Sabor a él

La bisabuela Carmen murió al día siguiente, a la hora del almuerzo, de manera que todo el mundo se quedó en ayunas y aquello fue un desbarajuste. Cuando la Mary iba con la sopera por el pasillo, apareció Loli, la enfermera de mañana, echando tanto jumo como la sopa, y se metió en el comedor sin pedir permiso ni nada y dijo: La señora ha pasado a mejor vida. Todo el mundo salió corriendo para el dormitorio de la bisabuela Carmen y el almuerzo se quedó empantanado.

Yo no podía imaginarme que, cuando alguien se muere, se arma tantísimo tiberio. A mí me mandaron a la cocina para que Paca, la cocinera, me diese algo de comer, pero Paca había salido juyendo, sin quitarse ni el delantal, en cuanto supo que había un difunto en la casa, porque ella para eso era muy supersticiosa. Es verdad que yo habría podido servirme por mi cuenta un poco de caldo y acedías que estaban recién fritas en una batea, pero no tenía hambre ninguna y pensé, además, que era la primera vez que se me moría alguien y eso merecía un poco de sacrificio. A Gordillo, uno de la clase, se le murió el padre en un accidente y el chiquillo estuvo tanto tiempo sin comer que hasta tuvieron que llevarlo a un hospital.

Pensé en meterme en mi cuarto y esperar a que todo el mundo se tranquilizara un poco, pero allí no se enteraba uno de nada y, además, me daba un poco de canguelo quedarme solo, para qué voy a decir que no. De modo que me senté, muy quieto y muy seriecito, en una de las sillas que había en el recibidor del principal, junto al arcón que tía Blanca quería llevarse a toda costa para su piso de Madre de Dios, y como por el recibidor tenía que pasar cualquiera que fuese para el cuarto de la bisabuela Carmen o que volviera de allí, poco a poco, y si nadie me mandaba que me quitase de en medio, me iría enterando de todo.

Llegaron, muy apurados, el tío Antonio y la tía Blanca y ellos ni me vieron. Pasaron después, a los cinco minutos, el abuelo y el tío Antonio hablando de que tenían que avisar a la funeraria y al cementerio, que de la parroquia se encargaban las mujeres, y que a saber lo que iban a encontrarse en el panteón familiar, con el barullo de parentela que habían ido enterrando allí. También dijo tío Antonio que él estaba muerto de hambre, porque la noticia le había pillado con la cruzcampo y las olivas del aperitivo y que a ver si paraban de camino en cualquier parte, a engañar un poco la gazuza. Al abuelo y a tío Antonio, aunque eran hijos de la bisabuela Carmen, no les iba a pasar como a Gordillo, que hasta tuvieron que ponerle el gotagota cuando se murió su padre, porque se quedó sin vitaminas.

Y yo me ponía a pensar que la bisabuela Carmen estaba en el piso de arriba de cuerpo presente, sin cuchichear, sin pegar respingos de cigarrón, sin su fonomotriz espontáneo, como decía el hijo de Sudor Medinilla, y sin oír ni ver nada, muerta del todo, y me entraba un escalofrío muy raro, porque no se parecía al que me entraba cuando me subía la fiebre, no se parecía a ninguno que yo hubiera tenido antes; por no parecerse, ni siquiera se parecía al escalofrío que me dio cuando el hermano Gerardo nos mandó que cerráramos los ojos y pusiéramos un pie debajo de la pata del pupitre y nos apoyáramos en el pupitre con todas nuestras fuerzas, para que comprendiéramos lo que podía ser el que a uno los herejes lo descuartizaran como a san Bartolomé. Yo en el pie me hice un desollón que no quise enseñarle a nadie para sufrir por los chinos de las misiones y que casi se me infesta, pero aquella tarde, en el recibidor, pensando que en el piso de arriba estaba la muerte, el escalofrío que me entró era como si el desollón me lo hubiera hecho por dentro. En el alma. Porque si el alma, como decía el hermano Gerardo, podía estar blanca, o sucia, o llena de pus, ¿por qué no podía tener desollones?

La que sí me vio en seguida, en cuanto entró en el recibidor, fue la Mary, claro. Me dijo:

—La van a amortajar con el hábito de la Milagrosa.

Y se fue corriendo al convento de la Divina Pastora, que estaba en la esquina del carril de San Diego, para ver si las monjas tenían un hábito disponible.

