Según el nuevo médico —un hijo de Sudor Medinilla, un muchacho muy peripuesto y que por lo visto valía una barbaridad— lo que tenía la bisabuela Carmen era una parálisis espontánea. Al hijo de Sudor no le cabía la menor duda. A la Mary y a mí, sin embargo, aquello de la parálisis espontánea nos parecía una cosa rarísima, por más que lo de la parálisis estuviera muy claro —la Mary me dijo, picha, una parálisis es un paralís, y eso sí que lo tenía la bisabuela Carmen, la verdad—, pero lo de espontánea no había quien lo entendiera. Sabíamos que un espontáneo es un maletilla muerto de hambre —la Mary decía muertojambre, que sonaba peor—, un desgraciado que se tira sin permiso a la plaza para ver si borda unos cuantos pases y lo ve un empresario y triunfa. Lo que no comprendíamos era qué tenía que ver un paralís con eso. Pero lo había dicho el hijo de Sudor, que era una eminencia, según tía Blanca, y la prueba estaba en que su madre, que algo de dinerito debió de coger de la herencia de un tío riquísimo y solterón que se le había muerto en Madrid, le acababa de abrir la consulta y le iba estupendamente, le quitaba a puñados los enfermos a José Joaquín García Vela. Eso sí, tía Blanca lo que no se explicaba era que le hubiese salido un niño tan listísimo a la pobre Sudor, que siempre había sido tan bobalicona y, encima, más cursi que un roquete. Obras misteriosas de Dios Nuestro Señor.
Otra cosa que dijo aquel médico tan joven y tan moderno, fue que a la bisabuela Carmen no tenía por qué hacerle daño el que tía Victoria, la Mary y yo nos fuéramos a su cuarto a ver revistas y a animarle un poco el tiempo de vida que le quedase, que lo mismo era nada y en cualquier momento se nos moría sin que se diera cuenta ni ella ni nadie, como un pajarito, que se encasquillaba sin empeorar ni mejorar y duraba más que el pentecostés. El hijo de Sudor le explicó a tía Victoria, y tía Victoria nos lo explicó a nosotros, que la parálisis de la bisabuela Carmen carecía, de acuerdo con la ciencia, de raíz congénita, traumática o morbosa, lo que no dejaba de ser un alivio. Yo me aprendí la frase de carrerilla y la verdad es que sonaba la mar de bien, pero me imaginaba que tener a alguien en la familia con cualquier cosa congénita, traumática o morbosa tenía que ser un drama. Lo de tío Ricardo era sólo que estaba un poco majareta. Y lo de la bisabuela Carmen, según lo que el hijo de Sudor le había explicoteado a tía Victoria, era que la parálisis no se debía, por ejemplo, a una embolia, ni a un mal golpe en la rabadilla, ni a un sofocón gordísimo y engatillado, ni siquiera a un efecto secundario del alcoholismo. Eran solamente los años. Y eso quería decir que la bisabuela Carmen tenía una parálisis espontánea.
En la familia, todo el mundo andaba embobado con las explicaciones del hijo de Sudor Medinilla, y tía Victoria también hacía muchos gloriamundis de admiración, pero era porque nos convenía para seguir viendo revistas junto a la cama de la bisabuela y para que ella, tía Victoria, matase dos pájaros de un tiro: cumplía con la obligación que se había empeñado en echarse encima de cuidar a la bisabuela y, a la vez, se lo pasaba la mar de bien contándonos sus buenos tiempos. Pero tía Victoria había viajado mucho, había tratado con toda clase de sabios, y el que no le gustara que sus novios tuvieran opiniones, porque era una pesadez, no quería decir que ella no tuviese las suyas.
—Este niño será una eminencia —nos dijo a la Mary y a mí en cuanto salió del cuarto el hijo de Sudor, que iba cada dos días a ver a la bisabuela para que la familia estuviese tranquila—, pero en ésta me parece a mí que no ha atinado. Yo estoy segura de que lo que mi madre tiene es una parálisis sicosomática.
