Los dos pantalones de diario. El pantalón azul marino de los días de fiesta. Las cinco camisas, contando con la blanca de manga larga que había tenido que lavar y planchar la cocinera, porque la Mary lo dejó todo empantanado. Los dos pijamas. Los cuatro pares de calzoncillos y calcetines. Las dos camisetas de quita y pon, por si refrescaba, a pesar del calor que hacía. La media docena de pañuelos blancos. El yersi granate que a tía Blanca se le había quedado chico y que yo heredé y me estaba pintiparado, con lo que había crecido, aunque Antonia decía que al yersi se le notaban las hechuras de la mujer y a mí, para salir a la calle, me daba vergüenza ponérmelo, pero mi madre protestaba porque a ver a quién había salido yo tan jartible y escrupuloso. Los zapatos marrones de cordón y las sandalias de goma que mis hermanos y yo usábamos siempre para potrear. Y los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, y Mujercitas —ojalá mi prima Rocío se olvidara de que me había prestado el libro y no me pidiera que se lo devolviese—, y la postal que Federico, no el de los versos, el otro, le había escrito a tío Ramón y yo iba a guardar, sin dejar que nadie la viera, como un tesoro. Eso era todo lo que tenía que llevarme y aquella mañana, la última que iba a pasar en casa de mis abuelos, antes de levantarme, tumbado en la cama boca arriba y con los ojos abiertos, lo repasaba de memoria porque la abuela me había advertido mil veces que no me dejase nada olvidado cuando mis padres vinieran a por mí.
—Estarás contento —me dijo la abuela—. A lo mejor hasta te hacen una fiesta para celebrar que vuelves a casa.
Pero ella sólo lo decía para que yo estuviese alegre.
Mi madre había venido a hablar con el abuelo y había estado con él más de una hora en el escritorio, confesándose, como decía tía Blanca, y supongo que hablaron de mí aunque nadie me lo dijo; ya no estaba la Mary para contarme las cosas que pasaban. Luego mi madre subió a verme y me dijo anda, gracioso, estarás contento de la que has armado, a ver ahora cómo me organizo yo hasta que empiece el curso. Y es que hasta el 12 de septiembre no empezaban las clases y, mientras tanto, o mi madre o Antonia iban a tener que quedarse conmigo en casa, así que o Manolín y Diego dejaban de ir a la playa y se quedaban en casa haciendo desavíos, o mi madre no podía organizarse y se quedaba con las ganas de ir a jugar a la canasta a casa de las Caballero. Ya se encargó mi madre de decirme por tu culpa esto va a ser una catástrofe, hijo, ya podrás estar satisfecho. Como si yo tuviera la culpa de que la Mary le hubiera robado la sortija a tía Victoria.
Mi madre había dicho que irían a recogerme al día siguiente, después de comer, y que lo tuviese todo preparado porque mi padre no podía entretenerse, tenía una clase particular a las cinco. Por la tarde, la abuela me ayudó a recoger mis cosas y guardarlas en la maleta de escai que me había traído de casa, sólo dejamos fuera una muda y una camisa para el día siguiente y el cepillo de dientes que era siempre lo último que había que guardar. Me dijo que mirase bien el ropero y la mesilla de noche para no dejarme nada y que tenía que estar contento, que no pusiera aquella carita de tristeza. Pero la verdad es que yo no estaba ni alegre ni triste. No tenía ganas de quedarme ni de marcharme. En casa de los abuelos ya no estaban ni la Mary ni tío Ramón, y tía Victoria llevaba tres días sin salir de su cuarto; a lo mejor se quedaba allí para toda la vida, porque la Mary me había dicho una vez que el abuelo no pensaba darle más dinero, que ya no le quedaba ni una acción de la bodega, porque todas las había vendido para pagarse sus viajes y sus secretarios, y que aunque le salieran contratos para dar recitales no iba a poder firmarlos porque no tenía cómo pagarse ni el billete del tren; yo pensé que cualquier día le ponían una enfermera a tía Victoria y se liaba a hablar de sus secretarios como la bisabuela Carmen hablaba de los bandoleros, porque la Mary me dijo que ella estaba segura de que eso era contagioso. Y para quedarme con tío Ricardo, que nunca se sabía por dónde andaba —y encima también podía contagiarte lo suyo—, o con los achaques de la tata Caridad, que ya no se movía para no desbaratarse y no quería más compañía que la del agua hirviendo, mejor me iba a mi casa aunque tuviese que aguantar todo el santo día el cafrerío de mis hermanos y las interjecciones, como decía Antonia, de mi madre. Además, tío Ramón me había dicho que no me preocupase, que todo en este mundo, hasta lo que tiene más guasa, tiene también su parte buena.
