Capítulo X

LA ECONOMÍA SOCIALISTA EN LA DÉCADA DE 1820

CUANDO Robert Owen regresó a la Gran Bretaña en 1829, halló una situación que había cambiado mucho durante los 5 años que había pasado principalmente en Norteamérica. Los católicos habían sido al fin emancipados; el largo período del gobierno tory (conservador) estaba acercándose a su término; la reforma del parlamento se veía venir. También se había producido un desarrollo considerable de los sindicatos obreros; y un movimiento cooperativo de no poca importancia empezaba a desarrollarse. Antes de un año de su regreso los whigs (liberales) estaban en el poder, después de un largo destierro; y fuera del parlamento una agitación popular muy extendida en favor de la reforma que empezaba a tomar fuerza. La revolución industrial continuaba su avance rápido: los hilanderos de algodón que empleaban la hiladera intermitente (nuevo oficio especializado creado por la revolución) se ocupaban en organizar un ambicioso sindicato general que abarcaría todo el país. Los obreros de la construcción se habían levantado contra la difusión del sistema de «los grandes contratistas», el cual estaba desplazando a los pequeños patronos explotadores; los que fabricaban máquinas de vapor y otros grupos nuevos de obreros especializados empezaban a organizarse en proporción considerable.

Y lo que no era menos importante: en el campo de la teoría se habían producido desarrollos notables. Uno de los aspectos fue la difusión de la propaganda cooperativista y la creación de un cierto número de tiendas cooperativas, en las cuales las provisiones se vendían a base de reciprocidad. Este aumento del cooperativismo práctico no debía nada directamente a Owen, a quien al principio le interesó poco; pero muchos de los propagandistas de las cooperativas habían basado sus proyectos en las ideas de Owen con plena conciencia de ello, y consideraban el establecimiento de sociedades para el comercio al por menor como mera preparación para el objetivo posterior de fundar comunidades cooperativas autónomas. Estos desarrollos habían sido muy estimulados por la labor del Dr. William King, de Brighton, cuyo periódico, The Co-operator, publicado desde 1828 a 1830, tuvo una influencia muy difundida; y hubo otros periódicos cooperativistas, incluyendo el Co-operative Magazine, en el cual parece que la palabra «socialista» fue impresa por primera vez para designar a los partidarios del nuevo evangelio social. En 1829, el año del regreso de Owen, la asociación británica para el fomento de la doctrina cooperativa fue establecida en Londres, con Henry Hetherington y William Lovett entre sus miembros más activos.

En esta etapa el owenismo y la cooperación no eran en modo alguno sinónimos. El Dr. King no era un oweniano, sino un pensador social independiente que de ningún modo compartía la opinión de Owen acerca de la religión y de la formación del carácter; y había, sobre todo en Escocia, un gran número de tiendas cooperativas que parece que se establecieron sin ninguna otra aspiración más que la de obtener artículos mejores y más baratos comprándolos a precios de mayoreo y repartiéndolos. Pero la mayor parte de los propagandistas principales de la cooperación aspiraban a más, y habían sido muy influidos por las ideas de Owen, y los pequeños grupos de owenianos inclinados a fundar comunidades trabajaban mucho tratando de convertir, tanto a las sociedades cooperativas como a los sindicatos obreros, al evangelio completo de Owen. Estos grupos pidieron ayuda a Owen, y al poco tiempo se halló a la cabeza de un movimiento considerable y fue obligado a revisar sus opiniones acerca de los medios que habrían de emplearse para favorecer la realización de sus ideas. Los cooperativistas y los miembros de los sindicatos que le escuchaban de ningún modo estaban inclinados a poner su confianza en el gobierno o en las autoridades de la beneficencia, o en empresas filantrópicas dirigidas por ricos. En lo que pensaban era en una nueva clase de estructura democrática que les emanciparía de la opresión de los capitalistas y de la clase media, y les permitiría dirigir sus propios asuntos; y Owen tuvo que acomodar su propaganda a estas aspiraciones.

Esta actitud, que se iba desarrollando en un número considerable de los trabajadores, era indudablemente el resultado de un nuevo sentido de su poder, basado en parte en el crecimiento de los sindicatos obreros y en parte por considerar inminente un cambio político, pero también en gran medida por las nuevas doctrinas económicas que les había predicado una nueva generación de dirigentes. Owen mismo había contribuido con su Report to the County of Lanark a poner los cimientos para la economía anticapitalista de la década de 1820. Su fuerte censura del sistema de competencia, su teoría de que el valor se debía al trabajo y las propuestas que había basado en ella para un nuevo tipo y una nueva norma de cambio, habían atraído mucho más a la clase trabajadora y a los lectores radicales que a los caballeros de provincia a quienes estaba especialmente dirigida. Pero David Ricardo, el jefe de la escuela clásica de economía, sin proponérselo había contribuido igualmente a ello, al aceptar el trabajo como la medida natural del valor de los artículos y, aún más, exponiendo una teoría de la distribución de los ingresos, en la cual el capital y el trabajo aparecían como rivales en la participación de los beneficios, y en una forma que implicaba que, mientras más obtuviese uno de ellos, menos quedaría para el otro. Es verdad que Ricardo había hablado de proporciones del producto total, y no de cantidades absolutas, de tal modo que consideraba un descenso en los salarios como cualquier descenso en la participación proporcionada recibida por el trabajador, incluso si aumentaba el poder de adquisición del salario. Pero también había enunciado una teoría sobre los salarios, llamada de subsistencia, la cual parecía significar que, excepto bajo condiciones excepcionales, todo lo que excediese de lo necesario para la subsistencia se destinaría a acumular lo que correspondería a las clases propietarias. No era esto enteramente lo que Ricardo había dicho; porque había sostenido que, si la demanda de trabajo excedía a la oferta, los obreros podían elevar sus verdaderos salarios e incorporar la mejora en un «standard» de subsistencia más alto; pero esto no era para animar mucho, porque tanto Malthus y Ricardo como su propia experiencia habían llevado a los obreros a creer que la oferta de trabajo era mucho más probable que excediese a la demanda.