La Mary y yo nos quedamos estupefactos; la tía Blanca se quedaba estupefacta cada dos por tres y no ocurría ninguna catástrofe, así que nosotros no íbamos a ser menos. Y lo de sicosomática, de todas maneras, sonaba fatal, parecía una enfermedad de las misiones. Pero tía Victoria dijo que ni hablar, que no fuéramos ignorantes, que era una forma modernísima de ponerse mala y ella lo había aprendido en Bariloche. Lo más moderno y lo más elegante era estar sicosomática perdida.
—Pues yo no es por calumniar —dijo la Mary—, pero a lo mejor lo de doña Carmen algo sí que tiene que ver con el vino. Las cosas como son.
Ahora la que se quedó estupefacta fue tía Victoria. Hasta se le abrió la boca como si no pudiera creerlo y, cuando se recuperó, puso a la Mary como un trapo: que valiente falta de respeto, que de dónde había sacado ella aquel infundio, que si era ésa la manera de pagar la confianza que toda la familia le estaba dando, y que no se lo volviera a escuchar porque la ponía sin contemplaciones de patitas en la calle. La Mary no se inmutó mucho —la tía Blanca o se quedaba estupefacta o no se inmutaba lo más mínimo, siempre que se enteraba de algo que le llamaba la atención decía que le pasaba una de las dos cosas—, sólo hizo una morisqueta que quería decir como si no lo supiera todo el mundo. Hasta yo lo sabía. Una vez le oí decir a mi madre, con mucha guasa, que antes la bisabuela Carmen se ajumaba un poquito por menos de nada, aunque ella le echaba la culpa a la tensión, pero que lo aguantaba como una señora, en su cama, echando una siestecita, y sin efectos secundarios, como había dicho el hijo de Sudor Medinilla, faltaría más. No venía a cuento que tía Victoria se anduviera con pamemas y se hiciera doña escandalizada.
La bisabuela Carmen, en cualquier caso, seguía como siempre, tal y como yo la había visto la primera vez que entré en su habitación aquel verano, con su cantinela de bandoleros de Sierra Morena, sus respingos de coquina con sarampión —ésa era otra irreverencia que había dicho la Mary—, su color de choco atragantado, su desgracia de no poder mover ni un dedo y aquella manera de mirar a ninguna parte, como si la parálisis le hubiera llegado ya a la niña de los ojos. Yo no le había contado a nadie lo que había visto la noche en que había seguido a tío Ricardo por toda la casa; primero, para que no me regañasen por haberme levantado teniendo como tenía aquellos mareos y aquella destemplanza y por espiar las cosas de los mayores, y segundo porque de pronto, por la mañana, me había dado por pensar que a lo mejor lo que había visto no era verdad, que me lo había imaginado o lo había soñado. Y aunque fuera verdad —que, pensándolo bien, a mí me parecía que lo era—, seguro que lo contaba y nadie me creía.
Lo que sí estuve a punto de contarle a la Mary fue que había visto en cueros vivos a Luiyi, echado en la tumbona, haciendo la majaretada de querer ponerse moreno con la luz de la luna, y que ella tenía razón, yo también calculaba que Luiyi tenía poquísimo perejil. Y es que la Mary me dijo que Luiyi y tía Victoria se estaban ahora peleando casi todo el tiempo, y que era por culpa de la sortija, eso fijo, si le juraba por mis muertos no decir nada me contaba todo lo que había escuchado. Se lo juré —ojalá la bisabuela Carmen durase más que el Pentecostés, porque si se moría a lo mejor me daba miedo jurar y me quedaba a dos velas de todo lo que sabía la Mary en secreto—, y ella me contó que Luiyi quería la sortija para venderla. La Mary lo había escuchado de su propia boca. Tía Victoria y Luiyi estaban liados en un pancracio, diciéndose de todo, cuando la Mary pasó por la azotea y, claro, se quedó a escuchar, aunque para disimular hacía como que despeluchaba los geranios plantados en macetas que la abuela colgaba en la pared, y entonces fue cuando escuchó a Luiyi decir con lo que vale esa sortija seguro que teníamos para pasar un mes en San Sebastián. A saber lo que se le habrá perdido al mamotreto ése en San Sebastián, dijo la Mary. También había dicho Luiyi que, si no se iban a San Sebastián, por lo menos él podría comprarse ropa nueva, que llevaba con los mismos cuatro pingajos desde las Navidades. A lo mejor por eso se pasaba el día entero en taparrabos y, por la noche, en cueros vivos, para no desgastar más la poca ropa que tenía. Entonces fue cuando estuve a punto de decirle a la Mary lo que yo había visto la noche en que seguí a tío Ricardo, pero me acordé de pronto de que también había escuchado risas raras en el cuarto de la Mary y a lo mejor a ella no le gustaba que yo lo supiera.
