El salón de los espejos, con todas las lámparas encendidas, parecía el palacio de Sissi. Tía Victoria se había puesto un traje negro precioso, de terciopelo, sin adornos de ninguna clase, con un poco de escote pero sin exagerar, con mangas ajustadas hasta tres centímetros por debajo de los codos, y con un corte estupendo, sencillísimo, recto hasta los pies; la Mary ya me lo había contado hasta el último detalle, porque tía Victoria se lo había probado delante de ella para ver si necesitaba algún arreglo, pero le estaba impecable, le hacía una facha estupenda y se notaba que era un modelo de París. Según tía Victoria, la moda italiana era fenomenal para mañana y tarde, pero para vestidos de noche la costura francesa seguía siendo la mejor del mundo. Yo, con todas las explicaciones que me había dado la Mary, me fui haciendo una idea de tía Victoria arreglada para el recital, pero cuando se encendieron de pronto las tres grandes arañas del salón de los espejos y la vi allí, a mi lado, con aquel modelo tan bonito, con el collar de perlas que traía cuando llegó a casa de los abuelos, con aquel peinado que parecía un milagro porque tía Victoria llevaba una permanente cortita y ahora le caía una mata de tirabuzones hasta los hombros, y pintada como una Inmaculada de Murillo, me quedé sin respiración. Los balcones del salón estaban abiertos de par en par y los árboles del jardín del palacio de los infantes, al otro lado de la calle, eran sólo un borrón oscuro y quieto, como si fueran de piedra, porque no se movía ni un soplo de aire.
Tía Victoria parecía en éxtasis. Tenía los ojos cerrados, la cabeza un poquito levantada, la mano izquierda cerrada dentro de la derecha, a la altura de la garganta, y estaba como un poco encogida de pecho, como si no se atreviera a respirar para no perder la concentración. Se oyeron, en la calle, voces de hombres que venían del Barrio Bajo con unas copitas de más. A mí la Mary me había dejado allí, junto a tía Victoria, cuando el salón de los espejos estaba todavía a oscuras, y ya antes, por el camino, me había advertido tú quédate donde yo te ponga y no digas nada ni te muevas hasta que no te haga una señal. Escuché cómo la Mary cerraba las puertas que daban a la galería y después, durante un rato, nadie habló ni se movió, como si estuviéramos esperando alguna indicación. Por los balcones se veía una noche tirante, casi morada de tan oscura y quieta. Hacía tanto calor y había tanto silencio que yo creía escuchar cómo sudaba; era como si el cuerpo me estuviese chirriando. Eran las cuatro de la madrugada, porque acabábamos de oír las campanadas en el reloj de la galería, y ni siquiera cuando iba con mi padre y Eligio Nieto a cazar tórtolas me levantaba tan temprano. La Mary me había tenido que zarandear hasta cinco veces, me dijo, para conseguir que me despertase, y cuando por fin abrí los ojos y me senté en la cama, mareado de sueño, me puse a mirarlo todo, según ella, como si de pronto estuviera en Sebastopol. Me dijo que me diera prisa y no armara bulla, que fuera al cuarto de baño de tío Ramón y me enjuagara la cara para espabilarme, y que mientras tanto ella me sacaría la ropa. Yo estaba tan aturrullado que puse el suelo del cuarto de baño perdido de agua y, al salir, di un resbalón que casi me desgracio. La Mary vino con mucho apuro y me dijo que si estaba carajote, que si quería despertar a toda la casa, que seguro que la gallaruza de la tata Caridad, que estaba en la cocina junto al agua hirviendo, me había oído y podía fastidiarse todo. Sólo había encendido la lámpara chica que yo tenía en la mesilla de noche y me dijo que tuviera cuidado para no ir dando trompicones. Había sacado del ropero el pantalón azul marino y la camisa blanca de manga larga que mi