Por supuesto, Ricardo no había dicho que ese exceso iría a parar a los capitalistas; por el contrario, su propósito había sido mostrar que el verdadero beneficiario sería principalmente el propietario no productor del suelo, mientras que la competencia entre los capitalistas mantendría sus réditos a un nivel moderado. Pero para los lectores obreros de Ricardo, y para quienes estuviesen del lado del obrero, parecía muy claro que, en opinión del economista, nunca serian los obreros los que recibiesen el beneficio de la mejora económica.

Sin duda, cuando Owen regresó de América, estas nuevas doctrinas económicas no eran en general más que cuestiones de las que se hablaba a auditorios formados por obreros; como cuestión práctica, la reforma del parlamento era, sin duda, todavía la que más preocupaba a la mayoría de los obreros activos; pero la demanda de una democracia política cada vez se había ido combinando más con una denuncia del capitalismo y de los privilegios de la aristocracia y también con ideas de un nuevo tipo de vida, debiéndose esto en gran parte a Owen mismo.

El desarrollo de las teorías económicas anticapitalistas tuvo generalmente la forma de revisión crítica de las doctrinas de los economistas clásicos, y en lo esencial era el mismo punto de partida que más tarde empleó Marx en su ataque expuesto en La Crítica de la Economía Política y en los primeros capítulos de El Capital. Realmente, Marx, en este respecto, recogió y lo incorporó a su más amplio sistema, una doctrina que sus antecesores habían desarrollado en forma de crítica de la doctrina de Ricardo. La idea de que el trabajo era el origen y también la medida apropiada del valor no tenía, como hemos visto, nada de nuevo. Una teoría embrionaria de que el valor está basado en el trabajo había sido expuesta por John Locke, y en realidad su origen puede encontrarse mucho antes. Adam Smith había considerado el trabajo como la única fuente del valor natural en las sociedades menos desarrolladas, aunque atribuía una parte en la creación de valores a otros factores en fas sociedades más desarrolladas, en las cuales el capital desempeñaba un papel importante en la producción. Ricardo, en desacuerdo con Adam Smith acerca de los procesos de formación del precio, había reafirmado la opinión de que el trabajo es en el fondo la medida del valor, tanto en las sociedades desarrolladas como en las que no lo están, excepto para los objetos que naturalmente son escasos. Había conciliado esta opinión con el reconocimiento del lugar del capital como factor de la producción considerándolo como materialización del trabajo acumulado, de tal modo que todos los artículos producidos por el trabajo con ayuda del capital tenían un valor de cambio determinado por el trabajo, directa o indirectamente, que había contribuido en diferentes etapas a su fabricación. En la primera exposición de esta teoría, la única excepción permitida fue el del factor relativamente poco importante de la escasez natural de algunos de los materiales de los cuales se hacían esos artículos. Sin duda, después de haber afirmado esto como base de una teoría general del valor de cambio, Ricardo había introducido como un perfeccionamiento el reconocer la influencia del interés en el capital, que consideraba como un pago necesario por lo que economistas posteriores llamaron «esfera» (waiting), es decir, por el empleo del capital durante un tiempo determinado. Esto, sin embargo, había sido admitido como poco más que una modificación secundaria de su afirmación general de que los valores de cambio de los artículos eran medidos, aparte de las meras oscilaciones del mercado (las cuales, según él, hacían que los precios se desviasen del valor real), con arreglo a la cantidad de trabajo, pasado y actual, incorporado en ellos.

