más bien a la de Blanqui y del ala izquierda de los movimientos parisienses de la década de 1830.

Tanto el grupo de Lovett como el de O’Brien encontraron apoyo en los distritos industriales; pero en el norte la preocupación principal de los obreros no era la reforma parlamentaria ni la idea de una revolución proletaria, sino la lucha inmediata contra la opresión económica. En Lancashire y en Yorkshire las dos cuestiones principales eran la oposición a la nueva ley de beneficencia de 1834, la cual no incluiría el pago de auxilios a quienes gozasen de buena salud, y la petición de la llamada «reforma de las fábricas». Los jefes de estas cruzadas eran patronos radicales, tales como John Fielden; «tories» de la secta evangélica, como Richard Oasder; predicadores radicales disidentes, como Joseph Rayner Stephens. Ninguno de éstos era socialista en ninguno de los sentidos de la palabra. Fielden era un propietario de fábrica, autodidacto y entusiasta, que odiaba la opresión y la centralización, y que con igual celo defendía la causa de los niños de las fábricas como la de sus padres. Oastler fue un ardiente mantenedor de «trono, iglesia y patria», enemigo de los «whigs» (liberales) capitalistas y de toda clase de buscadores de dinero, un sincero defensor de los niños y acusador del industrialismo por destruir la vida de familia y la responsabilidad. Stephens fue un orador fogoso, que sostenía que el pueblo tenía derecho a apoderarse de los medios necesarios para una vida decorosa, si la ley y los ricos se la negaban. Ninguno de ellos tenía una teoría social sistematizada, a no ser que consideremos como tal la inspiración que Oastler buscaba en los «buenos tiempos pasados», y que era una reminiscencia de Cobbett.

A estos dirigentes y a otros como ellos se unió desde 1837 la elocuencia torrencial del irlandés Feargus O’Connor, y la difundida influencia de su periódico The Northern Star (La Estrella del Norte). A su alrededor se agrupó lo que había quedado de los sindicatos obreros de Yorkshire, con sus tradiciones de clandestinidad y de fuerte lucha contra los patronos, que trataban de destruirlos negándose a dar trabajo a sus miembros. Graves conflictos provocó la introducción de la nueva ley de beneficencia en el norte, cuando se trató seriamente de implantarla en 1837; y también hubo grandes discusiones en la campaña para la reforma de las fábricas (Factory Reform), entre los que aceptaban la jefatura de Lord Shaftesbury, y estaban dispuestos a trabajar de una manera pacífica con los patronos y políticos progresivos que quisiesen ayudarles, y aquellos que sostenían que sólo mediante el esfuerzo de los propios obreros podría conseguirse algo que valiese la pena. El segundo de estos grupos se unió como un solo hombre alrededor de O’Connor y de The Northern Star, y se hicieron «carlistas» sin renunciar a su adhesión a Oasder y Stephens en la cuestión aún más urgente de resistir a las nuevas juntas de patronos (Boards of Guardians), que estaban aboliendo su derecho al auxilio por falta de trabajo sacado de los impuestos, y los estaban condenando al encarcelamiento y a la separación de sexos en los nuevos talleres, llamados «Bastillas».

O’Connor, que había empezado su carrera política como miembro irlandés del parlamento bajo la jefatura de O’Connell, no era un socialista, pero sí partidario de que los aldeanos tuviesen propiedades. Como Owen y Fourier y muchos más, tenía gran esperanza en la productividad del suelo sometido a un cultivo intensivo, pero su ideal era la división de la tierra entre los campesinos que serían al mismo tiempo propietarios individuales y que la trabajarían. No le agradaba el industrialismo, y quería encontrar la manera de volver a emplear en la tierra a los desocupados, afirmando que una de las consecuencias sería la subida de los salarios en la industria al reducir la competencia para la colocación. Expuso esto en su libro The Management of Small Farms (La explotación de las granjas pequeñas), y también en numerosos discursos y artículos. Era contrario al owenismo, porque éste proponía el cultivo colectivo; pero pronto había de competir directamente con los owenianos en la colecta de dinero para fomentar colonias agrícolas. O’Connor, lo mismo que Owen, quiso fundar, y de hecho lo hizo, colonias agrícolas, como la de Charterville, O’Connorville y otras. Pero las colonias agrícolas «cartistas» no eran más que agregados de pequeñas granjas de propiedad individual, establecidas en terrenos comprados colectivamente a fin de revenderlos en trozos a los colonos.