madre me ponía siempre cuando tenía que ir bien arreglado, y me enseñó una cinta ancha, también azul, que tía Victoria quería que me pusiera al cuello, como un lazo. Le pedí a la Mary que me dejase vestirme solo, que no mirase mientras me quitaba el pijama y me ponía los pantalones, pero ella me dijo que no fuera escrupuloso y que a ver si me pensaba que se moría de interés por verme el menudillo. Se había puesto muy guapa, con un traje colorado de tirantes que no le había visto nunca, con el pelo muy estirado y un moño muy bien hecho, y se había dado sombra de ojos y se había pintado los labios con un carmín que brillaba como si estuviera derritiéndose, y llevaba unos zarcillos de mucho vestir que parecían racimos de picotas y se había puesto tacones altos que le obligaban a andar de puntillas para no despertar con el taconeo a todo el mundo. Mientras yo me anudaba los cordones de los zapatos, ella fue al cuarto de baño y volvió en seguida con el peine de tío Ramón chorreando agua y un bote de colonia que había siempre en la bañera para frotarse el cuerpo después de enjuagarse y secarse bien, y me echó muchísima colonia en la cabeza, porque con el pelo tan fino y tan suave que yo tenía era imposible que me aguantase el peinado. Luego nos fuimos por el pasillo andando a tientas, porque no se podían encender las luces, y me contó que íbamos al salón de los espejos porque tío Ramón había conseguido coger las llaves sin que se enterase el abuelo y que aquello era más emocionante que si fuéramos contrabandistas. Y que tenía que estarme quietecito hasta que ella me avisara. Y entramos en el salón y me llevó con mucho cuidado hasta donde estaba, en trance, tía Victoria, y allí me dejó, en pie, a oscuras, mientras ella cerraba las puertas y por los balcones se metía aquel bochorno tan espeso que se podía pisar. De pronto, tía Victoria dio un suspiro bastante exagerado, como si el impulso artístico acabara de darle un empujón, y la Mary entonces encendió todas las luces y yo tuve que parpadear porque los ojos me dolían.
Cuando pude mirar bien, después de que toda aquella claridad dejara de arañarme, vi que la Mary y tío Ramón estaban sentados en el sofá tapizado de terciopelo granate, el uno junto al otro, ella muy tiesa y respingada, seguramente por la falta de costumbre, y él dejándose caer con mucha clase sobre los cojines, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que escuchar recitales. La luz de las arañas le pegaba mordiscos a los espejos y por eso en algunos sitios tenían como puñados de rasguños. Yo sabía, porque tía Victoria me lo había advertido en los ensayos, que no tenía que hacer nada hasta que ella no dijera, en un susurro muy dramático, escuchad, ha llegado Federico, a lo que luego seguía otra ración de trance, como decía la Mary, y después recitaba como sonámbula el título de la primera poesía, «Romance de la pena negra», y ya empezaba a declamar. Tío Ramón estaba muy elegante, con un traje de hilo de color tabaco que a la Mary la traía mártir porque todo el tiempo y todo el ahínco eran pocos para planchárselos, con una camisa erudita que parecía de papel de fumar por lo fina que era y una corbata de seda marrón con estampado en beis. Llevaba mocasines de ante y calcetines de color arena y también de hilo y así, medio tumbado en el sofá, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas sobre los muslos, con aquel bronceado tan bonito, peinado con fijador, y los ojos de color uva que brillaban como los de un gato con aquella claridad, parecía un anuncio de pitillos rubios americanos, de los que aparecían en las revistas extranjeras de tía Victoria, y eso que tío Ramón no fumaba. Parecía con ganas de disfrutar y sonreía como si estuviera cavilando una travesura.