Los Principios de Economía Política, de Ricardo, aparecieron en 1817; y pocos años, después cierto número de economistas radicales tomaron esta teoría del valor y la emplearon para apoyar la conclusión de que al trabajo, siendo la fuente del valor de cambio, debiera reconocérsele como el único factor de la producción con derecho a adueñarse del producto, y que toda apropiación por los dueños de otros factores de la producción se basaba, de una u otra forma, en un monopolio ilegítimo: en su forma más sencilla, el monopolio de la tierra, pero también, en las sociedades más desarrolladas, el monopolio de la propiedad del capital. Al mismo tiempo, estos autores, dándose cuenta de los peligros que llevaba consigo la revolución industrial, atacaron al sistema capitalista en desarrollo como a un destructor de la calidad humana del trabajo, el cual, sostenían, había sido convertido cada vez más bajo el nuevo orden económico en una mera mercancía, cuyo precio diario, como los precios de las demás mercancías, estaba afectado por las oscilaciones del mercado; pero que nunca podría, a causa de la deficiente demanda de trabajo, subir mucho por encima del coste de la subsistencia del trabajador. Esta idea de que la remuneración del trabajo tiene que oscilar alrededor del nivel de subsistencia se basaba, según los economistas clásicos, principalmente en dos razones. Si el trabajo era una «mercancía» y si el valor de las mercancías dependía de la cantidad de trabajo materializada en ellas, el «valor del trabajo» tiene que depender de la cantidad de trabajo empleado en formar y mantener al obrero. Su valor era sencillamente el valor de las mercancías que el trabajador necesitaba a fin de realizar su trabajo y de reproducirse. Así pues, el obrero recibía la debida remuneración, si su salario bastaba para estas finalidades; y no podía, afirmaban los economistas clásicos, recibir más de esto, porque lo prohibían las leyes mismas del equilibrio económico. Esta idea fue reforzada por la segunda afirmación, atribuida principalmente a Malthus, de que la población tenía una tendencia natural a subir hasta el límite mismo de los medios disponibles de subsistencia. Si esto se aceptaba, se llegaría a la conclusión de que cualquier tendencia de los salarios reales a elevarse por encima del nivel de subsistencia a causa de que la demanda de trabajo excediese a la oferta, sería pronto contrarrestada por un aumento en la oferta de trabajadores. Ricardo estimaba el rigor de este juicio arguyendo que, en una economía progresiva, era posible que la demanda de trabajo excediese a la oferta por tiempo suficiente para que los trabajadores incorporasen los salarios reales más altos resultantes de esta escasez a su «nivel de subsistencia», es decir, exigiendo un salario real más alto como condición para tener hijos en número suficiente. Pero no se tuvo mucho en cuenta esta reserva, acaso, sobre todo, porque la sustitución del obrero por la máquina se consideraba como un factor mucho más importante que influía en sentido contrario. Si, como reconocía el mismo Ricardo, la introducción de nuevas máquinas podía ser una fuerza poderosa para destruir el trabajo especializado y para que el obrero fuese innecesario (y sobre esto hay un notable capítulo en las últimas ediciones de sus Principios), parece como si la afirmación de Malthus tuviese que ser aceptada con toda su dureza.

Los críticos izquierdistas de la economía ricardiana la aceptaron, pero no como una ley natural de la cual es imposible escapar. Esto, decían, es lo que sucede bajo el sistema malo y artificial del capitalismo; pero no es lo que debería suceder o lo que sucedería bajo un orden económico más natural. Sucede bajo el capitalismo, porque el capitalismo convierte al trabajo en una mercancía, cuyo valor es medido mediante las leyes de un mercado de competencia, y no por la norma de la justicia natural. Las leyes injustas de distribución bajo el capitalismo, manteniendo el consumo de la mayor parte del pueblo al nivel de subsistencia, e incluso reduciéndola cuando los negocios marchan mal, fatalmente limitan el mercado. Son causa de que no se utilicen constantemente y por completo las grandes y crecientes fuerzas de producción de que dispone la humanidad; y dan lugar a crisis periódicas de lo que parece «sobreproducción», pero que realmente es consumo deficiente debido a las restricciones en el poder de compra de los obreros. Dése al obrero aquello a que justamente tiene derecho, el producto completo de su trabajo, y las crisis desaparecerán, y la producción aumentará mucho, porque aumentará el mercado. En el continente, Simonde de Sismondi, desde un punto de vista distinto, estaba haciendo una crítica análoga de la economía capitalista, pensando sobre todo en las comunidades rurales. Los antirricardianos británicos pensaban en una economía industrial más avanzada, aunque incluso ellos, y en realidad también Ricardo, todavía basaban gran parte de sus argumentos en la tierra y en sus productos directos.