Sin embargo, el plan agrícola de los «cartistas» no se inició hasta mediada la década de 1840. Durante las primeras etapas del «cartismo» O’Connor, al igual que los demás jefes «cartistas», concentró sus esfuerzos en la petición puramente política en favor de la «Carta del Pueblo»; pero reforzaban esta demanda con una exposición enérgica de las injusticias económicas y sociales, en un lenguaje que atrajo la atención de las agrupaciones principales de trabajadores en los distritos industriales y mineros mucho más que hubiese podido hacerlo la «Carta» por sí sola. O’Connor, en realidad, se adueñó del movimiento «cartista» con disgusto de Lovett y de sus amigos, que desdeñaban su demagogia, e incluso estaban algo asustados por las posibilidades revolucionarias del monstruo que reclamaba. Asustó a los hombres de Birmingham partidarios de Attwood, y, lo que es más, asustó a todos los que deseaban un cambio pacífico, para trabajar en lo que podía persuadirse a una gran parte de la dase media, uniéndose a los obreros por el disgusto con que veían el influjo creciente de las antiguas clases gobernantes. Estos defensores de la «colaboración de clases» vieron en O’Connor el obstáculo mayor en su camino; porque los temores que él despertó llevaron a la clase media a aceptar el estado de cosas existentes.

Sin embargo, durante algún tiempo, estas diferencias profundas desaparecieron en parte al unirse todos para pedir la «Carta», lo cual aplazó el seguir ideas divergentes tanto acerca de objetivos económicos y sociales como acerca de los medios que habían de emplearse para conseguirla. En primer lugar se había acordado concentrar los esfuerzos en recoger firmas para presentar al parlamento una petición monstruo. ¿Qué había de hacerse, si el parlamento rechazaba la petición? Era problema que se discutiría después.

De este modo, en 1838, alrededor de la «Carta del Pueblo», se unieron los contrarios a la nueva ley de beneficencia, los defensores de la reforma de las fábricas y todos los descontentos de los distritos urbanos e industriales, así como también los radicales, republicanos y «socialistas» de varios matices, excepto una parte de los owenianos y de los fourieristas, que mantuvieron su desconfianza en la acción política y no se apartaron de su camino. El movimiento aumentó su fuerza a causa de la depresión industrial prolongada, que se inició al final de la década de 1830, y continuó durante la década de 1840 o del «hambre». Un movimiento de esta clase, producido por el malestar económico, pero falto de un programa económico definido, no podía tener cimientos teóricos claros, ni halló una dirección teórica coherente. Se dividió, tan pronto como el parlamento declaró que no tenía intención de aceptar la «Carta», en las facciones rivales de «cartistas» de «fuerza física» y «cartistas» de «fuerza moral», y otros grupos aun mayores intermedios, que oscilaban entre los defensores de los dos métodos rivales. En un extremo, una masa considerable de defensores de la «Carta» pensaba que el pedirla era una continuación de la campaña en favor de la reforma política, que triunfó teniendo por resultado la ley de 1832. Estos grupos aspiraban a conseguir el sufragio para todos los varones mediante una agitación esencialmente política y probablemente prolongada, muy semejante a la de 1830 a 1832. En el otro extremo un grupo considerable de republicanos radicales y de exmiembros de sindicatos negó la posibilidad de que el «reformado» parlamento de la clase media se reformase más adelante a sí mismo, de una manera que implicase, por parte de la clase media, la abdicación del poder que había conseguido en 1832, y pensó en un levantamiento, o al menos en alguna especie de «gran vacación nacional» (Grand National Holiday) o huelga general, como única manera de que adquiriese los derechos políticos la clase obrera o de asegurar los cambios económicos pedidos por ésta. Entre estos dos grupos se agitaba la masa principal de partidarios activos de la «Carta», conscientes de su debilidad frente a la fuerza armada mandada por sus contrarios, pero dudosos de que la agitación puramente constitucional pudiese ser eficaz para asegurar la reforma. Creo que siempre, tanto entre los dirigentes como entre la masa que les seguía en toda la nación, los «cartistas» partidarios de la «fuerza moral» sobrepasaban a los que abiertamente aconsejaban el empleo de la «fuerza física»; y los partidarios de ésta en realidad estaban divididos en dos grupos: los que la aceptaban hasta el extremo, si era necesario, de llegar a la revuelta armada, y los que esperaban que el parlamento hiciese más concesiones, si mostraban una fuerza que en realidad nunca sería utilizada, en todo caso, no más de lo que lo había sido en Bristol y en Nottineham durante las primeras luchas en pro de la «Reforma».