Eso por lo menos, lo de tío Ramón, sí que me había puesto contento. Claro que también él se había ido ya, el mismo día que echaron a la Mary, y a saber cuándo volvería a verle, pero había hablado conmigo y yo había visto que no me odiaba y me había regalado la postal de Federico, después de que yo le prometiera que no se la iba a enseñar a nadie.
Fue después de que echaran a la Mary, que menos mal que no me la encontré por la escalera. El abuelo me había pedido perdón por haber desconfiado de mí, pero me dijo que lo de la noche anterior merecía un escarmiento; que me fuera a mi cuarto y no saliera de allí en todo el día. Era un castigo que no me importaba, no tenía ninguna gana de ir de un lado para otro. Y cuando entré en mi habitación vi que tío Ramón acababa de afeitarse y de bañarse y que estaba haciendo su maleta. Él también me vio en seguida.
—Vaya —dijo—. Menudo estropicio has organizado.
Yo creí que también él iba a reñirme, pero me miró la cara de mártir que había puesto y se echó a reír como si me hubiera gastado una broma para asustarme.
—Sonríe, hombre. No pasa nada. Quítate esa cara de huérfano, cualquiera diría que no tienes a nadie en el mundo.
Al principio, no sabía si se estaba burlando de mí, si lo que quería era que yo me confiase para, en un descuido, pegarme un guantazo del que me acordase toda la vida. Pero él se dio cuenta de lo que pensaba y me hizo un gesto como diciéndome que no fuera panoli, y me sonrió como sólo tío Ramón sabía sonreír —que ya lo decía la Mary—, y me guiñó un ojo y me hizo una señal con la mano para que me acercara y me dijo:
—Anda, ven aquí. Ayúdame a guardar las cosas.
Tenía los pelos chorreando y el agua le resbalaba por la espalda. Porque lo único que llevaba puesto era una toalla sujeta a la cintura y se notaba que debajo no llevaba ni calzoncillos. Se puso a mirar toda la ropa que tenía colgada en el armario, pero cada vez que cogía una chaqueta o un pantalón ponía cara de asco y la volvía a dejar en su sitio. A mí me parecía una ropa estupenda, pero la Mary me había dicho una vez que todo lo que allí se guardaba estaba pasadísimo de moda.
—Bah —dijo tío Ramón, y cerró el armario de un portazo—. Ya me compraré algo en Madrid.
—¿Vas ahora a Madrid?
—Ahora no. Pronto.
En la maleta tenía tan poca ropa como yo, pero la diferencia estaba en que yo me iba a mi casa, donde me había dejado todo el equipo, y tío Ramón se iba a recorrer mundo y a alternar con la alta sociedad.
—¿Te está esperando alguna señora en algún sitio?
Tío Ramón puso cara de sorpresa y se rió por lo bajinis.
—Hombre —dijo—, alguna habrá en alguna parte. Y si no, tampoco hay que volverse loco. El mundo está lleno de gente solitaria.
Era seguro que lo decía para hacerse el interesante. No había manera de figurarse a tío Ramón sin una señora o una gachí, o un montón de ellas, como en las fotografías que la Mary y yo vimos a principios de verano. Seguro que tío Ramón, cuando andaba por ahí, no estaba solo ni en el cuarto de baño.
—Ahora vuélvete un momento —me dijo—, que voy a vestirme.
Si en ese momento llega a estar allí la Mary, se desmaya. Tío Ramón iba a quitarse la toalla y se iba a quedar en cueros vivos, con todas las jechuras y el perejil al aire. Eso era lo que ella había estado esperando todo el tiempo. Eso era también lo que yo quería ver. Tío Ramón no podía pedirme que me volviera de espaldas.
—Anda, vuélvete. No quiero que tu tía Blanca aparezca por aquí y diga que te estoy pervirtiendo.
A mí no me importaba que me pervirtiera. Quería decírselo a tío Ramón. Quería pedirle que me dejase mirar. Pero no tuve más remedio que darme la vuelta y morderme los labios de coraje y pensar pestes de la tía Blanca, que mandaba hasta cuando no estaba delante. Escuchaba cómo se movía tío Ramón a mis espaldas y trataba de imaginarme cómo era él desnudo del todo, pero sólo conseguía verlo con la toalla puesta, como si se le hubiera quedado pegada a la cintura y no se la pudiera arrancar. Claro que, ahora que no me veía la cara ni yo se la veía a él, podía preguntárselo todo sin que me diese tanta vergüenza. Todo.