Y cuando sonó el portón y yo me di cuenta de que la Mary ya no estaba en casa, me entró un escalofrío todavía mayor, sentí de pronto que ya no había nadie en la casa que pudiera ayudarme, que todos los demás estaban demasiado ocupados con sus cosas, que hasta tía Victoria había decidido distraerse un poco con los preparativos del entierro —porque cuando echó a Luiyi era igual que una jareña sin miramientos, pero después le dio el bajonazo y el comecome y me dijo la Mary que tuvo que tomarse dos narcóticos con un vaso de leche para poder dormirse—, que allí nadie me quería como me quería la Mary. Si la Mary se hubiera muerto en vez de la bisabuela Carmen, seguro que yo no tenía ya ni una gota de vitaminas.

Pasaron tía Victoria y tía Blanca discutiendo por culpa de la mortaja que le iban a poner a la bisabuela Carmen, y tía Victoria decía que lo del hábito de la Milagrosa era una ocurrencia fatal, que a la bisabuela Carmen no le hubiera gustado ni un pelo, que ella hubiera pedido un traje como los de Amparito Rivelles en la duquesa de Benamejí, que seguro que había bandoleros donjuanes en la otra vida. Tía Blanca, indignadísima, le pedía a tía Victoria que no dijera esa clase de disparates, que cómo podía andarse con esas bromas estando su madre de cuerpo presente, y entonces tía Victoria sí que se enfarrucó y le dijo, niña, no seas tan revenía, ¿quién te ha dicho que estoy de broma?, por eso de que soy su hija hasta muerta quiero para ella lo mejor, y lo mejor es que la enterremos vestida de duquesa de Benamejí.

Tía Victoria ni siquiera bajó la escalera. La tía Blanca se fue a la parroquia para avisar a don Anselmo —y menos mal que don Anselmo había estado en la casa por la mañanita temprano, con el santo viático y la santa extremaunción, que yo oí desde mi cama la campanilla que iba tocando el monaguillo por el patio y la escalera y que sonaba tan fino que parecía que aquel repiqueteo podía cortarte como una cuchilla si te ponías en su camino—, para que rezara los responsos y dijera la misa de funeral, y para que diera permiso para poner en la esquela que la bisabuela Carmen había muerto confortada por los santos sacramentos y la bendición de su santidad. Tía Victoria volvió al dormitorio de la bisabuela Carmen y tampoco me vio esta vez al pasar por mi lado; a lo mejor me estaba pasando algo parecido a lo que le pasaba a la tata Caridad, que me estaba haciendo invisible.

Menos mal que en seguida volvió la Mary del convento de la Divina Pastora, con un hábito de la Milagrosa que estaba hecho una aljofifa —pero las monjas habían dicho que, como era para enterrarlo, qué más daba—, y ella me vio otra vez sin ninguna dificultad y hasta me preguntó que si había comido algo, porque ella desde luego estaba esmayada.

—Ahora mismo vuelvo —me dijo—, y nos vamos tú y yo a la cocina a ver lo que cae.

Yo le habría podido decir el menú: caldo de pollo y acedías fritas, que estarían frías pero no importaba, porque las acedías frías también están riquísimas. Yo estaba deseando poder decirle a la Mary cualquier cosa, y que ella me contara lo primero que se le ocurriera, que estuviera conmigo, que se echara encima de mí para hacerme cosquillas y ver si se me empinaba el alfajor, como decía ella, y que me enseñara picardías y me contara chistes verdes. Y a lo mejor todo aquello era pecado, pero la bisabuela Carmen estaba muerta y a mí me daba miedo que después de eso las cosas ya no fueran lo mismo.

La Mary tardó en volver —después me dijo que la entretuvieron con el traperío de la mortaja, porque tía Victoria de verdad que estaba empeñada en vestir a la bisabuela Carmen de duquesa de Benamejí, incluso había estado rebuscando en los baúles del mirador y había encontrado algunos vestidos del año de maricastaña que, según ella, le sentarían a la difunta divinamente—, y en cambio la que apareció fue mi madre vestida ya de negro de los pies a la cabeza, estaba guapísima y con una facha fenomenal, porque el negro hace más delgado a todo el mundo. Mi madre me dio un beso y me puso la mano en la frente y me dijo no deberías estar aquí, porque yo estaba sudando y podía enfriarme, aunque hacía un calor horroroso, pero con tanto trajín y todas las visitas que vendrían el portón de la escalera iba a estar todo el tiempo abierto y por poca corriente que se formara sería malísima para lo que tenía yo. A mi padre no lo vi, pero seguro que se quedó con los hombres en el escritorio y no se acordaría de que yo estaba, como había dicho José Joaquín García Vela, bien, pero convaleciente.