En esta atmósfera, se olvidaban por el momento las diferencias acerca de la nueva sociedad que se establecería cuando la «Carta del Pueblo» llegase a ser ley de la nación, porque el objeto de los jefes «cartistas» era que los defensores de teorías sociales rivales prescindiesen de sus diferencias y se uniesen alrededor de la aspiración común de convertir la «Carta» en ley. Se solicitó a los miembros owenianos de los sindicatos y de las cooperativas, el más fuerte de los grupos de «utopistas», que uniesen su fuerza con la de los contrarios a la nueva ley de beneficencia, con los partidarios de la reforma de las fábricas y con los republicanos radicales, y que aplazasen todo intento de poner en práctica sus teorías hasta que la «Carta» hubiese triunfado. En efecto, la mayor parte de los partidarios de ésta procedía de los contrarios a la nueva ley de beneficencia, de los partidarios de la reforma de las fábricas en los distritos industriales y de políticos radicales de las ciudades; la diversidad de estos apoyos implicaba que, entre los oradores «cartistas», había muchas voces que reclamaban diferentes agravios y planes de reorganización social completamente distintos, aunque todos pedían al pueblo que se uniese en tomo de la «Carta».

Después que se rechazó la primera «Petición Nacional» y de la disolución de la primera «Convención Cartista Nacional» en 1839, estos grupos nunca volvieron, a unirse. Los partidarios de la colaboración entre la clase media y la obrera desaparecieron o emplearon su energía en la «Unión para el sufragio completo» de Joseph Sturge, la cual estaba en relación estrecha con los miembros más avanzados de la «Liga contra la ley de granos o de cereales». Muchos se dedicaron por completo a la «Liga», en la creencia de que la agitación para rechazar las leyes de granos ofrecía muchas mejores perspectivas de éxito rápido que la agitación en pro de una franquicia más amplia, para la que aquélla prepararía el camino. Lovett y sus amigos, muy contrarios al influjo de O’Connor y acusándole de haber incitado primero y después traicionado a los rebeldes de Newport, trataron de unirse a los «Sturgeite» (sturgistas o partidarios de Sturge), pero no estaban dispuestos a abandonar el nombre de «Carta del Pueblo», una concesión en que insistían muchos de los partidarios de la «Reforma» pertenecientes a la clase media, a causa del descrédito en que aquélla había caído después de los sucesivos fiascos del «Sacred Month» y del levantamiento de Newport. Cuando respecto a este punto fracasó el intento de acción conjunta con los sufragistas totales, Lovett se retiró para dedicarse a una actividad puramente educativa, realizada mediante su «Asociación nacional para el fomento de la mejora política y social del pueblo», aunque también continuó interesándose en mantener contacto con movimientos radicales y obreros del extranjero. El grupo que había formado la «Asociación Obrera de Londres» se disolvió; y en Birmingham, el retiró de Thomas Attwood dejó sin jefe y sin una orientación a la «Unión política de Birmingham». Los «cartistas» de Escocia estaban divididos: en los grupos mayores se produjo una lucha entre el ala izquierda que se unió a O’Connor y una sección partidaria de la «fuerza moral» y que tendía a aislarse de los «cartistas» ingleses.

Cuando los dirigentes cartistas, que en su mayoría habían estado presos por períodos bastante breves, hacia fines de 1839 y principios de 1840 empezaron a salir de la cárcel uno por uno, se puso de manifiesto que la jefatura del grupo principal de los que todavía se mantenían unidos pasaba a las manos de O’Connor. La «Asociación nacional de la carta», formada en 1840 mientras estaba todavía preso, aceptó su jefatura tan pronto como fue libertado al año siguiente, y poco a poco se dejó convencer para mantenerse en sus proyectos de reforma agraria. El proyecto agrario «cartista» no fue lanzado hasta 1843, después de haber sido rechazada la segunda gran «petición nacional» de 1842 y de la denota de las grandes huelgas de aquel año; pero ya se presentía en 1841, cuando O’Connor, opuesto a los whigs y a la «Liga contra la ley de granos», pidió a los «cartistas» que la fuerza electoral que tenían la empleasen en favorecer a los tories. Esto produjo la ruptura entre O’Connor y O’Brien, que habían trabajado en estrecha colaboración. O’Brien pedía a los «cartistas» que se mantuviesen apartados tanto de los whigs como de los tories, y que se dedicasen a una propaganda independiente, hasta que llegasen a ser bastante fuertes para apartarse de los dos. Pero O’Brien también se unió a los sturgistas y de este modo se apartó de la masa principal de «cartistas». Había abandonado sus ideas revolucionarias, y en el programa que presentó como candidato por Newcastle upon Tyne en 1841, rechazó la confiscación de la propiedad y pidió una revisión de las leyes de propiedad mediante la acción parlamentaria, compensando a todo el que, por interés nacional, fuese necesario desposeer. En este momento O’Brien no defendía un sistema general de propiedad única, ni siquiera de las industrias fundamentales, como hizo más tarde. Sus propuestas económicas principales fueron una contribución drástica pagada por los ricos y el establecimiento de un banco nacional de propiedad pública que financiase las empresas productoras.