—Tío Ramón…
—Dime.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Naturalmente.
A lo mejor era pecado preguntarlo, si me daba tanta vergüenza.
—Venga, dime, ¿qué pasa?
—No… Sólo una cosa.
—Adelante.
—Tío Ramón, ¿qué sabe mejor, un hombre o una señora? ¿Una señora o una gachí? ¿Una gachí o un hombre?
Tío Ramón soltó un ja como si se le hubiera caído de la boca.
—Caramba. Caramba, caramba —me cogió de los hombros, me hizo que diese la vuelta, él ya estaba vestido, en cuclillas—. ¿Me puedes repetir la pregunta?
Ahora él me veía la cara y yo veía la suya, muy cerca, pero se la repetí:
—Digo que qué sabe mejor, ¿un hombre o una señora o una gachí?
Tío Ramón tenía cara de no haber oído esa pregunta en su vida. Volvió a ponerse de pie haciendo como que se lo pensaba mucho, igual que José Joaquín García Vela cada vez que le hacía una visita a la bisabuela Carmen y se armaba un lío para dar su opinión.
—Caramba, eso está muy bien —dijo—. Pero que muy bien. Es una pregunta estupenda. De verdad. ¿Qué sabe mejor? Pues… verás, en realidad, depende. Las señoras y las gachises saben a gloria, eso te lo digo yo. Y una vez conocí a un señor que sabía a queso manchego. Te lo juro. Sabía estupendamente.
—Ya lo sé —dije yo—. Se llamaba Federico.
Tío Ramón me miró con cara de mucha sorpresa, como si no supiera de quién le estaba hablando. Y entonces le dije espera un momento, y me fui a mi cuarto y busqué la postal de Federico, y cuando se la di a tío Ramón él no se lo podía creer, la leyó por lo menos tres veces, y estaba claro que se acordaba la mar de bien de Federico, aunque a lo mejor hacía mucho tiempo que no sabía nada de él.
—Caramba, qué cosas escribía Federico —dijo, pero a mí no iba a hacerme creer que se le había olvidado del todo—. ¿Y tú de dónde has sacado esta postal?
Se lo conté, y le dije que me sabía de memoria lo que estaba escrito por detrás, y que no se la había enseñado a nadie. Y que la Mary me había dicho que aquello a ella le olía a chamusquina. A tío Ramón no le sentó nada bien lo que le conté que había dicho la Mary.
—La Mary era una estúpida. Qué más quisiera ella parecerse a Federico. Qué buena gente era este hombre. Un señor.
Se quedó un momento pensando y luego se le escapó una sonrisita traviesa y dijo:
—Sólo tenía un defecto.
—Ya lo sé —me acordé de tía Victoria—. Tenía opiniones.
—¿Cómo dices?
—Tía Victoria también me dijo que había tenido un secretario sensacional, pero con un defecto. Opiniones.
Por lo visto, tío Ramón se estaba divirtiendo mucho con todo lo que yo le decía. No hacía más que reírse.
—Esta familia dice unas cosas fantásticas. Pero tener opiniones es sólo un defectillo, créeme. El defecto de Federico era mucho peor. No tenía suficiente dinero.
Eso sí que parecía un defecto gordo, la verdad. Como me dijo tío Ramón, si no tienes dinero, no sabes a nada. También me dijo que, por desgracia, a veces los hombres con más defectos son los más interesantes, así que tampoco tenía que hacerle a él demasiado caso, y luego me pidió que le prometiera que no iba a enseñarle la postal a nadie.
—Te lo prometo.
—Está bien. Ya veo que te gusta. Te la regalo.
Le habría dado un beso. Un beso como una catedral. Pero de pronto pensé que a lo mejor la Mary tenía razón y se me había puesto una cara clavada a la de Cigala, el manicura, y tío Ramón a Cigala le tenía una tirria espantosa. Pero algo le tenía que decir, tenía que darle las gracias de otra manera, y no sólo diciéndole gracias, que eso me parecía muy soso; quiero decir que, aunque de verdad me pareciera a Cigala, como había dicho la bruja de la Mary, me moría de ganas por darle un beso a tío Ramón. Y lo único que se me ocurrió fue ponerme a mirarlo como el perro callejero miraba al palomo en la postal de Federico.
—Caramba —dijo tío Ramón, mientras cerraba la maleta—, ¿por qué me miras así?
—¿Puedo decirte otra cosa?
—Claro que sí. Dime.
Tenía que decírselo, aunque me escupiera.