Con frecuencia se ha indicado que los antirricardianos interpretaron mal a Ricardo. Había dicho que el trabajo era la verdadera medida del valor, no su único creador u origen. Pero preguntaban: ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo ha llegado el trabajo a ser la medida del valor, si no es también su origen? Los economistas clásicos podían establecer una diferencia sólo porque consideraban natural y justo que los medios de producción fuesen de propiedad privada, y daban por supuesto que el producto pertenecía a los dueños de estos medios de producción (que no eran el trabajo), los cuales estaban obligados sólo a la necesidad de pagar al trabajador su valor como una mercancía. Esto era, por supuesto, una verdadera explicación, aunque debe recordarse que Ricardo en particular no tenía simpatía por los propietarios ociosos, y le hubiese bastado que la participación de éstos en el producto se redujese mediante el comercio libre de cereales y acaso mediante una contribución especial. Pero Ricardo creía en la propiedad privada; y daba por supuesto que el dueño de una propiedad tenía derecho a que le pagasen por su uso, sobre todo si era un capitalista activo, que pagaba renta al propietario del suelo y salario a los trabajadores, y que corría riesgos al combinar los factores de la producción bajo su dirección. Esto se negaban a admitirlo los antirricardistas. Insistían en establecer una distinción, que los economistas ingleses clásicos siempre borraban, entre el capitalista y su capital. El capitalista, como hombre, es o un trabajador o un parásito; y, aunque trabajase, su trabajo, decían, era con frecuencia inútil o incluso peor que inútil, porque consistía en acumular gastos generales por complicar innecesariamente el proceso de cambio a fin de obtener ganancias ilegítimas. El capital, como distinto del capitalista, era sencillamente una materialización del trabajo acumulado, y no había razón para pagar a aquél por su empleo. Los antirricardistas no aceptaban el argumento de que el capitalista merecía y necesitaba ser pagado por haber sabido ahorrar sus ingresos en lugar de consumirlos; a esto respondían que había ahorrado únicamente aquello a que desde el principio no tenía derecho. Admitían, por supuesto, que era necesario ahorrar y (emplear el capital) y que la comunidad no podía consumir en seguida todo lo que producía. Pero esto, decían, no era razón para que al capitalista se le permitiese monopolizar la propiedad del «trabajo acumulado», que era en lo que consistía, según admitía Ricardo, todo el capital que no era la tierra misma. Menos razón había aún para que se le permitiese monopolizar la tierra y los minerales que estuviesen bajo ella.

En Francia, los representantes de la economía ortodoxa ya en la década de 1820 seguían una línea más bien distinta de la de la escuela clásica inglesa en su exposición de la teoría de la distribución. La escuela inglesa todavía empleaba un análisis de «tres (actores»: tierra, capital, y trabajo como los tres que participan en el producto. En Francia J.-B Say había introducido un cuarto factor, la «empresa», por la cual entendía la aportación, en forma de gerencia, iniciativa y riesgos, de los hombres activos de negocios, como distinta de la aportación hecha por quien invierte capital, que, por supuesto, puede ser la misma persona. Esto implicaba el trazar una distinción entre el interés del capital, por una parte, y por otra las ganancias, que Say consideraba como la retribución peculiar de la «empresa». A la escuela clásica inglesa, por no hacer esta distinción, le falta claridad en este punto. Adam Smith había considerado la dirección del gerente como parte del factor «trabajo», y el hecho de correr un riesgo como perteneciendo más bien a la función del patrono como «capitalista». Pero la diferenciación no se había establecido con claridad, y aún estaba menos clara en Ricardo. Durante el período en que la revolución industrial estaba todavía principalmente en las manos de patronos individuales o en grupos de socios activos, más bien que en las de compañías por acciones, era natural pensar que el patrono típico aportaba, además de su trabajo personal, al menos una parte importante del capital. Esta mezcla de funciones hizo más fácil para los antirricardianos al censurar al capitalista, el considerado principalmente como un monopolizador que exaccionaba a los obreros a causa de tener la propiedad de los instrumentos de producción y el no reconocer su contribución como gerente y organizador, o en todo caso considerar esto como secundario, y que no merecía más que un salario, cuando fuese preciso. En cuanto al elemento de riesgo, la mayor parte de ellos creían que podía y debía de hecho eliminarse al aumentar el poder de compra de las masas, de tai modo que quedase asegurada una demanda sin límites.

A esta reinterpretación de la economía clásica iba unido un desarrollo de la doctrina utilitaria. Los antirricardianos insistían en que la mayor felicidad del mayor número debía perseguirse, no sólo mediante la concesión de derechos políticos, sino también mediante una nueva ordenación de los asuntos económicos de la sociedad en beneficio de todo el pueblo. En tercer lugar, a través de la economía anticapitalista de la década de 1820 se observa un ataque contra el sistema monetario. La vuelta al patrón oro después de 1819 fue considerada como una restauración del poder monopolista de la clase rica, que era la que controlaba el suministro de moneda. Se exigía que la función propia de la moneda hiciese posible, hasta el máximo, el empleo de los factores disponibles de producción, y que con arreglo a esto el crédito debía estar al alcance de todos los que pudiesen usarlo bien hasta el límite de una verdadera capacidad productora. Por último, algunos economistas anticapitalistas unían a sus ataques contra el sistema capitalista en el desarrollo una creencia en alguna forma socialista o comunista de organizar la sociedad como medio de poner la abundancia al alcance de todo el pueblo. Con frecuencia estas diferentes ideas se combinaban en las doctrinas de los mismos escritores, pero diferentes autores acentuaban aspectos distintos del problema.