Antes de que volviera la Mary, escuché unos pasos por la galería y aguanté la respiración para ver si no estaba teniendo alucinaciones, porque parecían los pasos de un ladrón que estuviera moviéndose con mucho cuidado. Los pasos se pararon de pronto y yo me quedé mirando sin pestañear hacia la puerta por la que se pasaba desde la galería al recibidor, acobardado por no saber quién podía aparecer por allí. Claro que si lo hubiera pensado un poco lo habría adivinado en seguida, pero tenía un atolondramiento y una habilidad para ponerme en lo peor que no se me ocurrió lo más sencillo. Y hasta que no vi la cabeza de tío Ricardo asomándose como la de un pordiosero, no me acordé de él y no caí en la cuenta de que también era su madre la que se había muerto, y me acordé de lo que yo había visto aquella noche, cuando Reglita Martínez se quedó a cuidar a la bisabuela Carmen y se quedó frita, y entonces pensé que también la bisabuela Carmen, como el padre de Gordillo, tendría a alguien a quien, por la pena que tenía, a lo mejor llevaban a un hospital. Por eso volví la cabeza y la bajé y cerré los ojos y aguanté así hasta que calculé que tío Ricardo, con lo despacio que se movía, había cruzado el recibidor, figurándose que yo no me daba cuenta, y subía al tercer piso a esconderse por las habitaciones y esperar algún descuido de la familia, o un aburrimiento de todos, para poder entrar en el dormitorio de la bisabuela Carmen y darle un beso antes de que cerrasen la caja.

—Vámonos a la cocina —dijo la Mary—, que dentro de nada va a empezar el lililí.

Yo no la había sentido llegar, pero no sería porque se andaba con escrúpulos respetuosos, que no se le había puesto ni cara, ni voz, ni andares ni manoteo de Viernes Santos o de misa de difuntos. Ella, como siempre: una levantera. Seguía llevando en el brazo el hábito de la Milagrosa, y yo le pregunté, camino de la cocina, si tía Victoria por fin se había salido con la suya, pero no, la abuela había visto el hábito y le había parecido cochambroso y a la bisabuela Carmen la iban a amortajar, por fin, con un traje de alivio que la abuela ya no se ponía, aunque le sobrara mortaja por todas partes.

—Y ahora que no nos ve nadie nos vamos a hacer una tortilla de dos huevos —la Mary sabía que José Joaquín García Vela me los tenía prohibidos—, porque ya ves de lo que le ha servido a tu bisabuela privarse de sus gustos.

La Mary se refería a los noviazgos de la bisabuela Carmen con los bandoleros. Claro que la bisabuela Carmen se había muerto con noventa y cuatro años, y hasta última hora estuvo dando la tabarra con sus pretendientes de Sierra Morena, de forma que si se privó de algo que tanto le gustaba no fue por falta de tiempo ni por no insistir. Y morirse tiene que morirse todo el mundo; lo tonto era morirse pronto o en pecado mortal sólo por darse un capricho, que ya decía el hermano Gerardo que por un instante de placer podía achicharrarse uno por toda la eternidad. Un instante de placer, por lo visto, era como una tortilla de dos huevos: no tienes fuerza de voluntad para resistir la tentación, y luego pagas las consecuencias. A mí, de todos modos, la tortilla de dos huevos me supo a gloria.

—De lo que me alegro —dijo la Mary— es de que tu bisabuela se haya muerto con buen sabor de boca. ¿No te fijaste en que hasta le cambió la cara cuando empezó a decir aquello de gloria bendita, gloria bendita?

Yo siempre le había visto a la bisabuela Carmen la misma cara de regaliz mascado, pero no quise llevarle la contraria a la Mary, no se fuera a enfadar y me dejase otra vez solo.

—Los hombres dejan un gusto muy rico, picha. Fíjate cómo le volvió el sabor a tu bisabuela, y eso que estaba en artículo mortis, en cuanto les vio las carnes y el boniato a los bandidos de la revista. ¡Las carnes y los boniatos que recordaría ella de pronto!