Delante de tía Victoria estaba el atril con las hojas de papel barba en las que estaban escritas las poesías, y delante de mí un posapiés que estaba siempre en el dormitorio de la bisabuela Carmen, para que Luisa, la enfermera de noche, pudiese estirar las piernas y descansar, aunque no durmiera, y que habían cubierto con una tela roja y brillante para que pareciera más bonito y más lujoso. A tía Victoria le brillaba el cuello por el sudor, y yo pensé que le costaba trabajo abrir los ojos, como si el calor se los estuviera apretando. Separó los labios, le temblaron sin que acabaran de salirle las palabras, y por fin, en un murmullo la mar de misterioso, dijo:
—Escuchad… Ha llegado Federico.
Entonces la Mary me hizo la señal para que me subiera en el taburete y fuera pasando las hojas mientras tía Victoria, después de decir el título —«Romance de la pena negra»— iba declamando la poesía.
La voz de tía Victoria, de repente, era como las del cuadro de actores de radio nacional. Hacía con los brazos unos aspavientos muy escandalosos, y de vez en cuando se quedaba como traspuesta, como si la poesía se la estuviera inventando sobre la marcha y por un momento la hubiera dejado empantanada la inspiración. A lo mejor la inspiración andaba por allí, en el salón de los espejos, pegándose trompicones contra las paredes como un abejorro en un día de levante. Cuando volvía a decir el verso, era como si se le escapara por las buenas de la garganta y ella misma se llevara un susto de muerte. Yo iba leyendo las palabras una por una, y al mismo tiempo se las oía decir a tía Victoria, y estaba muy atento a no quedarme atrás ni adelantarme demasiado, y era como andar por encima del pretil de la azotea, con los brazos en cruz, guardando el equilibrio para no meterme un guarrazo de robajigos, como decía la Mary. Tía Victoria decía que la inspiración era muy repajolera, que lo mismo te viene como un retortijón, sin que te lo esperes, que se hace la remolona y te deja en un arrumbe malísimo. Aquella noche, sin embargo, la inspiración se fue portando bastante bien y yo fui cogiendo confianza y en seguida le cogí el tranquillo a la ciencia de pasar las hojas, en el momento justo, mientras tía Victoria recitaba.
Tía Victoria iba diciendo los versos con mucho arte y muchísima emoción, decía que iba corriendo por la casa como una loca y con las trenzas por el suelo de la cocina a la alcoba, o algo parecido, y yo empecé a mirar a la Mary y a tío Ramón porque algo raro les pasaba. La Mary seguía sentada muy derecha, como si acabara de tragarse la vara de medir, pero de vez en cuando se le escapaba una risita a destiempo y se ponía rebullona como si le estuvieran haciendo cosquillas en el portamantas. Por los balcones, se veía que estaba empezando a clarear, aunque aún sólo se notara un filito gris por los tejados de las casas de la Cuesta Belén; o tía Victoria se daba prisa con la inspiración, o la abuela, que estaría a punto de levantarse, nos pillaba in fraganti. La abuela pondría el grito en el cielo, y el abuelo saldría del cuarto de baño en albornoz para saber lo que estaba pasando, y seguro que nos daba a todos un escarmiento por habernos metido de madrugada en el salón de los espejos, sin respetar el luto por la bisabuela Carmen, y a lo mejor la Mary se tenía que buscar otra casa donde servir y a mí me devolvían al piso con mi padre y mi madre y Manolín y Diego, aunque me pasara el día más solo que la una, mientras Antonia y mis hermanos se iban a la playa y mi padre salía de pesca con Eligio Nieto y mi madre jugaba a la canasta en casa de las Caballero, un día detrás de otro, sin parar. Tía Victoria decía, a voz en grito, sin ninguna precaución, que tenía muslos de amapola, y a la Mary algo le repiqueteaba por debajo de los riñones porque pegaba respingos y no acababa de aguantarse bien unos grititos que se le venían a la boca como si tuviera un tiragritos, como un tirachinas, en la boca del estómago. Sólo de pensar que iba a quedarme solo en mi casa, sin ver más a la Mary ni a tía Victoria ni a tío Ramón, se me quitaban las ganas de seguir pasando las hojas de las poesías, aunque tía Victoria diese un traspiés y se quedase con los muslos no como amapolas, sino como ortigas. En los cuatro espejos del salón rebotaba la luz de las arañas como si fuera de goma, y en uno de ellos, el que estaba sobre el sofá donde se sentaban la Mary y tío Ramón, veía a tía Victoria peleándose con el