Marx Beer, en su History of British Socialism, ofrece una buena exposición del desarrollo de las doctrinas económicas anticapitalistas desde el libro de Charles Hall acerca de The Effects of Civilisation, examinado en un capítulo anterior, hasta la obra de John Francis Bray en la década de 1840. Aquí no puedo hacer más que un breve resumen. Hall, como hemos visto, había atacado la ganancia como una rebaja injusta de la retribución del productor y había sostenido el derecho del trabajador a todo el producto de sus esfuerzos. Con esta afirmación del derecho del trabajador había combinado un ataque directo a la revolución industrial, defendiendo la propiedad pública de la tierra y el empleo en las pequeñas granjas del sobrante de trabajadores víctimas de la competencia para encontrar empleo en la industria. Así pues, pertenece al grupo de los críticos que, dándose cuenta de los efectos de la revolución industrial en sus primeros aspectos, se oponían a ésta y seguían pensando sobre todo en una solución agraria. Thomas Hodgskin (1773-1869) representa una fase posterior en la reacción contra el capitalismo y está mucho más inclinado a encontrar la solución mediante la industria. En su obra Laborar Defended against the Claims of Capital (1825), en su Popular Politicical Economy (1827) y más tarde en su Natural y Artificial Right of Property Contrasted [El derecho natural de propiedad y el artificial comparados] (1832) expone una teoría muy convincente acerca del trabajo basada en una reacción contra la economía de Ricardo, y se coloca al lado del movimiento para el desarrollo de los sindicatos obreros. La doctrina de Hodgskin es esencialmente una doctrina de lucha de clases entre los trabajadores y los propietarios. Afirma que el trabajador es el único que produce valor; pero bajo el sistema capitalista está sometido a todo el rigor de una ley férrea que reduce su salario al nivel de la subsistencia. Las ventajas del aumento de producción son para el propietario y para el capitalista, que sostienen injustamente que el obrero se mantiene gracias al capital que ellos proporcionan; cuando en realidad el obrero se mantiene de lo que él mismo produce. La sociedad no necesita de capitalistas ni de propietarios del suelo. Todo lo que necesita son obreros de las distintas clases de producción. El capital, como Ricardo mismo ha mostrado, es realmente una parte del producto del trabajo que se separa del consumo corriente. Los trabajadores deben recibir todo el producto de su trabajo, fijando su participación individual las variaciones del mercado bajo condiciones libres, sin que ningún monopolio capitalista le prive de lo que sobrepase a lo necesario para subsistir. Hodgskin no era socialista; estaba más cerca de ser lo que hoy se llamaría anarquista. Era partidario de la propiedad privada, siempre que hubiese competencia por completo libre, bajo la cual cada productor recibiría su retribución. Filosóficamente creía en la existencia de una «ley natural de propiedad», que los hombres deben procurar descubrir al establecer sus organizaciones sociales. Negaba que la política pueda dar una respuesta de valor a los problemas económicos. Decía que las condiciones económicas determinan necesariamente el desarrollo político. Negaba que la legislación pudiese remediar los abusos existentes. Todo lo más que puede hacer, afirmaba, es registrar los cambios impuestos por la acción de la clase obrera contra la explotación capitalista. De acuerdo con esto, había puesto su fe sobre todo en el movimiento sindical obrero como medio para organizar esta clase, a fin de oponerse a la explotación capitalista, pero esta doctrina se debilitó en sus últimos escritos.

Las ideas de Hodgskin fueron expuestas en las conferencias que dio en el «London Mechanics Institute» (1823), del cual fue uno de los principales fundadores. Era un defensor enérgico de la educación de la clase obrera, y pronto tomó parte en las luchas del cisma producido en los «Mechanics Institutes» entre quienes consideraban estos centros como medios de educar al obrero para la lucha contra el capitalismo, y quienes pensaban que los verdaderos intereses del capital y del obrero coincidían, y que el objetivo principal de la educación obrera debía ser la mejora técnica del trabajador e inculcar en éste las verdades de la economía clásica. En esta lucha Hodgskin y sus amigos quedaron vencidos en lo que se refiere a la dirección de los «Mechanics Institutes». Los defensores de la economía clásica eran los que proporcionaban la ayuda financiera sin la cual estos institutos no podrían continuar su labor. Sustituyeron a Hodgskin y a sus amigos en la dirección del «London Mechanics Institute» por George Birkbeck y Francis Place y el instituto continuó hasta convertirse en el Birkbeck College, que ahora forma parte de la Universidad de Londres. Pero, aunque la dirección pasó a los radicales ortodoxos utilitaristas, los amigos de Hodgskin tuvieron fuerza bastante para mantenerle allí como conferenciante, y su Popular Political Economy está basada en cursos que dio en el instituto. Más tarde perdió su primer entusiasmo radical y fue durante los años posteriores uno de los redactores principales de The Economist, fundado por James Wilson en 1843 como órgano de la doctrina del laissez-faire. El cambio en sus obligaciones era más fácil por el hecho de que, desde el primer momento, no había confiado en el Estado como instrumento de reforma y había insistido en que los trabajadores tendrían que conquistar su propia salvación organizándose en el terreno económico.