Tal y como lo contaba la Mary, estaba claro que la bisabuela Carmen se había muerto en pecado mortal, por mucho viático y mucha extremaunción que le hubiera administrado don Anselmo a las ocho de la mañana. Yo eso sólo lo pensé, pero no lo dije porque me daba miedo que fuera verdad. Y además porque tía Blanca entró en aquel momento en la cocina y le dijo a la Mary que espabilara, que había que hacer café porque ya estaban llegando las visitas, que seguro que íbamos a tener una avalancha y ahora se iba a ver lo querida y lo respetada que había sido la bisabuela Carmen.

—Y tú vete a tu cuarto —me dijo tía Blanca—, que estas cosas no son para los niños.

Yo no sabía qué no era para los niños, si hacer café, si estar entre las personas mayores que venían de visita, o si pensar que la bisabuela Carmen estaba muerta.

También vino mi madre a la cocina, haciéndose la doñaordenada, y me dijo lo mismo, pero con peores modos y peores palabras, que me quitara de en medio porque no hacía sino estorbar. La Mary, a espaldas de tía Blanca y de mi madre, me hizo señales para que me fuera, que mejor si les hacía caso, porque en los duelos hasta los más cuajones acababan con los nervios de punta, o por lo menos eso fue lo que yo le entendí entre las morisquetas y los aspavientos que me hizo.

Me fui de mala gana. Por la galería, me encontré a algunas visitas que andaban curioseando por la casa, mirando los cuadros y los muebles con mucha atención, como si estuvieran cavilando qué se iba a llevar cada uno, como si con la muerte de la bisabuela Carmen aquella casa fuera a desbaratarse y todo el mundo pudiese coger lo que quisiera. Dos señoras estaban chismorreando delante de las fotografías de boda de mis padres y mis tíos, y a lo mejor echaban de menos a tío Ramón y se estarían preguntando ¿por dónde andará ese balarrasa? En el gabinete había ya muchas señoras y seguro que faltaban sillas, de mi cuarto habían desaparecido las dos que la abuela acababa de tapizar con una cretona muy alegre. Las sillas estaban una a cada lado del armario de luna donde la abuela guardaba las cosas de tío Ramón, y a mí me dio aprensión ver de pronto que no estaban, como si la muerte de la bisabuela Carmen hubiera empezado a comerse cosas por todas partes. Pensé que lo mejor que podía hacer era no mirar, y no escuchar a las visitas en el gabinete, y ponerme a remirar tebeos para ver si me olvidaba de que la bisabuela Carmen estaba muerta. Los tebeos los tenía ya vistos y revistos, pero cogí los de Roberto Alcázar y Pedrín porque eran los que más me gustaban.

Y entonces me acordé de tía Virginia Serrador, porque ella decía siempre que Roberto Alcázar era clavado a su difunto marido. Y me acordé de que tía Virginia Serrador estaba siempre canturreando una canción que se llamaba Sabor a ti, y cuando el trío Los Panchos la cantaba por la radio tía Virginia Serrador dejaba empantanada cualquier cosa que estuviera haciendo, aunque fuera lo más sagrado, y ella sí que se quedaba embelesada. Tía Virginia Serrador ni era tía nuestra ni nada, era la viuda del viudo de una prima segunda de mi padre, pero cuando se murió su marido la pobre se había quedado sin un real y a mi padre le dio lástima y le dijo a mi madre que por qué no la cogían de señorita de compañía para nosotros; fue la única vez que Manolín, Diego y yo tuvimos señorita de compañía, las otras veces lo que teníamos era niñera. Tía Virginia Serrador se mandó hacer unas tarjetas de visita en las que, debajo de su nombre y de su condición, viuda de Marmolejo, ponía «Institutriz», y ella en la casa no tocaba ni un plumero, su marido la tenía como una reina y le hubiera dado una privación si la hubiese visto haciendo faenas de criada, ella a su difunto no podía ofenderlo así. Nos llevaba al colegio, nos daba las comidas, nos ponía de punta en blanco para salir por la tarde de paseo a La Calzada. Y eso sí, canturreaba todo el tiempo Sabor a ti. Y me acordé de que ella decía lo mismo que la Mary, el gusto tan rico que deja un hombre, y que el gusto de su difunto lo tenía ella bien encajado, que no iba a cansarse nunca de saborearlo, y yo le pregunté que si no se le confundía nunca con el gusto de la comida o del café, y ella me dijo que si le prometía guardarle el secreto me confesaba una cosa. Yo le prometí que no le diría nada a nadie —palabrita del Niño Jesús—, y ella entonces abrió la boca, se señaló los dientes, sonrió como una contorsionista que estuviera a punto de ponerse los tobillos en la punta de la nariz, y en un periquete hizo algo que me dejó con la boca como un lebrillo: se sacó de un tirón toda la dentadura, que era postiza, y se la volvió a poner con la misma bulla, y sonrió otra vez, ahora como si acabara de salir sin un rasguño de un cajón que acababa de atravesar con espadas un mago de los de la feria, y me dijo: Era la dentadura postiza de mi esposo, y así es como si tuviera siempre su boca con la mía, así llevo siempre el sabor a él, aprende hijo mío lo que es el verdadero amor matrimonial. Mi padre no tenía dentadura postiza —se lo pregunté tantas veces a mi madre que ella acabó por mandarme que me callara de una vez, que le estaba dando hasta asco—, y entonces lo que tenían mi madre y mi padre a lo mejor ni era amor matrimonial ni nada parecido.