De todos modos, estaba claro que en casa de mis abuelos, durante la noche, todo el mundo hacía extravagancias, incluida la bisabuela Carmen a pesar de su condición. Allí seguía, hecha un pitraco, sin sentir ni padecer, como decía todo el mundo, y sin embargo también ella tenía su secreto. Por lo visto, la única que por la noche no hacía nada especial era tía Victoria, la Mary me había dicho que se atiborraba de pastillas para poder dormir. Menos mal que, mientras estaba en el pueblo, no tenía que ir a ningún baile del Aga Khan, porque se hubiera quedado frita en medio de un minué. Desde luego, o tía Victoria estaba pasando una racha fatal, o lo que a mí me habían contado de ella era todo mentira.
Y eso que mentira del todo no podía ser, porque allí estaban las revistas a disposición de quien quisiera verlas. Y a lo mejor por eso tía Victoria, a los tres o cuatro días de ensayar los versos de Federico a todas horas, decidió que cada cosa a su debido tiempo, y volvimos a la habitación de la bisabuela Carmen, con las sillitas y el velador, a ver los magazines. Me dijo la Mary que era la única forma que tía Victoria tenía de seguir meneando el pericón.
—¡Aquí está el príncipe Michovsky! —dijo tía Victoria, y se puso tan contenta que parecía que aquel príncipe tan fenomenal venía subiendo por la Cuesta Belén.
Y la verdad es que el príncipe Michovsky, que salía con tía Victoria en muchas fotos del reportaje que había dado la revista Paradiso del baile del Aga Khan, era un señor imponente. Tenía una planta de cine. Era alto como un ciprés, iba siempre derecho pero no estirado, con la cabeza alta, los hombros rectos, la cintura metida, los andares de capitán de la guardia real. Era de pelo negro, ojos medio verdes y medio grises, dentadura perfecta, barbilla firme, pero no dura, y todo lo demás a juego con el conjunto. Un Charles Boyer, pero en más hombre.
Todo eso lo decía tía Victoria, claro, pero en las fotos se veía que era verdad.
—¡Nadie bailaba el vals como lo bailaba Micho! —nos dijo tía Victoria, y echó la cabeza un poquito para atrás y cerró los ojos con mucho embeleso (la palabra embeleso salía en una canción de Sarita Montiel y la Mary me había explicado, más o menos, lo que significaba), como si el príncipe le estuviera pidiendo un baile en aquel mismísimo momento.
Dijo tía Victoria, toda embelesada, que no hay nada como un vals con un hombre que sepa bailarlo.
—¡Es como flotar y bucear al mismo tiempo!