Una tendencia algo diferente representaba John Gray (1799-c. 1850), cuya Lecture on Human Happiness (Conferencia acerca de la felicidad humana) fue publicada en 1825. Gray, como Hodgskin, defiende la teoría de que el valor está basado en el trabajo. Sostiene que sólo es productivo el salario del obrero que hace cosas, aunque otras clases de trabajo pueden ser útiles, siempre que este trabajo improductivo no exceda de un mínimo ton respecto al trabajo productivo. Gray niega que haya ningún derecho a la propiedad privada o a recibir una renta por poseerla. Como Owen, señala los malos resultados de la competencia al reducir la producción, porque reduce los ingresos de los productores, y por consiguiente, limita la demanda de los consumidores. Sin embargo, Gray pertenece principalmente a la escuela de los reformadores monetarios, que actuaron mucho sobre todo desde el final de las guerras napoleónicas, y que prolongaron su propaganda, pasando por Thomas Attwood y los reformadores de Birmingham, hasta el movimiento «cartista». El Social System (1831) de Gray es una defensa del crédito barato y adecuado para financiar una producción completa. Quiere un banco nacional que proporcione este crédito a los productores, y como medidas necesarias es partidario del papel moneda y de la abolición del patrón oro. Este tema lo desarrolló más tarde en sus Lectures on Money (Conferencias acerca de la moneda) publicadas en 1848. Habiendo empezado en gran parte como un oweniano partidario de las cooperativas, terminó siendo sobre todo un reformador del sistema monetario.

La insistencia en la reforma monetaria y en el lugar de la banca y el crédito en la nueva sociedad tomó formas diversas durante este periodo. Había empezado, como una actitud radical, con los vaticinios de Tom Paine acerca de la acumulación desastrosa de las deudas nacionales: véase su Decline and Fall of the English System of Finance [Decadencia y ruina del sistema financiero inglés] (1796). Cobbett fue su continuador. Al crecer más y más la deuda durante las guerras, había atacado el sistema de papel moneda considerándolo como una inflación que engañaba al pueblo Paper against Gold [El papel contra el oro] (1810-11). Pero Cobbett, sin embargo, censuró con igual vehemencia la vuelta deflacionista al patrón oro después de terminar las guerras, pidiendo un «arreglo equitativo» de la carga que significaban los intereses de la deuda correspondiendo a la caída de los precios. Cobbett, sin embargo, siguió creyendo en el oro en contra del papel, mientras que durante los años de depresión posteriores a 1815 la mayor parte de los reformadores monetarios, a la cabeza de los cuales estaba Mathias Attwood, padre del reformador de Birmingham, defendía la tesis liberal del crédito de los bancos como medio para estimular la producción. Esta doctrina fue bien recibida, no sólo entre los partidarios izquierdistas de dar trabajo a todos, sino aún más entre los pequeños industriales y pequeños comerciantes, a quienes los bancos cortaron bruscamente los créditos en los períodos de depresión. Los banqueros de provincia, que eran los que principalmente concedían créditos a la industria, censuraban por su parte al Banco de Inglaterra y a su aliado el gobierno, de que habían causado la escasez de moneda al restaurar los pagos en oro y les habían obligado de esta manera a limitar sus préstamos. Por supuesto, nada especialmente socialista tenían estas ideas, que en realidad eran más bien características de lo que Marx llamó «la economía de los pequeños burgueses». La idea de los saint-simonianos acerca de un gran grupo de bancos industriales, coordinados mediante un banco central, que habría de ser el planificador de la producción nacional, era algo completamente distinto: no encontraron eco hasta mucho más tarde entre los socialistas británicos. Bronterre O’Brien creo que fue el primero en aplicarlas a las condiciones de la Gran Bretaña, y esto sucedió sólo después de 1848.

William Thompson, muerto en 1833, fue un economista mucho más importante que John Gray. Empezó principalmente como intérprete de la doctrina utilitarista de la mayor felicidad para el mayor número desde el punto de vista de la política social, y sobre esta base construyó un sistema de lo que ahora llamamos «economía del bienestar»; pero pronto añadió la doctrina de Owen a las conclusiones que él había sacado de las premisas establecidas por Bentham. Su obra más importante, An Inquiry into the Principies of the Distrihution of Wealth most conductive to Human Happiness [Una investigación acerca de los principios de la distribución de la riqueza mejores para conseguir la felicidad humana (1824), es una mezcla de utilitarismo y de la doctrina de Owen. Como el resto de la escuela anticapitalista, empieza afirmando que el trabajo es el único creador de valor, y que el hecho de que el capitalista robe al obrero limita la producción y es la causa del desempleo y de la crisis. El trabajador, dice, debe recibir todo el producto de su esfuerzo, menos la depreciación del capital empleado, y, bajo ciertas condiciones, una renta limitada a los dueños del capital. Pero el capitalista, no satisfecho con este ingreso, exige toda la plusvalía producida con la ayuda del capital y somete al obrero a un salario de subsistencia, mientras que el derecho del obrero es innegable tanto desde el punto de vista de los principios de la utilidad como desde los principios de la justicia social. El trabajador no sólo tiene sin duda alguna derecho al valor, porque él lo produce, sino que esto está también justificado por la utilidad, porque un consumo difundido ampliamente producirá mayor felicidad humana que el despilfarro de unos pocos, mientras los demás sufren escasez. Thompson, de este modo, invoca, en efecto, el principio de «disminución de la utilidad» y anuncia la estructura utilitarista de la teoría económica de Jevons.