De 1840 a 1842 la «Asociación nacional de la carta» empleó sus energías principales en organizar la segunda «Petición Nacional», que fue firmada por muchas más personas que la primera. En realidad, a pesar de las divisiones que se produjeron en sus filas, el movimiento «cartista», bajo la jefatura de O’Connor, es indudable que en 1842 recibió por parte de la clase obrera mucho más apoyo que antes. A esto contribuyó mucho la grave depresión económica, que alcanzó su punto más bajo en 1842, cuando numerosas huelgas se extendieron por la mayor parte de los distritos industriales como resistencia desesperada contra la agravación de la situación industrial. Es cierto que los jefes «cartistas» no provocaron estas huelgas, que en realidad les sorprendieron. O’Connor, al principio, incluso las denunció como provocadas deliberadamente por los patronos para favorecer la «Liga contra la ley de granos», hasta que, al ver que sus partidarios se hallaban dentro del movimiento huelguístico, se unió al intento de convertir lo que era una acción esencialmente industrial, basada en el hambre, en una huelga general en favor de la «Carta del Pueblo».

Cualesquiera que fuesen sus objetivos, las huelgas de 1842 estaban condenadas a la derrota, a menos que se convirtiesen en una revolución; y los «cartistas», después de las experiencias de 1839, no creían tener fuerza para lanzarse con éxito a una guerra revolucionaria. El hambre hizo que los huelguistas volviesen al trabajo, donde pudieron encontrarlo, y frente a esta segunda derrota el movimiento cartista empezó seriamente a perder terreno. Fue entonces cuando O’Connor, alterando su política anterior, pidió a sus partidarios que asistiesen a la conferencia nacional convocada por la «Unión del sufragio universal» para 1842, y que tratasen de ponerse de acuerdo con los «sturgistas». Este intento fracasó cuando la conferencia votó en favor tanto del nombre como de la esencia de la «Carta», y los sturgistas se retiraron. O’Connor entonces volvió a sus proyectos de reforma agraria, y atrajo a lo que de sus partidarios quedaba, al proyecto agrario, que absorbió la mayor parte de su dinero y de su energía durante los años siguientes. Esto condujo a más desavenencias y divisiones, sobre todo a medida que la «Compañía agraria racional» (National Land Company), que O’Connor había organizado, fue cayendo en un mayor caos financiero. En 1848 se lanzaron cargos de corrupción y de incompetencia entre los «cartistas»; y pronto un comité parlamentario de investigación, negando que O’Connor mereciese ser censurado por corrupción, declaró que el proyecto en su conjunto no era legal, y que además económicamente le faltaba solidez, y ordenó que se eliminase. Mientras tanto, en 1847, O’Connor había sido elegido miembro del parlamento por Nottingham; siguió dirigiendo un gran número de partidarios obreros y, al venirse abajo el proyecto agrario, volvió a las peticiones de la «Carta» que habían pasado a un lugar secundario desde 1842. El año de 1848, con su serie de revoluciones en gran parte de Europa, habían reanimado las esperanzas decaídas de los grupos «cartistas»; y la Asociación Nacional de la Carta se puso a organizar una tercera petición nacional y a pensar en «medidas ulteriores», en caso de que el parlamento la rechazase. Sin embargo, esta vez no se esperaba un extenso movimiento huelguista, que los «cartistas» pudiesen utilizar para sus propios objetivos; y la Asociación Nacional de la Carta en realidad no tenía norma determinada. La gran Manifestación que organizó en Kennington Common en abril, para presentar la petición, fue fácilmente contenida por el gobierno, habiendo llamado al anciano duque de Wellington para organizar la defensa contra la amenaza de un disturbio. Algunos grupos pequeños de izquierdas, sin una dirección coherente, conspiraron para un levantamiento revolucionario; pero, dándose cuenta de su debilidad, no llegaron a realizarlo. La asamblea nacional de delegados, que se había convocado para decidir lo que debería de hacerse en adelante, se disolvió sin acordar nada: la debilidad del «cartismo» fue puesta de manifiesto con sorpresa, después de los temores que había despertado. Pasado 1848 nunca volvería a tener ni siquiera la apariencia de un movimiento nacional que tuviese el apoyo de las masas.