trance, que iba a dejarla destrozada por la de retorcimientos que le obligaba a hacer, y me veía a mí, de medio cuerpo para arriba, con mi camisa blanca y el lazo azul al cuello y con el flequillo pegado a la frente por culpa del sudor. Tío Ramón tenía apoyada la cabeza en la mano izquierda, pero la mano derecha no se la podía ver, la tenía por detrás del cuerpo de la Mary y la movía casi sin que se notara, como si estuviera robando algo por allí. En los espejos que había entre las puertas que daban a la galería, frente a los balcones abiertos del salón, la noche se agarraba como si fuera un bicho. Tío Ramón se mordió un poquito el labio de debajo, como si con la mano derecha que yo no le veía estuviera escarbando en el sofá, por debajo de la Mary, y no acabase de encontrar lo que buscaba. Tía Victoria estaba preocupadísima, de pronto, con la pena de los gitanos; dijo aquello de oh pena de los gitanos por lo menos tres veces, como si se le hubiera encasquillado la gramola, y se tapaba los ojos con una mano, muy desesperada. Por la calle pasaba un carro, moviéndose con mucha dificultad, y se oían los pisotones del mulo en los adoquines. La Mary dio un chillido corto y débil, medio aguantado, como si no hubiera podido remediar que se le escapara. Se le cortó la respiración y apretó la boca y se le puso cara de susto, como si acabase de cometer un sacrilegio con aquel gritito mientras tía Victoria, llena de trance, no encontraba la forma de quitarse de encima la pena de los gitanos. Escuché un revoloteo que venía de la azotea, y luego vi que dos palomas se posaban encima de la baranda del balcón por el que yo veía el jardín del palacio de los infantes. Por encima de los árboles del jardín, parecía que la noche ya empezaba a desteñirse. La Mary fue recuperando, con mucho cuidado, la respiración y se le iba quedando cara de pastorcita de Fátima, como si empezara a tener apariciones celestiales. Tío Ramón seguía rebuscando por debajo de la Mary y no cambiaba nunca aquella sonrisita de calavera elegante y simpaticote. Allí estábamos los cuatro, tío Ramón y la Mary, tía Victoria y yo, los bichos raros de la familia, y seguro que tío Ricardo estaba espiando detrás de las puertas, mientras sus palomas empezaban ya, tan temprano, a dar la murga. Tía Blanca diría, con mucho arremangamiento de boca, Dios los cría y ellos se juntan; pero mucho mejor era estar allí, con tío Ramón y tía Victoria y la Mary, y con tío Ricardo detrás de la puerta, poniendo la oreja para ver si se enteraba de algo antes de empezar a hacer flexiones en calzoncillos en el recibidor, que con tía Blanca y su marido metiéndose el uno con el otro en su casa de Madre de Dios, o con mi madre jugando a la canasta con las presumidas de las Caballero, o con mi abuela aguantando a las visitas todas las tardes en el gabinete, o con tío Esteban teniendo que tragarse cada dos por tres el que tía Loreto, con todo su caché, le dijese delante de todo el mundo eres una inutilidad. Era mucho mejor, más divertido y más emocionante, estar con los bichos raros. Así que no tenía que darme vergüenza cuando se me ocurría que de mayor iba a ser un bicho raro, y por eso tampoco tenía que darme lástima el palomo cojo, que a saber dónde estaría, seguro que haciendo su vida por ahí, la mar de orgulloso por llamarse Visconti, contentísimo de tener un nombre a la moda italiana. De mayor, yo quería ser como tío Ramón y tía Victoria, aunque acabase como tío Ricardo, desayunando a las siete de la tarde y empeñado en hacer que las palomas aprendiesen gimnasia como las niñas de doña Pilar Primo de Rivera, qué más daba. Yo quería bailar el vals en el castillo del Aga Khan, vestido como el príncipe Michovsky, o decirle impertinencias al marqués de Villaverde, para que no se pensara que sólo él era de buena familia y podía tratar a los demás como si fueran estropajos. Yo quería estar toda mi vida allí, en casa de mis abuelos, leyendo Mujercitas y organizando de vez en cuando, a escondidas, una función de poesía en el salón de los espejos, y llegar a ser con el tiempo el secretario de tía Victoria, despachando con ella tan bien como lo hacía Luiyi, y escuchando con la Mary todas las tardes, mientras ella planchaba, los seriales de la radio, y dejando que me hiciera cosquillas en cuanto tío Ramón se fuera de nuevo a alternar con la alta sociedad y me prestara otra vez su dormitorio. Yo no quería, por nada del mundo, que me sacaran de aquella casa.