Y no se lo dije, pero la verdad es que yo para el vals era un desastre. Que se lo preguntara, si no, a mi prima Rocío. Porque si me lo preguntaba a mí, me iba a dar mucha vergüenza contárselo. Y es que mi prima Rocío había pasado con nosotros, en mi casa, el verano anterior, porque su madre, la tía Loreto, la mujer de tío Esteban, tenía que descansar en un sanatorio del norte, se lo había mandado un médico muy importante y muy caro de Madrid —la tía Loreto era madrileña y finísima; según mi madre, más fina que un telefonema—, y el tío Esteban se había ido a acompañarla hasta que se pusiera bien. Para mi madre —cuando estaba de mal humor—, mi prima Rocío era una sacabuche melindrosa y redicha, pero tía Blanca decía que había sacado toda la finura y todo el pedigrí de tía Loreto. Yo no sé cuál de las dos tendría razón, yo lo único que sé es que mi prima Rocío, tan remilgada, también estaba loca por el vals. Y quería enseñármelo a toda costa, me prometió que cuando fuéramos mayores íbamos a bailarlo juntos en un palacio como el de Sissi, que iba a quedarse todo el mundo con la boca abierta, que ella tenía ya hasta pensado el traje que iba a llevar y que yo de almirante —porque se le había metido en la bizcotela, como decía la Mary, que yo iría de almirante— estaría guapísimo. Y no voy a decir que no me gustase la idea, sobre todo al principio, aunque me daba coraje tener que vestirme de almirante a la fuerza, pero Rocío lo contaba todo tan bien que era como una película, y yo estaba dispuesto a poner todo de mi parte —aunque cuando le dije a Antonia que Rocío iba a enseñarme el vals ella le dijo, niña, no seas cochambrosa, que eres muy chica tú para empezar ya con cochinadas—, y hasta soñaba con bailarlo en un salón precioso, aunque la verdad es que a veces me hacía un lío, porque soñaba que el que iba con un vestido como el de Sissi era yo, ¿y qué culpa tiene uno de lo que sueña? Además, entre un vestido de Sissi y un uniforme de almirante, por bonito que fuera el uniforme, no había ni comparación. Y mi prima Rocío sería todo lo fina y todo lo sabionda que quisiera, pero era un poco gallareta —en eso también había salido a tía Loreto, según mi madre—, y una cosa mala de patosa, porque puede parecer mentira, pero a la hora de la verdad, a la hora de enseñarme el vals, aquello no salía ni a la de tres, éramos más torpes que la Candelaria —que encendió una vela y se quemó el chumino; la tal Candelaria, por lo visto, era vecina de la Mary, por la de veces que la nombraba—, y andábamos todo el rato dando trompicones el uno con el otro, hasta que un día apareció mi madre mientras ensayábamos y dijo, niño, ¿pero qué haces?, y yo creí que estábamos cometiendo un pecado y que me iba a reñir, pero mi madre tenía mucha prisa porque iba a casa de las Caballero y sólo me dijo ay qué pato tienes, hijo mío, ¿no ves que estás llevando el paso también como las mujeres? Casi me muero de vergüenza, pero así era como me estaba enseñando Rocío. Luego, Antonia se chufleaba de mí y decía que lo que a mí me pasaba era que tenía dos pies izquierdos, y primero pensé que a lo mejor era verdad y, después, por las cosas que me imaginaba, que a lo mejor por eso tenía la desgracia de cojear un poco.
Tía Victoria seguía embelesadísima, de manera que la Mary y yo, mientras tanto, íbamos pasando las páginas de las revistas al tuntún, mirando las fotos. A mí, las que más me gustaban eran las de las modelos que salían desfilando en París, todas con unas fachas estupendas, con unos figurines de ensueño, con cutis de porcelana. Yo me quedaba embobado mirándolas. Y eso que la Mary me dijo que muchas de ellas no eran ni siquiera de buena familia, que eran niñatas corrientes o menos que corrientes, pero que habían salido finitas y dispuestas.
—Si tú en vez de haber salido niño hubieras salido niña —me dijo la Mary—, con esa cara tan preciosa que tienes y con el tipazo que vas a tener, habrías podido ser una modelo de campeonato.
A mí también me gustaban mucho las misses, a todas les regalaban un viaje alrededor del mundo y un vestuario escogidísimo. Y los reportajes más aburridos, sobre todo si tía Victoria estaba embelesada y no podía comentarlos, eran los de los conciertos, las cenas benéficas llenas de carcamales de medio pelo, las procesiones y, por mucho que tía Victoria los quisiera adornar, los recitales, incluidos los suyos. Así que, aprovechando el embeleso de tía Victoria por culpa del príncipe Michovsky, la Mary y yo nos saltábamos todo eso y buscábamos las revistas en las que salían artistas, princesas, modelos y misses. Por lo menos, pasábamos el tiempo tan ricamente.