Sin embargo, como consecuencia de esta derrota irreparable, el movimiento «cartista», o lo que había quedado de él, tomó un carácter más socialista. Después de 1848 quedaron dos grupos principales todavía activos: la reorganizada asociación nacional de la carta, en la cual la dirección fue pasando de O’Connor al que había sido su lugarteniente, Emest Jones, y a George Julián Hamey, y el nuevo movimiento fundado por Bronterre O’Brien bajo el nombre de la liga nacional de reforma. Estos dos recibieron su apoyo casi exclusivamente de la clase obrera. Los radicales de la clase media se habían apartado, y estaban reorganizando sus fuerzas alrededor de una «asociación para la reforma parlamentaria y financiera» dirigida por Sir Joshua Walmsley y Joseph Hume, cuya «pequeña carta», con su petición del voto para los cabezas de familia en lugar de para todos los varones, atrajo cierto apoyo de los obreros. Por otra parte, Jones y Hamey llegaron a tener estrecha relación con Carlos Marx y el grupo de exilados extranjeros asociados con él, y que habían publicado el Manifiesto comunista a principios de 1848. A través de estas relaciones, el ala del movimiento dirigida por Jones y Hamey tomó una actitud acentuadamente intemacionalista, la cual, en realidad, ya existía en el pensamiento de Hamey desde el principio. La izquierda del «cartismo», libre del dominio de O’Connor, llegó a considerarse a sí misma como la rama británica de un movimiento revolucionario internacional y a tener mucho más en cuenta las ideas socialistas y comunistas del continente. La Sociedad de demócratas fraternales (The Society of Fraternal Democrats), que había sido fundada en 1846 para reunir a los dirigentes ingleses y a los distintos grupos de exilados extranjeros residentes en Londres, recibió por supuesto un estímulo con los acontecimientos europeos de 1848 y por el influjo Marx. Parecía inminente el establecimiento de alguna especie de Internacional obrera; pero, a medida que las revoluciones del continente iban siendo derrotadas una tras otra, el movimiento fue desapareciendo gradualmente, quedando sólo pocos leales para continuar la lucha. Poco después Hamey, que durante algún tiempo había sido uno de los preferidos de Marx, cayó en desgracia, sobre todo porque, en lugar de prestar apoyo completo a las ideas de Marx, insistía en seguir en contacto con toda clase de revolucionarios del continente, incluso con muchos con quienes Marx mantenía agrias discusiones. Entonces Emest Jones llegó a ser el jefe prominente del ala izquierda del «cartismo». Durante diez años, a partir de 1848, hizo esfuerzo tras esfuerzo para mantener vivo este movimiento en decadencia, sobre todo intentando atraerse la ayuda de los sindicatos obreros, la mayor parte de los cuales no aceptaron sus propuestas. Por último, hacia el final de la década de 1850, incluso Jones perdió la esperanza de que la clase obrera británica se convirtiese al intransigente evangelio marxista, y, con gran disgusto de Marx, intentó crear un nuevo movimiento que uniese a la clase media y a la clase obrera, movimiento que en parte triunfaría con la ley de reforma de 1867. Mientras tanto, Harney se había sacudido el polvo inglés de los zapatos a mediados de la década de 1850, y se había establecido en las Islas del Canal, en donde hizo causa común con los exilados franceses que, encabezados por Víctor Hugo, se habían establecido allí.