—Chiquillo, ¿qué te pasa?

La Mary se había escapado un momento y me encontró con la cabeza escondida debajo de la almohada, pero yo ni me había dado cuenta de que estaba así.

—Esto parece la novena de la Caridad —me dijo la Mary—. La casa se ha puesto de bote en bote. He hecho esta tarde más cafés que el Bar Correos.

Pero, por lo visto, las visitas ya habían empezado a desfilar y dentro de nada se quedaría sola la familia velando a la bisabuela Carmen.

—No te vayas a dormir —me advirtió la Mary— que en seguida te traigo la cena.

No tenía ganas de cenar, pero seguro que la Mary no me perdonaba la cena completa, con los dos platos y el postre. Con tanto jaleo, tampoco había merendado, y sin embargo era como si estuviese empachado y me costara trabajo hacer la digestión.

Reglita Martínez, por aquello de que era como de la familia, que ya se lo había dicho tía Victoria, entró a darme un beso y hasta me dio el pésame, me dijo con mucha solemnidad te acompaño en el sentimiento, hijo mío. Fue la única que lo hizo. Cuando se murió la bisabuela Carmen nadie más me acompañó en el sentimiento, ni siquiera la señora que entró con Reglita Martínez en mi dormitorio y a la que yo sólo conocía de vista.

Mientras Reglita Martínez me besuqueaba y se empeñaba en arroparme con la sábana como si quisiera asfixiarme, la otra señora fue pasando revista a todo el cuarto, y pasó la mano con mucha suavidad por encima de la cómoda, y hasta descolgó un cuadro para mirarlo por la parte de atrás, y se metió en el cuarto de baño y estuvo allí como media hora mientras Reglita Martínez me decía que menos mal que no se había muerto la bisabuela Carmen mientras ella estaba cuidándola, que ella seguramente no hubiera podido resistirlo.

Cuando la otra señora salió del cuarto de baño, tirándose de la faja, se quejó de que ya era tardísimo, pero ella se puso otra vez a curiosear todos los cuadros y las cortinas y el jarrón de cristal que la abuela tenía, siempre lleno de jazmines frescos, encima de la cómoda. La señora metomentodo dijo éste era el cuarto de Ramoncito, ¿verdad?, ¿y qué se sabe de él?

—Seguro que está en un crucero con lo mejor de la alta sociedad —dijo Reglita Martínez.

Por suerte, la Mary apareció en aquel momento con mi cena y dijo, con toda frescura, que Reglita Martínez y la otra señora eran las únicas visitas que quedaban ya en la casa y que las señoras de la familia iban a empezar un rosario en el cuarto de la bisabuela Carmen, junto al cuerpo presente. Reglita Martínez y su amiga dijeron que qué apuro, por Dios, y se fueron con muchas prisas.

—Ahora vas a cenar tranquilito —dijo la Mary—. Hasta la hora del entierro, mañana a las doce, no tenemos que apurarnos.

La familia entera —es decir, las personas mayores— se iba a pasar despierta y levantada toda la noche. Las señoras, rezando rosarios y jaculatorias junto al cuerpo presente de la bisabuela Carmen, y los hombres en el piso bajo, en el escritorio, hablando de sus cosas.

—Picha, deja de masticar y traga. Ni que te estuviera dando un purgante.