—Tienes unos ojos preciosos.
Pero no me escupió. Así que no me parecía al manicura. Porque tío Ramón escupía cada vez que el manicura, cuando se lo encontraba por la galería, le echaba un piropo. Eso sí, se puso otra vez a reír, pero así llevaba todo el día.
—Gracias, beibi —me dijo, con todo su gancho y todo su caché. Eso de beibi era inglés.
Y me revolvió el pelo, que eso a mí sólo me gustaba cuando me lo hacía él, y seguro que no me dio un beso porque, claro, yo tenía un defecto muy grave: en la alcancía no me quedaba ni una peseta.
—Tú llegarás lejos —me dijo tío Ramón—. Muy lejos, sobrino.
Le dije que no se hiciera ilusiones, que la Mary me había echado una maldición. Tío Ramón no salía de su asombro.
—¿Una maldición? Ésta sí que es buena. ¿Qué clase de maldición te ha echado la fiera de la Mary?
A él no me importaba decírselo.
—Que no se me empine nunca el alfajor ni con señoras ni con gachises. Que a lo mejor se me empina con hombres, pero con mucha dificultad.
—Vaya, sobrino, eso no es tan malo —me dijo entonces tío Ramón, con mucha guasa—. Todo tiene su parte buena. Ya lo verás.
De modo que yo no tenía que ponerme triste. Porque hasta a lo que tiene más castaña, según tío Ramón, se le puede sacar provecho. Y eso era lo que yo pensaba aquella mañana, en la cama, jaroneando un poco, sin ganas de levantarme porque ya no volvería a dormir en aquel dormitorio ni en el de tío Ramón, ahora que él se había ido. En mi casa dormía en un cuarto con Manolín y Diego, yo en una cama grande con cabecero de metal y ellos en dos iguales y más pequeñas, de madera, y allí ni se podía leer Mujercitas tranquilo ni se iba Antonia a planchar por las tardes y a hablarme de sus novios. No comprendía cuál podía ser la parte buena de un cambio tan malo, pero si tío Ramón había dicho que todo, absolutamente todo, la tenía, seguro que era verdad.
En los últimos días, había empezado a refrescar por la mañana y por la noche y, entonces, se notaba un olor diferente en toda la casa. Desde las cocheras, que Manolo el chófer se encargaba de tener como los chorros del oro, iba extendiéndose un olor dulzón a cuero y gasolina que a veces se volvía la mar de empalagoso. En septiembre, cuando era la vendimia y abrían todas las puertas de la bodega del Barrio Alto para que entrasen los carros y los camiones con la uva, había días en que no se podía parar en la casa del olor tan fuerte que salía por todas partes y mi madre contaba que un año, cuando ella era pequeña, el mosto olía tanto que toda la familia tuvo que irse a pasar una semana en un hotel. Después, en invierno, el olor a vino casi no se notaba, pero uno entraba en casa de mis abuelos y se daba cuenta de que allí dentro el aire era diferente, a lo mejor un poquito pringoso, pero muy suave y tibio, como si no se moviera, por más que ventilaran las habitaciones. Mi casa, en cambio, no tenía ningún olor especial, ni en verano ni en invierno, a lo mejor porque mi madre tenía una manía horrorosa con la ventilación. Claro que, cuando yo volviera, tendría que andarse con mucho cuidado y procurar no ir abriendo puertas y ventanas al tuntún, porque ya había advertido el hijo de Sudor Medinilla que podía volverme la destemplanza en cualquier descuido que tuviera con las corrientes. La verdad es que, si hubiera estado tío Ramón, le habría preguntado cuál era la parte buena de volver a mi casa, porque no sólo era un engorro para todo el mundo, sino que para mí encima podía ser peligroso, en cuanto mi madre, con las prisas de irse a jugar a la canasta a casa de las Caballero, tuviese un desliz, como decía tía Blanca —estaba alteradísima porque la hija de su amiga Rosario Durán había tenido un desliz—, y lo dejase todo abierto sin acordarse de mi salud.
Miré para la azotea. El cielo estaba tan azul y tan tirante que parecía de loza. El poyete de la ventana estaba lleno de buganvillas resecas y de vez en cuando se movían un poco, señal de que había un soplo de aire, aunque la verdad es que yo no las veía moverse, pero sí que escuchaba el sonido que levantaban sobre la cal, como si estuvieran rascándola con mucho cuidado. Mi madre decía que en la familia Calderón todo el mundo tenía oído de tísico y que se veía a las claras que yo había salido a su gente. A veces, en casa, hacíamos apuestas, a ver quién escuchaba un ruido que no oyese nadie, y yo ganaba siempre, o presumía de oír el timbre del teléfono aunque estuviéramos en el lavadero, un montón de niños, cafreando como locos. Mi madre una vez dijo que a ella a veces hasta le daba preocupación saber que yo oía tantísimo, que parecía casi una enfermedad.