El socialismo de Emest Jones, tal como se manifestó después de 1848, fue en lo esencial el de Marx. Su dogma central fue la lucha de clases como forma necesaria del desarrollo social; y a esto iba unido una insistencia en la doctrina de la plusvalía y en la tendencia histórica hacia la concentración del capital. Jones daba gran importancia a los sindicatos obreros como instrumento para organizar la lucha de clases, y para que se desarrollase su conciencia de clase; y siempre pensó que los sindicatos necesitaban una fuerte dirección política que ampliase sus objetivos y que los convirtiese en auxiliares para una lucha esencialmente política contra el capitalismo. Pero Jones seguía pensando principalmente en un socialismo agrícola más que en uno industrial, al menos durante algún tiempo después de 1848. La experiencia del proyecto agrario cartista le había mostrado lo insuficiente de la acción voluntaria como medio de organizar a los obreros en el campo y esto le llevó en la década de 1850 a defender con entusiasmo la nacionalización de la tierra. Quería que un Estado reformado, basado en el sufragio universal, cómprase la tierra, o la adquiriese confiscándola, y estableciese en ella al exceso de los obreros urbanos mediante colonias interiores, que seguía concibiendo como formadas por agricultores trabajando individualmente. Bajo el influjo de Marx y a través de sus relaciones con los miembros de los sindicatos dispuestos a escucharle, en la década de 1850 sus ideas se dirigieron más hacia la industria; y la fundación de Manchester contribuyó mucho a cambiar su punto de vista durante los últimos diez años de su vida. Esto, sin embargo, en lugar de acercarle más al marxismo, le condujo gradualmente al abandono de su actitud revolucionaria. Durante las décadas de 1840 y 1850 había siempre proclamado con orgullo que pertenecía, dentro del carlismo, a la escuela de la «fuerza física». Acogió bien el Manifiesto comunista porque ofrecía una fórmula teórica clara de las ideas revolucionarias que había ya aceptado por instinto. Pero, en realidad, nunca se sintió unido a la filosofía determinista del marxismo, incluso cuando se consideró a sí mismo como buen exponente. Poeta y novelista idealista, generoso y olvidándose de sí mismo, siguió luchando, en medio de toda clase de dificultades, con una fe que acabó por atraerle un respeto universal. Marx siguió respetándole, aun después de que se había apartado de su influjo y había llegado a pensar, como resultado de su experiencia, que los obreros necesitarían la ayuda de la clase media para conseguir el derecho al voto, y lograrlo mediante una reforma y no mediante la revolución en que había puesto sus esperanzas.

Fue Hamey, y no Emest Jones, quien publicó, en 1850, la primera traducción inglesa del Manifiesto comunista. Apareció en su Red Republican (El republicano rojo), que había estado publicando al mismo tiempo que su menos brillante Democratic Review. Harney acababa de romper con O’Connor y de renunciar a su relación con The Northen Star (La estrella del norte). Pensaba que el Red Republican llegase a ser el órgano del movimiento revolucionario internacional que había estallado en 1848. En 1850 Hamey y los «Demócratas fraternales» se habían unido con el grupo de Marx y con los partidarios de Blanqui para formar en Londres la «Liga universal de comunistas revolucionarios», que había proclamado la «dictadura del proletariado» y la «revolución permanente», entendiendo por ésta la continuación del esfuerzo revolucionario hasta la realización completa del comunismo como «forma final de organización de la sociedad humana». De este modo Hamey intervino en el nacimiento del comunismo como movimiento internacional revolucionario, pero no había de tardar mucho en entregarse a una lucha intensa por la jefatura del ala izquierda del cartismo con Emest Jones, a quien más apoyaba Marx en contra de él. No era un teórico y no podía seguir las querellas internas entre marxistas, banquistas, partidarios de Louis Blanc, y todos los demás grupos revolucionarios y socialistas del continente. Quería que todos fuesen amigos, y que todos se diesen la mano en un movimiento único animado por el espíritu de fraternidad republicana. Pensaba que Marx era egoísta e intolerante, y Marx pensaba de él que era un estúpido presumido. Jones, con mucha más capacidad que él para la organización y el trabajo difícil, pronto lo dejó a un lado.

El otro jefe cartista a quien se siguió valorizando después de 1848 fue Bronterre O’Brien, que hubiese sido mucho más si hubiese conseguido librarse del vicio de la bebida. O’Brien, después de 1848, se puso a trabajar para reunir los miembros menos revolucionarios del cartismo bajo la bandera de una Liga nacional de reforma y con un programa que intentaba atraer a los partidarios de Roben Owen y de otras escuelas del socialismo «utópico», y también a los «reformadores» políticos que aspiraban a una agitación constitucional más que a un levantamiento revolucionario. O’Brien, como hemos visto, había pertenecido antes al grupo cartista de la «fuerza física» y había dado a conocer en Inglaterra las doctrinas de Babeuf con su traducción anotada del libro de Buonarroti. Durante algún tiempo había estado muy unido a O’Connor, pero había roto con él por el problema de la colaboración con la «Sturge’s Complete Suffrage Union». Había atacado el proyecto agrario de O’Connor, por pensar que estaba condenado al fracaso y destinado a poner a los desgraciados colonos bajo la servidumbre de los usureros. En 1848 se había opuesto enérgicamente a los proyectos de insurrección defendidos por muchos de los delegados a la asamblea cartista, de la cual se separó como protesta. Su reaparición siguiente fue en 1849, cuando publicó en Reynolds Political Instructor (el antepasado directo del Reynolds[6] actual), la primera parte de su libro acerca de The Rise, Progress y Phases of Human Slavery (Nacimiento, progresos y fases de la esclavitud humana), que nunca llegó a terminar. Esta obra es importante a causa del paralelo que traza (antes de que el Manifiesto comunista fuese publicado en inglés) entre la antigua esclavitud y la moderna esclavitud de los asalariados. «Las llamadas clases obreras constituyen la población esclava de los países civilizados». Esta forma moderna de esclavitud terminaría únicamente mediante una convulsión social, que podía tomar o la forma de una revolución violenta o la de una reforma pacífica. Él deseaba esta última. «La asombrosa revolución que últimamente se ha producido en las artes y en las ciencias, aplicable a los fines de la economía humana, debe originar otra revolución análoga en el mecanismo político y social de la sociedad.» Esto es sin duda un eco de Saint-Simon.