En la Distribution of Wealth (Distribución de la riqueza) de Thompson, aunque la doctrina de Owen ha sido aceptada en principio, el tema principal es todavía el utilitarismo aplicado a la economía. El principio utilitario, dice, pide un sistema justo de distribución en interés de la felicidad general; y esta distribución producirá por sí misma un gran aumento en la producción. Contestando a los que afirman que la producción disminuirá a menos que se ofrezcan estímulos ilimitados a los que emprendan negocios, Thompson replica que el sistema existente, sometiendo al trabajador a un salario de subsistencia, destruye casi todo estímulo para aumentar la producción en la inmensa mayoría de los productores. El obrero, si se le permite recibir todo el valor real que produce, tendrá el estímulo más fuerte posible para crear toda la riqueza posible, y estará en situación de proporcionar por sí mismo los instrumentos necesarios para la producción sin acudir a la ayuda de los capitalistas. La gerencia es para Thompson sencillamente una forma de trabajo, con derecho a la debida retribución, pero no al producto del trabajo de otros. Lo que se necesita para atraer ahorro y capital bastante para obtener los artículos necesarios no es la posibilidad incierta de una ganancia elevada, sino la seguridad; y la seguridad sólo puede conseguirse quitando los límites puestos al consumo popular y asegurando de este modo mercados suficientes para todo lo que puede producirse.

Thompson, al exponer su doctrina, compara la actitud del trabajador y la del capitalista respecto a la participación en el producto. Los capitalistas, dice, creen que el obrero crea sólo la parte de valor del producto que su trabajo obtendría en una sociedad basada en el monopolio de la propiedad de la tierra y el capital. Sobre esta base, consideran que todo el valor que sobrepasa al salario de subsistencia que recibe el obrero les pertenece. Desde el punto de vista del obrero, por otra parte, el capital es improductivo. Los instrumentos del capital sólo pueden trasmitir al producto el valor del desgaste causado al producirlo; e incluso esto es sólo el valor del trabajo acumulado en ellos. Según esto, desde el punto de vista del obrero, un cargo por depreciación es lo único que legítimamente se puede cargar con respecto al capital. Si, no obstante, Thompson propone que se conceda al dueño del capital un rédito limitado por su inversión, esto no es más que una concesión temporal para evitar la violencia, o, a lo más, un reconocimiento de que el capitalista, como hombre, también tiene derecho a medios de subsistencia, pero no a un nivel de vida más alto que los verdaderos productores.

De estos principios básicos Thompson deduce que, bajo un sistema económico justamente ordenado, todo hombre debe tener libertad para escoger su ocupación y cambiarla a voluntad, y que los productores deben estar completamente libres para cambiar sus productos entre sí, de tal modo que les asegure el goce completo del fruto obtenido por los diferentes trabajos.

Hasta aquí Inquiry into the Distribution of Wealth. En sus escritos posteriores Thompson hizo una serie de propuestas prácticas mucho más claras y se hizo mucho más oweniano. En la Inquiry, aunque elogia la doctrina de Owen, no hay nada para poner término a un sistema de producción que esté principalmente en manos de productores individuales, en cierta forma libre de la propiedad monopolista de la tierra y del capital. Pero en Labour Rewarded (1827), escrito sin duda en parte como respuesta a la obra de Hodgskin, Thompson se presenta como un convencido defensor de la cooperación. Como Hodgskin, pone su fe en los sindicatos obreros; pero mientras Hodgskin había considerado a los sindicatos obreros especialmente como organizaciones de lucha para disputar la ganancia al patrono, Thompson recurre a ellos para que sean los que principalmente establezcan el sistema de cooperativas. Les pide que acumulen fondos, y que los empleen en la adquisición de tierra, edificios y maquinaria para dar trabajo a sus miembros desocupados, o a aquellos cuyos salarios hayan sido disminuidos. Quiere que estas cooperativas establecidas por los sindicatos hagan la competencia a la industria capitalista y acaben con ella. Sin embargo, tiene que hacer presente a sus lectores que esta labor no bastaría por sí misma para establecer un sistema justo, porque los sindicatos obreros todavía tendrían que pagar renta por la tierra y los edificios arrendados, o los intereses del capital que hayan pedido prestado para adquirir la tierra o los edificios y todo el equipo necesario. Por consiguiente, es necesario ir más allá y establecer un sistema de vida en comunidad como lo proyectó Owen. Thompson parece esperar que, bajo ese sistema, los obreros llegarían a ser copropietarios de todo lo necesario para la vida y la producción cooperativa, y que el capital que estuviese en otras manos desaparecería o por lo menos se reduciría hasta llegar a ser insignificante. En su obra Labour Rewarded pide que los obreros individualmente inviertan capital en los establecimientos fundados por los sindicatos, como más tarde les pidió que lo invirtiesen en el fondo de Owen para financiar sus «aldeas de cooperación».