De pronto, en el poyete de la ventana, moviendo un poco todo lo que parecía tan quieto, se posó un palomo.
En seguida me di cuenta de que era el palomo cojo. Dio unos pasitos por el poyete y la verdad es que no se le notaba mucho que cojease. Pero era Visconti, eso seguro, tenía aquella pintilla de palomo litri, como decía la Mary —y que a lo mejor se la daba la cojera—, y parecía muy nervioso, como si estuviera deseando meterse en la habitación y mirase a todas partes para ver si alguien le veía. Yo me acordé de tío Ramón haciéndome un gesto y diciéndome ven, anda, acércate y no pongas esa cara de huérfano, que cualquiera diría que no tienes a nadie en el mundo. Me levanté muy despacio, con mucho tiento, para que el palomo no se espantase. En cuanto me moví, se me quedó mirando muy fijo y a mí me dio por sonreírle como si fuera una persona. Di dos pasos hacia la ventana, con los brazos caídos, para que Visconti no se figurase que quería echarle el guante, y a pesar de todo hubo un momento en el que creí que iba a echarse a volar, asustado. Moví un poco la cabeza, afeándole que no se fiara de mí. Casi sin abrir los labios, como si hablara solo, le dije picha, no te asustes, no voy a hacerte nada malo. Di otros dos pasos y esta vez Visconti no sólo no se asustó, sino que se subió en el listón de madera del marco de la ventana, con mucho desparpajo, se veía que estaba cogiendo confianza. Estaba tan cerca de mí y me miraba de pronto con tanta tranquilidad que me pareció que quería quedarse conmigo, porque se sentía tan solo como yo. Claro que a lo mejor eran imaginaciones mías. Porque dije en voz alta su nombre y el palomo, más despegado que un hijo fraile, como decía Antonia, ni se alteró, se veía que no le impresionaba nada tener aquel nombre tan precioso. También es verdad que el palomo sólo tenía un nombre, como los chiquillos de la calle. Los niños callejeros tenían sólo un nombre y un apellido, todo lo más dos, y los dos corrientes. Yo, en cambio, tenía tres nombres y ocho apellidos, todos estupendos, que en eso se le nota a una persona el pedigrí, como decía tía Blanca. Si a mí me quitaran los nombres y los apellidos sería como si me despellejasen, un martirio horrible que le dieron a san Inocencio y que el hermano Gerardo nos explicó cómo era y, para que calculásemos lo que dolía, nos pidió que cerrásemos los ojos y nos imaginásemos que nos estaban quitando con un alicate toda la piel y nos dejaban entero en carne viva. Claro que los apellidos no se pueden arrancar con alicates. Y además, seguro que una persona que tenga muchos nombres y apellidos es más difícil que vaya por ahí hecho un solitario, porque se puede llamar de una manera o de otra, y es como si se disfrazara, o mejor aún como si se dividiera en dos o en tres y de ese modo se hiciera compañía.
Me acerqué tanto a Visconti que creí que me iba a dar un picotazo.
—Tú te llamas Visconti —le dije—. Yo me llamo Felipe Jesús Guillermo (por mi abuelo, que era mi padrino) Bonasera Calderón Hidalgo Ríos Núñez de Arboleya (apellido compuesto) Lebert Aramburu Gutiérrez.
Visconti ni se inmutó.
—No seas desagradecido, caramba. Cuando te sientas solo, vienes y te presto los apellidos que más te gusten.
Visconti levantó la cabeza, le pegó un picotazo al aire como si dijera guárdate el pedigrí y esa patulea de apellidos en la tartera de la piriñaca, mariquitazúcar, y echó a volar como si temiera contagiarse. Como si yo pudiera pegarle alguna enfermedad.
Entonces me di cuenta de verdad de lo solo que me había quedado, y de que seguramente me tocaba ser una de esas personas que andan solitarias por el mundo.
En aquel momento, me habría echado a llorar, pero entró la abuela a decirme que ya era hora de desayunar y que qué hacía con esa cara de pena.
—Aquí puedes volver cuando quieras —me dijo, y me revolvió el pelo—. Desde ahora, éste será tu cuarto.
Pero yo sabía que ya nunca iba a ser lo mismo.