Me costaba mucho tragar, como si tuviera remordimientos, y además, sentado en la cama, no podía dejar de mirar los sitios vacíos donde antes estaban las sillas que la abuela había mandado tapizar con una cretona alegre. A lo mejor las visitas, aprovechando que la bisabuela Carmen se había muerto, habían empezado a llevarse algunos muebles. O a lo mejor la muerte había empezado a desbaratar cosas y había empezado por las sillas de mi habitación.

—Mira, si no vas a tragar, me lo dices y a tomar viento. Yo no me pienso llevar un sofocón.

—Es que tengo que preguntarte una cosa —le dije a la Mary, y puse cara de que ya no me cabía en el estómago ni una gota de agua.

La Mary me quitó la bandeja y la dejó encima de la cómoda y puso cara de curiosidad.

—¿Y se puede saber qué tienes tú que preguntarme?

—Una cosa.

—Pues pregúntala ya, alma de cántaro.

Yo me seguía acordando de la bisabuela Carmen repitiendo sin parar gloria bendita, gloria bendita. Y de la tía Virginia Serrador canturreando Sabor a ti sin que se le moviera nada la dentadura postiza de su difunto. Y de la Mary diciéndome que los hombres dejan un gusto muy rico. Así que le pregunté:

—¿Las mujeres tienen el mismo sabor que los hombres?

La Mary dijo uy, niño, qué rabúo me estás saliendo, y se echó a reír. Después se puso seria y se quedó pensando. Al cabo de un buen rato, dijo:

—Yo creo que los hombres saben mucho mejor, qué quieres que te diga.

La Mary se sentó a mi lado, en el borde de la cama, y me miraba con mucha atención. Luego me fue acercando la cara, y separó un poco los labios, y cerró los ojos, y cuando le di un beso en los labios ella no hizo nada. Después, sí. Después empezó a besarme los cachetes, la barbilla, la nariz, los ojos, y me fue besando detrás de la oreja, y yo no dejaba de mirar el hueco donde habían estado las sillas tapizadas de cretona, y la Mary me besaba muy despacio, me besaba el cuello, y me fue abriendo la camisa del pijama mientras me iba besando el pecho, y las tetitas, y los hombros, y pensé que a lo mejor yo ya era un hombre y tenía un gusto muy rico, y la Mary me besó el estómago, el ombligo, muy despacio, muy suavecito, sin apretar, y me desató el cordón del pantalón del pijama, y me pidió que me acostara bien, que me estirase, que ya era hora de dormir, y me metió la mano por el pijama como si tuviera miedo, y yo de pronto me di cuenta de que tenía empinado el alfajor, como la Mary decía, y quería preguntarle a la Mary si mi sabor era tan rico como el de un hombre, pero no pude, porque entonces la Mary me puso una de sus manos sobre la boca, para que se la besara, y yo se la besé, despacio, como hacía ella, y la mano de la Mary estaba rasposa y olía un poco a sosa de lavar y no sabía a nada, era como si estuviera besando un papel, y me pareció que escuchaba los murmullos de las mujeres rezando el rosario, y la Mary quería que le besara los brazos, y los hombros, y el cuello, y la cara, y yo lo besaba todo muy despacio, tan despacio que era como si no llegara a besarlo, y me quedé dormido sin darme cuenta…

Por la mañana, la Mary me despertó y me dijo que me tenía que vestir para despedirme de la bisabuela Carmen.

—Y date prisa que no me puedo entretener.

La Mary estaba con la aceleración, y cuando ella se ponía así no se andaba con monsergas.

Mi madre había dicho que yo no estaba para ir a la iglesia ni al cementerio, pero que podía estar en la galería —bien vestido, eso sí— cuando se llevaran la caja.

Pero yo no quería levantarme, no quería ver cómo se llevaban a la bisabuela Carmen y cómo se iban todos a la iglesia y al cementerio y me dejaban solo en la casa. Las campanas de la parroquia habían empezado a tocar a duelo. Y le dije a la Mary que cerrara todas las puertas de mi dormitorio, que no me encontraba bien, que creía que me había subido la fiebre y que después me contara ella lo que había pasado.

La Mary, a la hora de comer, ya más calmada, me dijo que había sido un entierro precioso, y que la más descompuesta de toda la familia era tía Victoria. Pero eso era natural, porque el mariconazo de Luiyi le había dejado muy mal sabor de boca.

Y tan malo. Como que aquel día, después del entierro, cuando cada uno se marchó a su cuarto para descansar un poco del palizón, tía Victoria descubrió que en el canalillo de su pechera ya no estaba la sortija.