Pero, de pronto, la Mary pegó un grito tan fuerte que casi me da un síncope. Chilló de verdad. Y con un dedo más tieso que el alcalde en la procesión del Corpus, señalaba una revista que ella misma había abierto, casi sin darse cuenta, de par en par. Una revista que seguro que tía Victoria no sabía que estaba allí. Una revista, sin embargo, que yo reconocí en seguida. Era la que Luiyi tenía encima del perejil, la noche que yo le vi echado en una tumbona en cueros vivos.
La revista se llamaba Adonis y estaba llena de muchachos con tantos músculos como Luiyi, y todos estaban con el perejil al aire, todos en pelota picada. En algunas fotografías, salían dos o tres haciéndose cucamonas, y tía Victoria, cuando salió de su embeleso por culpa de los gritos de la Mary —que no eran gritos de susto, sino de nerviosismo—, abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a desencajar y soltó un montón de carcajadas medio histéricas. La bisabuela Carmen también chillaba por su cuenta, como si ella no quisiera perderse el espectáculo. Tía Victoria gritó:
—¡Luiyi! —y se notaba que quería estar enfadadísima, pero la risa se le escapaba hasta por las orejas.
Luego, sin parar de reírse, dijo que cómo iba ella a figurarse que el mariconazo de Luiyi tuviera semejantes porquerías, que con qué clase de hombre había estado ella despachando, que inmediatamente iba a ponerlo en la soberana calle. Tía Victoria, con aquel ataque de risa, parecía una mujer del Barrio Bajo, dándose palmotazos en los muslos y todo.
Y cuando tía Victoria se fue, llamando a gritos a Luiyi para despacharlo a Badajoz, diciéndole mariconazo a voces por la galería, la Mary cogió la revista, la miró y remiró de punta a punta, me dijo que yo no tenía edad para ver aquello, pero que la bisabuela Carmen sí, que por qué no, que con aquellos pedazos de gachos se le pasaba a cualquiera la obcecación con los bandoleros, y enfiló la cama sin pensárselo dos veces y le plantó la revista a la bisabuela Carmen, con tantísimo músculo y perejil, a una cuarta de la nariz. Y la bisabuela Carmen chilló. ¡Que si chilló! Y se puso a temblar, pero no de sofocación o descompostura. A mí me pareció que temblaba de contento. La boca le rebullía como la tapadera de una olla con puchero hirviendo. La nariz, tan afilada, parecía como si quisiera olerlo todo. Los ojos le pegaban chispazos como si acabaran de darles cuerda. Y de repente dejó de chillar, pero en seguida empezó a hacer ruidos raros con la garganta, como una cañería cuando vuelve el agua después de un corte en la general, y de pronto, y bien clarito, empezó a decir:
—Gloria bendita, gloria bendita…
De verdad. Decía eso. Gloria bendita.
La Mary también salió corriendo a avisar a todo el mundo y en un santiamén la alcoba se llenó de gente: tía Victoria, la abuela y el abuelo, la tata Caridad que iba de un lado para otro a la pata coja, Manolo el chófer, el hijo de Sudor Medinilla, que dijo que aquello era un fonomotriz espontáneo —lo tuvo que repetir un montón de veces, porque todo el mundo, uno detrás de otro, fue preguntando ¿un qué?—, y don Anselmo, el párroco de la Merced, a quien hubo que llamar porque el padre Vicente seguía de viaje.
La Mary había escondido en su cuarto la revista y ni ella ni yo dijimos lo que había pasado.
La Mary me dijo, por lo bajo:
—Qué joío el Luiyi. Con uno de ésos sí que bailaba yo un vals.
Y la bisabuela Carmen no se cansaba de repetir:
—Gloria bendita, gloria bendita…
Don Anselmo, el párroco de la Merced, dijo que la bisabuela Carmen tenía ya un pie en el paraíso.