Claro que eso fue antes de descubrir lo de la sortija.
Porque de pronto me di cuenta de que tía Victoria ahora sí que se había atascado. Estaba traspuesta, seguramente, pero hacía morisquetas como si la hubieran echado al agua y no supiese nadar. Yo miré la hoja que estaba abierta en aquel momento encima del atril y allí ponía que un señor era hijo y nieto de Camborios. De aquel señor no había hablado tía Victoria en toda la noche. A lo mejor aquello no era lo que tocaba. Como se me había ido el santo al cielo, seguro que me había equivocado yo. Era horrible. Tía Victoria, con el trance atravesado, con el trance lleno de equivocaciones, parecía que se estaba quedando sin aire y que en cualquier momento iba a darle una congestión. Yo miré a la Mary y a tío Ramón para que me ayudaran, pero ellos no se habían dado cuenta. Parecían en Villa Distracción, como decía mi madre cuando uno estaba en babia. Parecían hipnotizados. Los miré bien, de arriba abajo, para ver si les había dado algún paralís o se habían quedado electrocutados o algo por el estilo, y entonces lo vi.
Tío Ramón seguía rebuscando con la mano derecha por debajo de la Mary. Y ella, que respiraba bajito y con mucha dificultad, como si estuviera ajigada y no quisiera que se le notase, agarraba con la mano izquierda, y con mucha agonía, la bragueta de tío Ramón. Y en aquella mano, en el dedo meñique, que era en el único en el que le cabía, la Mary llevaba puesta la sortija que le habían robado a tía Victoria. El rubí de la sortija, que era un talismán para que se cumplieran tus deseos, como tía Victoria nos había dicho, hacía juego con el vestido de la Mary.
Y a mí me dio tanto coraje, y me entraron unas ganas tan grandes de llorar —porque la Mary me había engañado, y porque tío Ramón se dejaba manosear por una criada, y porque el talismán de tía Victoria estaba en el dedo de aquella fresca, y porque no habían contado para nada conmigo— y cogí un berrinche tan fuerte que tiré el atril de un empujón y me puse a gritar:
—¡Cochambrosa, cochambrosa, cochambrosa…!
Me bajé del taburete, descompuesto, y me fui para la puerta como si alguien viniera detrás de mí para molerme a palos. Y cuando abrí la puerta para echar a correr por la galería, escuché aquel ruido y los gritos apurados de tío Ramón y de la Mary, y me volví a mirar lo que había pasado, y era que a tía Victoria le había dado un jamacuco y se había caído redonda, desmayada.
Entonces apareció el abuelo, en albornoz, y muy serio, con aquel modo tan raro que tenía de enfadarse —porque cuanto más furioso estaba menos levantaba la voz—, dijo que a ver qué era aquello y quién se lo explicaba.