Todo el pensamiento de Thompson está penetrado por la idea de la acción directa de los productores, con la ayuda que los owenianos ricos quieran prestarles. No pide la ayuda del gobierno para crear el nuevo sistema. Pertenece a la escuela que considera al gobierno como sostenedor del sistema antiguo y malo del monopolio privado de los medios de producción; y confía sobre todo en los obreros para encontrar los medios de su propia emancipación. Realmente fue quien más contribuyó a la nueva versión obrerista del owenismo que Owen ya encontró existente a su regreso de New Harmony; y a él, más que a nadie, se debió la alianza de los sindicatos obreros y de las cooperativas de Owen, que llegaron a dominar la acción de la clase obrera en los años inmediatamente siguientes a la ley de reforma («Reform Act») de 1832. Se destaca haciendo un llamamiento a los miembros de los sindicatos obreros para acabar con el capitalismo, adoptando la producción cooperativa y proponiendo medios para emplear los sindicatos obreros como base para construir una nueva sociedad basada en los principios de Owen. Además, en sus Practical Directions for the Establishment of Communities [Instrucciones prácticas para el establecimiento de comunidades] (1S30), preparadas en representación del congreso de cooperativas owenianas, Thompson propuso planes detallados para el desarrollo del sistema de Owen. Fue también defensor prominente de los derechos de la mujer, pidiendo en su Appeal of One Half of the Human Race [Demanda de una mitad de la raza humana] (1825) completa igualdad económica y política para los dos sexos.

Sólo puedo citar brevemente otros autores que contribuyeron a la corriente del pensamiento anticapitalista y de Owen. John Minter Morgan (1782-1854) fue el primero en recurrir a los planes de Owen de 1817 y proponer su adopción, si bien rechazando la hostilidad de Owen hacia la religión. Su libro acerca de The Practicability of Mr. Owens Plan [Posibilidad de poner en práctica el plan de Mr. Owen] (1819) fue seguido por su obra más conocida The Revolt of the Bees [La rebelión de las abejas] (1826) y por Hampden in the Nineteenth Century [Hampden en el siglo xix] (1834), en los, cuales reúne una gran cantidad de la doctrina anticapitalista de Owen. George Mudie, que primero fue impresor y periodista, de Edimburgo, publicó en 1821-2 el primer periódico cooperativista oweniano, The Economist, fundó en 1821 la primera sociedad oweniana, la cual no sólo dirigió la propaganda oweniana sino que estableció el primer intento de una comunidad obrera con arreglo a las ideas de Owen. La «Sociedad económica y cooperativa» de Mudie, cuyo núcleo fue un grupo de impresores londinenses, empezó en 1821 a vivir en comunidad y a poner en marcha varias empresas industriales organizadas como cooperativas. Después de terminar este ensayo, principalmente por falta de capital, Mudie tomó parte en el experimento oweniano que se hizo en Orbiston. T. R. Edmonds (1803-1889), en su obra Practical, Moral and Political Economy [Economía práctica, moral y política] (1828), también sigue a Owen, pero no a Hodgskin o a Thompson, porque recurre sobre todo a los ricos, para que ayuden a introducir el socialismo fundando comunidades según los principios de Owen. Como veremos, John Francis Bray, impresor y oweniano como Nudie, desarrolló más tarde las síntesis que hizo Thompson de la economía anticapitalista y de la doctrina de comunidades de Owen en Labour’s Wrongs and Labour’s Remedies [Injusticias que sufren los obreros y sus remedios] (1838-9); pero su obra pertenece a un período posterior, después de haber terminado el gran movimiento oweniano del comienzo de la década de 1830.

Nada he dicho en este capítulo del segundo gran levantamiento contra la «terrible ciencia» de la economía: me refiero al levantamiento de Samuel Taylor Coleridge, de Robert Southey y de otros hostiles críticos de la teoría y práctica capitalista, cuyo punto de vista los coloca en oposición igualmente marcada contra el socialismo y contra el individualismo del laissez-faire. Southey, en su Sir Thomas More, or Colloquies on Society [Tomás Moro, o coloquios sobre la sociedad] (1829), escribió con gran simpatía acerca de numerosos aspectos de la utopía oweniana, y cordialmente se muestra de acuerdo con Owen al rechazar la idea antisocial de que una buena sociedad puede basarse en las actividades egoístas de individuos que compiten buscando riquezas. Coleridge, con penetración filosófica más profunda, afirmaba que es natural la simpatía y solidaridad humana, y sostenía la idea de que existe en la mente de los hombres un «Estado» diferente de Estado real como estructura gubernamental y que comprendía la unidad de la sociedad en sus relaciones seculares. Tanto Coleridge como Southey consideraban que este alto «Estado» correspondía a la iglesia más elevada como unión mística de creyentes, y concebían la organización adecuada de la sociedad como un equilibrio de las fuerzas populares y religiosas, con la idea de una responsabilidad común para el bien del pueblo como principio de unidad entre las dos. Este romanticismo anticapitalista les condujo no hacia el socialismo, sino hacia un paternalismo que tenía mucho de común con el movimiento social cristiano del continente europeo. En la Gran Bretaña fue trasmitido, por F. D. Maurice, a los socialistas cristianos. Maurice estaba profundamente influido por Coleridge, y fue llevado al movimiento socialista cristiano por la fuerza de su influjo. Sin embargo, las ideas de Coleridge y de Southey no deben incluirse en este capítulo, porque su crítica social iba dirigida fundamentalmente, no a los errores de la economía de la escuela de Manchester, sino a las deficiencias de su moral, y porque esa crítica les condujo, no hacia el socialismo, sino hacia una nostalgia romántica del pasado irrevocable.