G. W. M. Reynolds y el propagandista oweniano Lloyd Jones, que también estaba relacionado con las actividades cooperativistas debidas a los socialistas cristianos, se unieron con O’Brien en 1850 para formar la «Liga nacional de reforma» la cual presentó un programa de siete puntos (a veces de ocho) como medio de reconciliar a los grupos cartistas rivales. Hubo un momento en que este programa fue aprobado tanto por la «Asociación nacional de la carta» como por los «Demócratas fraternales»; y el Reynolds’ Newspaper llegó a ser vocero del movimiento. Pero la relación con la «Asociación nacional de la carta» terminó pronto, después de un desacuerdo entre O’Brien y Jones; y después de 1855 O’Brien dejó toda actividad y pasó sus últimos años escribiendo poesía política y una Dissertation on Robespierre. La «Liga nacional de reforma» acabó en nada, aunque el Reynolds’ Newspaper sobrevivió para continuar con algunas de las ideas de su fundador.

Las Propuestas de la liga nacional de reforma fue lo más parecido a un programa político concreto que produjo el cartismo. Deben mucho al socialismo francés de la década de 1840, y fueron un esbozo notable de los programas socialistas del período renaciente de la década de 1840. Comienzan con una petición para la reforma de la ley de beneficencia, y para proporcionar trabajo o auxilio en condiciones razonables, costeado por medio de un sistema centralizado de impuestos equitativos. A continuación pedían la compra de tierra por el Estado y que en ella se estableciesen los obreros sin trabajo, ya en comunidades cooperativas del tipo oweniano o en colonias agrícolas como las de O’Connor, dejando en libertad a cada individuo para escoger entre estos dos tipos. En tercer lugar pedían la rebaja de la deuda nacional en proporción a la baja de los precios desde las guerras napoleónicas («el arreglo equitativo» de Cobbett) y la liquidación de la deuda restante mediante una contribución sobre la propiedad. Cuarto, proponían la nacionalización gradual de la tierra, incluyendo los minerales y las minas, también la pesca, y el emplear los recursos así conseguidos para atender los gastos del gobierno, para «ejecutar todas las obras públicas necesarias» y para establecer un sistema de educación pública. Quinto: habría un nuevo sistema monetario, «basado en una riqueza que realmente pueda ser consumida y no sobre la cantidad variable e incierta de metales escasos» (que era el antiguo remedio de Attwood). Sexto, un sistema de crédito público para fomentar tanto las sociedades cooperativas de producción como las pequeñas empresas. Séptimo, la Liga pedía el establecimiento por todas partes de bolsas de trabajo, en las cuales los productos de los distintos oficios podían ser cambiados a valores fijados «por una norma basada o en cereales o en trabajo», sustituyendo gradualmente de este modo «el desordenado sistema presente de competencia en el comercio». Octavo, en una etapa posterior los ferrocarriles, los canales, los puentes, los puertos, las obras hidráulicas y otros servicios de utilidad pública dejarían de ser de propiedad privada. Además, en algunas versiones del programa se ampliaban las peticiones sobre educación proponiendo la enseñanza gratuita nacional y obligatoria, y contenía cláusulas para una revisión rigurosa del código penal y del sistema penitenciario, y para disminuir los gastos de las fuerzas armadas.

Al final de este amplio programa venía una cláusula adicional que contenía las ideas de Robert Owen acerca de la «religión racional», y anunciaba que la liga nacional de reforma estaba dispuesta a cooperar con la Sociedad oweniana racional para formar una «Liga Racional Regional» para hacer propaganda en favor de un programa combinado.

Las propuestas de O’Brien eran algo semejante a un omnium gatherum. Pero señala una etapa significativa de transición del socialismo utópico a la formulación de un programa socialista de evolución, que se realizaría mediante la conquista del estado presente y no por su destrucción. Hasta entonces nada resultó. La Liga nacional de reforma pronto se disolvió cuando O’Brien se retiró de la propaganda activa, y los cartistas obreros que quedaban continuaron en su mayor parte apoyando a Ernest Jones y la decadente Asociación de la carta nacional con preferencia a O’Brien. Cuando la Asociación Nacional de la Carta terminó a fines de la década del cincuenta, y Jones mismo se dedicó a organizar un nuevo movimiento de reforma sobre bases constitucionales, el socialismo británico desapareció en todos sentidos. Hubo un débil renacimiento bajo el influjo de la Asociación Internacional Obrera de Marx al final de la década de 1860 y principios de la de 1870; pero fue pasajero. No sucedió nada más hasta que Hyndman estableció la Federación Democrática en 1881, y las ideas de O’Brien volvieron a aparecer cuando el «movimiento laborista independiente» entró en acción después de 1889.

¿Por qué hubo tan poco socialismo en el movimiento cartista?, o más bien, ¿por qué los socialistas que había en él tuvieron tan poco influjo, y los elementos que le seguían se apartaron de ellos incluso durante la «década del hambre», la de 1840? Se debió en parte a que la Gran Bretaña tenía ya un gobierno constitucional, aunque no elegido democráticamente; de tal modo que no podía existir una alianza revolucionaria entre los que querían un gobierno constitucional y los que además querían una democracia o los «derechos del hombre». Se debió también en parte a que la Gran Bretaña era ya un país capitalista adelantado, en el cual los capitalistas, aunque todavía dejaban el gobierno en proporción grande a los aristócratas, estaban en situación de insistir en que los asuntos fuesen dirigidos de manera conveniente a sus intereses, y porque el capitalismo era un sistema que se estaba desarrollando rápidamente y que todavía no había llegado en modo alguno a alcanzar el límite de su poder. Sin duda, los capitalistas de la industria explotaban brutalmente a la masa de los trabajadores industriales y mineros; pero el sistema también ofrecía oportunidades de mejora a una minoría de obreros especializados, de inspectores y capataces y, en general, tendía a elevar el nivel de vida. Además, la gran mayoría del proletariado industrial británico no estaba en Londres, sino disperso en un área extensa por el norte y los Midlands. Londres en modo alguno podría ser un centro revolucionario como París; y la clase capitalista inglesa, compuesta sobre todo por hombres nuevos y autodidactos, era también difusa y no tenía tanto el carácter de una estrecha oligarquía financiera como los banqueros y grandes comerciantes de París. Esto daba más fuerza al capitalismo y lo exponía mucho menos a un golpe revolucionario: hacía al gobierno menos vulnerable a levantamientos que se produjeron, principalmente, en distritos alejados de la capital.

Sin embargo, la Gran Bretaña, mediante Owen, mediante los economistas anticapitalistas, mediante hombres como Spence y Benbow y «Senex», del periódico de James Morison, Pioneer, hicieron una contribución importante al desarrollo del pensamiento socialista. Es de señalar el hecho de que estas ideas fueron perdiendo su fuerza de atracción en la década de 1840, mientras que el socialismo del continente durante esta década fue aumentando rápidamente su poder. El socialismo europeo sufrió un grave contratiempo después de 1848, como consecuencia de la derrota de las revoluciones, principalmente burguesas, de aquel año. En la Gran Bretaña, por otra parte, el socialismo decayó antes de 1848, no porque participase de una derrota burguesa, sino porque un avance burgués le privó de su fuerza de atracción.

Así pues, el movimiento cartista no produjo una teoría socialista propia, sino sólo ecos de Owen, de Louis Blanc y de Carlos Marx, que la mayor parte de los obreros no escucharon. Se intentó hacer de Ernest Jones un pensador socialista importante, pero no era nada de este tipo. O’Brien era de mayor capacidad intelectual; pero tampoco el hizo poco más que repetir las ideas de otros. Nadie pretende que Hamey fuese un gran pensador. O’Connor, durante algún tiempo, atrajo la atención de una gran parte de la dase obrera; pero poco les dijo acerca de que pudiera prestarles ayuda, y nada que pudiera llamarse socialista, ni siquiera en el sentido más amplio de la palabra.